¿El diablo existe todavía?
I[1]
La
invasión de lo irracional es una característica de nuestra sociedad
tecnológica, y se extiende desde el interés por los horóscopos y las leyendas
maravillosas a las llamadas ciencias ocultas, la magia, la brujería y el
demonismo. En 1969 se celebró en Roma un festival de la magia y en Hollywood
tuvo lugar otro festival de la brujería, en la primavera de 1970. La revista «Time»
que en una ya famosa portada del decenio de los sesenta había anunciado «la
muerte de Dios», anunciaba, en 1972, «Satán vuelve»: «El
ocultismo como un sustituto de la fe», y abundaba en consideraciones sobre
la siniestra Iglesia de Satán, en California, dirigida por Anton Szandor LaVey,
quien ha redactado incluso una «Biblia de Satán» y montado toda una
liturgia, pero que, en mi opinión, ha mostrado, sobre todo, una gran habilidad
comercial y publicitaria y un espectacular sentido de la luz y el color, un
gran sentido del carnaval y de las frustraciones afectivas o resueltamente sexuales
de gran parte de los ciudadanos. Como han mostrado los teóricos de la «contracultura»,
en nuestra civilización tecnológica se ha aplastado sistemáticamente el lado «lunático»,
afectivo o irracional del hombre, y éste apenas si logra respirar en un mundo
de máquinas, de estructura opresiva de la producción, de competencia y de
dinero. El mismo amor humano ha sido reducido a técnica, la religión ha muerto,
la literatura se convierte, cada día más, en técnica y formal, experimentalista
y lingüística y no proporciona ya los necesarios mitos de explicación de la
condición humana, ni sueños de futuro o un pasado sobre el que poner los pies
para saltar a las utopías necesarias para vivir y aun para sostenerse en la
vida. En esta situación, el mundo de lo oculto, de lo maravilloso y de lo
demoniaco alimenta el hambre de irracionalismo y, por otro lado, el mal nos
oprime demasiado como para no interrogamos sobre él y racionalizarlo o tratar
de dominarlo. Pero el mal no es un problema que pueda ser estudiado y ni
siquiera tenido en cuenta por los tecnócratas, ya que los problemas que no
tienen solución técnica no son problemas, y el hombre de nuestro tiempo busca
desesperadamente una respuesta, o por lo menos busca una evasión, en viejos
ritos y delirios que siempre han proporcionado a la humanidad algún consuelo o
ilusión, algún asidero, alguna forma de trascendencia de sí misma.
Inmediatamente
después de la segunda guerra mundial, en la que la experiencia de lo demoniaco
había sido muy profunda (Auschwitz, Majdanek o Dachau y la misma miseria de la
guerra dejaron necesariamente en los hombres una fuerte impronta de la
preeminencia y poder del Mal y del silencio de Dios), lo demoniaco proliferó en
la literatura. Bastaría citar Bajo el sol de Satán y La alegría,
de Bernanos; el Doctor Faustus, de Mann; el redescubrimiento que André
Gide hace, en 1949, del escalofriante libro de James Hogg, Memorias privadas
y confesiones de un pecador justificado, publicada por primera vez en
Escocia en 1824; La experiencia demoniaca, de Gengenbach, El maestro
y Margarita, de Bulgakov; Viajeros del juicio, de Vestirik [¿?]; Los
evangelios del Diablo, de Claude Seignolle; El diablo, de Papini, o El
príncipe de este siglo, de José María Souvirón.
En
el teatro, A puerta cerrada y El diablo y el buen Dios, de
Sartre, y, en el cine, Madre Juana de los Ángeles, de Kawalerowicz; Au
Hasard Balthazar, de Bresson; El Diablo en el camino del cielo, de
Ingmar Bergman, son también una muestra de esta preocupación por lo demoniaco,
que si ha visto luego acentuada por otra película como Rosemary s Baby (La
semilla del Diablo), de Polanski; Fruto del paraíso, de Věra
Chytilová, y The Devils, de Ken Russell, pero el demonio no es solamente
un personaje literario o cinematográfico. El «Doctor» de El Vicario,
de Rolf Hochhuth, es un luciferino personaje que, sin embargo, sólo ha sido
trasplantado de la demoniaca realidad de los campos de concentración nazis, y
esa realidad social nos ofrece, en este mismo siglo, toda una serie de hechos
insólitos y sobrecogedores o simplemente curiosos y fascinantes, de gentes que
dicen vivir en extrañable familiaridad con el Demonio y le reservan un culto
con frecuencia muy sofisticado, como por lo demás viene ocurriendo en nuestra
civilización desde el mismo Medioevo. Por los años 20, Berlín ostentaba, por
ejemplo, el primado de estos círculos luciferinos y luego, en seguida, ese
primado pasa a Londres. Aleister Crowley dirige allí una revista: «Luzifer»,
y un especialista en demonología, Henry Price, que murió en 1948, escribía en
un informe oficial que «centenares de hombres y mujeres de excelente
formación intelectual y de condición social elevada adoran al diablo y le
rinden un culto permanente en todas las zonas de la ciudad», y, para París,
pueden leerse, a este respecto, Les nuits secrétes de Paris, de Guy Breton,
o el fantástico La-bás, de Huysmans, aunque esta novela y su información
hay que conectarla con el demonismo decimonónico de tipo romántico, del que se
hablará más adelante, y con una cierta tradición histórica de sociedades
secretas. Para Italia, en fin, es preciso leer la ya famosa «Guia Sugar»:
Italia legendaria, misteriosa, insólita, fantástica o ciertos informes
policiacos sobre «la dolce vita» y la emulación del modo de vida
americano, que es en la que, como señalaba más arriba, un cierto demonismo está
de moda; desde esa Iglesia de Satanás de California, un tanto folklórica, a la
Universidad Satánica: Magical Mystery College, en la que se estudian
todos estos fenómenos de la magia y el demonismo, pasando por los delirios
criminales que hicieron posible la tragedia de Bel Air, en que fueron
asesinados la actriz cinematográfica Sharon Tate y sus amigos, escogidos como
victimas rituales de una secta de marginados y locos que racionalizaban sus
crímenes con fórmulas y justificaciones religiosas y satánicas o filosóficas.
Seria,
sin embargo, apresurado sacar excesivas consecuencias de una situación como
ésta, sobre todo sí se tiene en cuenta que el demonismo no es un asunto de hoy,
que con frecuencia este demonismo moderno es sólo un dramático intento de
reinventar un suelo espiritual para una humanidad desposeída de sus viejas
creencias religiosas y que trata de hacer píe a través de estos cultos
esotéricos.
Lo
curioso es, sin embargo, que en las iglesias cristianas, precisamente en estos
tiempos modernos, se ha sido sumamente cautos y parcos para hablar del demonio
y de lo demoniaco o de un dogma tan enigmático y tremendo como el del infierno.
En la inmediata posguerra del segundo conflicto mundial el Gobierno sueco pide
a la Iglesia sueca que haga un esfuerzo por disminuir en la conciencia de los
fieles el sentido y la idea del infierno y del diablo, porque éstos originan
neurosis y estados de insatisfacción e infelicidad, y en la Iglesia católica,
por el contrario, son muchos los obispos que se sienten alarmados porque, de
hecho, en la predicación y en la catequesis, infierno y diablo ocupan un mínimo
lugar, y cada vez se extiende más la convicción de un cierto simbolismo a su
respecto. Pío XII llama la atención, en algunos de sus sermones cuaresmales, y
en la Humani generis de 1950 deplora que se ponga en duda por algunos
teólogos «que los ángeles son criaturas personales»; un catecismo
francés de la época es retirado y hay algunos grupos de teólogos que abordan
esta cuestión del diablo de manera harto diferente a la tradicional y que, sin
embargo, no pueden ser acusados de desviación ortodoxa. Tal, por ejemplo, Karl
Rahner, que escribe: «Frente a la seriedad de la historia de la salvación,
sería un signo de escaso vigor teológico ver en el diablo y en los demonios una
especie de espíritus y de fantasmas que están dando vueltas al mundo». El
famoso catecismo holandés, refiriéndose a los demonios de los que se habla en
el Evangelio, escribe: «Cuáles sean las fuerzas de que habla Jesús, cuando
habla de los demonios, ciertamente no lo sabemos», y es una posición muy
cauta, que no llega al extremismo de otros teólogos para los que la Escritura
habla de los demonios como seres existentes en su ámbito cultural, pero sobre
cuya existencia teológica y religiosa nada afirma. Los demonios pertenecerían,
pues, a esa serie de información cultural de que la Escritura echa mano, pero
que queda fuera de su mensaje religioso, exactamente como ocurre con la
astronomía tolomeica en el Libro de los Reyes a propósito de Josué. En 1967,
los teólogos romanos escogidos por la Santa Sede para matizar ciertos aspectos
del indicado catecismo holandés subrayaron, en las conversaciones de Gazzada a
este respecto de la aserción de ese catecismo que acabo de señalar, que «sin
duda las intervenciones de los ángeles y de los demonios en los libros sagrados
no deben ser tomadas a la letra, y hay que tener en cuenta los estilos
literarios. Pero ¿es necesario ir más allá hasta la duda total?». La
respuesta de los holandeses fue que su catecismo «se limita a ventilar el
problema de la existencia de los ángeles y de los demonios, dejando abierto el
tema porque es su propósito no comprometer a la ciencia en cosas a propósito de
las cuales no se puede decir con certeza que la revelación vincule a la ciencia».
