EL DESTINO DE LOS INTELECTUALES
George Steiner, Leszek Kołakowski, Conor Cruise
O'Brien, Robert Boyers
El siguiente texto es la trascripción editada de una mesa redonda
celebrada en el Skidmore College de Saratoga Springs, Nueva York, el 11 de
abril de 1985.
Boyers: El sociólogo norteamericano Philip Rieff ha escrito, con
mucha perspicacia, acerca de la cambiante estructura del carácter del
intelectual, o de la imagen cambiante que se tiene del intelectual ideal. Hace
veinte años, en The Triumph of the Therapeutic, afirmó que “muchos
intelectuales se han pasado del lado del enemigo sin darse cuenta de que
aquellos mismos a quienes aún consideraban la élite cultural se habían
convertido en realidad en portavoces de lo que Freud llamaba 'la masa
instintiva'”. ¿Cuál es a su juicio la clase de ideal del intelectual
implícita en el concepto que tiene Rieff de ese personaje? ¿Está usted de
acuerdo en que, a medida que éste se ha ido convirtiendo en un tipo social
reconocible de nuestro tiempo, ha surgido la idea del intelectual como algo más
o menos sagrado?
Steiner:
Lo más probable, pienso, es que todo ser humano quiera tratar de vivir, si es
posible, en armonía con sus convicciones más profundas. En general, no lo
conseguimos del todo; lo intentamos. Pero el intelectual tiene por delante una
tarea muy especial. Es un ser increíblemente privilegiado por su capacidad para
expresarse. Pertenece —pertenecemos— a la casta más consentida de la historia
de los “mandarines”. El intelectual suele ver hoy aplaudidas sus
pasiones y obsesiones mucho más allá de lo que la mayoría de nosotros podríamos
esperar. De allí que deba intentar vivir lo que profesa. Estar instalado, por
ejemplo, en la confortable seguridad de una cátedra bien remunerada y
convertirse en portavoz del terrorismo ejercido en alguna remota región del
planeta, es algo despreciable. Una absoluta hipocresía. Yo enseño y trato de
vivir en forma consecuente con mis enseñanzas, los maestros, los grandes
textos, las tradiciones filosóficas, todo lo que hemos heredado. Hacerlo y
gozar al mismo tiempo de todos los privilegios de semejante posición —y más, de
las alegrías y los éxtasis que tales disciplinas procuran— y dárselas luego de
igualitarista o radical o populista vociferando slogans, intentando emular a
los más encarnizados filisteos como tantos lo hicieron entre el 68 y el 69, me
parece suicida. Por lo tanto, interpretaría lo observado por Rieff como una exhortación:
“tengan ustedes el orgullo de ser lo que son”; y estaría sin duda de
acuerdo con él.
Boyers: Leszek, ¿le gustaría añadir algo sobre este punto?
Kołakowski:
Los intelectuales, por un peculiar fenómeno psicológico, sufren a menudo al
verse divididos entre deseos o actitudes incompatibles. Por un lado, se sienten
orgullosos de su superioridad y su independencia. Por otro, ese mismo
sentimiento les infunde una suerte de incertidumbre respecto de su situación.
Todo ser humano necesita ubicarse, saber con qué se identifica. Y ésta es una
de las razones por las que es relativamente fácil que los intelectuales se
identifiquen, en espíritu, con la causa del pueblo, al tiempo que conservan
intactos sus sentimientos de superioridad. En otras palabras, quieren
pertenecer a una élite que está exenta de las necesidades comunes y corrientes,
pero esto les infunde al mismo tiempo un doloroso sentimiento de soledad y de
aislamiento.
La
mejor manera de superar tal dilema es precisamente la identificación del
intelecto con la causa de los desvalidos. Y el marxismo es el mejor medio de
resolver el conflicto ya que reconcilia, por lo menos en parte, aquellos
sentimientos contradictorios. Otra característica común de los intelectuales es
su constante y desesperado deseo de probar su legitimidad. Después de todo,
nadie se pregunta para qué sirven los plomeros, los médicos; pero preguntarse
para qué sirven los intelectuales es en cambio natural y comprensible. Y son
ellos mismos quienes formulan tal pregunta sin cesar, como si esperaran dar
eventualmente con una respuesta que les concediera la legitimidad de la que
sienten carecer. Otro problema radica en que quieren ser oídos, y en que la única
garantía constitucional de que un intelectual pueda ser oído es que se vuelva
parte del establishment totalitario. De allí que tantos intelectuales
anhelen convertirse en pensadores o filósofos oficiales dentro de un sistema
que puede proporcionarles ciertas comodidades y que garantiza al menos una
audiencia a todo leal servidor intelectual, sea cual fuere el resultado final
de esa aventura.
Muchos
de los aquí presentes conocen sin duda las memorias de Nadezhda Mandelstam,
cuya lectura es sumamente ilustrativa para todo intelectual. Nos permiten ver,
por ejemplo, que la intelligentsia rusa fue en parte culpable de su propia
destrucción. Varias escuelas de literatura compitieron entre sí para ganarse el
reconocimiento del despótico gobierno comunista eliminando a sus rivales. Y fue
esa rivalidad la que finalmente proporciono a los déspotas el mejor instrumento
posible para domar, o domesticar, la cultura rusa hasta destruirla. Detrás de
ese fenómeno pueden advertirse los sentimientos contradictorios de que antes
hablamos: los deseos, simultáneos de formar parte de la élite y de estar del
lado de los desvalidos, de ser independiente y de verse proclamado un heraldo
de la razón y un profeta del pueblo. Exigencias incompatibles, pero tal vez
características de la clase intelectual.
