miércoles, 5 de febrero de 2025

José Jiménez Lozano: "¿El diablo existe todavía?" (Destino Nº. 1867 (14 jul. 1973) y Destino Nº 868 (21 jul. 1973)

¿El diablo existe todavía?

I[1]

La invasión de lo irracional es una característica de nuestra sociedad tecnológica, y se extiende desde el interés por los horóscopos y las leyendas maravillosas a las llamadas ciencias ocultas, la magia, la brujería y el demonismo. En 1969 se celebró en Roma un festival de la magia y en Hollywood tuvo lugar otro festival de la brujería, en la primavera de 1970. La revista «Time» que en una ya famosa portada del decenio de los sesenta había anunciado «la muerte de Dios», anunciaba, en 1972, «Satán vuelve»: «El ocultismo como un sustituto de la fe», y abundaba en consideraciones sobre la siniestra Iglesia de Satán, en California, dirigida por Anton Szandor LaVey, quien ha redactado incluso una «Biblia de Satán» y montado toda una liturgia, pero que, en mi opinión, ha mostrado, sobre todo, una gran habilidad comercial y publicitaria y un espectacular sentido de la luz y el color, un gran sentido del carnaval y de las frustraciones afectivas o resueltamente sexuales de gran parte de los ciudadanos. Como han mostrado los teóricos de la «contracultura», en nuestra civilización tecnológica se ha aplastado sistemáticamente el lado «lunático», afectivo o irracional del hombre, y éste apenas si logra respirar en un mundo de máquinas, de estructura opresiva de la producción, de competencia y de dinero. El mismo amor humano ha sido reducido a técnica, la religión ha muerto, la literatura se convierte, cada día más, en técnica y formal, experimentalista y lingüística y no proporciona ya los necesarios mitos de explicación de la condición humana, ni sueños de futuro o un pasado sobre el que poner los pies para saltar a las utopías necesarias para vivir y aun para sostenerse en la vida. En esta situación, el mundo de lo oculto, de lo maravilloso y de lo demoniaco alimenta el hambre de irracionalismo y, por otro lado, el mal nos oprime demasiado como para no interrogamos sobre él y racionalizarlo o tratar de dominarlo. Pero el mal no es un problema que pueda ser estudiado y ni siquiera tenido en cuenta por los tecnócratas, ya que los problemas que no tienen solución técnica no son problemas, y el hombre de nuestro tiempo busca desesperadamente una respuesta, o por lo menos busca una evasión, en viejos ritos y delirios que siempre han proporcionado a la humanidad algún consuelo o ilusión, algún asidero, alguna forma de trascendencia de sí misma.

Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, en la que la experiencia de lo demoniaco había sido muy profunda (Auschwitz​, Majdanek o Dachau y la misma miseria de la guerra dejaron necesariamente en los hombres una fuerte impronta de la preeminencia y poder del Mal y del silencio de Dios), lo demoniaco proliferó en la literatura. Bastaría citar Bajo el sol de Satán y La alegría, de Bernanos; el Doctor Faustus, de Mann; el redescubrimiento que André Gide hace, en 1949, del escalofriante libro de James Hogg, Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado, publicada por primera vez en Escocia en 1824; La experiencia demoniaca, de Gengenbach, El maestro y Margarita, de Bulgakov; Viajeros del juicio, de Vestirik [¿?]; Los evangelios del Diablo, de Claude Seignolle; El diablo, de Papini, o El príncipe de este siglo, de José María Souvirón.

En el teatro, A puerta cerrada y El diablo y el buen Dios, de Sartre, y, en el cine, Madre Juana de los Ángeles, de Kawalerowicz; Au Hasard Balthazar, de Bresson; El Diablo en el camino del cielo, de Ingmar Bergman, son también una muestra de esta preocupación por lo demoniaco, que si ha visto luego acentuada por otra película como Rosemary s Baby (La semilla del Diablo), de Polanski; Fruto del paraíso, de Věra Chytilová, y The Devils, de Ken Russell, pero el demonio no es solamente un personaje literario o cinematográfico. El «Doctor» de El Vicario, de Rolf Hochhuth, es un luciferino personaje que, sin embargo, sólo ha sido trasplantado de la demoniaca realidad de los campos de concentración nazis, y esa realidad social nos ofrece, en este mismo siglo, toda una serie de hechos insólitos y sobrecogedores o simplemente curiosos y fascinantes, de gentes que dicen vivir en extrañable familiaridad con el Demonio y le reservan un culto con frecuencia muy sofisticado, como por lo demás viene ocurriendo en nuestra civilización desde el mismo Medioevo. Por los años 20, Berlín ostentaba, por ejemplo, el primado de estos círculos luciferinos y luego, en seguida, ese primado pasa a Londres. Aleister Crowley dirige allí una revista: «Luzifer», y un especialista en demonología, Henry Price, que murió en 1948, escribía en un informe oficial que «centenares de hombres y mujeres de excelente formación intelectual y de condición social elevada adoran al diablo y le rinden un culto permanente en todas las zonas de la ciudad», y, para París, pueden leerse, a este respecto, Les nuits secrétes de Paris, de Guy Breton, o el fantástico La-bás, de Huysmans, aunque esta novela y su información hay que conectarla con el demonismo decimonónico de tipo romántico, del que se hablará más adelante, y con una cierta tradición histórica de sociedades secretas. Para Italia, en fin, es preciso leer la ya famosa «Guia Sugar»: Italia legendaria, misteriosa, insólita, fantástica o ciertos informes policiacos sobre «la dolce vita» y la emulación del modo de vida americano, que es en la que, como señalaba más arriba, un cierto demonismo está de moda; desde esa Iglesia de Satanás de California, un tanto folklórica, a la Universidad Satánica: Magical Mystery College, en la que se estudian todos estos fenómenos de la magia y el demonismo, pasando por los delirios criminales que hicieron posible la tragedia de Bel Air, en que fueron asesinados la actriz cinematográfica Sharon Tate y sus amigos, escogidos como victimas rituales de una secta de marginados y locos que racionalizaban sus crímenes con fórmulas y justificaciones religiosas y satánicas o filosóficas.

Seria, sin embargo, apresurado sacar excesivas consecuencias de una situación como ésta, sobre todo sí se tiene en cuenta que el demonismo no es un asunto de hoy, que con frecuencia este demonismo moderno es sólo un dramático intento de reinventar un suelo espiritual para una humanidad desposeída de sus viejas creencias religiosas y que trata de hacer píe a través de estos cultos esotéricos.

Lo curioso es, sin embargo, que en las iglesias cristianas, precisamente en estos tiempos modernos, se ha sido sumamente cautos y parcos para hablar del demonio y de lo demoniaco o de un dogma tan enigmático y tremendo como el del infierno. En la inmediata posguerra del segundo conflicto mundial el Gobierno sueco pide a la Iglesia sueca que haga un esfuerzo por disminuir en la conciencia de los fieles el sentido y la idea del infierno y del diablo, porque éstos originan neurosis y estados de insatisfacción e infelicidad, y en la Iglesia católica, por el contrario, son muchos los obispos que se sienten alarmados porque, de hecho, en la predicación y en la catequesis, infierno y diablo ocupan un mínimo lugar, y cada vez se extiende más la convicción de un cierto simbolismo a su respecto. Pío XII llama la atención, en algunos de sus sermones cuaresmales, y en la Humani generis de 1950 deplora que se ponga en duda por algunos teólogos «que los ángeles son criaturas personales»; un catecismo francés de la época es retirado y hay algunos grupos de teólogos que abordan esta cuestión del diablo de manera harto diferente a la tradicional y que, sin embargo, no pueden ser acusados de desviación ortodoxa. Tal, por ejemplo, Karl Rahner, que escribe: «Frente a la seriedad de la historia de la salvación, sería un signo de escaso vigor teológico ver en el diablo y en los demonios una especie de espíritus y de fantasmas que están dando vueltas al mundo». El famoso catecismo holandés, refiriéndose a los demonios de los que se habla en el Evangelio, escribe: «Cuáles sean las fuerzas de que habla Jesús, cuando habla de los demonios, ciertamente no lo sabemos», y es una posición muy cauta, que no llega al extremismo de otros teólogos para los que la Escritura habla de los demonios como seres existentes en su ámbito cultural, pero sobre cuya existencia teológica y religiosa nada afirma. Los demonios pertenecerían, pues, a esa serie de información cultural de que la Escritura echa mano, pero que queda fuera de su mensaje religioso, exactamente como ocurre con la astronomía tolomeica en el Libro de los Reyes a propósito de Josué. En 1967, los teólogos romanos escogidos por la Santa Sede para matizar ciertos aspectos del indicado catecismo holandés subrayaron, en las conversaciones de Gazzada a este respecto de la aserción de ese catecismo que acabo de señalar, que «sin duda las intervenciones de los ángeles y de los demonios en los libros sagrados no deben ser tomadas a la letra, y hay que tener en cuenta los estilos literarios. Pero ¿es necesario ir más allá hasta la duda total?». La respuesta de los holandeses fue que su catecismo «se limita a ventilar el problema de la existencia de los ángeles y de los demonios, dejando abierto el tema porque es su propósito no comprometer a la ciencia en cosas a propósito de las cuales no se puede decir con certeza que la revelación vincule a la ciencia».