Recientemente,
en 1972, la polémica teológica ha estado a punto de reverdecer sobre esta
cuestión del diablo, a propósito de unas palabras de Pablo VI, pronunciadas el
15 de noviembre de ese año sobre la existencia personal e individualizada de
Satán. En una mesa redonda, organizada por la «Unitá», y compuesta por
un pastor protestante y dos sacerdotes católicos, se dio el tono general de las
comentarios levantados por la aserción papal en el sector de la Iglesia que
pudiéramos llamar contestatario. El pastor protestante dijo que era «un
signo de retraso cultural el encontrar interés en ciertos temas», y los dos
sacerdotes católicos le hicieron eco, afirmando el uno que fas palabras
pontificias disminuían «la dinámica reencontrada por la teología» y
declarando el otro que «los jóvenes consideran las palabras del Papa como
una tentativa de marcha hacia atrás», y preguntando, en fin, «cuál es el
nombre del diablo que ha causado la guerra del Vietnam». Las reacciones más
matizadas a este discurso de Pablo VI pueden ser simbolizadas, por lo demás,
por lo que en el «Corriere della Sera» escribía monseñor Ernesto Pisoni,
quien se preguntaba por qué ese discurso había tenido tanta resonancia y se
respondía con una gran razón, sobre todo: la de que «la Iglesia ha iniciado
una fase de recuperación de alguno de sus contenidos doctrinales que parecían
abandonados cara siempre. Tenemos la impresión de que los nuevos catecismos,
silenciosísimos sobre el tema de los ángeles y los demonios, tendrán una vida
breve y difícil. Quizás el posconcilio ha acabado. Quizá quien quiera, un día,
fijar una fecha para el fin del posconcilio escogerá el 15 de noviembre de
1972, fecha del discurso de Pablo VI sobre el mal y el demonio».
Y
son muy discutibles estas palabras de monseñor Pisoni, porque probablemente lo
que ha ocurrido con ciertos contenidos doctrinales de la Iglesia no es que
hayan sido abandonados en sí, sino que la que ha quedado abandonada es su
antigua formulación, y es fuertemente improbable que esa formulación pueda
recuperar sin más ni más. Pero en estas páginas se deja de lado toda la
cuestión teológica doctrinal y se centrará la mirada sobre lo que pudiéramos llamar
la vividura y la experiencia histórica del diablo.
Satanás en las viejas culturas
La
pregunta del hombre por la razón del sufrimiento y de la muerte, del mal y de
la enemistad ha sido respondida, en casi todas las primitivas culturas,
atribuyendo la responsabilidad de ese estado de cosas a un ser temible y
poderoso, unas veces con categoría de dios o cercana a dios, y siempre con
categoría sobrehumana, y testigo, además, de los días de la oración y del
principio del mundo, cuando se decidió la suerte de éste.
Uno
de los más hermosos mitos humanos sobre el origen de la muerte es el de la
tribu californiana de los Wintun. Según este relato, Oleibis, el creador del
mundo, había decidido que les hombres vivieran en este mundo como hermanos, la
vida sería fácil y no habría nacimientos ni muertes, no se necesitaría del
trabajo. Oleibis había creado una fruta, concretamente una bellota —las
bellotas siguen siendo el alimento primordial de la tribu— que crecía sin
corteza y caía sola, al madurar; además, había encargado a dos hermanos
construir un camino de piedra, que conducirla al cielo, para que los hombres
cuando sintiesen la vejez subieran por él hasta allí, se bañaran en una fuente
de vida y bajaran luego rejuvenecidos. Pero mientras esos dos hermanos están
ocupados en esa tarea, otro hombre llamado Sedir, adversario de Oleibis, se
acerca a ellos y les convence de que será mejor que exista sexo, matrimonios,
nacimientos y muertes y trabajo en el mundo; uno de los hermanos se deja
seducir y luego convence al otro, y destruyen el camino del cielo, que ya
estaba casi concluido. Son convertidos en gipaetos y desaparecen, volando. Pero
Sedir se da cuenta de que ha introducido la muerte en el mundo y de que también
él tiene que morir; trata de evitarlo, construyéndose un aparato volador con
hojas, pero éstas se secan y Sedir se estrella. Oleibis, desde lo alto del
cielo, comenta: «He aquí la primera muerte. En adelante, los hombres morirán».
El
mito creacional de los arapahoe es, por el contrario, más consolador. Según él,
cuando el creador está concluyendo su tarea, se presenta Nih'asa, un «hombre
amargo», y pide al creador el poder de crear y una parte de la tierra, y el
creador le concede lo primero, así que Nih'asa extiende en seguida su bastón y
comienza a crear arroyos y colinas, de manera que toda la asamblea, que está
con el creador, queda estupefacta. Pero éste toma entonces un trozo de madera
de álamo y lo arroja al agua; la madera se hunde, pero luego aflora pronto a la
superficie, y el creador dice: «Vosotros, hombres, viviréis así» (esto
es, moriréis, pero luego volveréis a la vida), y Nih'asa argumenta: «La
tierra no es grande y en seguida estará superpoblada. Tengo una propuesta mejor
que hacer». Toma un guijarro y lo arroja al agua, donde se hunde para
siempre. «Asi será la Vida del más allá», añade el «hombre amargo»,
y el creador le responde con otro gesto similar: arroja un puñado de tierra al
mar y le advierte: «Has pedido una parte de la tierra y yo haré otra para
ti. Donde esta tierra caiga será tu país, más allá del océano».
Estos
mitos y sus similares concuerdan en una afirmación fundamental: la existencia
de un ser misterioso, adversario del creador que perturba su obra, la arruina e
introduce en el mundo el sufrimiento y la muerte, y no falta en ellos alguna
insinuación sobre una cierta familiaridad antigua entre el Ser Supremo y su
adversario. Un mito de los maidúes señala que el cuerpo del creador es
luminoso, pero que su cara nadie la vio jamás, excepto Coyote, su adversario; y
ésta es la misma conclusión a que llega Jung analizando el papel de Satán en el
Antiguo Testamento, y, cualesquiera que sean todavía las indecisiones para
señalar la etimología de la palabra «Satán», las distintas hipótesis
concuerdan también en que dicho nombre incluye los significados de «acusador»,
«retador», «el que persigue con encono, adversario de la paz y la
tranquilidad», etcétera.
Igualmente
míticas son la belleza y la fascinación de Lucifer, su relación con la estrella
de la mañana, la serpiente y los símbolos del zodiaco Virgo y Escorpio, que se
había convertido en un signo fálico, y todas estas conexiones míticas serán
históricamente más operantes en plena cristiandad, cuando ésta se adentre en el
delirio o en la pesadumbre, que las mismas explicaciones bíblicas del ángel
soberbio y rebelde vencido por Miguel o el león rugiente que busca a quien
devorar de que habla el apóstol Pedro.
No
hay que olvidarlo, porque, desde la Patrística en adelante, el discurso
teológico o ascético-místico sobre el diablo sería más, o por lo menos tanto
como un discurso religioso, un discurso sobre esas convicciones místicas,
exactamente como ciertos discursos teológico-morales sobre el sexo siguen
siendo tributarios de les viejos mitos del antiguo Oriente, como ha mostrado Burns,
y desde luego de toda una falsa concepción científica de la procreación y de la
misma realidad sexual propias de la Edad Media y herederas o conectadas, a su
vez, con los mitos e intereses de una sociedad agraria: fecundación, sacralidad
de la semilla, concepto de naturaleza de orden puramente biológico, división
del cuerpo humano, como de la naturaleza toda, por lo demás, a comenzar por las
regiones celestes, en partes nobles e innobles o inmundas, en parcelas
gobernadas por la inteligencia y parcelas que escapan a su control y, por lo
tanto, se revelan como telúricas y demoniacas, etcétera. «No es improbable
—escribe con mucha cautela, pero también enérgicamente, Henri Marrou— que,
al afirmar la existencia de los ángeles y de los demonios, al profesar
determinada opinión sobre su naturaleza, los padres hayan pensado no solamente
en establecer un acto de fe, sino también participar en una ciencia, una
ciencia humana, pero fundada sobre la razón y la experiencia. Hablan de los
demonios como nosotros hablamos hoy de evolución; como de una verdad o, si se
prefiere, como de una hipótesis que se impone sin discusión a todo espíritu
cultivado. Se sabe, por ejemplo, que los antiguos padres se muestran casi
unánimes (con algunos matices de diferencia) en atribuir tanto a los buenos
como a los malos ángeles un cuerpo material, aunque constituido por una materia
sutil muy diferente de la de nuestro cuerpo humano. Por supuesto, su convicción
se nutre de referencias escritures, legitimas o no, poco importa. Pero también es
un reflejo inmediato de las ideas recibidas por la «ciencia» de su época; y
ellos eran los primeros en tomar conciencia del hecho. Del mismo modo, de buena
gana establecen como morada de los demonios las canas inferiores de la
atmósfera, y citan en este sentido la autoridad de san Pablo (Ef. 6,12); pero
en realidad —y como ya lo era, sin duda, en el mismo san Pablo— éste es un eco
directo de toda conjunto de creencias recientemente historiadas por F. Cumont:
en la antigüedad se consideraba el aire en general, y a veces más especialmente
el aire tenebroso, el cono de sombra proyectado por la Tierra en el espacio del
lado opuesto al Sol, como la morada normal de las almas liberadas, ya fuera por
la naturaleza o por la muerte, de los cuerpos de carne. Durante toda la Edad
Media teólogos, inquisidores y demonólogos, aunque crean ellos estar haciendo
teología, están haciendo «ciencia»: física, fisiología, dinámica o anatomía
diabólicas, lo mismo que no se hace más que «teología» o teogonía cuando se
piensa estar haciendo ciencia. Pero es preciso tenerlo en cuenta para juzgar
acertadamente de las cuestiones demoniacas en ese tiempo y mucho después. Y la
demonología seria, naturalmente, una «ciencia-ficción», pero es cosa que ha
ocurrido también con el resto de las ciencias: la astronomía fue primero
astrología, y la química, alquimia; o la medicina, brujería; la demonología es,
hoy, psicología profunda y psiquiatría y, en otro aspecto, teología o
literatura, y hasta más de un capítulo de la sexología y de la criminología o
la antropología».