La
actitud antinorteamericana de muchos intelectuales europeos refleja
precisamente una de tantas dimensiones de ese fenómeno. Recordemos el odio que
inspiraban los Estados Unidos en los pensadores de la Escuela de Frankfurt.
Aquí llegados desde las universidades alemanas, se encontraron con un mundo en
que los intelectuales y profesores no eran considerados semidioses, sino
trabajadores como cualesquiera otros. Se encontraron además con una cultura en
que todos podían adquirir a bajo precio un disco de la mejor música,
acostumbrados como habían estado hasta entonces a considerar los conciertos un
privilegio de la élite. Detestaban la democracia norteamericana —no las
diferentes instituciones democráticas sino el espíritu democrático y sus
efectos en la vida cotidiana. Y su sentimiento de élite ultrajada se expresó,
paradójicamente, en una ideología semimarxista y semirrevolucionaria llena de
confusiones y contradicciones.
Boyers: En un libro tan útil como irritante, Political Pilgrims,
el sociólogo Paul Hollander estudia la atracción ejercida sobre los
intelectuales de Occidente por ciertos regímenes tiránicos como los de Cuba, y
la Unión Soviética. Quienes visitaban lugares como Cuba o Vietnam del Norte,
nos dice Hollander, sólo veían lo que querían ver, y típicamente percibían
allí, por encima de todo, un cálido espíritu de comunidad y un general rechazo
de la alienación, el aislamiento social, etcétera. ¿Cree usted, Conor, que los
intelectuales sean más sensibles a esa clase de espejismo que el resto de los
ciudadanos? Y si así fuese, ¿no podría alegarse que su ilusión no se limitaba a
los solos ejemplos que Hollander propone?
O'Brien:
Todos los ejemplos de Hollander son de regímenes de izquierda; pero sería
erróneo suponer que los intelectuales se han hecho ilusiones únicamente en lo
que a ellos respecta. Pensemos en Ezra Pound, en W.B.Yeats o en T.S.Eliot: en
diferente grado, pero de modo similar, se sintieron atraídos por regímenes
fascistas o derechistas. Pound, como se sabe, estuvo hasta el final con
Mussolini. Pienso que los intelectuales son tal vez más propensos que otra
gente a engañarse a sí mismos, y los unos a los otros, acerca de los regímenes
extremistas: estamos más acostumbrados a habitar construcciones de la mente y
tendemos, por lo tanto, a creer en la realización, en este mundo, de nuestras
figuraciones —una utopía es, después de todo, una ficción—, mientras que las
personas más realistas se muestran más escépticas. Un ejemplo: si en la década
de los treinta los miembros de algún sindicato hubieran viajado a la Unión
Soviética al mismo tiempo que los Webb, probablemente habrían pensado: “Esto
no es tan formidable como se dice. Más bien es atroz”. Cualquier persona
sensata, común y corriente, habría advertido esa realidad; pero no los Webb,
ofuscados como estaban de tanto pensar en una causa. Pero quisiera añadir un
par de observaciones fundándome, en cierta medida, en la tipología elaborada
por Christopher Lasch cuando dimos comienzo a estas charlas. Lasch establece
una distinción entre el intelectual como voz de la razón y el intelectual como
voz de la conciencia, y establece además una tercera categoría difícil de
resumir y a la que evitaré referirme por ahora. Lo que quiero es hablar del
importante contraste entre voz de la razón y voz de la conciencia.
Y
quiero insistir sobre ciertos puntos que la gente suele olvidar, justamente
porque son demasiado obvios. Cuando un intelectual afirma que es la voz de la
razón o que es la voz de la conciencia, no es necesariamente una de esa voces,
ni puede ser en realidad ni la una ni la otra. Y no estoy sugiriendo, créanme,
que Christopher Lasch quiera decir que un intelectual puede en verdad ser esas
cosas: es demasiado sensato como para sostener algo así. Lo que un intelectual
puede —y voy a hacer otra observación muy obvia— es aspirar a ser una de las
dos cosas, o ambas, y eso está muy bien.
Cuando
se propone ser la voz de la razón (¿y por qué no? —yo aspiro un poquito a
serlo), sigue siendo un ser humano falible, lo cual es una limitación a su
posibilidad de lograrlo; y cuando se propone ser la voz de la conciencia, debe
tener conciencia de que es al mismo tiempo un pecador, lo cual es asimismo una
limitación a su posibilidad de lograrlo. Ahora bien, tal vez haya en esta sala
algún hijo del Siglo de las Luces (yo mismo soy una especie de hijo
adoptivo de ese siglo) y nos pregunte: “¿Pecado? ¿Qué cosa es pecado?” Y
no sé muy bien qué cosa es pecado; pero tengo alguna idea de lo que son la
codicia, la ambición, la rapacidad, la crueldad, y no estoy nada convencido de
que los intelectuales sean más inmunes a estas infecciones que el resto de los
mortales. El pecado y la falibilidad son, en suma, limitaciones reales que no
podemos ignorar cuando intentamos definir cuál es nuestra tarea y para qué
servimos.
Debe
recordarse también que las mejores pruebas pueden no resultar satisfactorias
para quienes escuchan al intelectual como voz de la razón. Yo tomo la palabra,
George toma la palabra, Leszek toma la palabra, cada cual como voz de la razón.
