Prof. Leszek Kołakowski con Helena Łuczywo, Wojciech Kamiński y Adam Michnik en la sección de fotografía de la redacción de Gazeta Wyborcza (Foto: Sławomir Sierzputowski / Agencja Wyborcza.pl)
EL COMUNISMO, LA IGLESIA Y LAS BRUJAS
Adam MICHNIK entrevista a LESZEK KOŁAKOWSKI
—¿Qué fue el comunismo? ¿Qué posición adoptas en la actual disputa
entre quien sostiene que es un hijo del Iluminismo y quien lo hace derivar del
Medievo, entre quien lo define como el producto de una Razón deformada y quien
lo considera la destrucción misma de la Razón por parte de una fe irracional y
fanática?
—El
comunismo representa una gran parte de la historia, no sólo europea, del siglo
XX. Sus orígenes son diversos: las ideas socialistas, el movimiento obrero, la
excepcional fatalidad que representó la Primera Guerra Mundial: pero en varios
aspectos fue una criatura degenerada del Iluminismo, así como la ideología
hitleriana fue un monstruoso bastardo del Romanticismo. El comunismo, desde el
punto de vista ideológico, se presentaba como la victoria de la Razón sobre la
superstición; la victoria del pensamiento racional, que sabe cómo gobernar el
mundo. La derrota de esta esperanza nos hace considerar al comunismo como una
caída parcial del Iluminismo.
Obviamente,
se trataba de una forma de ideocracia. La ideología comunista, mientras estaba
viva, debía constituir una victoria de la Razón, pero exigiendo al mismo tiempo
una fe ciega. Más que una religión era una parodia de la religión.
—Thomas Mann, al construir la figura de Naphta, había atribuido a
su héroe precisamente esta extraña alianza: Naphta une al culto del Medievo el
del bolchevismo. ¿Cómo es posible?
—No
creo que haya nada especialmente medieval en la aspiración a convertirse en
ideocracia. Intentar imponer a otros la propia imagen del mundo, las propias
convicciones sobre lo que está bien y en qué consiste la felicidad, es una
pasión humana muy fuerte. En el fondo se trata de una necesidad de seguridad.
Cuando todos creen en lo mismo que yo creo, me siento seguro desde el punto de
vista espiritual; mi fe está protegida y no tengo necesidad de ninguna
reflexión.
¿Por
qué el comunismo ha dominado tanto tiempo? No lo sé, no veo en él ninguna
necesidad histórica. Incluso podría haber perdido; la revolución bolchevique no
tendría que haber vencido necesariamente. Se han dado una serie de
coincidencias y de circunstancias, que no tenían por qué producirse.
—¿Crees que es acertada la teoría de esos estudiosos del comunismo
que ven sus raíces en la tradición autocrática rusa, o en la del Imperio chino?
¿O acaso te alinearías con quienes remontan los orígenes de esta horrible
criatura totalitaria a la ideología comunista misma, al marxismo?
—En
casos así, nunca busco una única causa. Existe cierta continuidad entre la
izquierda jacobina y Lenin. El marxismo fue una criatura de la civilización
occidental, como las demás utopías totalitarias anteriores. En los movimientos
socialistas, que en mayor o menor grado han adoptado la doctrina marxista,
existían diversas corrientes y, por cierto, no todas eran totalitarias. El
leninismo era una de ellas y demostró ser la más eficaz.
Muchos
historiadores han señalado una huella rusa en el leninismo: la fusión entre
poder terreno y espiritual, la debilidad de la sociedad civil con respecto al
Estado. Muchos han escrito sobre los fenómenos totalitarios en la Antigüedad.
—¿No significa esto aplicar al pasado conceptos contemporáneos?
¿Podemos realmente definir como totalitario al despotismo medieval?