El diablo en la Edad Media
Durante
la Edad Media no se da solamente, sin embargo, la pervivencia de todo un mundo
de ideas «científicas» o cosmogónicas antiguo, sino que, por un lado,
reviven insistentemente las religiones dualistas orientales que trataron de
explicar la existencia del Mal junto al Bien mediante la referencia a esos dos
grandes principios o dioses en continua pugna y guerra, y, por el otro, no han
muerto todavía del todo los antiguos dioses paganos, divinidades de la tierra o
el agua, de la fecundidad o de las alegrías del sexo, que serán pronto
incluidas en el número de los demonios, si no se las puede santificar. Y esto a
comenzar por la vieja divinidad de los tiempos ancestrales «el dios con cuernos»,
un animal cornudo de diverso tipo según las épocas, pero ya divinizado desde la
antigüedad más remota, como ha mostrado suficientemente Margaret Murray. Cuando
llega la cristiandad, esa vieja religión prosigue subterráneamente. «Las
autoridades eran cristianas —escribe con toda razón la misma Margaret
Murray—, el pueblo era pagano; y no era raro que los dignatarios de la
Iglesia sirvieran a dos señores. En 1282, el cura de Inverkeithing dirigía la
danza de la fertilidad en torno al cementerio; en 1303, el obispo de Coventry,
seguido por los miembros de su diócesis, adoraba a una divinidad que tenía la
apariencia de un animal; en 1453, dos años antes de la rehabilitación de Juana
de Arco, el prior de Sant-Germain-en Laye practicaba los mismos ritos que el
obispo de Coventry», y, si fuéramos a hacer caso a De Lancre, que era juez
inquisitorial y sin duda estaba documentado, pero que también manifiesta una
clara deformación profesional a ver brujas y demonios por todas partes, en los
bajos Pirineos «la mayor parte de los curas son brujos», y la brujería
incluía la adoración del diablo convertido en Dios, o por lo menos una estrecha
relación con Él, siquiera como señor de la alegría y de los frutos de la
tierra.
El
culto priápico, en concreto, pervivió largamente como satánico, pero también
logró forzar las puertas de los templos cristianos, y sus últimas excrecencias
han llegado hasta nuestros días, en que, bajo el pontificado de Juan XXIII, se
suprimió una cierta procesión napolitana de símbolos de la fecundidad y de la
virilidad. Hasta la época de la Reforma protestante, estas simbolizaciones
fálicas fueron prácticas culturales corrientes y, entre ellas, cabe hablar de
los encantamientos del «fascinum» —el « inmanissimum et turpissimum fascinum» de que ya hablaba san Agustín— y de la
mandrágora, una planta a la que se reconocían virtudes eróticas; la invocación
de santos como Foutin, Renato, Regnaud y Greluchon contra la esterilidad; la
venta de panes y exvotos en relación igualmente con la esterilidad y la
fecundidad; procesiones de la Virgen con adoración de ombligos «divinos»
y otras «reliquias» por el estilo; empleo del «machina mulierum»
contra el que lucharon varios concilios, etcétera. Y si recuerdo todo esto es
solamente para indicar, además de esas pervivencias paganas, que el componente
erótico, la búsqueda de la liberación erótica en medio de una sociedad no
puritana precisamente, pero si constreñida por la pobreza, la explotación, las
arbitrariedades de los poderosos, las pestes y el temor a una muerte que
llegaba pronto es un elemento sustancial del diabolismo medieval, juntamente
con el otro elemento que viene constituido por la protesta social o la evasión
de un mundo jerarquizado y demasiado constrictivo y por la decepción que en un
momento dado supone una Iglesia donde se habla en latín y los ritos se han
vuelto áulicos y minoritarios. El pueblo se refugia en el culto a los santos,
pero también se siente seducido por el del Señor del bosque, donde no hay
jerarquía alguna, reina toda libertad y alegría y no hay la mínima traba incluso
para la promiscuidad sexual, y en el que se aprende a hacer efectivos los
caminos de la venganza, el enamoramiento o la riqueza. E incluso de la
sabiduría y de la ciencia de la naturaleza, sobre todo, que llega a ser
convicción general que es el diablo quien la proporciona. Michelet ha visto,
antes que nadie, este pluriformismo y este lugar central que Satanás llega a
significar para buena parte de la población medieval: Satán como señor de la
naturaleza que ofrece sus misterios; Satán como señor de la muerte, que abre el
camino a la conversación con los queridos muertos; Satán médico, Satán que hace
posibles los amores que resultan imposibles incluso por los tabúes sociales y
una legislación canónica que dificulta las uniones; Satán subvertidor de las
jerarquías sociales.
Pero
este Satán, que se diría que es un viejo dios y amable consolador, concluye
exigiendo la apostasía de la fe y formándose una Iglesia y una liturgia, o
hasta una moral, que son miméticamente opuestas a la fe, a la Iglesia y a la
ética cristianas. Para que el «sabbat» —dice Michelet— tomara «la
forma asombrosa de una guerra declarada al Dios de aquel tiempo... se
necesitaban dos cosas, a saber: no sólo haber descendido al fondo de la
desesperación, sino también haber perdido todo respeto. Esto no sucede hasta el
siglo XTV, bajo el papado de Aviñón y durante el gran cisma, cuando la Iglesia
con dos cabezas no parece ya la Iglesia, cuando toda la nobleza, con el rey
vergonzosamente prisionero de los ingleses, extermina al pueblo para arrancarle
su rescate. Los sábados tienen entonces la grandiosa y terrible forma de la
misa negra, del oficio al revés, donde Cristo es retado a fulminar los rayos de
su cólera... Estoy en que esto se hizo de pronto, que fue la explosión de una
furia de genio que elevó la impiedad a la altura de las iras populares».
La
ceremonia de la misa negra era siniestra, desde luego, pero quizá, para ser
impía, precisaba unos oficiantes y un auditorio mucho más complicados
intelectualmente que el pueblo. Las propias apostasías, blasfemias y
obscenidades, que nos constan, nos parecen más bien un carnaval, cuando es el
pueblo el que acude a esas reuniones. Comenzaba con una especie de «introito»
y una fórmula de apostasía de Cristo y de adoración del macho cabrío que se
disfrazaba de Satán con una careta sobre las posaderas, que los circunstantes
besaban. Luego venían la comida y la orgía. ¿Qué brebajes se tomaban? Es
difícil decirlo, pero seguramente hidromiel, cerveza, sidra e infusiones hechas
con «consoladoras» como la belladona. Venía después el ofrecimiento del
trigo al Espíritu de la Tierra y la suelta de unos pájaros que salían volando
del pecho de la bruja, a la vez oficiante y altar sobre cuyo cuerpo se amasaba
una inmunda «hostia» compuesta de una mezcla diversa que podía llegar a
tener sangre humana y, desde luego, diversos humores corporales. También se
hacía presencia simbólica del último muerto de la aldea y del último nacido. Al
«agnus Dei» se traía un sapo, de ordinario vestido de verde, y se lo
destrozaba, mientras se pronunciaba una fórmula blasfema en la que Jesús era
llamado Felipe y Juanillo. ¿Admitiremos que se devoraban niños, como
declararon, por ejemplo, ante el tribunal de Toulouse Ana María de Georgel y
Catalina Delort, en 1335? No podemos pretender saber mucho de esta religión
diabólica que se desarrolla en la clandestinidad, no podemos fiarnos demasiado
de las actas judiciales ni de las confesiones arrancadas mediante tortura o
desesperación, ni podemos dar crédito a pobres mujeres que toman belladona y
creen salir volando hacia el «sabbat». Nos es suficiente con comprobar
que hay un culto demoniaco y, en seguida, toda una «ciencia»
demonológica, que, por cierto, utiliza a la bruja, o sea al fiel de ese culto
demoniaco, como más tarde lo hará con el endemoniado, como prueba de
laboratorio o conejo de Indias para la experimentación y confirmación de toda
su complicada teoría.
La demonología
Lo
primero que cabe decir, desde luego, es que hay una demonología popular o
conjunto de saberes populares acerca del demonio, y una demonología «científica»,
que es la sistematización de esos mismos saberes acerca del diablo por parte de
los eruditos o de las élites de poder y los jueces. Con frecuencia ambos
saberes, popular y erudito, coinciden, como es natural, en anotar una misma
clase de observaciones y creencias, o éstas se trasvasan de uno a otro, pero su
ámbito y su clima son bien distintos. El diablo, o al menos cierta clase de
diablos, ya que no el mismo Satán, tienen entre el pueblo un carácter
servicial, chusco o hasta ingenuo —los campesinos, por ejemplo, saben que se
librarán de él durante la noche si dejan en la cocina un número mayor a diez de
guisantes o garbanzos, ya que el pobre diablo no sabe contar más que hasta ese
número y tiene que volver a comenzar continuamente, o se valdrán del diablo
para sus aventuras eróticas o hacer sus propias faenas caseras, según dicen—,
pero en la demonología científica es siempre con el Príncipe del Mal con el que
nos encontramos: la complicada fantasía escolástica o erótica y toda la
perversidad jurídica de las minorías eruditas se reflejará en la imagen que se
hacen del diablo, calcada mucho más, como queda dicho más arriba, sobre los
viejos mitos ancestrales o las tradiciones paganas que sobre tos datos de la
Escritura, aunque éstos, por supuesto, se aduzcan y se ricen hasta el infinito
en una exégesis realmente delirante.