Recientemente, en 1972, la polémica teológica ha estado a punto de reverdecer sobre esta cuestión del diablo, a propósito de unas palabras de Pablo VI, pronunciadas el 15 de noviembre de ese año sobre la existencia personal e individualizada de Satán. En una mesa redonda, organizada por la «Unitá», y compuesta por un pastor protestante y dos sacerdotes católicos, se dio el tono general de las comentarios levantados por la aserción papal en el sector de la Iglesia que pudiéramos llamar contestatario. El pastor protestante dijo que era «un signo de retraso cultural el encontrar interés en ciertos temas», y los dos sacerdotes católicos le hicieron eco, afirmando el uno que fas palabras pontificias disminuían «la dinámica reencontrada por la teología» y declarando el otro que «los jóvenes consideran las palabras del Papa como una tentativa de marcha hacia atrás», y preguntando, en fin, «cuál es el nombre del diablo que ha causado la guerra del Vietnam». Las reacciones más matizadas a este discurso de Pablo VI pueden ser simbolizadas, por lo demás, por lo que en el «Corriere della Sera» escribía monseñor Ernesto Pisoni, quien se preguntaba por qué ese discurso había tenido tanta resonancia y se respondía con una gran razón, sobre todo: la de que «la Iglesia ha iniciado una fase de recuperación de alguno de sus contenidos doctrinales que parecían abandonados cara siempre. Tenemos la impresión de que los nuevos catecismos, silenciosísimos sobre el tema de los ángeles y los demonios, tendrán una vida breve y difícil. Quizás el posconcilio ha acabado. Quizá quien quiera, un día, fijar una fecha para el fin del posconcilio escogerá el 15 de noviembre de 1972, fecha del discurso de Pablo VI sobre el mal y el demonio».

Y son muy discutibles estas palabras de monseñor Pisoni, porque probablemente lo que ha ocurrido con ciertos contenidos doctrinales de la Iglesia no es que hayan sido abandonados en sí, sino que la que ha quedado abandonada es su antigua formulación, y es fuertemente improbable que esa formulación pueda recuperar sin más ni más. Pero en estas páginas se deja de lado toda la cuestión teológica doctrinal y se centrará la mirada sobre lo que pudiéramos llamar la vividura y la experiencia histórica del diablo.

Satanás en las viejas culturas

La pregunta del hombre por la razón del sufrimiento y de la muerte, del mal y de la enemistad ha sido respondida, en casi todas las primitivas culturas, atribuyendo la responsabilidad de ese estado de cosas a un ser temible y poderoso, unas veces con categoría de dios o cercana a dios, y siempre con categoría sobrehumana, y testigo, además, de los días de la oración y del principio del mundo, cuando se decidió la suerte de éste.

Uno de los más hermosos mitos humanos sobre el origen de la muerte es el de la tribu californiana de los Wintun. Según este relato, Oleibis, el creador del mundo, había decidido que les hombres vivieran en este mundo como hermanos, la vida sería fácil y no habría nacimientos ni muertes, no se necesitaría del trabajo. Oleibis había creado una fruta, concretamente una bellota —las bellotas siguen siendo el alimento primordial de la tribu— que crecía sin corteza y caía sola, al madurar; además, había encargado a dos hermanos construir un camino de piedra, que conducirla al cielo, para que los hombres cuando sintiesen la vejez subieran por él hasta allí, se bañaran en una fuente de vida y bajaran luego rejuvenecidos. Pero mientras esos dos hermanos están ocupados en esa tarea, otro hombre llamado Sedir, adversario de Oleibis, se acerca a ellos y les convence de que será mejor que exista sexo, matrimonios, nacimientos y muertes y trabajo en el mundo; uno de los hermanos se deja seducir y luego convence al otro, y destruyen el camino del cielo, que ya estaba casi concluido. Son convertidos en gipaetos y desaparecen, volando. Pero Sedir se da cuenta de que ha introducido la muerte en el mundo y de que también él tiene que morir; trata de evitarlo, construyéndose un aparato volador con hojas, pero éstas se secan y Sedir se estrella. Oleibis, desde lo alto del cielo, comenta: «He aquí la primera muerte. En adelante, los hombres morirán».

El mito creacional de los arapahoe es, por el contrario, más consolador. Según él, cuando el creador está concluyendo su tarea, se presenta Nih'asa, un «hombre amargo», y pide al creador el poder de crear y una parte de la tierra, y el creador le concede lo primero, así que Nih'asa extiende en seguida su bastón y comienza a crear arroyos y colinas, de manera que toda la asamblea, que está con el creador, queda estupefacta. Pero éste toma entonces un trozo de madera de álamo y lo arroja al agua; la madera se hunde, pero luego aflora pronto a la superficie, y el creador dice: «Vosotros, hombres, viviréis así» (esto es, moriréis, pero luego volveréis a la vida), y Nih'asa argumenta: «La tierra no es grande y en seguida estará superpoblada. Tengo una propuesta mejor que hacer». Toma un guijarro y lo arroja al agua, donde se hunde para siempre. «Asi será la Vida del más allá», añade el «hombre amargo», y el creador le responde con otro gesto similar: arroja un puñado de tierra al mar y le advierte: «Has pedido una parte de la tierra y yo haré otra para ti. Donde esta tierra caiga será tu país, más allá del océano».

Estos mitos y sus similares concuerdan en una afirmación fundamental: la existencia de un ser misterioso, adversario del creador que perturba su obra, la arruina e introduce en el mundo el sufrimiento y la muerte, y no falta en ellos alguna insinuación sobre una cierta familiaridad antigua entre el Ser Supremo y su adversario. Un mito de los maidúes señala que el cuerpo del creador es luminoso, pero que su cara nadie la vio jamás, excepto Coyote, su adversario; y ésta es la misma conclusión a que llega Jung analizando el papel de Satán en el Antiguo Testamento, y, cualesquiera que sean todavía las indecisiones para señalar la etimología de la palabra «Satán», las distintas hipótesis concuerdan también en que dicho nombre incluye los significados de «acusador», «retador», «el que persigue con encono, adversario de la paz y la tranquilidad», etcétera.

Igualmente míticas son la belleza y la fascinación de Lucifer, su relación con la estrella de la mañana, la serpiente y los símbolos del zodiaco Virgo y Escorpio, que se había convertido en un signo fálico, y todas estas conexiones míticas serán históricamente más operantes en plena cristiandad, cuando ésta se adentre en el delirio o en la pesadumbre, que las mismas explicaciones bíblicas del ángel soberbio y rebelde vencido por Miguel o el león rugiente que busca a quien devorar de que habla el apóstol Pedro.

No hay que olvidarlo, porque, desde la Patrística en adelante, el discurso teológico o ascético-místico sobre el diablo sería más, o por lo menos tanto como un discurso religioso, un discurso sobre esas convicciones místicas, exactamente como ciertos discursos teológico-morales sobre el sexo siguen siendo tributarios de les viejos mitos del antiguo Oriente, como ha mostrado Burns, y desde luego de toda una falsa concepción científica de la procreación y de la misma realidad sexual propias de la Edad Media y herederas o conectadas, a su vez, con los mitos e intereses de una sociedad agraria: fecundación, sacralidad de la semilla, concepto de naturaleza de orden puramente biológico, división del cuerpo humano, como de la naturaleza toda, por lo demás, a comenzar por las regiones celestes, en partes nobles e innobles o inmundas, en parcelas gobernadas por la inteligencia y parcelas que escapan a su control y, por lo tanto, se revelan como telúricas y demoniacas, etcétera. «No es improbable —escribe con mucha cautela, pero también enérgicamente, Henri Marrou— que, al afirmar la existencia de los ángeles y de los demonios, al profesar determinada opinión sobre su naturaleza, los padres hayan pensado no solamente en establecer un acto de fe, sino también participar en una ciencia, una ciencia humana, pero fundada sobre la razón y la experiencia. Hablan de los demonios como nosotros hablamos hoy de evolución; como de una verdad o, si se prefiere, como de una hipótesis que se impone sin discusión a todo espíritu cultivado. Se sabe, por ejemplo, que los antiguos padres se muestran casi unánimes (con algunos matices de diferencia) en atribuir tanto a los buenos como a los malos ángeles un cuerpo material, aunque constituido por una materia sutil muy diferente de la de nuestro cuerpo humano. Por supuesto, su convicción se nutre de referencias escritures, legitimas o no, poco importa. Pero también es un reflejo inmediato de las ideas recibidas por la «ciencia» de su época; y ellos eran los primeros en tomar conciencia del hecho. Del mismo modo, de buena gana establecen como morada de los demonios las canas inferiores de la atmósfera, y citan en este sentido la autoridad de san Pablo (Ef. 6,12); pero en realidad —y como ya lo era, sin duda, en el mismo san Pablo— éste es un eco directo de toda conjunto de creencias recientemente historiadas por F. Cumont: en la antigüedad se consideraba el aire en general, y a veces más especialmente el aire tenebroso, el cono de sombra proyectado por la Tierra en el espacio del lado opuesto al Sol, como la morada normal de las almas liberadas, ya fuera por la naturaleza o por la muerte, de los cuerpos de carne. Durante toda la Edad Media teólogos, inquisidores y demonólogos, aunque crean ellos estar haciendo teología, están haciendo «ciencia»: física, fisiología, dinámica o anatomía diabólicas, lo mismo que no se hace más que «teología» o teogonía cuando se piensa estar haciendo ciencia. Pero es preciso tenerlo en cuenta para juzgar acertadamente de las cuestiones demoniacas en ese tiempo y mucho después. Y la demonología seria, naturalmente, una «ciencia-ficción», pero es cosa que ha ocurrido también con el resto de las ciencias: la astronomía fue primero astrología, y la química, alquimia; o la medicina, brujería; la demonología es, hoy, psicología profunda y psiquiatría y, en otro aspecto, teología o literatura, y hasta más de un capítulo de la sexología y de la criminología o la antropología».