Exponemos nuestros argumentos, presentamos nuestras pruebas, pero ustedes
pueden responder: “No creo en esa prueba; esto y aquello la contradicen y,
lo que es peor, al razonar sobre tal prueba incurre usted en una falacia”.
Y nosotros, voces de la razón, debemos responder a nuestra vez. Con todo, el
intelectual juega a cartas vistas cuando actúa, o cuando quijotescamente se
propone actuar como voz de la razón. En cambio, cuando toma la palabra y
anuncia: “Soy la voz de la conciencia”, de querer ustedes comprobar que
eso es cierto se verían en aprietos. Yo digo, por ejemplo, que me compadezco
profundamente de la situación del Tercer Mundo. Es muy posible que así sea y es
muy posible que no sea así: nadie podría averiguar si siento o no lo que digo,
o qué haría en caso de que me confiaran el poder. Pol Pot decía sentirse
rebosante de compasión por el Tercer Mundo. Esto fue antes de asumir el poder
en Camboya y de echar a andar el más sangriento régimen de que tengamos noticia
desde la muerte de Hitler. Pol Pot era un intelectual de Occidente y gozaba de
gran aceptación, pero no había manera de comprobar su supuesta integridad.
Pienso
que en uno u otro caso, frente al intelectual que les habla como voz de la
razón o el que lo hace como voz de la conciencia, lo que ustedes deben hacer es
ponerlo en tela de juicio. David Ben-Gurión solía responder a quien lo
consultara acerca de las intenciones políticas de los Estados Unidos: “Respete,
pero sospeche”. Como principio, esta frase me parece excelente. Ilustra la
actitud que yo sugeriría asumir frente a los intelectuales en general.
Kołakowski:
Lo que usted dice es muy cierto: tanto los regímenes llamados de derecha como
los llamados de izquierda resultan muy atractivos para el intelectual. Sin
embargo, la atracción por los regímenes despóticos llamados de izquierda ha.
sido incomparablemente más intensa y había, tal vez, razones para ello.
Personajes como Pound o Heidegger, que en un momento se convirtieron en
portavoces de la ideología fascista, se dieron más bien excepcionalmente;
abundaban en cambio los que exaltaban el estalinismo cuando el colmo de su
horror. Recuerdo haber leído una entrevista con Heidegger publicada en Der Spiegel
poco después de su muerte: curiosamente, no negaba en ella sus convicciones
anteriores; lo que hacía era explicar su compromiso de los años treinta
atribuyéndolo a las circunstancias políticas. De sus ataques a la libertad de cátedra,
decía: “Lo que entonces declaré era irreprochable, ya que se trataba de una
cuestión de libertad puramente negativa”. ¡Cómo si existiera otra forma de
libertad! De hecho, parecía seguir defendiendo su aprobación intelectual de la
tiranía. Con todo, no parecía en cambio dispuesto a admitir su pasado apoyo a
Hitler.
Pero
cuando se trata de regímenes despóticos, ¿hay acaso una gran diferencia entre
el compromiso contraído con el de izquierda y el contraído con el de derecha?
Sí, hay varias: un historiador alemán, cuyo nombre se me escapa en este
momento, decía que la guerra entre la Unión Soviética y Alemania podía ser
vista como una disputa entre hegelianos izquierdistas y hegelianos derechistas.
Atroz homenaje a la filosofía.
Steiner:
Me gustaría formular una pequeña protesta ante esa pincelada de cinismo. Creo
que desde hace tiempo, desde la Revolución Bolchevique, se ha desatado
un movimiento de esperanza entre los intelectuales, se han abierto numerosas
ventanas a la esperanza: varias de ellas se debieron a esa Revolución,
otras a la Primavera de Praga y el régimen de Dubček, y otras más a Cuba
y al Chile de Allende. A posteriori es muy fácil decir que, en cada ocasión,
uno fue rematadamente estúpido y que era previsible que todo acabara en
catástrofe, tiranía y corrupción. Confieso que, pesimista como soy y
enteramente estoico, yo no abrigué nunca falsas esperanzas; pero no me
enorgullezco, me avergüenzo de ello. Lo que ahora me interesa es saber qué
pasará con la propia naturaleza del pensamiento, con la epistemología del
pensamiento, si no abrimos más ventanas; qué pasará si es cierto que llegamos a
tal situación (y yo diría que sí llegamos, y por primera vez desde 1789) que
tomarían por insensato a quien abrigara alguna esperanza. Supongan ustedes que
un estudiante se presenta a cualquiera de nosotros. como ya ha sucedido, y nos
dice ahora: “Han enterrado a gente viva en San Salvador. Ya no puedo
soportarlo. Soy un ser humano y debo hacer algo” —como lo hicieron en
Inglaterra algunos estudiantes de Cambridge después de escribir alguna nota de
despedida: “Me fui a Praga”; y como lo hicieron tal vez sus padres antes
de irse a España. Díganme ustedes qué harían si alguien les dijera: “Sé que
de unirme yo a la izquierda todo acabará, si ganamos, en brutalidades
stalinistas de la peor especie; y que de unirme a la derecha el resultado será
un coronel fascista más, o un generalísimo, o cualquier otra cosa por el
estilo. No tiene caso hacer nada, ¿verdad?”. ¿Responderían acaso que
estamos obligados, para madurar, a aceptar el principio freudiano de la
realidad? ¿Qué no hay elección posible porque, gane la izquierda o la derecha,
todo acabará sin remedio en atrocidad?... ¿O responderíamos, como estamos
preparados para hacerlo dada nuestra profesión, que hay que tomar en cuenta
detalles, matices, y establecer comparaciones? ¿Qué hay horrores y horrores? “Era
dicha estar vivo en ese amanecer”, dijo Wordsworth de la Revolución Francesa.