Los
demonólogos saben así que los diablos son 7.409.127, distribuidos en 72
principados, o por lo menos tal es el cálculo de Wier, que De Lancre crítica,
sin embargo, diciendo que «no puede estar apoyado en otra razón que en la
revelación del mismo Satán»; pero un libro anónimo, Le Cabinet du Roy,
matiza la cifra con grandes esfuerzos y nos da el número de 7.405.920, y nos
dice que están divididos en seis legiones y que cada legión se divide, a su
vez, en 66 cohortes y cada cohorte en 666 compañías, y cada compañía está
compuesta por 6.666 diablos, que nos dan en total nada menos que 1.758.640.176
demonios.
El
color de estos diablos es, de ordinario, el negro, pero también pueden ser el
gris y el verde, que son tos colores de la noche y de la tierra, y, según estos
demonólogos, también «los colores del mal y de las apariencias efímeras».
A la figura humana los diablos prefieren el aspecto animal: el del macho
cabrío, el del gato, el sapo, el caracol y la serpiente, y si algunas veces el
demonio se presenta en figura humana, ostenta cuernos, garras, patas de caballo
u oca, etcétera. Y es también el señor de las moscas, Los mismos demonios
confiesan a veces llamarse gato o perro, león o dragón, y, desde luego, todos
sus otros nombres propios: a veces de origen escrituristico o, en todo caso,
procedentes de las viejas religiones orientales: Astaroth, Zabulón, Cham, Nephtalón, Achas, Allix y Uriel,
pero también nombres familiares y encantadores como Lizabet, Moyset, Precioso,
Madera preciosa, Abrahel, Maestrito, Martinillo; o más reverenciales: Maestro
Leonardo o Maestro Persin, y de nuevo más barrocos: Putifar, Dargón, Arfaxat,
Asmodeo, Phaeton o Caíconix, Leviathan, Asman, Polución, Concupiscencia,
Castorin, Perú o Fornicación, etcétera. Los demonólogos saben igualmente cómo
son los pactos del diablo con sus fieles y que el demonio deja una señal de los
mismos en el cuerpo de ellos, que los inquisidores encomendarán a los verdugos
que busquen enloquecedoramente, traspasando al pobre brujo o bruja con agujas,
ordinariamente en las parcelas más dolorosas y pudendas del cuerpo humano. Pero
todo el saber demonológico parece orientado en dos sentidos: en un sentido
erótico y en un sentido político-social, aunque también se instrumentalizan
otros países.
El
erotismo diabólico es, con mucho, el tema predilecto de la escolástica
demonológica y es difícil encontrar en la literatura pornográfica mayores
retorcimientos cerebrales que los que esa escolástica muestra. La idea del
comercio camal del diablo con las brujas, la casuística sobre los íncubos y
súcubos y las epidemias eróticas adobadas con misticismo dan pretexto a estos
eruditos para un despliegue terrible de su propia fantasía reprimida, que
alcanza diversos niveles: delirante en el Malleus maleficarum, ascéticamente
literario en el libro De las brujas y adivinas, de Ulrico Molitor; de
una casuística clínica en Del Río, eminentemente práctico y experimental hasta
la ejecución de clisterios de agua bendecida en el affaire de los
demonios de Loudun. Pero es indudable que, tanto como exutorio erótico, el
diabolismo fue un instrumento político de opresión, de venganza y de
intimidación, y que la técnica procesual que llegaron a poner en práctica los
jueces demonólogos no tiene nada que envidiar a las más perversas técnicas de
los Estados totalitarios modernos. Baste recordar, por ejemplo, la «sors
silentii» o sortilegio del silencio, que consistía en una presunta ayuda
especialísima del diablo a sus fieles para que no contestaran al tribunal ni
confesasen sus fechorías, aun bajo la tortura. Para arrebatar al endemoniado
ese talismán se le despojaba de sus vestiduras, se le rapaba el pelo, se le
afeitaba todo el cuerpo. De Lancre creía saber que esa «sors silentii»
era un amuleto compuesto de pasta de mijo negro y polvo de hígado de niño no
bautizado, desecado: «Quien lo come no confesará jamás los secretos del
sábado». Pero también puede tratarse, según el mismo demonólogo, de una
operación llevada a cabo por el mismo diablo sobre el cuerpo de su amiga: una
herida en un pie, de la que ha chupado la sangre.
Y
hay más: si al tribunal le interesa tomar en cuenta las declaraciones del
Príncipe del Mal, no importará que éste sea también el Padre de la Mentira,
pero se advertirá que es el Padre de la Mentira si sus palabras no les
interesan a los demonólogos.
Cientos de miles de seres humanos, mujeres en su mayor parte, fueron así condenados a la hoguera o a otros castigos tan inhumanos como el fuego, o, en todo caso, a la locura, y de esta manera un discurso sobre los demonios concluyó por ser demoniaco en la realidad. Así hasta nuestros mismos días secularizados en los que, como escribe Michel de Certeau a propósito de los endemoniamientos de Loudun, «desde que el veneno del otro no se presenta ya directamente en un lenguaje religioso, la terapéutica y la represión sociales toman solamente otras formas», y aquel veneno puede ser simplemente su diferencia de pensamiento con nosotros mismos. Pero, antes de llegar hasta nuestros días, la fascinación de los hombres por Satán y la lucha contra él han atravesado por muchas noches y agonías o deslumbramientos, que habrá que recordar siquiera sumariamente.
II[2]
El diablo y la Reforma protestante
El
cristianismo medieval fue presa de muchos demonios, pero la Reforma vino a
declarar de manera paladina y dramática que todo este mundo era el reino del
demonio: «Princeps mundi, Deus huius saeculi», decía Lutero. Y también:
«Somos sirvientes en una posada en la cual Satanás es el hostelero, el mundo
su mujer, y nuestros afectos sus hijos... Todo el mundo está poseído por
Satanás. El mundo entero es esclavo de sus maquinaciones... Todas las cosas
están llenas de demonios, las cortes de los príncipes, las casas, los campos,
las calles, el agua, la madera, el fuego». Y no sólo los vicios son otros
tantos demonios a añadir al innumerable coro de los ya clasificados por la
demonología medieval, sino que incluso las virtudes, «las obras» son igualmente
demoniacas, y el demonio es el guía de la razón natural, su «desposada y
ramera», y la propia conciencia «es una bestia y un mal demonio». Ni
siquiera la fe sustrae al cristiano de la dominación del demonio, aunque el
demonio no tenga poder sobre él: el cristiano, como Cristo, debe someterse
voluntariamente a la crucifixión por el demonio que es señor de esta vida, pero
hay otra vida en la cual Cristo es Rey, y, por la fe en esta otra vida, se
vence la muerte-en-vida que es la vida de aquí abajo, en el imperio del diablo.
Las
consecuencias de toda esta teología luterana han sido muy profundas para la
cultura occidental: resulta ya un tópico señalar su relación con el
capitalismo, y Norman O. Brown ha conectado luego esta relación o conexión con
lo sadoanal y, en último término, con una visión deprimente y pesimista en
extremo de la historia y de la civilización, que sería una pura construcción
sublimada de lo analosádico y, en fin de cuentas, una construcción demoniaca.
Un eco de esta visión seria, luego, la propia teología protestante del siglo
XX, en reacción contra la teología iluminista y racionalista del XVIII y contra
la teología liberal del XIX.
La lucha personal de Lutero contra el diablo fue, además, tan terrible y prolongada y tan pródiga en la utilización de un lenguaje y de armas escatológicas hasta la vulgaridad más detestable —una cosa así se venía explicando candorosamente por los bajos orígenes campesinos de Lutero— que su lucha contra la Iglesia de Roma entendida como Reino de Satanás iba a contagiarse también del mismo talante, y este proceso dialéctico contribuyó a mezclar lo diabólico y lo anal en las luchas de la ruptura eclesiástica y, en cierto sentido, a ampliar la liturgia diabólica o de las Misas Negras. Desde luego, lo anal como lo fálico ha estado ya desde la Edad Media Alta muy unido a la experiencia demoniaca y bastaría citar para demostrarlo la higa que se hace introduciendo el dedo pulgar entre los dedos índice y corazón, que es un claro signo fálico muy antiguo aunque luego haya pasado incluso por una forma de evocar la cruz, o será suficiente recordar aquellos versos, citados por el propio Lutero, de un monje sentado en su cloaca:
Monachus su per laetrinam
Non debet orare primam?
Cao quod supra
Tibi quod cadit infra.
O
bastará evocar igualmente los «crepitus ventris» lanzados jocosamente
como juego pascual de desprecio del Diablo y del Mundo, en la catedral de York.
Y también es cierto que la Misa Negra se había enriquecido o depauperado, según
los casos, en cuanto a detalles que pudiéramos llamar decorativos pero simbólicos
a la vez de la realidad histórica circundante; ahora, sin embargo, en esta
ocasión y trauma de una ruptura eclesiástica tan profunda en que ambas partes
se tachaban de demoniacas, se ofrecía un enriquecimiento singular por una razón
muy sencilla: es el catolicismo el que conserva la Misa y el luteranismo el que
tachará a esa Misa de ceremonia judaica y demoniaca, de servicio diabólico. De
ahí se estaba a un paso de acusar a los curas católicos de ser maestros en las
artes diabólicas, y se explicaba la liturgia de la misa como si se tratase de
una serie de blasfemias.