El diablo en la Edad Media

Durante la Edad Media no se da solamente, sin embargo, la pervivencia de todo un mundo de ideas «científicas» o cosmogónicas antiguo, sino que, por un lado, reviven insistentemente las religiones dualistas orientales que trataron de explicar la existencia del Mal junto al Bien mediante la referencia a esos dos grandes principios o dioses en continua pugna y guerra, y, por el otro, no han muerto todavía del todo los antiguos dioses paganos, divinidades de la tierra o el agua, de la fecundidad o de las alegrías del sexo, que serán pronto incluidas en el número de los demonios, si no se las puede santificar. Y esto a comenzar por la vieja divinidad de los tiempos ancestrales «el dios con cuernos», un animal cornudo de diverso tipo según las épocas, pero ya divinizado desde la antigüedad más remota, como ha mostrado suficientemente Margaret Murray. Cuando llega la cristiandad, esa vieja religión prosigue subterráneamente. «Las autoridades eran cristianas —escribe con toda razón la misma Margaret Murray—, el pueblo era pagano; y no era raro que los dignatarios de la Iglesia sirvieran a dos señores. En 1282, el cura de Inverkeithing dirigía la danza de la fertilidad en torno al cementerio; en 1303, el obispo de Coventry, seguido por los miembros de su diócesis, adoraba a una divinidad que tenía la apariencia de un animal; en 1453, dos años antes de la rehabilitación de Juana de Arco, el prior de Sant-Germain-en Laye practicaba los mismos ritos que el obispo de Coventry», y, si fuéramos a hacer caso a De Lancre, que era juez inquisitorial y sin duda estaba documentado, pero que también manifiesta una clara deformación profesional a ver brujas y demonios por todas partes, en los bajos Pirineos «la mayor parte de los curas son brujos», y la brujería incluía la adoración del diablo convertido en Dios, o por lo menos una estrecha relación con Él, siquiera como señor de la alegría y de los frutos de la tierra.

El culto priápico, en concreto, pervivió largamente como satánico, pero también logró forzar las puertas de los templos cristianos, y sus últimas excrecencias han llegado hasta nuestros días, en que, bajo el pontificado de Juan XXIII, se suprimió una cierta procesión napolitana de símbolos de la fecundidad y de la virilidad. Hasta la época de la Reforma protestante, estas simbolizaciones fálicas fueron prácticas culturales corrientes y, entre ellas, cabe hablar de los encantamientos del «fascinum» —el « inmanissimum et turpissimum fascinum» de que ya hablaba san Agustín— y de la mandrágora, una planta a la que se reconocían virtudes eróticas; la invocación de santos como Foutin, Renato, Regnaud y Greluchon contra la esterilidad; la venta de panes y exvotos en relación igualmente con la esterilidad y la fecundidad; procesiones de la Virgen con adoración de ombligos «divinos» y otras «reliquias» por el estilo; empleo del «machina mulierum» contra el que lucharon varios concilios, etcétera. Y si recuerdo todo esto es solamente para indicar, además de esas pervivencias paganas, que el componente erótico, la búsqueda de la liberación erótica en medio de una sociedad no puritana precisamente, pero si constreñida por la pobreza, la explotación, las arbitrariedades de los poderosos, las pestes y el temor a una muerte que llegaba pronto es un elemento sustancial del diabolismo medieval, juntamente con el otro elemento que viene constituido por la protesta social o la evasión de un mundo jerarquizado y demasiado constrictivo y por la decepción que en un momento dado supone una Iglesia donde se habla en latín y los ritos se han vuelto áulicos y minoritarios. El pueblo se refugia en el culto a los santos, pero también se siente seducido por el del Señor del bosque, donde no hay jerarquía alguna, reina toda libertad y alegría y no hay la mínima traba incluso para la promiscuidad sexual, y en el que se aprende a hacer efectivos los caminos de la venganza, el enamoramiento o la riqueza. E incluso de la sabiduría y de la ciencia de la naturaleza, sobre todo, que llega a ser convicción general que es el diablo quien la proporciona. Michelet ha visto, antes que nadie, este pluriformismo y este lugar central que Satanás llega a significar para buena parte de la población medieval: Satán como señor de la naturaleza que ofrece sus misterios; Satán como señor de la muerte, que abre el camino a la conversación con los queridos muertos; Satán médico, Satán que hace posibles los amores que resultan imposibles incluso por los tabúes sociales y una legislación canónica que dificulta las uniones; Satán subvertidor de las jerarquías sociales.

Pero este Satán, que se diría que es un viejo dios y amable consolador, concluye exigiendo la apostasía de la fe y formándose una Iglesia y una liturgia, o hasta una moral, que son miméticamente opuestas a la fe, a la Iglesia y a la ética cristianas. Para que el «sabbat» —dice Michelet— tomara «la forma asombrosa de una guerra declarada al Dios de aquel tiempo... se necesitaban dos cosas, a saber: no sólo haber descendido al fondo de la desesperación, sino también haber perdido todo respeto. Esto no sucede hasta el siglo XTV, bajo el papado de Aviñón y durante el gran cisma, cuando la Iglesia con dos cabezas no parece ya la Iglesia, cuando toda la nobleza, con el rey vergonzosamente prisionero de los ingleses, extermina al pueblo para arrancarle su rescate. Los sábados tienen entonces la grandiosa y terrible forma de la misa negra, del oficio al revés, donde Cristo es retado a fulminar los rayos de su cólera... Estoy en que esto se hizo de pronto, que fue la explosión de una furia de genio que elevó la impiedad a la altura de las iras populares».

La ceremonia de la misa negra era siniestra, desde luego, pero quizá, para ser impía, precisaba unos oficiantes y un auditorio mucho más complicados intelectualmente que el pueblo. Las propias apostasías, blasfemias y obscenidades, que nos constan, nos parecen más bien un carnaval, cuando es el pueblo el que acude a esas reuniones. Comenzaba con una especie de «introito» y una fórmula de apostasía de Cristo y de adoración del macho cabrío que se disfrazaba de Satán con una careta sobre las posaderas, que los circunstantes besaban. Luego venían la comida y la orgía. ¿Qué brebajes se tomaban? Es difícil decirlo, pero seguramente hidromiel, cerveza, sidra e infusiones hechas con «consoladoras» como la belladona. Venía después el ofrecimiento del trigo al Espíritu de la Tierra y la suelta de unos pájaros que salían volando del pecho de la bruja, a la vez oficiante y altar sobre cuyo cuerpo se amasaba una inmunda «hostia» compuesta de una mezcla diversa que podía llegar a tener sangre humana y, desde luego, diversos humores corporales. También se hacía presencia simbólica del último muerto de la aldea y del último nacido. Al «agnus Dei» se traía un sapo, de ordinario vestido de verde, y se lo destrozaba, mientras se pronunciaba una fórmula blasfema en la que Jesús era llamado Felipe y Juanillo. ¿Admitiremos que se devoraban niños, como declararon, por ejemplo, ante el tribunal de Toulouse Ana María de Georgel y Catalina Delort, en 1335? No podemos pretender saber mucho de esta religión diabólica que se desarrolla en la clandestinidad, no podemos fiarnos demasiado de las actas judiciales ni de las confesiones arrancadas mediante tortura o desesperación, ni podemos dar crédito a pobres mujeres que toman belladona y creen salir volando hacia el «sabbat». Nos es suficiente con comprobar que hay un culto demoniaco y, en seguida, toda una «ciencia» demonológica, que, por cierto, utiliza a la bruja, o sea al fiel de ese culto demoniaco, como más tarde lo hará con el endemoniado, como prueba de laboratorio o conejo de Indias para la experimentación y confirmación de toda su complicada teoría.

La demonología

Lo primero que cabe decir, desde luego, es que hay una demonología popular o conjunto de saberes populares acerca del demonio, y una demonología «científica», que es la sistematización de esos mismos saberes acerca del diablo por parte de los eruditos o de las élites de poder y los jueces. Con frecuencia ambos saberes, popular y erudito, coinciden, como es natural, en anotar una misma clase de observaciones y creencias, o éstas se trasvasan de uno a otro, pero su ámbito y su clima son bien distintos. El diablo, o al menos cierta clase de diablos, ya que no el mismo Satán, tienen entre el pueblo un carácter servicial, chusco o hasta ingenuo —los campesinos, por ejemplo, saben que se librarán de él durante la noche si dejan en la cocina un número mayor a diez de guisantes o garbanzos, ya que el pobre diablo no sabe contar más que hasta ese número y tiene que volver a comenzar continuamente, o se valdrán del diablo para sus aventuras eróticas o hacer sus propias faenas caseras, según dicen—, pero en la demonología científica es siempre con el Príncipe del Mal con el que nos encontramos: la complicada fantasía escolástica o erótica y toda la perversidad jurídica de las minorías eruditas se reflejará en la imagen que se hacen del diablo, calcada mucho más, como queda dicho más arriba, sobre los viejos mitos ancestrales o las tradiciones paganas que sobre tos datos de la Escritura, aunque éstos, por supuesto, se aduzcan y se ricen hasta el infinito en una exégesis realmente delirante.