O'Brien:
Pero poco después se retractó.
Steiner:
Y volvió a retractarse, y acabó por escribir sonetos en pro de la pena capital —poesía
intragable, por cierto. Estamos hablando, en suma, de un problema muy real: no
sé qué puede hacer uno para evitar ciertos errores; pero las erratas de la
conciencia, las equivocaciones, son a menudo ennoblecedoras... Yo era tan sólo
un estudiante cuando asistí, en París, a una de las famosas veladas de Sartre.
Se hablaba de los horrores de los campos soviéticos de trabajos forzados.
Sartre, que es para mí uno de los personajes más importantes del siglo, aunque
admito que toda duda acerca de él es permisible, dijo: “Quiero hacer una
distinción. Supongamos que es cierto todo lo dicho del Gulag”... Por
supuesto, él sabía que así era, cualquiera lo sabía desde Borkenau...
Kołakowski: Desde Weisberg...
Steiner: Sí. Y
aún desde antes. Sartre dijo: “Supongamos que es cierto. Un ser humano puede
tener dos reacciones posibles. Una sería decir: 'Te lo advertí. Qué tonto
fuiste en esperar otra cosa, y qué bueno que ahora lo sabemos los dos.' Pero
también podría decir: '¡Maldita sea! ¡Otra esperanza humana se hace humo!”
Y añadió: “Ontológicamente, hay una gran diferencia entre esas dos
reacciones”. Yo sé que se le pueden reprochar a Sartre muchas cosas; pero
todavía me acuerdo de esa observación suya, me preocupa, y quiero tratar de
analizar la diferencia entre esas dos reacciones.
Y
para mi sorpresa, ahora que lo hago, descubro de pronto que estoy entre dos
campeones de la derecha. Pero volviendo a la observación de Hollander, ya que
fue nuestro punto de partida., quisiera preguntar: ¿qué hacer si ya no debemos
cometer el error de tener esperanza?
O'Brien:
¿Puedo hacerle otra pregunta? Usted dijo que habláramos de casos concretos. Nos
conocemos hace tiempo, hemos tenido discusiones, pero nos respetamos y nuestra
relación ha durado. Como recuerda, yo participe durante la Guerra de Vietnam en
una versión bastante moderada del movimiento de protesta: me sentaba en el
suelo en diferentes lugares y ocasionalmente recibía un puntapié de algún
policía. Ni martirio, ni nada grandioso; pero le entré al asunto de protestar
contra la guerra. Y usted, George, no estaba entonces contra la guerra. Ahora
en cambio, hemos intercambiado nuestros papeles. ¿No es cierto?
Steiner:
Sí.
O'Brien:
Yo me he desplazado visiblemente hacia la derecha; George lo ha hecho hacia
algo que parecería ser la izquierda. (Risas del público.) Puede que para
otros no parezca ser la izquierda, pero para mí sí. ¿Qué piensa, George, de su
actitud pasada respecto de la guerra?
Steiner:
Todavía pienso que el régimen de Vietnam del Sur, por corrupto que fuera, era
preferible a la tiranía y la exterminación ejercidas por el Norte. Nunca pensé
en Vietnam como en una ventana a la esperanza. Pero si ahora pasáramos a hablar
de la intervención norteamericana en cualquier parte del mundo, si
discutiéramos el problema de Centroamérica, Conor, creo que entre nosotros...
O'Brien:
Yo pienso que no habría desacuerdo.
Steiner:
Yo también. Lo que sucede es que cada caso debe ser examinado aparte. Pero he
estado esperando, Leszek, que me ayudara usted a analizar el otro punto: si hay
o no diferentes maneras de sentirse decepcionado, de decir que uno hubiera
debido imaginar lo que iba a suceder o que había sido un tonto en tener
esperanza.
Kołakowski:
Sí. Muchos, y por buenas razones, se han sentido atraídos por experiencias
históricas que luego resultaron desastrosas o decepcionantes. Sin embargo, hay
que hacer una distinción —por ejemplo— entre los intelectuales que se
adhirieron a la Revolución bolchevique con entusiasmo, buena fe y
grandes esperanzas, para luchar contra algo que con razón podían juzgar
reprobable, y los intelectuales tan entrenados en el autoengaño que no ven nada
malo en mentir a la gente. Hay diferencia entre la buena y la mala fe; entre el
compromiso contraído por ingenuidad o error y el de aquellos que, tras décadas
de experiencia suficientes para ver claro, disponen de abundantes documentos y
se niegan a leerlos o a darles crédito, para prolongar en cambio (y en muchos
casos iniciar) un compromiso con un régimen que a todas luces era un despotismo
de la peor especie. Hay una diferencia, para dar otro ejemplo, entre un
Mayakovsky y un Aragon. Aragon era un embustero; Mayakovsky actuaba en cambio
con buena fe al comprometerse con lo que juzgaba una buena causa —la de los
oprimidos, la del pueblo; de allí su doloroso desengaño. En cuanto a la
distinción “ontológica” de Sartre, es lo bastante buena para servir de
excusa al peor de los compromisos. Sartre no analizaba sus desatinos ni se
desdecía.