Thomas
Becon, un discípulo de Calvino, escribe, a este propósito de la Misa católica,
un comentario bufo en el que cada rito o gesto del ritual es interpretado como
blasfemo: «Hecho todo esto —dice de los ritos anteriores a la
consagración—, os prosternáis y volvéis vuestras miradas al cáliz o al
pequeño pedazo de pan y, pronunciando algunas palabras en latín, bendecís y
hacéis la señal de la cruz sobre el cáliz y la hostia, como si estuvieran
contaminadas de algún espíritu maligno». Holinshed cuenta, por su parte,
una anécdota, que, según él, ocurrió durante el reinado de María Tudor, en
Cheapside, el 8 de abril de 1554: ese día, se ahorcó a un gato que tenía la
cabeza tonsurada y que con las patas delanteras, atadas la una a la otra,
sostenía una cartulina en forma de hostia eucarística. El obispo de Londres
ordenó que se expusiera su cadáver en el crucero de Pablo del curato de
Pendleton.
Ante
estas enormidades ¿tendrían que inventarse después muchas blasfemias y
ridiculizaciones de la fe y de la Iglesia? Hay que decir que, una vez más, los
famosos enfrentamientos y discusiones teológicas de los señores cristianos que,
con tal de apoyar sus propios puntos de vista, no habían dudado en ensuciar las
cuestiones más sagradas como ésta de la Misa, daban todo hecho a la ironía de
los descreídos y también a la superstición y credulidad populares.
Las
iglesias nacidas de la Reforma y las sociedades por ellas modeladas se dieron,
en todo caso, a la persecución del satanismo de un modo más violento que el de
la Iglesia y el Estado medievales. La mínima sospecha o acusación llevaba a la
hoguera a decenas o centenares de personas a quienes previamente se les había
cortado la mano derecha, y el satanismo, que se hizo, a cuenta de esa
persecución tan terrible, mucho más clandestino, se hizo también más radical y
corrompido. Pero no sólo en los ámbitos de influencia protestante, sino en todo
el ámbito europeo, en toda la Europa barroca y en los Estados Unidos donde en
1692 se da el trágico espectáculo de las brujas de Salem.
El diablo barroco
Michelet
ha dicho que en esta época del barroco es cuando Satanás se hace eclesiástico o
muchos eclesiásticos se convierten en Satanás, aludiendo con ello a la
frecuencia con que algunos eclesiásticos se encuentran en el centro de estos
acontecimientos diabólicos, que, sin embargo, mucho más que en la Edad Media
son asuntos de dinero, asuntos de Venus o asuntos políticos.
El
propio «sabbat» ha perdido aquel carácter de culto demoniaco y de
rebelión política y religiosa que tuvo en aquel tiempo medieval y adquiere,
cada vez más, una condición carnavalesca y de exutorio sexual, de gran jolgorio
popular en el que está permitido todo exceso y, sin embargo, en el que se
asegura la esterilidad, una preocupación muy específica del barroco, sobre todo
a partir de una alarmante elevación de los precios, que se da entonces. Y luego
está la Misa Negra cuajada de ritos y circunstancias lúcidamente blasfemos y
corrompidos y en la que sistemáticamente se impreca a Astaroth, un diablo
bifronte de sexo equívoco e indefinido, aunque más bien femenino, y que no cabe
duda que es la encarnación de la «Bona Dea» de los viejos cultos paganos
a los que se había añadido la perversión y el crimen, como un desafío a la
ética cristiana y una blasfemia muy consciente contra los dogmas cristianos
para hacerse propicio al diablo. Por eso media tanta distancia entre la Misa
Negra mandada decir, por ejemplo, por Catalina de Médicis, que era un puro rito
mágico o instrumentalización de las fuerzas ocultas y misteriosas gobernadas
por espíritus diabólicos quizás pero en absoluto satánicos, y la Misa Negra del
abate Guibourg y de La Voisin, en tiempos de Luis XIV. Con esta Misa se buscaba
también un propósito concreto —el de seguir gozando del favor real en el caso
de la que mandó decir, y se celebró en su presencia, la marquesa de Montespan—,
pero a la vez satisfacía las inclinaciones específicamente depravadas de los
oficiantes desde la sodomía o el incesto hasta el sacrificio de niños, más que
probado para La Voisin, en cuya casa se encontraron restos mortales de decenas
de criaturas, o para Bartolomé Lemeignan, vicario de San Eustaquio, del que se
dice que había despedazado varios niños durante estas espantosas ceremonias y
cuya deficiencia mental resulta hoy para nosotros muy clara.
Desde
un punto de vista del análisis del sentimiento o la vividura religiosos de la
época, me parece que es muy importante destacar una posición de base: la de que
lo religioso es un mundo instrumental. Ya Michelet se había dado cuenta de que
un cierto ateísmo medieval se origina a nivel popular, cuando un pueblo
hambriento, miserable, acosado por la muerte y oprimido no recibe la favorable
contestación que espera y que se le ha asegurado en las predicaciones
materialistas de la época a sus oraciones: entonces ese pueblo, decepcionado de
un Dios inservible, se vuelve hacia el diablo. Y esto mismo es también lo que
ocurre en esta época barroca y entre las mismas élites sociales; la propia La
Voisin recomendaba a quienes venían a pedirle sus recetas diabólicas que
probasen primero los medios ortodoxos: las oraciones, los ayunos, las
peregrinaciones, etc. El concepto mágico de la fe ha producido, en efecto,
tales aberraciones y crímenes y constantemente nos vemos precisados a matizar
el verdadero alcance de la afirmación según la cual estos tiempos del barroco
fueron tiempos de fe indiscutible.
En
todo caso, nos sobrecoge el hecho de que, mientras los señores teólogos y el
grueso mismo de la Iglesia está inmerso en bizantinas y odiosas discusiones
entre el partido jesuita y el jansenista, por ejemplo, el culto satánico toma
verdadero cuerpo, no sólo en el campo totalmente abandonado también desde el
punto de vista espiritual, sino también entre las élites sociales, externamente
cristianísimas, y hasta en buena parte del clero. La encuesta policiaca que
desveló el «affaire La Viosin» nos ilumina sólo una parcela, pero nos
deja entrever todo un mundo subterráneo verdaderamente atroz y corrompido:
atroz por los crímenes y las blasfemias particularmente retorcidas, corrompido,
porque el sexo en su aspecto más oscuro y primitivo es el que ha vuelto a
adueñarse de los espíritus y los antiguos fascinantes ritos de la fecundidad se
tecnifican diabólicamente hasta la repulsión. En la Misa Negra de la Voisin y
Guibourg, que se celebró sobre el cuerpo desnudo de la Montespan —pero también
en otros casos—, la sangre de un niño degollado fue ofrecida a Astaroth y a
Asmodeo, «príncipe de la amistad», en una mezcla sacrílega y, luego, se
procedía a manipulaciones y gestos cuya descripción, hecha por la misma
Marguerite La Voisin, es mejor dejar en latín: «Quotiescumque altare
osculandum erat Presbyter osculabatur corpus, hostiamque consecrabat super
pudenda, quibus hostiae portiunculum inserebat; Missa tándem peracta, Presbyter
mulierem inibat, et manibus suis in cálice mersis, pudenda sua et muliebria
lavabat». El Satán erótico del próximo XVIII sería mucho más delicado y
tendría mucho mejor gusto, aunque fuese tan corrompido. El delirante Gilles de
Rais, en plena Edad Media, también se había mostrado como muy sofisticado hasta
en el crimen.
El diablo en los conventos
Esta
época del barroco es también la de la epidemia demoniaca en los conventos. La
ausencia de una verdadera decisión personal para entrar en religión, la
corrupción de las costumbres, las querellas teológicas, la obsesión sexual, los
nervios deshechos por la monotonía de la vida monacal cuando las reglas de las
órdenes se guardaban solamente en la letra, las clausuras estrictas a las que,
sin embargo, llegaban los ruidos del mundo con frecuencia engrandecidos y convertidos
en fantasmas fascinadores, y la abundancia de clérigos galantes o cínicos que
medraban económica y políticamente al amparo de lo religioso y bajo su pantalla
se desquitaban de sus frustraciones personales o simplemente satisfacían sus
instintos sexuales o de otro tipo fueron causa y circunstancia de esta
espantosa epidemia. Y la teoría demonológica, a la vez que la naciente
curiosidad experimental, transformó en conejillos de Indias a las pobres
religiosas para demostrar sus tesis, vencer al enemigo político o religioso o
investigar un mundo que ya por entonces resulta «curioso» para muchos:
el mundo sobrenatural de lo diabólico. El «affaire Gaufridy» y el de las ursulinas endemoniadas
de Loudun son los más relevantes y trágicos, aunque no los únicos.
En
ambas ocasiones, se alimentó o incluso se provocó la histeria de unas pobres
mujeres con una mezcla extraña y explosiva de alucinaciones eróticas y
religiosas o diabólicas, se prodigó lo cómico junto a lo trágico, la perversión
sexual y la crueldad, y, en Loudun, la celebración de unos largos y barrocos
exorcismos no solamente fue un atractivo turístico de gran importancia en la
época, sino que sirvió de instrumento político para consolidar el poder del
cardenal Richelieu: la multitud de diablos que se concluyó que habitaban en las
monjas, pronunciaban obscenidades y blasfemias y hacían toda clase de gestos
eróticos o escatológicos —ya que se llegó a la administración pública de
clisterios con agua bendita para arrojar a un demonio particularmente instalado
en el intestino—, pero jamás hubo un diablo que tuviera el menor desliz de
lengua y de consideración con Su Eminencia. Y esos exorcismos sirvieron también
de arma arrojadiza de unas órdenes contra otras o de los católicos contra los
protestantes calvinistas o de prueba contra el ateísmo y la incredulidad en el
demonio y, sobre todo, de laboratorio de experimentación de la teoría
demonológica, que quedó así sumamente ampliada, además.