Los demonólogos saben así que los diablos son 7.409.127, distribuidos en 72 principados, o por lo menos tal es el cálculo de Wier, que De Lancre crítica, sin embargo, diciendo que «no puede estar apoyado en otra razón que en la revelación del mismo Satán»; pero un libro anónimo, Le Cabinet du Roy, matiza la cifra con grandes esfuerzos y nos da el número de 7.405.920, y nos dice que están divididos en seis legiones y que cada legión se divide, a su vez, en 66 cohortes y cada cohorte en 666 compañías, y cada compañía está compuesta por 6.666 diablos, que nos dan en total nada menos que 1.758.640.176 demonios.

El color de estos diablos es, de ordinario, el negro, pero también pueden ser el gris y el verde, que son tos colores de la noche y de la tierra, y, según estos demonólogos, también «los colores del mal y de las apariencias efímeras». A la figura humana los diablos prefieren el aspecto animal: el del macho cabrío, el del gato, el sapo, el caracol y la serpiente, y si algunas veces el demonio se presenta en figura humana, ostenta cuernos, garras, patas de caballo u oca, etcétera. Y es también el señor de las moscas, Los mismos demonios confiesan a veces llamarse gato o perro, león o dragón, y, desde luego, todos sus otros nombres propios: a veces de origen escrituristico o, en todo caso, procedentes de las viejas religiones orientales:        Astaroth, Zabulón, Cham, Nephtalón, Achas, Allix y Uriel, pero también nombres familiares y encantadores como Lizabet, Moyset, Precioso, Madera preciosa, Abrahel, Maestrito, Martinillo; o más reverenciales: Maestro Leonardo o Maestro Persin, y de nuevo más barrocos: Putifar, Dargón, Arfaxat, Asmodeo, Phaeton o Caíconix, Leviathan, Asman, Polución, Concupiscencia, Castorin, Perú o Fornicación, etcétera. Los demonólogos saben igualmente cómo son los pactos del diablo con sus fieles y que el demonio deja una señal de los mismos en el cuerpo de ellos, que los inquisidores encomendarán a los verdugos que busquen enloquecedoramente, traspasando al pobre brujo o bruja con agujas, ordinariamente en las parcelas más dolorosas y pudendas del cuerpo humano. Pero todo el saber demonológico parece orientado en dos sentidos: en un sentido erótico y en un sentido político-social, aunque también se instrumentalizan otros países.

El erotismo diabólico es, con mucho, el tema predilecto de la escolástica demonológica y es difícil encontrar en la literatura pornográfica mayores retorcimientos cerebrales que los que esa escolástica muestra. La idea del comercio camal del diablo con las brujas, la casuística sobre los íncubos y súcubos y las epidemias eróticas adobadas con misticismo dan pretexto a estos eruditos para un despliegue terrible de su propia fantasía reprimida, que alcanza diversos niveles: delirante en el Malleus maleficarum, ascéticamente literario en el libro De las brujas y adivinas, de Ulrico Molitor; de una casuística clínica en Del Río, eminentemente práctico y experimental hasta la ejecución de clisterios de agua bendecida en el affaire de los demonios de Loudun. Pero es indudable que, tanto como exutorio erótico, el diabolismo fue un instrumento político de opresión, de venganza y de intimidación, y que la técnica procesual que llegaron a poner en práctica los jueces demonólogos no tiene nada que envidiar a las más perversas técnicas de los Estados totalitarios modernos. Baste recordar, por ejemplo, la «sors silentii» o sortilegio del silencio, que consistía en una presunta ayuda especialísima del diablo a sus fieles para que no contestaran al tribunal ni confesasen sus fechorías, aun bajo la tortura. Para arrebatar al endemoniado ese talismán se le despojaba de sus vestiduras, se le rapaba el pelo, se le afeitaba todo el cuerpo. De Lancre creía saber que esa «sors silentii» era un amuleto compuesto de pasta de mijo negro y polvo de hígado de niño no bautizado, desecado: «Quien lo come no confesará jamás los secretos del sábado». Pero también puede tratarse, según el mismo demonólogo, de una operación llevada a cabo por el mismo diablo sobre el cuerpo de su amiga: una herida en un pie, de la que ha chupado la sangre.

Y hay más: si al tribunal le interesa tomar en cuenta las declaraciones del Príncipe del Mal, no importará que éste sea también el Padre de la Mentira, pero se advertirá que es el Padre de la Mentira si sus palabras no les interesan a los demonólogos.

Cientos de miles de seres humanos, mujeres en su mayor parte, fueron así condenados a la hoguera o a otros castigos tan inhumanos como el fuego, o, en todo caso, a la locura, y de esta manera un discurso sobre los demonios concluyó por ser demoniaco en la realidad. Así hasta nuestros mismos días secularizados en los que, como escribe Michel de Certeau a propósito de los endemoniamientos de Loudun, «desde que el veneno del otro no se presenta ya directamente en un lenguaje religioso, la terapéutica y la represión sociales toman solamente otras formas», y aquel veneno puede ser simplemente su diferencia de pensamiento con nosotros mismos. Pero, antes de llegar hasta nuestros días, la fascinación de los hombres por Satán y la lucha contra él han atravesado por muchas noches y agonías o deslumbramientos, que habrá que recordar siquiera sumariamente.

II[2]

El diablo y la Reforma protestante

El cristianismo medieval fue presa de muchos demonios, pero la Reforma vino a declarar de manera paladina y dramática que todo este mundo era el reino del demonio: «Princeps mundi, Deus huius saeculi», decía Lutero. Y también: «Somos sirvientes en una posada en la cual Satanás es el hostelero, el mundo su mujer, y nuestros afectos sus hijos... Todo el mundo está poseído por Satanás. El mundo entero es esclavo de sus maquinaciones... Todas las cosas están llenas de demonios, las cortes de los príncipes, las casas, los campos, las calles, el agua, la madera, el fuego». Y no sólo los vicios son otros tantos demonios a añadir al innumerable coro de los ya clasificados por la demonología medieval, sino que incluso las virtudes, «las obras» son igualmente demoniacas, y el demonio es el guía de la razón natural, su «desposada y ramera», y la propia conciencia «es una bestia y un mal demonio». Ni siquiera la fe sustrae al cristiano de la dominación del demonio, aunque el demonio no tenga poder sobre él: el cristiano, como Cristo, debe someterse voluntariamente a la crucifixión por el demonio que es señor de esta vida, pero hay otra vida en la cual Cristo es Rey, y, por la fe en esta otra vida, se vence la muerte-en-vida que es la vida de aquí abajo, en el imperio del diablo.

Las consecuencias de toda esta teología luterana han sido muy profundas para la cultura occidental: resulta ya un tópico señalar su relación con el capitalismo, y Norman O. Brown ha conectado luego esta relación o conexión con lo sadoanal y, en último término, con una visión deprimente y pesimista en extremo de la historia y de la civilización, que sería una pura construcción sublimada de lo analosádico y, en fin de cuentas, una construcción demoniaca. Un eco de esta visión seria, luego, la propia teología protestante del siglo XX, en reacción contra la teología iluminista y racionalista del XVIII y contra la teología liberal del XIX.

La lucha personal de Lutero contra el diablo fue, además, tan terrible y prolongada y tan pródiga en la utilización de un lenguaje y de armas escatológicas hasta la vulgaridad más detestable —una cosa así se venía explicando candorosamente por los bajos orígenes campesinos de Lutero— que su lucha contra la Iglesia de Roma entendida como Reino de Satanás iba a contagiarse también del mismo talante, y este proceso dialéctico contribuyó a mezclar lo diabólico y lo anal en las luchas de la ruptura eclesiástica y, en cierto sentido, a ampliar la liturgia diabólica o de las Misas Negras. Desde luego, lo anal como lo fálico ha estado ya desde la Edad Media Alta muy unido a la experiencia demoniaca y bastaría citar para demostrarlo la higa que se hace introduciendo el dedo pulgar entre los dedos índice y corazón, que es un claro signo fálico muy antiguo aunque luego haya pasado incluso por una forma de evocar la cruz, o será suficiente recordar aquellos versos, citados por el propio Lutero, de un monje sentado en su cloaca:

Monachus su per laetrinam

Non debet orare primam?

Cao quod supra

Tibi quod cadit infra.

O bastará evocar igualmente los «crepitus ventris» lanzados jocosamente como juego pascual de desprecio del Diablo y del Mundo, en la catedral de York. Y también es cierto que la Misa Negra se había enriquecido o depauperado, según los casos, en cuanto a detalles que pudiéramos llamar decorativos pero simbólicos a la vez de la realidad histórica circundante; ahora, sin embargo, en esta ocasión y trauma de una ruptura eclesiástica tan profunda en que ambas partes se tachaban de demoniacas, se ofrecía un enriquecimiento singular por una razón muy sencilla: es el catolicismo el que conserva la Misa y el luteranismo el que tachará a esa Misa de ceremonia judaica y demoniaca, de servicio diabólico. De ahí se estaba a un paso de acusar a los curas católicos de ser maestros en las artes diabólicas, y se explicaba la liturgia de la misa como si se tratase de una serie de blasfemias.