Steiner:
Monsieur Aragon me disgusta también: veo con agrado que en esto coincidimos.
Pero insisto: si tuviera que definir al intelectual diría que es alguien que
nunca está del todo a gusto con sus propias ideas y conclusiones. Me preocupa
que hablemos del hombre que en 1940 y 41 escribió, en Creve-Couer, los grandes
poemas que fueron la voz de la Resistencia. Ese hombre es el mismo a quien hoy
condenamos. He aquí el problema... Ahora, Leszek, querría pedirle que vuelva a
ayudarme: ¿Qué hacer para pensar cuando el futuro gramatical no tiene ya
connotaciones mesiánicas? Ayer hablé de nuevo con usted de su libro Chrétiens
sans Église, que trata específicamente del problema del milenarismo y de
las herejías de la esperanza. ¿Qué hacer cuando el principio de negación se
afirma a sí mismo?
Kołakowski:
¿No cree usted que haya algo así como una variedad de la esperanza que está aún
a nuestro alcance? Después de todo, todavía vivimos en un mundo lleno de
horrores y no es insensato (y hasta podría resultar constructivo) esperar que
algo sorprendente suceda y que un día ese mundo pueda ser mejor. Sin esa
esperanza no podríamos quizá sobrevivir. Hay sin embargo una esperanza
apocalíptica, del mismo género de la predicada por Ernst Bloch, según la cual
disponemos de los instrumentos técnicos necesarios para alcanzar la perfección.
De buscar su realización en la práctica, esta esperanza desemboca
necesariamente en la simulación de la perfección bajo la forma del despotismo.
No creo que haya otra posibilidad. Por lo tanto, no debemos condenar a la
esperanza en sí; pero creo que hacemos bien en condenar a la esperanza
apocalíptica.
O'Brien:
Me parece que depositar coronas sobre la tumba del milenarismo es todavía
prematuro. Ha durado más de lo imaginable y me temo que tiene cuerda para rato.
Si muriera, no lo lloraría; me alegraría que el hombre alimentara esperanzas
más humildes, más racionales. Pero está muy arraigado, sobre todo en la
historia de esta nación: es obligatorio, básico, en el programa de los Estados
Unidos. Es el apuntador invisible que dicta a Reagan su retórica sin que éste
se entere; pero cuando asocia a Dios con la Nación sigue en línea recta la
tradición de los púlpitos de Nueva Inglaterra como si hablara para el nuevo
Pueblo Escogido. Ese furor se generaliza y hasta hay intelectuales dispuestos a
convertirse en sus cruzados. Y así será; pero yo preferiría seguir pegado a mi
silla, sin inscribirme en la tradición milenarista aunque me interese y
advierta su poder.
Steiner:
Pero que no haya cosa en que usar la imaginación es una circunstancia muy
nueva. Resulta problemático y me deja perplejo que los sueños no tengan ya,
como decía Shakespeare, “ni morada precisa, ni nombre”, o que uno pueda
sentirse un estúpido cuando repasa, por ejemplo, las ilusiones que se hizo
acerca de la Praga de Dubček.
O'Brien:
¿Se hizo usted ilusiones, George?
Steiner:
Por supuesto. Estuve allí entonces y era maravilloso. Pero que lo mejor que hoy
se nos pueda ofrecer sea esa especie de creencia, irónicamente autodestructiva,
en que el mundo va a mejorar, plantea ciertos problemas filosóficos: problemas
acerca de cómo enseñar, de cómo “soñar hacia adelante” (según la
expresión que usa Ernst Bloch). Y siento que esos problemas surgen de lo que
mencionamos al citar el libro de Hollander. Uno de los más agudos que tengan
los intelectuales es su divorcio hasta de la mera posibilidad de acción. De
allí sus viajes ilusorios, viajes a Icaria.
Kołakowski:
Me parece un poco injusto comparar las ilusiones despertadas por la Primavera
de Praga con otros casos que usted citó. Lo que allí estaba en marcha no
degeneró: simplemente fue aplastado. Y no podemos conjeturar el cariz que
hubiera tomado de haber podido desarrollarse en su dirección inicial. Nos dio,
por lo pronto, una idea de lo que podríamos llamar un socialismo con rostro
humano. “¿Es posible tal cosa como un cocodrilo de rostro humano?”,
podríamos preguntarnos usando la expresión soviética. Tal vez. Ya veremos.
Boyers: Me gustaría encaminar nuestra plática en una dirección un
poco diferente pero relacionada con su tema. En la novela de Kundera La
insoportable ligereza del ser, un personaje dice: “Mi enemigo es el kitsch,
no el comunismo”. Juzga usted válida en algún grado esta idea?
O'Brien:
Como clasificación es inaceptable. Y ver en una cosa y una sola, el kitsch
o el comunismo, a la encarnación del enemigo me parece infantil.
Kołakowski:
Yo pienso que la frase de Kundera, aunque no lo diga explícitamente, implica
que el comunismo es un ejemplo de kitsch, si es que llamamos kitsch
a la mala imitación de algo bueno. Aun así, la frase no me entusiasma. Es como
decir: desprecio al comunismo por razones estéticas.
Steiner:
¿Y el capitalismo sería una imitación de qué cosa?
Kołakowski:
Buena pregunta. Pero respóndala, por favor.