—No
podemos, en cuanto el poder laico y el espiritual estaban separados; pero la
tendencia ideocrática era sumamente fuerte. Aun cuando el totalitarismo moderno
tiene sus propias peculiaridades, no me parece insensato investigar fenómenos
análogos en el pasado, o sea la aparición de formas de poder despótico con la
ambición de gobernar toda esfera de la existencia sin que se libre ningún
aspecto de la llamada sociedad civil, la voluntad de introducir el control
estatal y de destruir todos los vínculos humanos que no sean los impuestos por
el Estado. La dictadura sobre el pensamiento humano es uno de los puntos
cardinales del totalitarismo. Las tentativas de una economía totalmente
centralizada son la culminación de la idea totalitaria y, en efecto, se trata
de un problema del siglo XX.
No
se puede sostener que en Rusia, ni siquiera en los peores periodos, el sistema
fuese enteramente autoritario. Pero se aproximaba al ideal abstracto de
totalitarismo. Es imposible un totalitarismo absoluto; significaría el control
ilimitado de todas las esferas del ser. Pero la voluntad totalitaria era fuerte
y eficaz.
También
las utopías totalitarias son parte de la historia europea. Aun tratándose de
ficciones literarias, expresaban cierta tendencia profundamente arraigada en la
mente humana, la tendencia a regularlo todo y a hacer reinar la verdad.
Campanella escribió que el mundo debe ser gobernado por un Gran Metafísico, que
conoce a la perfección la verdad, y sus sacerdotes deben regular en detalle la
vida de los hombres, por ejemplo unir las parejas según los principios
científicos de la eugenesia. Eran manifestaciones de una tendencia que a
continuación se fue renovando sin pausa. Campanella en su tiempo era un
dominico.
Cuanto
más se ha sumergido el comunismo en problemas insolubles, tanta más
credibilidad ha perdido su ideología y tanto menos se ha hablado del comunismo
entendido como futuro luminoso. Pero no se ha renunciado nunca a esa parte de
la ideología según la cual el comunismo es inevitable desde el punto de vista
histórico. Se enseñaba en todas las escuelas. Era una ideología que debía
inspirar a la gente un sentimiento de desesperación, hundirla en la apatía: no
podéis hacer nada, es un proceso histórico. A ello no se renunció, ni siquiera
cuando se abandonaron otras partes de la ideología.
Pero
no se trata sólo de eso. El comunismo prometía seguridad, aun cuando la
realización fuera poco recomendable. La búsqueda de seguridad es una de las
motivaciones humanas más fuertes, aunque llegue a toparse con otra exigencia
igualmente esencial: la de libertad. Estas dos auténticas necesidades están en
conflicto.
El
comunismo debía dar a la gente la sensación de no tener necesidad de pensar
demasiado. En primer lugar, alguien en lo alto sabe bien cómo se hacen las
cosas; en segundo lugar, debía crear un sistema en el cual el Estado piensa en
todo, es responsable de todo, y el individuo no necesita ser responsable de
nada. Esto es incompatible con la necesidad de vivir libremente, pero se trata,
así y todo, de una tentación comprensible.
Necesitamos
seguridad, tanto intelectual como material. Y el comunismo la realizaba a su
manera macabra y grotesca.
—Ha quedado claro que el comunismo no podía reformarse. Cuando
comenzó a hacerlo, se derrumbó. Era sensible, sin embargo, a las presiones y a
los cambios.
—En
efecto, en el sistema comunista no se había incluido ningún mecanismo de
autorreparación que le permitiese reformarse en base a los propios principios.
Por sí solo le resultaba imposible arribar tanto a su propia caída como
reformarse en una dirección tal que le permitiese hacer propias algunas
características democráticas, el respeto por la verdad, la racionalidad
económica, el buen gobierno.
No
obstante, como todo sistema, le correspondía aceptar varias correcciones si se
lo sometía a presión, o a fuertes movimientos sociales, o a las catástrofes
económicas que él mismo provocara. A partir de cierto momento, era evidente que
acabaría por derrumbarse.
Cuando,
después de muchos años de ausencia, fui a Moscú en octubre de 1990 —aún en la
época de Gorbachov—, me di cuenta de que no llegaría muy lejos. La perestroika
era una consigna muerta, pero la glasnost se hizo realidad. En Moscú había
verdaderamente libertad de expresión, y el comunismo no puede durar si hay
libertad de expresión.