Thomas Becon, un discípulo de Calvino, escribe, a este propósito de la Misa católica, un comentario bufo en el que cada rito o gesto del ritual es interpretado como blasfemo: «Hecho todo esto —dice de los ritos anteriores a la consagración—, os prosternáis y volvéis vuestras miradas al cáliz o al pequeño pedazo de pan y, pronunciando algunas palabras en latín, bendecís y hacéis la señal de la cruz sobre el cáliz y la hostia, como si estuvieran contaminadas de algún espíritu maligno». Holinshed cuenta, por su parte, una anécdota, que, según él, ocurrió durante el reinado de María Tudor, en Cheapside, el 8 de abril de 1554: ese día, se ahorcó a un gato que tenía la cabeza tonsurada y que con las patas delanteras, atadas la una a la otra, sostenía una cartulina en forma de hostia eucarística. El obispo de Londres ordenó que se expusiera su cadáver en el crucero de Pablo del curato de Pendleton.

Ante estas enormidades ¿tendrían que inventarse después muchas blasfemias y ridiculizaciones de la fe y de la Iglesia? Hay que decir que, una vez más, los famosos enfrentamientos y discusiones teológicas de los señores cristianos que, con tal de apoyar sus propios puntos de vista, no habían dudado en ensuciar las cuestiones más sagradas como ésta de la Misa, daban todo hecho a la ironía de los descreídos y también a la superstición y credulidad populares.

Las iglesias nacidas de la Reforma y las sociedades por ellas modeladas se dieron, en todo caso, a la persecución del satanismo de un modo más violento que el de la Iglesia y el Estado medievales. La mínima sospecha o acusación llevaba a la hoguera a decenas o centenares de personas a quienes previamente se les había cortado la mano derecha, y el satanismo, que se hizo, a cuenta de esa persecución tan terrible, mucho más clandestino, se hizo también más radical y corrompido. Pero no sólo en los ámbitos de influencia protestante, sino en todo el ámbito europeo, en toda la Europa barroca y en los Estados Unidos donde en 1692 se da el trágico espectáculo de las brujas de Salem.

El diablo barroco

Michelet ha dicho que en esta época del barroco es cuando Satanás se hace eclesiástico o muchos eclesiásticos se convierten en Satanás, aludiendo con ello a la frecuencia con que algunos eclesiásticos se encuentran en el centro de estos acontecimientos diabólicos, que, sin embargo, mucho más que en la Edad Media son asuntos de dinero, asuntos de Venus o asuntos políticos.

El propio «sabbat» ha perdido aquel carácter de culto demoniaco y de rebelión política y religiosa que tuvo en aquel tiempo medieval y adquiere, cada vez más, una condición carnavalesca y de exutorio sexual, de gran jolgorio popular en el que está permitido todo exceso y, sin embargo, en el que se asegura la esterilidad, una preocupación muy específica del barroco, sobre todo a partir de una alarmante elevación de los precios, que se da entonces. Y luego está la Misa Negra cuajada de ritos y circunstancias lúcidamente blasfemos y corrompidos y en la que sistemáticamente se impreca a Astaroth, un diablo bifronte de sexo equívoco e indefinido, aunque más bien femenino, y que no cabe duda que es la encarnación de la «Bona Dea» de los viejos cultos paganos a los que se había añadido la perversión y el crimen, como un desafío a la ética cristiana y una blasfemia muy consciente contra los dogmas cristianos para hacerse propicio al diablo. Por eso media tanta distancia entre la Misa Negra mandada decir, por ejemplo, por Catalina de Médicis, que era un puro rito mágico o instrumentalización de las fuerzas ocultas y misteriosas gobernadas por espíritus diabólicos quizás pero en absoluto satánicos, y la Misa Negra del abate Guibourg y de La Voisin, en tiempos de Luis XIV. Con esta Misa se buscaba también un propósito concreto —el de seguir gozando del favor real en el caso de la que mandó decir, y se celebró en su presencia, la marquesa de Montespan—, pero a la vez satisfacía las inclinaciones específicamente depravadas de los oficiantes desde la sodomía o el incesto hasta el sacrificio de niños, más que probado para La Voisin, en cuya casa se encontraron restos mortales de decenas de criaturas, o para Bartolomé Lemeignan, vicario de San Eustaquio, del que se dice que había despedazado varios niños durante estas espantosas ceremonias y cuya deficiencia mental resulta hoy para nosotros muy clara.

Desde un punto de vista del análisis del sentimiento o la vividura religiosos de la época, me parece que es muy importante destacar una posición de base: la de que lo religioso es un mundo instrumental. Ya Michelet se había dado cuenta de que un cierto ateísmo medieval se origina a nivel popular, cuando un pueblo hambriento, miserable, acosado por la muerte y oprimido no recibe la favorable contestación que espera y que se le ha asegurado en las predicaciones materialistas de la época a sus oraciones: entonces ese pueblo, decepcionado de un Dios inservible, se vuelve hacia el diablo. Y esto mismo es también lo que ocurre en esta época barroca y entre las mismas élites sociales; la propia La Voisin recomendaba a quienes venían a pedirle sus recetas diabólicas que probasen primero los medios ortodoxos: las oraciones, los ayunos, las peregrinaciones, etc. El concepto mágico de la fe ha producido, en efecto, tales aberraciones y crímenes y constantemente nos vemos precisados a matizar el verdadero alcance de la afirmación según la cual estos tiempos del barroco fueron tiempos de fe indiscutible.

En todo caso, nos sobrecoge el hecho de que, mientras los señores teólogos y el grueso mismo de la Iglesia está inmerso en bizantinas y odiosas discusiones entre el partido jesuita y el jansenista, por ejemplo, el culto satánico toma verdadero cuerpo, no sólo en el campo totalmente abandonado también desde el punto de vista espiritual, sino también entre las élites sociales, externamente cristianísimas, y hasta en buena parte del clero. La encuesta policiaca que desveló el «affaire La Viosin» nos ilumina sólo una parcela, pero nos deja entrever todo un mundo subterráneo verdaderamente atroz y corrompido: atroz por los crímenes y las blasfemias particularmente retorcidas, corrompido, porque el sexo en su aspecto más oscuro y primitivo es el que ha vuelto a adueñarse de los espíritus y los antiguos fascinantes ritos de la fecundidad se tecnifican diabólicamente hasta la repulsión. En la Misa Negra de la Voisin y Guibourg, que se celebró sobre el cuerpo desnudo de la Montespan —pero también en otros casos—, la sangre de un niño degollado fue ofrecida a Astaroth y a Asmodeo, «príncipe de la amistad», en una mezcla sacrílega y, luego, se procedía a manipulaciones y gestos cuya descripción, hecha por la misma Marguerite La Voisin, es mejor dejar en latín: «Quotiescumque altare osculandum erat Presbyter osculabatur corpus, hostiamque consecrabat super pudenda, quibus hostiae portiunculum inserebat; Missa tándem peracta, Presbyter mulierem inibat, et manibus suis in cálice mersis, pudenda sua et muliebria lavabat». El Satán erótico del próximo XVIII sería mucho más delicado y tendría mucho mejor gusto, aunque fuese tan corrompido. El delirante Gilles de Rais, en plena Edad Media, también se había mostrado como muy sofisticado hasta en el crimen.

El diablo en los conventos

Esta época del barroco es también la de la epidemia demoniaca en los conventos. La ausencia de una verdadera decisión personal para entrar en religión, la corrupción de las costumbres, las querellas teológicas, la obsesión sexual, los nervios deshechos por la monotonía de la vida monacal cuando las reglas de las órdenes se guardaban solamente en la letra, las clausuras estrictas a las que, sin embargo, llegaban los ruidos del mundo con frecuencia engrandecidos y convertidos en fantasmas fascinadores, y la abundancia de clérigos galantes o cínicos que medraban económica y políticamente al amparo de lo religioso y bajo su pantalla se desquitaban de sus frustraciones personales o simplemente satisfacían sus instintos sexuales o de otro tipo fueron causa y circunstancia de esta espantosa epidemia. Y la teoría demonológica, a la vez que la naciente curiosidad experimental, transformó en conejillos de Indias a las pobres religiosas para demostrar sus tesis, vencer al enemigo político o religioso o investigar un mundo que ya por entonces resulta «curioso» para muchos: el mundo sobrenatural de lo diabólico. El «affaire Gaufridy» y el de las ursulinas endemoniadas de Loudun son los más relevantes y trágicos, aunque no los únicos.

En ambas ocasiones, se alimentó o incluso se provocó la histeria de unas pobres mujeres con una mezcla extraña y explosiva de alucinaciones eróticas y religiosas o diabólicas, se prodigó lo cómico junto a lo trágico, la perversión sexual y la crueldad, y, en Loudun, la celebración de unos largos y barrocos exorcismos no solamente fue un atractivo turístico de gran importancia en la época, sino que sirvió de instrumento político para consolidar el poder del cardenal Richelieu: la multitud de diablos que se concluyó que habitaban en las monjas, pronunciaban obscenidades y blasfemias y hacían toda clase de gestos eróticos o escatológicos —ya que se llegó a la administración pública de clisterios con agua bendita para arrojar a un demonio particularmente instalado en el intestino—, pero jamás hubo un diablo que tuviera el menor desliz de lengua y de consideración con Su Eminencia. Y esos exorcismos sirvieron también de arma arrojadiza de unas órdenes contra otras o de los católicos contra los protestantes calvinistas o de prueba contra el ateísmo y la incredulidad en el demonio y, sobre todo, de laboratorio de experimentación de la teoría demonológica, que quedó así sumamente ampliada, además.