Pudo
así estatuirse, por ejemplo, que los demonios respetaban los rangos de sangre y
jerarquía de este mundo, y la superiora de las ursulinas, la monja que era pariente
de Su Eminencia y la hija de un marqués tenían más demonios que las demás y
éstos eran particularmente encarnizados; y se supo, así mismo, que la
residencia de los diablos —en la frente, en el estómago o por debajo del
ombligo— no solamente significaba su calidad normal: la de la soberbia, la
cólera o la lujuria, sino oscuras correspondencias con la fisiología, de tal
manera que un simple cambio de postura o de manera de mirar llegó a delatar un
nuevo movimiento diabólico, un nuevo giro en el proceso de la posesión, quizás
la entrada de un nuevo demonio; el pacto diabólico se encontró entre diversos
humores expulsados. Se levantó una verdadera «Física de la melancolía»,
como comenta Michel de Certeau, y sólo unos cuantos médicos o algún clérigo
como el arzobispo de Burdeos se percataron de todo el gran montaje que aquello
era, mientras que otros, como Claude Quillet, diagnosticaron netamente una
histeromanía o erotomanía, cien años antes de que Charcot se atreviera a hablar
en este sentido.
Pero
toda esta gran fiesta terminó todavía mucho más trágicamente que en Louviers,
cuando el asunto Gaufridy: Urbano Grandier, el supuesto encantador y seductor
de las monjas de Loudun, murió quemado vivo, en agosto de 1634; cuatro años
después, uno de los exorcistas de las ursulinas murió también, pero después de
haber pasado varios meses por la oscuridad de la locura, mientras otro de los
exorcistas y el enemigo más terrible de Grandier, el padre Lactancio, murió
igualmente en pleno delirio, como asimismo ocurrió con el cirujano Manoury, que
torturó a Grandier, y con el subteniente Luis Chauvet, que intervino en el
proceso. El propio P. Surin, una de las figuras místicas más importantes de la
época, de antes y de después, y que había luchado también con los demonios de
las monjas ursulinas, se sintió, a su vez, endemoniado y su salud física
declinó definitivamente. El «striptease» bastante divertido de la
primera fase del endemoniamiento concluyó así produciendo, en realidad, algo
demoniaco terriblemente costoso para todos los protagonistas del asunto,
incluso para la priora y primera endemoniada: sor Juana de los Ángeles, una
pobre niña desamada por los suyos a causa de su deformidad física —padeció
desde muy pequeña una escoliosis de origen traumático que la dislocó la espalda
afectando extraordinariamente la médula, y la hizo proclive a cierto «mediumnismo»
y acentuó las manifestaciones de su propia histeria—, sería llevada, más tarde,
en triunfo por toda Francia, pero ese mismo triunfo, unido a los remordimientos
por los sucesos de Loudun de que había sido protagonista y que ahora la
avergonzaban, fue también su martirio.
El Satanás libertino del XVIII inglés
En
abril de 1721, un edicto de la Corte inglesa condenaba de manera enérgica y un
poco alarmada «ciertos clubs o asociaciones escandalosas de las que forman
parte algunos jóvenes para insultar del modo más atrevido y más blasfemo los
sagrados principios de nuestra Santa Religión, para afrentar la persona misma
de nuestro Dios Omnipotente y para corromperse entre sí».
La
Ilustración había afectado en la raíz a las creencias cristianas, y la vida
conducida por encima de toda norma ética o en contradicción a todas ellas, así
como el desafío a las viejas creencias, se constituyeron, de repente, en
categorías de libertad y de un entendimiento de la condición humana; y, además,
una inclinación morbosa a mezclar lo erótico con lo religioso y una pretensión
de hacer del diablo una especie de Príncipe de la Alegría de vivir fueron ideas
que lograron abrirse mucho camino entre ciertas minorías mis o menos señoriales
y ociosas. Cosas así tornaban la vida de unos pocos, extraordinariamente
singular y muy diferenciada de la de la plebe, y además ponían un poco o un
mucho de sal en su aburrimiento. Eran tentadoras, un «snobismo» fascinante.
Fascinante
debió de ser también la personalidad de sir Francis Dashwood, que comenzó
fundando el «Hell Fire Club» o «Club del Fuego del Infierno» y
terminó siendo el prior de la abadía de Medmenham, una parodia de vida
monástica dedicada ahora a los placeres de la mesa y de Venus y a la confección
de un culto satánico de carácter predominantemente erótico y morboso, aunque
con un gusto exquisito, refinadísimo. Sir Horace Walpole dijo de este club que
estaba compuesto por personas «cuya calificación teórica consistía en haber
estado en Italia y cuya calificación real era la de estar siempre embriagados»,
pero éste es un juicio demasiado sumario para ser verdadero en su totalidad,
aunque lo fuera en parte. La abadía de los doce semicreyentes de Medmenham
reunió un grupo de hombres valiosos en muchos aspectos, aunque absolutamente
corrompidos para estar «à la page», en otros. El diablo era allí
invocado, desde luego, pero era un Satán con peluca y buenos modales,
donjuanesco y erudito, amante de las artes; ninguno de sus componentes hubiera
querido nada que ver con el Príncipe del Mal. Y ello se demostró con ocasión de
una pesada broma de uno de los miembros de la abadía, Wilkes, que fue la que
dio al traste con ella, mucho más que la real orden de que hablaba más arriba. Wilkes
era algo así como el sacristán de dicha abadía, y
eso hacía que las habitaciones contiguas a la capilla fueran de su dominio, así
que, un día, en víspera de la recepción de un nuevo miembro, encerró en una de
esas habitaciones a un gran mono al que había revestido con los clásicos
atributos diabólicos. Ató el pestillo de la puerta con una cuerda a una de las
sillas que rodeaban la gran mesa donde se tendría, allí mismo, en la capilla,
la comida de hermandad que formaba parte del rito satánico, y, cuando, al día
siguiente, se invocó a Satán, en plena ceremonia, Wilkes dejó en libertad al
animal. La aparición fue horrible, el mono en libertad se mostró agresivo y,
después de subirse s la mesa, se abalanzó contra el prior, sir Francis Dashwood,
quien, tomándole por el demonio en persona, le rogaba: «Tú sabes bien que no
he sido nunca tan malvado como he pretendido serlo, que no he poseído la
milésima parte de los vicios de que me he enorgullecido. No tengas en cuenta mi
vanidad y júzgame solamente en base a mis acciones. Déjame y toma a uno de
estos tus verdaderos devotos. Yo no soy más que un pecador a medias».
Y luego el mono, así
vestido, sembró también el pánico en el vecino poblado. Pero por poco tiempo.
Las risas rabelesianas sucedieron en seguida a la primera impresión, y la
propia abadía se hundió en el ridículo. Las mismas blasfemias no parecieron
serias a nadie: el diablo en Inglaterra, entonces y después, sólo ha sido un
elemento picante y exquisito para los festines eróticos, o un simple adorno,
cuestión de estética refinada o exótica. En ese siglo XVIII, fue poco más que
esto en casi todas partes, a nivel de las clases a las que la Ilustración había
conquistado. Entre las clases populares y en medios no tocados por el espíritu
del siglo, proseguía el Satán del Medioevo o del Barroco.
El demonio del XIX
El 8 de noviembre de 1843,
el papa Gregorio XVI declaraba herética la secta «Opus Misericordiae»,
fundada por Pierre Michel Eugène Vintras, unos años atrás. Hasta entonces, esta
especie de orden religiosa había sido el vehículo de una religiosidad fideísta y visionaria y de una
ideología reaccionaria, que trataba de restaurar a los Borbones franceses en el
trono, pero a pesar de que algunos de sus miembros sentían inclinación hacia lo
prodigioso y lo oculto, su fundador se había mantenido en la ortodoxia. Es con
la condena de Roma cuando Vintras se decide a crear una Iglesia nueva y se
convierte en el papa de ella. Su antigua obsesión, centrada sobre la
profanación satánica de la Eucaristía —se mostraban a los fieles hostias que
manaban sangre, y sus visiones abundaban en terroríficos detalles sobre
profanación de sagrarios, por parte naturalmente de los partidarios de las
ideas modernas, que estaban perdiendo a la Iglesia— se concretó en un rito
igualmente obsesivo y central de la secta: la Misa Blanca, que contrarrestaba
el poder de las Misas Negras, que, según él, se celebraban por doquier conforme
a este ritual que tuvo en una visión: la iglesia de Satanás estaba decorada con
figuras simbólicas, y en los nichos había imágenes de demonios machos y
hembras, pero en el altar mayor se hallaba la figura del macho cabrío. Había 66
acólitos con incensarios, y en ellos, en vez de incienso, se quemaban
belladona, sabina y ruta. El celebrante entraba en la capilla desnudo y luego
se ponía una camisa con motivos obscenos, y ofrecía las especies sacramentales
al macho cabrío, que las exigía con furia para profanarlas. También se adoraba
a Amón-Ra y en este caso era una mujer desnuda la que se hallaba en el altar,
pero este demonio odiaba sobre todo, al «Opus Misericordiae» y como no
podía nada contra él aunque ordenaba a sus fieles profanar la cruz, la victoria
era, al fin, de Vintras, cuyas Misas Blancas hacían emanar el efluvio que
derrotaba a las Misas Negras. Pero, en realidad, Vintras hablaba
de la Misa católica, de cuya Iglesia, a pesar de su integrismo apocalíptico o
precisamente por él, había sido expulsado.