Steiner:
En ese caso volvería rápidamente a los pensadores de la Escuela de Frankfurt
en los Estados Unidos. Lo más terrible para ellos no eran aquí las
instituciones: era el kitsch; era la vulgarización de la cultura entre
las masas. Se preguntaban en qué acabaría lo que con razón o sin ella
consideraban la cultura de los grandes medios de comunicación. Tal vez se
equivocaban; pero creo que el problema planteado por la frase de Kundera era
importante para Horkheimer y Adorno.
Boyers: En La mente cautiva, Czesław
Miłosz escribe acerca del Ketman, término con que designa la condición
de la vida intelectual en Europa oriental bajo la dominación soviética. “Vivir
en tensión constante”, dice Miłosz , “desarrolla talentos latentes en el
hombre. El hombre no sospecha siquiera a qué alturas de lucidez y de
perspicacia psicológica puede elevarse cuando se ve acorralado y debe ser hábil
si no quiere perecer. La supervivencia de los más aptos para las acrobacias
mentales crea un tipo humano que era raro hallar anteriormente. Las necesidades
que llevan a los hombres al Ketman agudizan su intelecto”. ¿Le
convence este pasaje? ¿Cree que ilustra una diferencia entre los intelectuales
que han vivido en un lugar como Polonia y la mayoría de los que viven en los
Estados Unidos?
O'Brien:
Creo que a todos los aquí presentes les gustaría que fuera Leszek Kołakowski
quien respondiera a esta pregunta.
Kołakowski:
He leído a Miłosz hace ya muchos años y no tengo un recuerdo muy preciso de ese
libro suyo, pero puedo referirme brevemente al pasaje citado, en que el autor
descubre ciertas virtudes o resultados benéficos de un régimen despótico que
obliga a la gente a agudizar su intelecto para burlar ciertas barreras. Yo
diría que hay en lo dicho una verdad limitada, que la apreciación no es válida
cuando el despotismo va más allá de ciertos límites —por ejemplo, en el caso de
la Unión Soviética, donde la cultura heredada sufrió un despiadado exterminio
lo mismo por medios físicos que por el ejercicio de un inenarrable terror. En
Polonia, aunque han ocurrido atrocidades, el terror no ha alcanzado nunca los
extremos estalinistas, y de algún modo ha sido posible valerse de recursos del
ingenio para lograr algún buen resultado. Por supuesto, Miłosz no intenta
elogiar al régimen comunista polaco por las involuntarias consecuencias
afortunadas que pudo haber tenido.
O'Brien:
Si hay posibilidades de que el intelecto se agudice en condiciones difíciles,
pero que permiten la supervivencia y le dejan además cierto margen no demasiado
estrecho, ¿puede decirse que quien ha adquirido mayor agudeza de ese modo es un
tipo de ser humano superior al de hombre que no afinó así su intelecto?
Boyen: En La mente cautiva, Miłosz describe una amplia
variedad de intelectuales a los que atribuye personalidades diferentes, y
demuestra una y otra vez que el deterioro del ánimo es más o menos inevitable
para quienes viven muchos años en condiciones difíciles, aunque adquieran ese
particular afinamiento del intelecto.
Steiner:
Ese punto es el que, probablemente, va a suscitar más desacuerdos. Recuerden lo
que dijo Borges cuando lo instaron a irse de Argentina en la época en que más
lo acorralaban: “No nos engañemos: la censura y la opresión son madres de la
metáfora”. Y lo que respondió Joyce cuando le preguntaron qué pensaba de la
censura y la opresión católica: “Exprímanos; somos aceitunas”. En cuanto
a Nadine Gordimer cuando le pidieron una y otra vez que saliera de África del
Sur, invariablemente se negó a hacerlo, y no sólo por razones de integridad: la
propia naturaleza de sus dones literarios era producto de aquella situación.
Aquella situación era su materia prima... Añadiría, aunque no sé ruso y lo leo
en traducciones, que desde Akhmatova y Svetyeva y Mandelstam hasta Brodsky, la
poesía rusa ha sido un torrente de grandes obras comparable al de los clásicos
griegos. Y que la producción de Alemania Oriental, que leo en su lengua
original, es muy superior a la de Alemania Occidental aunque nos moleste
reconocerlo. Y que la literatura latinoamericana, nacida bajo una de las peores
opresiones de que tengamos notica, en estados policíacos, me parece sin duda de
una fuerza asombrosa. Somos el animal que, acorralado, se vuelve elocuente.
Conor trató admirablemente el tema en el contexto de la actual situación de
Irlanda. Sabemos que en ocasiones un libro, un poema desarman a cualquiera.
Durante las primeras reuniones del Congreso de 1937, le dijeron a Pasternak: “Si
habla, lo arrestamos; y si no habla, lo arrestamos también”. Pasó dos días
sin abrir la boca. Y al tercero se levantó y dijo un número. Sólo dijo un
número, pero bastó para que el público se levantara y recitara en coro su
traducción, ya tan clásica en Rusia como un poema de Pushkin, del soneto de
Shakespeare que lleva ese número y empieza: “Cuando a sesiones del dulce,
silencioso pensamiento convoco la memoria de las cosas pasadas”. No hay
peligro que pueda amenazar a la gran literatura. Y que su vitalidad pueda
ponerla a salvo nos deja perplejos. Es una necesidad absoluta: nos morimos sin
ella. ¿Qué clase de literatura tenemos en cambio en la Gran Bretaña libre?