Pudo así estatuirse, por ejemplo, que los demonios respetaban los rangos de sangre y jerarquía de este mundo, y la superiora de las ursulinas, la monja que era pariente de Su Eminencia y la hija de un marqués tenían más demonios que las demás y éstos eran particularmente encarnizados; y se supo, así mismo, que la residencia de los diablos —en la frente, en el estómago o por debajo del ombligo— no solamente significaba su calidad normal: la de la soberbia, la cólera o la lujuria, sino oscuras correspondencias con la fisiología, de tal manera que un simple cambio de postura o de manera de mirar llegó a delatar un nuevo movimiento diabólico, un nuevo giro en el proceso de la posesión, quizás la entrada de un nuevo demonio; el pacto diabólico se encontró entre diversos humores expulsados. Se levantó una verdadera «Física de la melancolía», como comenta Michel de Certeau, y sólo unos cuantos médicos o algún clérigo como el arzobispo de Burdeos se percataron de todo el gran montaje que aquello era, mientras que otros, como Claude Quillet, diagnosticaron netamente una histeromanía o erotomanía, cien años antes de que Charcot se atreviera a hablar en este sentido.

Pero toda esta gran fiesta terminó todavía mucho más trágicamente que en Louviers, cuando el asunto Gaufridy: Urbano Grandier, el supuesto encantador y seductor de las monjas de Loudun, murió quemado vivo, en agosto de 1634; cuatro años después, uno de los exorcistas de las ursulinas murió también, pero después de haber pasado varios meses por la oscuridad de la locura, mientras otro de los exorcistas y el enemigo más terrible de Grandier, el padre Lactancio, murió igualmente en pleno delirio, como asimismo ocurrió con el cirujano Manoury, que torturó a Grandier, y con el subteniente Luis Chauvet, que intervino en el proceso. El propio P. Surin, una de las figuras místicas más importantes de la época, de antes y de después, y que había luchado también con los demonios de las monjas ursulinas, se sintió, a su vez, endemoniado y su salud física declinó definitivamente. El «striptease» bastante divertido de la primera fase del endemoniamiento concluyó así produciendo, en realidad, algo demoniaco terriblemente costoso para todos los protagonistas del asunto, incluso para la priora y primera endemoniada: sor Juana de los Ángeles, una pobre niña desamada por los suyos a causa de su deformidad física —padeció desde muy pequeña una escoliosis de origen traumático que la dislocó la espalda afectando extraordinariamente la médula, y la hizo proclive a cierto «mediumnismo» y acentuó las manifestaciones de su propia histeria—, sería llevada, más tarde, en triunfo por toda Francia, pero ese mismo triunfo, unido a los remordimientos por los sucesos de Loudun de que había sido protagonista y que ahora la avergonzaban, fue también su martirio.

El Satanás libertino del XVIII inglés

En abril de 1721, un edicto de la Corte inglesa condenaba de manera enérgica y un poco alarmada «ciertos clubs o asociaciones escandalosas de las que forman parte algunos jóvenes para insultar del modo más atrevido y más blasfemo los sagrados principios de nuestra Santa Religión, para afrentar la persona misma de nuestro Dios Omnipotente y para corromperse entre sí».

La Ilustración había afectado en la raíz a las creencias cristianas, y la vida conducida por encima de toda norma ética o en contradicción a todas ellas, así como el desafío a las viejas creencias, se constituyeron, de repente, en categorías de libertad y de un entendimiento de la condición humana; y, además, una inclinación morbosa a mezclar lo erótico con lo religioso y una pretensión de hacer del diablo una especie de Príncipe de la Alegría de vivir fueron ideas que lograron abrirse mucho camino entre ciertas minorías mis o menos señoriales y ociosas. Cosas así tornaban la vida de unos pocos, extraordinariamente singular y muy diferenciada de la de la plebe, y además ponían un poco o un mucho de sal en su aburrimiento. Eran tentadoras, un «snobismo» fascinante.

Fascinante debió de ser también la personalidad de sir Francis Dashwood, que comenzó fundando el «Hell Fire Club» o «Club del Fuego del Infierno» y terminó siendo el prior de la abadía de Medmenham, una parodia de vida monástica dedicada ahora a los placeres de la mesa y de Venus y a la confección de un culto satánico de carácter predominantemente erótico y morboso, aunque con un gusto exquisito, refinadísimo. Sir Horace Walpole dijo de este club que estaba compuesto por personas «cuya calificación teórica consistía en haber estado en Italia y cuya calificación real era la de estar siempre embriagados», pero éste es un juicio demasiado sumario para ser verdadero en su totalidad, aunque lo fuera en parte. La abadía de los doce semicreyentes de Medmenham reunió un grupo de hombres valiosos en muchos aspectos, aunque absolutamente corrompidos para estar «à la page», en otros. El diablo era allí invocado, desde luego, pero era un Satán con peluca y buenos modales, donjuanesco y erudito, amante de las artes; ninguno de sus componentes hubiera querido nada que ver con el Príncipe del Mal. Y ello se demostró con ocasión de una pesada broma de uno de los miembros de la abadía, Wilkes, que fue la que dio al traste con ella, mucho más que la real orden de que hablaba más arriba. Wilkes era algo así como el sacristán de dicha abadía, y eso hacía que las habitaciones contiguas a la capilla fueran de su dominio, así que, un día, en víspera de la recepción de un nuevo miembro, encerró en una de esas habitaciones a un gran mono al que había revestido con los clásicos atributos diabólicos. Ató el pestillo de la puerta con una cuerda a una de las sillas que rodeaban la gran mesa donde se tendría, allí mismo, en la capilla, la comida de hermandad que formaba parte del rito satánico, y, cuando, al día siguiente, se invocó a Satán, en plena ceremonia, Wilkes dejó en libertad al animal. La aparición fue horrible, el mono en libertad se mostró agresivo y, después de subirse s la mesa, se abalanzó contra el prior, sir Francis Dashwood, quien, tomándole por el demonio en persona, le rogaba: «Tú sabes bien que no he sido nunca tan malvado como he pretendido serlo, que no he poseído la milésima parte de los vicios de que me he enorgullecido. No tengas en cuenta mi vanidad y júzgame solamente en base a mis acciones. Déjame y toma a uno de estos tus verdaderos devotos. Yo no soy más que un pecador a medias».

Y luego el mono, así vestido, sembró también el pánico en el vecino poblado. Pero por poco tiempo. Las risas rabelesianas sucedieron en seguida a la primera impresión, y la propia abadía se hundió en el ridículo. Las mismas blasfemias no parecieron serias a nadie: el diablo en Inglaterra, entonces y después, sólo ha sido un elemento picante y exquisito para los festines eróticos, o un simple adorno, cuestión de estética refinada o exótica. En ese siglo XVIII, fue poco más que esto en casi todas partes, a nivel de las clases a las que la Ilustración había conquistado. Entre las clases populares y en medios no tocados por el espíritu del siglo, proseguía el Satán del Medioevo o del Barroco.

El demonio del XIX

El 8 de noviembre de 1843, el papa Gregorio XVI declaraba herética la secta «Opus Misericordiae», fundada por Pierre Michel Eugène Vintras, unos años atrás. Hasta entonces, esta especie de orden religiosa había sido el vehículo de una religiosidad fideísta y visionaria y de una ideología reaccionaria, que trataba de restaurar a los Borbones franceses en el trono, pero a pesar de que algunos de sus miembros sentían inclinación hacia lo prodigioso y lo oculto, su fundador se había mantenido en la ortodoxia. Es con la condena de Roma cuando Vintras se decide a crear una Iglesia nueva y se convierte en el papa de ella. Su antigua obsesión, centrada sobre la profanación satánica de la Eucaristía —se mostraban a los fieles hostias que manaban sangre, y sus visiones abundaban en terroríficos detalles sobre profanación de sagrarios, por parte naturalmente de los partidarios de las ideas modernas, que estaban perdiendo a la Iglesia— se concretó en un rito igualmente obsesivo y central de la secta: la Misa Blanca, que contrarrestaba el poder de las Misas Negras, que, según él, se celebraban por doquier conforme a este ritual que tuvo en una visión: la iglesia de Satanás estaba decorada con figuras simbólicas, y en los nichos había imágenes de demonios machos y hembras, pero en el altar mayor se hallaba la figura del macho cabrío. Había 66 acólitos con incensarios, y en ellos, en vez de incienso, se quemaban belladona, sabina y ruta. El celebrante entraba en la capilla desnudo y luego se ponía una camisa con motivos obscenos, y ofrecía las especies sacramentales al macho cabrío, que las exigía con furia para profanarlas. También se adoraba a Amón-Ra y en este caso era una mujer desnuda la que se hallaba en el altar, pero este demonio odiaba sobre todo, al «Opus Misericordiae» y como no podía nada contra él aunque ordenaba a sus fieles profanar la cruz, la victoria era, al fin, de Vintras, cuyas Misas Blancas hacían emanar el efluvio que derrotaba a las Misas Negras. Pero, en realidad, Vintras hablaba de la Misa católica, de cuya Iglesia, a pesar de su integrismo apocalíptico o precisamente por él, había sido expulsado.