Su sucesor, el abate
Boullan, que se hizo llamar Dr. Johannes, dio mucho que hablar e impresionó
vivamente a un hombre, por lo demás impresionable, como Huysmans, aunque no
sólo a él, como el último representante quizá de los llamados saberes ocultos y
experto en la lucha demoniaca. Su liturgia exorcistica era realmente
espectacular. Celebraba la misa en un altar, cuyo tabernáculo estaba coronado
por el signo del Tetragrama. Vestía un alba de color crema, con un cordón
blanco y rojo, y una extraña estola blanca, que tenía bordada una cruz
invertida. Sobre el altar había un cáliz de plata y pan ázimo, y a la izquierda
del oficiante se situaban los que deseaban ser liberados del poder satánico y
eran víctimas de la magia negra. Poniendo una mano sobre su cabeza, el Dr.
Johannes suplicaba a San Miguel y a los otros ángeles que librasen a aquellos
hombres del poder del Maligno y luego daba la comunión. Philippe Auquier, en un
artículo dedicado en «Le Figaro» el 7 de enero 1893 al doctor Johannes,
indicaba, además, que un hombre que habitaba en París había sido curado de esta
manera de una grave enfermedad después de una ceremonia como la referida, y
hacía notar que la víctima creía que esa enfermedad le había sido causada por
los rosacruces, entre los cuales el autor del artículo nombraba a Estanislao
Guaita, profesor de Magia Negra y jefe de los rosacruces de París a quien
después algunos, entre ellos el propio Huysmans, acusaron de haber asesinado
con su arte al doctor Johannes.
¿Hasta qué punto
respondían a una realidad cualquiera y en todo caso siniestra y enferma todas
estas ceremonias y las misas descritas luego por Huysmans, en su novela Là-bas,
o las atrocidades del canónigo Docre? Pero es suficiente que ese libro haya
sido escrito y que esas oscuridades hayan sido tomadas muy en serio para
deducir que, en efecto. Satán ha tenido una existencia muy profunda en este
tiempo y que todos estos hombres preocupados por el satanismo eran presa del
viejo mito o religión dualista, de una manera verdaderamente dramática.
Estos ritos recibían el
nombre de «Vana Observancia», pero llevaban consigo con frecuencia
demasiada literatura y exquisitez que los volvían seguramente más estéticos que
terribles. Jules Bois, un amigo de Huysmans que parece creer a pies juntillas
en el satanismo de ocultistas, rosacruces o francmasones, nos da, por ejemplo,
estos detalles completamente librescos y barrocos: «La puerta del coro es
cerrada por una mano que apenas se entrevé entre los pliegues de un manto y que
apuña tres libros. Estos vienen colocados, luego, simétricamente: uno, a una
extremidad del altar; otro, a otra, y el tercero, en medio, apoyado sobre el
tabernáculo. El reloj da las doce campanadas. El sacerdote, a la duodécima
campanada, sube las gradas con cuerpo rígido, y, con sus brazos extendidos,
semejando una cruz viviente... Recubre el cáliz con un velo negro, después de
haber echado en él, primero el agua y después el vino, al contrario de lo que
ocurre en el rito ortodoxo. Y toma también en las manos un relicario, sellado
con tres sellos, que contiene tres cabezas humanas, tan viejas, que podrían ser
los cráneos de los primeros hijos de Adán. La leyenda les ha llamado Gaspar,
Baltasar y Melchor... El sacerdote comienza a recitar el Evangelio de San Juan
al revés: en vez de decir: "El Verbo se ha hecho carne", dice:
"La carne se ha hecho Verbo", y el oficiante, tomando un poco
de polvo del relicario, lo pone en el cáliz. "Bendito seas, pan de
muerte, bendito mil veces más que el pan de la vida, porque no has sido
preparado por ninguna mano humana, sino que solamente el dios del mal te ha llevado
al molino del cementerio para que te convirtieses en el pan de la revelación.”
El sacerdote toma la hostia y la mezcla con el otro poco de polvo del
relicario, y, luego, come el pan y bebe el vino. Y, al final, toma la cruz del
altar, se rasga las vestiduras, y pisotea cruz y vestiduras con los pies
desnudos. "Oh, cruz, te pisoteo en memoria del antiguo Maestro del Temple
para que seas el instrumento de la tortura de Jesús. Te pisoteo para que asegures
castigo y vergüenza a los que tratan de elevarse por encima de la humanidad y
repudian su condición de esclavos. Te pisoteo, porque tu reino ha acabado y los
hombres no deben volver ya a la mentira y a la desesperación. Por fin, pueden
resucitar para saludar al espíritu de Manes, que es el Parácleto». Estas líneas
pertenecen al libro de Jules Bois El satanismo y la magia, París, 1896,
y seria vano esperar un valor documental de una obra poética de poesía maldita,
pero su autor examinaba, sin embargo, estas cuestiones, lo mismo que Huysmans,
como si se tratase de problemas estrictamente científicos. Tanto, que el
extraño personaje que se ocultaba bajo el pseudónimo de Dr. Bataille pondría al
propio Bois entre los devotos del culto satánico.
Un año antes, en 1895,
una tal mademoiselle Claraz había
tenido que llevar a los tribunales a quienes la acusaban de ser la sacerdotisa
de estos cultos que el Dr. Bataille venia denunciando desde 1892 con su
artículo «Revelaciones de un ocultista», prólogo del libro El diablo
en el siglo XIX. Según estas confesiones, el diablo estaba siendo adorado y
la Misa Negra celebrada desde Hong-Kong a París, un poco por todas partes, y el
Dr. Bataille nos describe esta última ceremonia de un modo todavía más
alambicado y sofisticado que Bois, pero su obra tuvo un éxito singular por
cuanto en el propio mundo católico se miraba a las sectas ocultas como
auténticas Iglesias de Satanás, y no se puede, sin embargo, dejar de reconocer
que, en ciertos ambientes morbosos y sofisticados, debieron de darse ritos
imbéciles y retorcidos de este tipo y quizás verdaderos sacrilegios: la
lujuria, unida a lo religioso, encuentra en ciertos temperamentos alicientes
especiales. ¿Iban a parar a estos lugares las especies eucarísticas que se
echaron de menos en algunos tabernáculos de París en la época, o no hubo tal
ausencia o robo y fue la neurosis colectiva de la época la que hizo imaginar
tales cosas?
Las neurosis y sus
consecuencias
La neurosis fue,
efectivamente, tal que todas las tremendas historias de sacrilegio y culto
demoniaco, encarnados en la diosa, Diana Vaughan, y celebrados en las asambleas
«palladistas» inventadas por Gabriel Jogand, cuyo nombre de supuesto
converso al catolicismo fue el de Léo Taxil, se
creyeron al pie de la letra, y solamente muy tarde quedó descubierta su
impostura. Porque se trataba de un impostor, de uno de esos caracteres oscuros
y exhibicionistas, necesitados de triunfo y vedettismo. preocupados por lo
misterioso y extrañamente inclinados a la mezcla de cuestiones políticas,
religiosas y sexuales a su nivel más bajo. Habla sido denunciador de obispos y
fundador de panfletos periodísticos, que naturalmente tenían éxito porque
cultivaban con gran sentido comercial aquello de lo que más ansioso estaba un
público determinado: de enormidades ocultas, y la ocasión se presentó de manera
admirable cuando después de haber pasado en la masonería un año, salió de ella
y se puso a contar los ritos diabólicos que en ella había presenciado. Se
presentó como un hijo pródigo que vuelve al seno de la Iglesia, y, en 1897,
escribió Las confesiones de un librepensador, que conmovieron al mundo
católico hasta un punto en que se dijo que su autor fue recibido por el propio
papa León XIII.
Su invención más lograda
fue, sin embargo, la de la masonería «palladista» o femenina de la que
era Gran Maestre Diana Vaughan, una descendiente, según él, de Thomas Vaughan, un
alquimista del siglo XVII, rosacruciano y asesino del obispo Laud. Esta
supuesta Diana también se convirtió y contó en sus Memorias de una
ex-palladista que había sido la esposa de Asmodeo y, aunque profanaba los
siete sacramentos, se dedicaba sobre todo durante la gran Misa Negra masónica
femenina, a lanzar salivazos contra la Eucaristía. Todo el mundo estaba
horrorizado, efectivamente. Pero, el 19 de abril de 1897, iban a quedar
bastantes cosas claras, en una conferencia de prensa que Léo Taxil, es decir, Gabriel Jogand, iba a dar en la « Société de Géographie »,
del boulevard Saint Germain de París. «Reverendos
padres, señoras y señores —dijo—: Debo, ante todo, dar las gracias a mis
colegas y a la prensa católica, que han proporcionado una tan gran ayuda a la
campaña de los últimos doce años. Pero, ahora, al dirigirme a ustedes, debo
confesar que esa campaña era muy diferente a lo que yo había previsto. Cuando
el Dr. Bataille publicó El diablo en el siglo XIX, ustedes creyeron que era un
devoto de la causa católica y pensaron que estaba revelando oscuros misterios
de la masonería y le admiraron profundamente por su conducta. Pero yo debo
decirles que el Dr. Bataille no es católico, sino, por el contrario, un
librepensador, que, para satisfacción personal y sin ninguna hostilidad hacia
nadie, escribió ese libro para ver si podía engañarles. Yo lo sé bien, porque
Bataille es un viejo compañero de escuela y yo he sido su inspirador y soy yo
mismo el que ha ideado ese libro. Y, ahora, una palabra sobre Diana Vaughan. Yo
podría habérsela presentado hoy, aquí, pero no lo he hecho por razones que creo
que estarán claras en seguida: es mi secretaria. Y este particular no tiene
ninguna importancia; lo que cuenta es que no es católica, sino más bien
protestante, si es que se le debe atribuir alguna religión. Entre nosotros tres
hemos colaborado para llevar a cabo lo que a mí me gusta llamar «una
mixtificación». Yo llevo en la sangre este gusto por lo fantástico y la
broma, he nacido así... Cuando repudié mis escritos anticlericales, tuve que
tener mucho cuidado. La Liga Anticlerical, que yo mismo había fundado, me
expulsó, el 27 de julio de 1885, por conducta infame y traición a la sociedad;
pero yo les rogué que eliminaran esta última razón y les dije: "Ahora
no entendéis lo que yo estoy diciendo, pero lo comprenderéis más tarde...” Y
ahora hablemos de la mixtificación. Yo tenía que convertirme como Saúl sobre el
camino de Damasco, pero logré convencer a un buen sacerdote, un espíritu
simple, y, después de él, a un jesuita, que era un hueso mucho más duro. Ellos
me dijeron que hiciera los Ejercicios de San Ignacio, y yo no los conocía, pero
los estudié para dar una buena impresión.» Luego dijo Taxil que comenzó a
montar lo del culto luciferino en la masonería femenina porque los católicos se
lo creerían y que a su secretaria, Diana, le encantaba fotografiarse con
pantalones y el cinturón de la orden, como la gran sacerdotisa de Lucifer y
superintendente del Palladium, para reírse de los católicos, «y,
naturalmente, ella no escribió las Memorias de una ex-palladista, sino
que yo fui el autor».