¡Montañas de trivia, pretenciosa! Si alegan ustedes que los poemas de Pasternak
y de Mandelstam no son para tanto, o si me dicen que sólo estoy señalando una
característica peculiar, propia de la gran tradición de poesía oral que Europa
Oriental comparte con algunos países de Latinoamérica, es posible que estén en
lo cierto. Pero díganme si pueden: ¿qué poema importaría a tal grado en los
Estados Unidos?
Kołakowski:
No sé nada de poesía, pero creo que, para nosotros, no es cuestión de escoger.
Nadie nos pregunta: ¿qué prefiere usted: una tiranía en la que pueden tal vez
darse grandes poetas, o una benigna democracia hedonista en la que no hay una
gran literatura por falta de los conflictos trágicos capaces de hacerla surgir?
Steiner:
Borges hubiera podido salir de Argentina, Nadine Gordimer de África del Sur en
cualquier momento.
Kołakowski:
Sí, algunos pueden hacerlo. Pero no sé de ningún escritor o intelectual que
haya escogido vivir bajo un régimen tiránico sólo por amor a la gran
literatura.
O'Brien:
Aunque Nadine Gordimer me inspira un gran respeto y es una excelente escritora,
no puedo aceptar que se compare su situación con la de los que viven, por
ejemplo, bajo una tiranía en Europa Oriental. Tampoco es comparable, en mi
opinión, el caso de Joyce en la Irlanda católica de su tiempo. En todo caso, lo
observado por George me parece muy importante y digno de reflexión. El hecho de
que se escriba una literatura excepcional bajo regímenes tiránicos sigue siendo
sorprendente. Pero ese clima como de olla de presión, sobre todo en Rusia, no
data de la Revolución bolchevique. Viene de mucho antes. Turgueniev
escribió: “Estamos en vísperas de una gran Revolución; habrá maravillosos
cambios” —varios intelectuales de su tiempo, dijeron cosas por el estilo—;
y creo que fue Bloch el que dijo: “Somos los hijos de aquel día, día
terrible para Rusia, el día que siguió a esas vísperas”.
Boyers: Pienso que podríamos hablar un poco de Jacobo Timerman. Su
primer libro sobre sus horribles experiencias en Argentina tuvo mucho éxito.
Pero aquí fue reprobado en revistas como Commentary, donde se alegaba
que su ataque al gobierno anticomunista de Argentina constituía de hecho un
apoyo a nuestros enemigos en el extranjero. ¿No les molestó esa forma de
presentar al autor, que sólo es un ejemplo menor de los esfuerzos que aquí se
hicieron para desacreditarlo? ¿Y qué piensan que revela su siguiente libro
acerca de su penetración política y de su estatura intelectual?
Kołakowski:
No he leído artículos como los que usted mencionó; pero confío en que nos dio
una versión exacta de lo ocurrido, y me parece inadmisible.
O'Brien:
Yo sólo conozco comentarios de dichos artículos. Pero creo que hay mucha
diferencia entre los dos libros de Timerman, que sí leí. El que habla de
Argentina me impresionó como testimonio de una experiencia vivida. Hay quienes
dicen que se trata de un relato fabricado; pero a mí me pareció real, lo creí,
y me conmovió ver cómo una persona, totalmente aplastada por un despotismo,
había sobrevivido. En cambio el libro sobre Israel en el Líbano me dejo más
bien frío. Timerman adoptó en él las opiniones más socorridas de entonces. Y
en el epilogo, escrito tras el episodio de Sabra y Shatila, dijo que la
sociedad de Israel estaba a tal punto corrompida por sus maniobras de derecha
que probablemente no era ya capaz de una investigación honesta de esa matanza, y
era posible esperar su encubrimiento. No fue así: la comisión designada para
investigar el caso resultó realmente excepcional. Son muy pocos los países que
podrían tolerar una investigación semejante. Pero Timerman tiene derecho a
equivocarse, y su error no invalida su primer libro ni debería destruir el
respeto al que también tiene derecho.
Steiner:
La escena más terrible de su libro es aquella en que nos recuerda cómo fue
torturado. Creo que nosotros no sabríamos qué hacer frente a la tortura. Es
algo extraterritorial respecto de nuestros imperativos categóricos de
esperanza, de racionalidad. Es un intento de instituir, como dijo Baudelaire, “el
infierno preparatorio”, o como De Maistre lo predijo, el edificio del
infierno en un espacio no-teológico. Quienes han sufrido la tortura han tenido
sin duda acceso a otra esfera del conocimiento que ni los más imaginativos
podrían concebir. Si hubiera una palabra capaz de volver trascendente la
vergüenza, podría decir a tales personas lo que siento.
Boyers: Isaiah Berlin estableció en uno de sus libros la distinción
entre los que llamaba puerco espines y los que llamaba zorros. ¿Cree usted,
George, que nos dijo así algo acerca de las diferentes clases de intelectuales,
o de la diferencia entre intelectuales y académicos?
Steiner:
Esa dicotomía ha sido muy discutida, pero tal vez valga la pena volver a ella.
Por alguna razón misteriosa, el hombre puede ser presa de algún interés
apasionado e irrenunciable por el objeto más extravagante. Es capaz de entregar
su vida entera a las vasijas de bronce del período T'ang. Cuando algo así se
convierte para alguien en cuestión de vida o muerte, creo que nos hallamos ante
un intelectual. Se trata de algo patológico que puede llevar a la injusticia
social, o la indiferencia, o la imbecilidad, y aun a la autodestrucción. Esas
pasiones no se discuten con nadie ni se busca justificarlas. Uno ha sido
elegido. Su vocación es una convocación. En cuanto a la distinción entre
intelectual y académico, yo la rechazaría, o la reduciría a sus verdaderas
proporciones. Cada día es mayor el número de especialistas en campos muy
particulares, y menor el de quienes se ocupan de cuestiones generales. Hay un
desplazamiento de la sophia o sabiduría por todo lo propio de la técnica
o techné; y en este proceso, el zorro que husmea alegremente su camino
sin encerrarse en el ovillo de púas de la especialización monomaniaca, parece
cada vez más vulnerable. Pero no estoy preparado para especular sobre lo que
esto podría aclararnos respecto a la distinción a la que usted se ha referido.