Su sucesor, el abate Boullan, que se hizo llamar Dr. Johannes, dio mucho que hablar e impresionó vivamente a un hombre, por lo demás impresionable, como Huysmans, aunque no sólo a él, como el último representante quizá de los llamados saberes ocultos y experto en la lucha demoniaca. Su liturgia exorcistica era realmente espectacular. Celebraba la misa en un altar, cuyo tabernáculo estaba coronado por el signo del Tetragrama. Vestía un alba de color crema, con un cordón blanco y rojo, y una extraña estola blanca, que tenía bordada una cruz invertida. Sobre el altar había un cáliz de plata y pan ázimo, y a la izquierda del oficiante se situaban los que deseaban ser liberados del poder satánico y eran víctimas de la magia negra. Poniendo una mano sobre su cabeza, el Dr. Johannes suplicaba a San Miguel y a los otros ángeles que librasen a aquellos hombres del poder del Maligno y luego daba la comunión. Philippe Auquier, en un artículo dedicado en «Le Figaro» el 7 de enero 1893 al doctor Johannes, indicaba, además, que un hombre que habitaba en París había sido curado de esta manera de una grave enfermedad después de una ceremonia como la referida, y hacía notar que la víctima creía que esa enfermedad le había sido causada por los rosacruces, entre los cuales el autor del artículo nombraba a Estanislao Guaita, profesor de Magia Negra y jefe de los rosacruces de París a quien después algunos, entre ellos el propio Huysmans, acusaron de haber asesinado con su arte al doctor Johannes.

¿Hasta qué punto respondían a una realidad cualquiera y en todo caso siniestra y enferma todas estas ceremonias y las misas descritas luego por Huysmans, en su novela Là-bas, o las atrocidades del canónigo Docre? Pero es suficiente que ese libro haya sido escrito y que esas oscuridades hayan sido tomadas muy en serio para deducir que, en efecto. Satán ha tenido una existencia muy profunda en este tiempo y que todos estos hombres preocupados por el satanismo eran presa del viejo mito o religión dualista, de una manera verdaderamente dramática.

Estos ritos recibían el nombre de «Vana Observancia», pero llevaban consigo con frecuencia demasiada literatura y exquisitez que los volvían seguramente más estéticos que terribles. Jules Bois, un amigo de Huysmans que parece creer a pies juntillas en el satanismo de ocultistas, rosacruces o francmasones, nos da, por ejemplo, estos detalles completamente librescos y barrocos: «La puerta del coro es cerrada por una mano que apenas se entrevé entre los pliegues de un manto y que apuña tres libros. Estos vienen colocados, luego, simétricamente: uno, a una extremidad del altar; otro, a otra, y el tercero, en medio, apoyado sobre el tabernáculo. El reloj da las doce campanadas. El sacerdote, a la duodécima campanada, sube las gradas con cuerpo rígido, y, con sus brazos extendidos, semejando una cruz viviente... Recubre el cáliz con un velo negro, después de haber echado en él, primero el agua y después el vino, al contrario de lo que ocurre en el rito ortodoxo. Y toma también en las manos un relicario, sellado con tres sellos, que contiene tres cabezas humanas, tan viejas, que podrían ser los cráneos de los primeros hijos de Adán. La leyenda les ha llamado Gaspar, Baltasar y Melchor... El sacerdote comienza a recitar el Evangelio de San Juan al revés: en vez de decir: "El Verbo se ha hecho carne", dice: "La carne se ha hecho Verbo", y el oficiante, tomando un poco de polvo del relicario, lo pone en el cáliz. "Bendito seas, pan de muerte, bendito mil veces más que el pan de la vida, porque no has sido preparado por ninguna mano humana, sino que solamente el dios del mal te ha llevado al molino del cementerio para que te convirtieses en el pan de la revelación.” El sacerdote toma la hostia y la mezcla con el otro poco de polvo del relicario, y, luego, come el pan y bebe el vino. Y, al final, toma la cruz del altar, se rasga las vestiduras, y pisotea cruz y vestiduras con los pies desnudos. "Oh, cruz, te pisoteo en memoria del antiguo Maestro del Temple para que seas el instrumento de la tortura de Jesús. Te pisoteo para que asegures castigo y vergüenza a los que tratan de elevarse por encima de la humanidad y repudian su condición de esclavos. Te pisoteo, porque tu reino ha acabado y los hombres no deben volver ya a la mentira y a la desesperación. Por fin, pueden resucitar para saludar al espíritu de Manes, que es el Parácleto». Estas líneas pertenecen al libro de Jules Bois El satanismo y la magia, París, 1896, y seria vano esperar un valor documental de una obra poética de poesía maldita, pero su autor examinaba, sin embargo, estas cuestiones, lo mismo que Huysmans, como si se tratase de problemas estrictamente científicos. Tanto, que el extraño personaje que se ocultaba bajo el pseudónimo de Dr. Bataille pondría al propio Bois entre los devotos del culto satánico.

Un año antes, en 1895, una tal mademoiselle Claraz había tenido que llevar a los tribunales a quienes la acusaban de ser la sacerdotisa de estos cultos que el Dr. Bataille venia denunciando desde 1892 con su artículo «Revelaciones de un ocultista», prólogo del libro El diablo en el siglo XIX. Según estas confesiones, el diablo estaba siendo adorado y la Misa Negra celebrada desde Hong-Kong a París, un poco por todas partes, y el Dr. Bataille nos describe esta última ceremonia de un modo todavía más alambicado y sofisticado que Bois, pero su obra tuvo un éxito singular por cuanto en el propio mundo católico se miraba a las sectas ocultas como auténticas Iglesias de Satanás, y no se puede, sin embargo, dejar de reconocer que, en ciertos ambientes morbosos y sofisticados, debieron de darse ritos imbéciles y retorcidos de este tipo y quizás verdaderos sacrilegios: la lujuria, unida a lo religioso, encuentra en ciertos temperamentos alicientes especiales. ¿Iban a parar a estos lugares las especies eucarísticas que se echaron de menos en algunos tabernáculos de París en la época, o no hubo tal ausencia o robo y fue la neurosis colectiva de la época la que hizo imaginar tales cosas?

Las neurosis y sus consecuencias

La neurosis fue, efectivamente, tal que todas las tremendas historias de sacrilegio y culto demoniaco, encarnados en la diosa, Diana Vaughan, y celebrados en las asambleas «palladistas» inventadas por Gabriel Jogand, cuyo nombre de supuesto converso al catolicismo fue el de Léo Taxil, se creyeron al pie de la letra, y solamente muy tarde quedó descubierta su impostura. Porque se trataba de un impostor, de uno de esos caracteres oscuros y exhibicionistas, necesitados de triunfo y vedettismo. preocupados por lo misterioso y extrañamente inclinados a la mezcla de cuestiones políticas, religiosas y sexuales a su nivel más bajo. Habla sido denunciador de obispos y fundador de panfletos periodísticos, que naturalmente tenían éxito porque cultivaban con gran sentido comercial aquello de lo que más ansioso estaba un público determinado: de enormidades ocultas, y la ocasión se presentó de manera admirable cuando después de haber pasado en la masonería un año, salió de ella y se puso a contar los ritos diabólicos que en ella había presenciado. Se presentó como un hijo pródigo que vuelve al seno de la Iglesia, y, en 1897, escribió Las confesiones de un librepensador, que conmovieron al mundo católico hasta un punto en que se dijo que su autor fue recibido por el propio papa León XIII.

Su invención más lograda fue, sin embargo, la de la masonería «palladista» o femenina de la que era Gran Maestre Diana Vaughan, una descendiente, según él, de Thomas Vaughan, un alquimista del siglo XVII, rosacruciano y asesino del obispo Laud. Esta supuesta Diana también se convirtió y contó en sus Memorias de una ex-palladista que había sido la esposa de Asmodeo y, aunque profanaba los siete sacramentos, se dedicaba sobre todo durante la gran Misa Negra masónica femenina, a lanzar salivazos contra la Eucaristía. Todo el mundo estaba horrorizado, efectivamente. Pero, el 19 de abril de 1897, iban a quedar bastantes cosas claras, en una conferencia de prensa que Léo Taxil, es decir, Gabriel Jogand, iba a dar en la « Société de Géographie », del boulevard Saint Germain de París. «Reverendos padres, señoras y señores —dijo—: Debo, ante todo, dar las gracias a mis colegas y a la prensa católica, que han proporcionado una tan gran ayuda a la campaña de los últimos doce años. Pero, ahora, al dirigirme a ustedes, debo confesar que esa campaña era muy diferente a lo que yo había previsto. Cuando el Dr. Bataille publicó El diablo en el siglo XIX, ustedes creyeron que era un devoto de la causa católica y pensaron que estaba revelando oscuros misterios de la masonería y le admiraron profundamente por su conducta. Pero yo debo decirles que el Dr. Bataille no es católico, sino, por el contrario, un librepensador, que, para satisfacción personal y sin ninguna hostilidad hacia nadie, escribió ese libro para ver si podía engañarles. Yo lo sé bien, porque Bataille es un viejo compañero de escuela y yo he sido su inspirador y soy yo mismo el que ha ideado ese libro. Y, ahora, una palabra sobre Diana Vaughan. Yo podría habérsela presentado hoy, aquí, pero no lo he hecho por razones que creo que estarán claras en seguida: es mi secretaria. Y este particular no tiene ninguna importancia; lo que cuenta es que no es católica, sino más bien protestante, si es que se le debe atribuir alguna religión. Entre nosotros tres hemos colaborado para llevar a cabo lo que a mí me gusta llamar «una mixtificación». Yo llevo en la sangre este gusto por lo fantástico y la broma, he nacido así... Cuando repudié mis escritos anticlericales, tuve que tener mucho cuidado. La Liga Anticlerical, que yo mismo había fundado, me expulsó, el 27 de julio de 1885, por conducta infame y traición a la sociedad; pero yo les rogué que eliminaran esta última razón y les dije: "Ahora no entendéis lo que yo estoy diciendo, pero lo comprenderéis más tarde...” Y ahora hablemos de la mixtificación. Yo tenía que convertirme como Saúl sobre el camino de Damasco, pero logré convencer a un buen sacerdote, un espíritu simple, y, después de él, a un jesuita, que era un hueso mucho más duro. Ellos me dijeron que hiciera los Ejercicios de San Ignacio, y yo no los conocía, pero los estudié para dar una buena impresión.» Luego dijo Taxil que comenzó a montar lo del culto luciferino en la masonería femenina porque los católicos se lo creerían y que a su secretaria, Diana, le encantaba fotografiarse con pantalones y el cinturón de la orden, como la gran sacerdotisa de Lucifer y superintendente del Palladium, para reírse de los católicos, «y, naturalmente, ella no escribió las Memorias de una ex-palladista, sino que yo fui el autor».