La conferencia de prensa
concluyó entre la vergüenza de los católicos estafados —los obispos de Grenoble
y San Luis habían incluso ordenado misas por la conversión de Diana— y el
griterío de los anticlericales triunfantes. La emoción fue tremenda y muchos
católicos de todas maneras no dieron su brazo a torcer, arguyendo que la
masonería había pagado a Jogand-Taxil para que ahora hiciera esta confesión, lo
que tampoco tendría nada de extraño porque la masonería quedaba en las obras de
Taxil como una secta de idiotas más que de luciferinos. Pero de lo que no cabe
duda es de que Gabriel Jogand-Léo Taxil había inventado todo su satanismo de
cabo a rabo, como el Dr. Bataille. El hambre de notoriedad literaria o de
cualquier otro tipo es muy capaz de todo esto y de mucho más, y hombres como
Taxil-Jogand han abundado desgraciadamente en ambientes católicos y han jugado
con la buena fe y la credulidad. Las campañas integristas han echado, a veces,
mano de ellos, pero también los propios enemigos de la Iglesia. El
maravillosismo celestial o infernal tiene escasamente que ver con el Evangelio
y la fe, y la Iglesia ha sospechado siempre con razón de él, aunque muchos
católicos sigan siendo permeables a su reclamo.
Casuística y
literatura
El gusto por lo morboso
y, por lo tanto, por lo satánico será uno de los motivos principales de la
literatura romántica, y Satán será un protagonista de la misma, al igual que, más
tarde, de la literatura modernista, tal como ha sido mostrado por el profesor
Mario Praz en su libro La carne, la morte e il diavolo nella letteratura
romantica, Florencia, 1948, aunque el modernismo literario invocara al
diablo de manera menos directa y casi siempre a través de la lujuria. En todos
estos casos, incluso el Satán terrible de Huysmans y de Bois tendrá un rostro
bello y es el señor de la belleza. El pecado se muestra como lo infinitamente
atractivo y una especie de conquista de la plenitud y de la libertad humanas, y
no sólo el pecado de la carne, sino el asesinato y la violencia son transformados
en ángel de luz, y se presume del aplastamiento de los débiles, sobre todo de
la mujer y los niños. La palabra, el lenguaje adquiere una especie de categoría
divina. Hay todo un estudio por hacer acerca de la influencia de todo esta
sensibilidad lúcidamente anticristiana y ligada al mito del superhombre en los
fascismos europeos. O en la nueva mentalidad «maldita» de muchos salones y «poses»
literarias de hoy, que, en muchos casos, ya no gustan de llamarse satánicas,
pero sí militantemente ateas. La literatura morbosa y misteriosa vuelve a estar
de moda.
En el plano de lo
estrictamente religioso, el siglo XIX se cierra y el XX se abre con una amplia
casuística de endemoniamientos que plantean graves problemas a moralistas y
pastores, que no quieren prodigar los exorcismos en un mundo racionalista que
los mira burlescamente, ni puede dejar de hacer cuenta de toda la gama de enfermedades
de tipo psíquico cuya expresión clínica fue confundida tantas veces, en el
pasado, con diabólicas manifestaciones.
En los años 1864 a 1869,
se da el caso de los niños endemoniados de Illfurt, junto a la ciudad de
Mulhouse, en la Alsacia del Sur. El endemoniamiento y los exorcismos tuvieron
una publicidad asombrosa y no dejaron tampoco de aprovecharse para «ciertos
experimentos»: por ejemplo, para probar que los protestantes iban al
infierno o que la revolución que en 1868 derribó el trono de Isabel II en
España había sido preparada en el mismísimo Averno. En 1901-1905, fueron los
hermanos Pansini, de la ciudad italiana de Ruvo; en 1906-1907, el caso de Clara
Germana Cele, en África del Sur; en 1913-1920, el caso de la endemoniada de Piacenza,
también en Italia, y en este mismo país, en Cassina Amata, en las cercanías de Cantù,
se da otro caso de endemoniamiento, en 1953; y siguen ofreciéndose con harta
frecuencia hasta nuestros días. En febrero mismo de este 1973: en Taranto, una
mujer de condición humilde, Cosima Martucci, madre de un joven estudiante de
medicina que recientemente había experimentado grandes trastornos mentales, se
somete a un exorcismo juntamente con el hijo para que éste quede liberado del
Malo, y, a la mañana siguiente, su marido la encuentra muerta. Ha intervenido
el juez competente; las autoridades eclesiásticas sólo han deplorado la
simpleza del exorcista, su descaminado celo, su nulo sentido de la realidad que
sometió a una prueba emocional gigantesca a una mujer de corazón ya muy débil.
La religiosidad popular y milagrera ofrece a veces estas terribles tragedias,
pero los propios obispos son acusados de ateos, si se muestran mínimamente
racionalistas como en todo caso es una exigencia primaria de una fe seria que
merezca tal nombre, y esta casuística continuará todavía por mucho tiempo en
ambientes subdesarrollados.
En los otros ambientes
desarrollados y secularizados, ofrecidos al consumismo y a la frialdad de la tecnología
que ha invadido hasta las relaciones humanas en profundidad, lo diabólico, como
decía al principio de este «dossier», se ofrece incluso como un
estimulante vital y la satisfacción morbosa y estética de un tremendo hambre de
ritualismo o, como en el XVIII y también antes y después, pone un poco de
pimienta en un comportamiento sexual supeditado a otros tabúes que a los que
hasta ayer mismo lo han venido rigiendo. Pero, en resumen, estos mismos «fieles
del diablo» son también una víctima dramática de la tensión última de la
condición humana y de las últimas preguntas por el sentido del hombre y de la
historia, cuando dicen esperar, por ejemplo, que «el mundo entero se
convertirá en una tierra prometida consagrada a los placeres de la carne y de
los sentidos sin nombre de sufrimientos y de pecado». Es, pues, el problema
del mal el que sigue atormentándonos a todos.
«Es imposible —escribe
el cardenal Daniélou— que haya realización del mal sin una forma personal, y
encamándose a veces en los hombres, hay demoniacos. Tal es, de manera clara, la
enseñanza de la Tradición: ésta se pronuncia unánimemente por la existencia
personal del demonio sin que haya ninguna definición "ex cathedra",
que se haya pronunciado sobre esta cuestión. No hay ningún texto sobre la
persona del diablo. Lo importante, en la visión cristiana, es que ésta ha visto
toda la seriedad del mal y que la acompaña de la afirmación de que ese mal ha
sido vencido por Cristo.» Y otra cosa no menos importante es la que, a su
vez, ha señalado el P. Pohier: que el diablo no se convierte en pobre chivo
emisario de nuestros propios pecados y complicidades en el mal. Es preciso
confesar «yo soy pecador» y no refugiarse en la influencia del diablo «exterior»,
no utilizar a éste como un fantasma y un chivo emisario y, menos que nada, no
vestir con la figura del diablo a nuestros enemigos.
El escriturista de
Tubinga, Herbert Haag, ha resumido, en fin, en pocas líneas la actitud última
de muchos cristianos de hoy ante esta cuestión: «El Nuevo Testamento no se
interesa por una figura de Satán en cuanto tal. Su mensaje, su buena nueva
dice, más bien, que el mal no puede ya campar por sus respetos sin traba alguna
porque en Jesús está cerca el Reino de Dios. Algunas aserciones de los Evangelios
que, a primera vista, parecen confirmar la creencia de entonces en Satán, en
realidad la impugnan. Asi cuando Jesús dice: "Veía a Satán caer del
cielo como un rayo” (Lc., 10, 18). Aquí se refiere Jesús, evidentemente, a
la idea entonces todavía dominante de que Satán puede algo en el cielo, que
tiene acceso a Dios para acusar a los hombres e implorar poder sobre les
justos. Jesús quiere acabar con esta idea. No existe al lado de Dios la sombría
figura de Satán... No estamos situados entre Dios y el diablo, sino entre el
pecado y la gracia. El pecado y la gracia forman el tema de la historia de la
salud. El pecado y la gracia son el tema de nuestra vida».
J. JIMENEZ LOZANO
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