Boyers: En un escrito sobre Bertrand Russell, Sydney Hook observó
que éste era capaz de tomar posiciones muy manidas respecto de los problemas
eternos de la filosofía de modo que parecieran novedosas y provocativas. ¿Creen
ustedes que esa disposición de Russell a escribir para el gran público haya
contribuido de manera positiva a darle la estatua que tiene como intelectual?
Kołakowski:
Una vez, en una conferencia, un colega alemán leyó un trabajo suyo ante un
público que no estaba compuesto por filósofos ni por gente familiarizada con la
filosofía alemana. Cuando terminó le pregunté: “¿Por qué un trabajo tan
difícil? Debió de imaginar que nadie iba a entenderlo”. Me respondió: “En
Alemania, el filósofo que escribiera en forma inteligible para el gran público
haría el ridículo ante sus colegas”... Difícilmente imaginaríamos a Russell
en tal compañía. Escribía sin duda muchas cosas en un lenguaje especializado;
pero yo lo admiré siempre por su habilidad para comunicar a veces problemas
arduos en términos accesibles para un público educado. No creo que su caso
presente problemas. Pero valdría la pena extenderse sobre cuestiones con él
relacionadas que aquí han surgido...
O'Brien:
...y que tienen mucho que ver con problemas de lenguaje y de nacionalismo.
Fichte, en sus Discursos a la nación alemana, expuso una tesis muy
interesante sobre la inferioridad lingüística de los grupos germanos
no-alemanes respecto de los germanos originarios que se quedaron en Alemania y
conservar ron su lengua original. Así, los francos (no menciona a los
franceses, que entonces ocupaban a Berlín, pero se refiere a ellos) adoptaron
un lenguaje lleno de palabras extranjeras de raíz romance. De allí su muerte
intelectual. No entendían ni lo que ellos mismos decían. Los alemanes
conservaron en cambio una gran propiedad en el uso del lenguaje. En torno a
estos argumentos surgen los conceptos de la profundidad alemana y la
superficialidad del Siglo de las Luces francés. Creo que la particular
complejidad del lenguaje filosófico en Alemania tiene que ver con aquella
reivindicación nacionalista: los alemanes somos extraordinariamente complejos y
decimos cosas profundas que los extranjeros, los cuales no cuentan como
existentes por estar mentalmente muertos, no pueden sin duda comprender. Bueno,
sé que el asunto no se limita a lo que dije, y que George...
Steiner:
Si le preguntaran a Russell, en el Elíseo, en qué momento le dio por escribir
para el gran público, aquel aristócrata maravillosamente impío les leería, en
el tono de una escena Mozart / Salieri, la carta que dirigió a Ottoline Morrell
cuando Wittgenstein le criticó sus primeros trabajos. Dice en ella que se
siente deshecho, que está seguro de no pertenecer a la categoría de
Wittgenstein. Y apropósito de esto, quiero señalar que uno puede tener motivos
para convertirse en maestro de la haute vulgarisation. Uno puede darse
cuenta de que no va a realizar la obra supremamente difícil y creativa. Pero el
caso de Russell es muy intrigante. En cuanto a la supuesta oscuridad del
discurso filosófico alemán, creo que la Fenomenología de Hegel es una de
las obras maestras de la prosa. Que Nietzsche resulta incomparable por su
claridad y su fuerza. Que otros filósofos alemanes de importancia, como Ernst
Tugendhat, tienen un estilo diáfano. Y que las Criticas de Kant son
ejemplares: muchas páginas de Hume resultan más difíciles de entender que
cualquiera de esta obra. Tal vez nos sintamos un poco molestos ante el hecho de
que la filosofía y la metafísica alemanas hayan dominado el panorama general.
Pero no sé quién, entre los sentados a esta mesa, podría prescindir de lo que
Kant y Hegel aportaron a la historia de la razón y la conciencia.
O'Brien:
Yo no estoy muy seguro de querer ser incluido en ese grupo.
Steiner:
He tratado de hacerle un elogio, Conor. Por una vez, acéptelo.
O'Brien:
Cuando trata de elogiarme, George, es cuando más lo temo.
Kołakowski:
Creo que estoy de acuerdo con todo lo que dijo George, excepto con su opinión
de que Hegel es un maestro de la prosa. Pero tal vez mi alemán no sea lo
suficientemente bueno como para apreciar sus méritos literarios. En todo caso,
no cabe duda de que prefiero a Lessing.
Steiner:
Yo también adoro a Lessing, pero díganme: ¿no les gustaría escribir una Fenomenología?
Kołakowski:
No, no me gustaría nada.
O'Brien:
Creo, George, que ya ha sido escrita.
Steiner:
Como diría Borges, ¡allí es donde comienza el problema de ponerse otra vez a
escribir!
Traducción
de Ulalume González de León, Vuelta 123 / Febrero de 1987, pp. 34-41
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