La conferencia de prensa concluyó entre la vergüenza de los católicos estafados —los obispos de Grenoble y San Luis habían incluso ordenado misas por la conversión de Diana— y el griterío de los anticlericales triunfantes. La emoción fue tremenda y muchos católicos de todas maneras no dieron su brazo a torcer, arguyendo que la masonería había pagado a Jogand-Taxil para que ahora hiciera esta confesión, lo que tampoco tendría nada de extraño porque la masonería quedaba en las obras de Taxil como una secta de idiotas más que de luciferinos. Pero de lo que no cabe duda es de que Gabriel Jogand-Léo Taxil había inventado todo su satanismo de cabo a rabo, como el Dr. Bataille. El hambre de notoriedad literaria o de cualquier otro tipo es muy capaz de todo esto y de mucho más, y hombres como Taxil-Jogand han abundado desgraciadamente en ambientes católicos y han jugado con la buena fe y la credulidad. Las campañas integristas han echado, a veces, mano de ellos, pero también los propios enemigos de la Iglesia. El maravillosismo celestial o infernal tiene escasamente que ver con el Evangelio y la fe, y la Iglesia ha sospechado siempre con razón de él, aunque muchos católicos sigan siendo permeables a su reclamo.

Casuística y literatura

El gusto por lo morboso y, por lo tanto, por lo satánico será uno de los motivos principales de la literatura romántica, y Satán será un protagonista de la misma, al igual que, más tarde, de la literatura modernista, tal como ha sido mostrado por el profesor Mario Praz en su libro La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romantica, Florencia, 1948, aunque el modernismo literario invocara al diablo de manera menos directa y casi siempre a través de la lujuria. En todos estos casos, incluso el Satán terrible de Huysmans y de Bois tendrá un rostro bello y es el señor de la belleza. El pecado se muestra como lo infinitamente atractivo y una especie de conquista de la plenitud y de la libertad humanas, y no sólo el pecado de la carne, sino el asesinato y la violencia son transformados en ángel de luz, y se presume del aplastamiento de los débiles, sobre todo de la mujer y los niños. La palabra, el lenguaje adquiere una especie de categoría divina. Hay todo un estudio por hacer acerca de la influencia de todo esta sensibilidad lúcidamente anticristiana y ligada al mito del superhombre en los fascismos europeos. O en la nueva mentalidad «maldita» de muchos salones y «poses» literarias de hoy, que, en muchos casos, ya no gustan de llamarse satánicas, pero sí militantemente ateas. La literatura morbosa y misteriosa vuelve a estar de moda.

En el plano de lo estrictamente religioso, el siglo XIX se cierra y el XX se abre con una amplia casuística de endemoniamientos que plantean graves problemas a moralistas y pastores, que no quieren prodigar los exorcismos en un mundo racionalista que los mira burlescamente, ni puede dejar de hacer cuenta de toda la gama de enfermedades de tipo psíquico cuya expresión clínica fue confundida tantas veces, en el pasado, con diabólicas manifestaciones.

En los años 1864 a 1869, se da el caso de los niños endemoniados de Illfurt, junto a la ciudad de Mulhouse, en la Alsacia del Sur. El endemoniamiento y los exorcismos tuvieron una publicidad asombrosa y no dejaron tampoco de aprovecharse para «ciertos experimentos»: por ejemplo, para probar que los protestantes iban al infierno o que la revolución que en 1868 derribó el trono de Isabel II en España había sido preparada en el mismísimo Averno. En 1901-1905, fueron los hermanos Pansini, de la ciudad italiana de Ruvo; en 1906-1907, el caso de Clara Germana Cele, en África del Sur; en 1913-1920, el caso de la endemoniada de Piacenza, también en Italia, y en este mismo país, en Cassina Amata, en las cercanías de Cantù, se da otro caso de endemoniamiento, en 1953; y siguen ofreciéndose con harta frecuencia hasta nuestros días. En febrero mismo de este 1973: en Taranto, una mujer de condición humilde, Cosima Martucci, madre de un joven estudiante de medicina que recientemente había experimentado grandes trastornos mentales, se somete a un exorcismo juntamente con el hijo para que éste quede liberado del Malo, y, a la mañana siguiente, su marido la encuentra muerta. Ha intervenido el juez competente; las autoridades eclesiásticas sólo han deplorado la simpleza del exorcista, su descaminado celo, su nulo sentido de la realidad que sometió a una prueba emocional gigantesca a una mujer de corazón ya muy débil. La religiosidad popular y milagrera ofrece a veces estas terribles tragedias, pero los propios obispos son acusados de ateos, si se muestran mínimamente racionalistas como en todo caso es una exigencia primaria de una fe seria que merezca tal nombre, y esta casuística continuará todavía por mucho tiempo en ambientes subdesarrollados.

En los otros ambientes desarrollados y secularizados, ofrecidos al consumismo y a la frialdad de la tecnología que ha invadido hasta las relaciones humanas en profundidad, lo diabólico, como decía al principio de este «dossier», se ofrece incluso como un estimulante vital y la satisfacción morbosa y estética de un tremendo hambre de ritualismo o, como en el XVIII y también antes y después, pone un poco de pimienta en un comportamiento sexual supeditado a otros tabúes que a los que hasta ayer mismo lo han venido rigiendo. Pero, en resumen, estos mismos «fieles del diablo» son también una víctima dramática de la tensión última de la condición humana y de las últimas preguntas por el sentido del hombre y de la historia, cuando dicen esperar, por ejemplo, que «el mundo entero se convertirá en una tierra prometida consagrada a los placeres de la carne y de los sentidos sin nombre de sufrimientos y de pecado». Es, pues, el problema del mal el que sigue atormentándonos a todos.

«Es imposible —escribe el cardenal Daniélou— que haya realización del mal sin una forma personal, y encamándose a veces en los hombres, hay demoniacos. Tal es, de manera clara, la enseñanza de la Tradición: ésta se pronuncia unánimemente por la existencia personal del demonio sin que haya ninguna definición "ex cathedra", que se haya pronunciado sobre esta cuestión. No hay ningún texto sobre la persona del diablo. Lo importante, en la visión cristiana, es que ésta ha visto toda la seriedad del mal y que la acompaña de la afirmación de que ese mal ha sido vencido por Cristo.» Y otra cosa no menos importante es la que, a su vez, ha señalado el P. Pohier: que el diablo no se convierte en pobre chivo emisario de nuestros propios pecados y complicidades en el mal. Es preciso confesar «yo soy pecador» y no refugiarse en la influencia del diablo «exterior», no utilizar a éste como un fantasma y un chivo emisario y, menos que nada, no vestir con la figura del diablo a nuestros enemigos.

El escriturista de Tubinga, Herbert Haag, ha resumido, en fin, en pocas líneas la actitud última de muchos cristianos de hoy ante esta cuestión: «El Nuevo Testamento no se interesa por una figura de Satán en cuanto tal. Su mensaje, su buena nueva dice, más bien, que el mal no puede ya campar por sus respetos sin traba alguna porque en Jesús está cerca el Reino de Dios. Algunas aserciones de los Evangelios que, a primera vista, parecen confirmar la creencia de entonces en Satán, en realidad la impugnan. Asi cuando Jesús dice: "Veía a Satán caer del cielo como un rayo” (Lc., 10, 18). Aquí se refiere Jesús, evidentemente, a la idea entonces todavía dominante de que Satán puede algo en el cielo, que tiene acceso a Dios para acusar a los hombres e implorar poder sobre les justos. Jesús quiere acabar con esta idea. No existe al lado de Dios la sombría figura de Satán... No estamos situados entre Dios y el diablo, sino entre el pecado y la gracia. El pecado y la gracia forman el tema de la historia de la salud. El pecado y la gracia son el tema de nuestra vida».

J. JIMENEZ LOZANO



[1] Destino: Año XXXV, No. 1867 (14 jul. 1973), p. 23 ss.

[2] Destino: Año XXXV, No. 1868 (21 jul. 1973), pp. 6.ss.

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