Gorbachov
no llegó al poder para producir el derrumbe del comunismo. Llegó para corregir
el sistema, para volverlo más ágil, más eficiente, más productivo y más capaz
de competir mundialmente. Fue víctima de sus propias reformas, no había
previsto qué fuerzas —ya imposibles de controlar— dejaría libres. Suele ocurrir
que los reformistas destruyan lo que deseaban construir.
Creo, pues, que se confirmó la hipótesis según la cual la presión social podría
forzar a un régimen comunista primero a transformarse y por fin a hundirse. Era
erróneo creer que, no poseyendo el comunismo mecanismos de autoordenamiento,
sólo una explosión violenta o una guerra podrían llevar a su caída.
Había
también quien alimentaba la ingenua fe de que el comunismo se reformaría, se
volvería cada vez más civil, y que al fin tendría lugar la célebre convergencia
y los diversos sistemas se unirían. Muchos creían también que si en el interior
del sistema hubiesen tenido lugar ordenamientos o mejoras, aun forzadas por los
hechos, el potencial de la rebelión y de la oposición habría disminuido de
manera proporcional. Pero sabemos por la historia que las cosas no se dan en
absoluto así. Un sistema opresivo, cuando intenta mejorar y mostrar un rostro
humano, no calma ni descarga las tensiones, no vuelve inofensiva a la
oposición. Al contrario, la vuelve más temeraria y puede llevar a su propia
destrucción. Ha sido posible observarlo en muchos sistemas despóticos.
—¿Cuál será el futuro de los movimientos comunistas o
paracomunistas? ¿En qué se transformarán? ¿En una especie de socialdemocracia,
o adoptarán otras fórmulas de partidos ancien régime? ¿O acaso se
dedicarán a componer una nueva coalición o un gobierno totalitario bajo
banderas igualitarias o nacionalistas?
—Es
obvio que se observa con justificada sospecha que los partidos comunistas,
convertidos de un día para el otro en instituciones liberales o
socialdemócratas, parezcan no conocer el despotismo en absoluto...
Pero,
por otro lado, los partidos comunistas eran partidos de tipo leninista:
partidos ideológicos par excellence. Y después de haber perdido, tanto
en los hechos como en la forma, esta ideología, después de haber abjurado
oficialmente de ella, no poseen ya los instrumentos para una marcha atrás. En
la fase final, por otra parte, había quedado sólo la nomenclatura, ya no había
comunistas convencidos. Los partidos se convertirán en algo diferente.
¿En
qué? No lo sé. Creo que depende de los distintos países. Algunos partidos
comunistas se han disuelto, otros se han convertido a la socialdemocracia, como
el Partido Comunista Italiano, cuya transformación me parece creíble.
En
Europa, la excepción es el Partido Comunista Francés. Su incorregible
estalinismo es del todo lógico. No era serio argumentar que perdía miembros y
votos por culpa de su estrategia. El propósito de los comunistas franceses no
era reconquistar dos ministerios en el gobierno socialista según las reglas del
juego democrático: querían el poder absoluto. Y sabían que este poder sólo lo
podía garantizar una ocupación soviética al término de una guerra. Si esto
hubiese ocurrido, el número de los miembros del Partido no habría tenido
importancia: de cualquier modo, habrían sido bastantes para organizar campos de
concentración. Lo importante habría sido la disciplina.
El
estalinismo del Partido Comunista Francés era racional mientras el sueño de una ocupación
soviética tuviera bases reales, aunque débiles. Ahora ya no las tiene, así que
el Partido se encuentra en una impasse. El señor Marchais ha dicho hace
poco que se quieren reformar, hacerse democráticos. Esta sería en verdad una
empresa peligrosa, porque toda Francia se moriría de risa.
—Ya se ve claramente que las cosas no andan como se preveía, o sea,
que los partidos comunistas desaparecerían en el momento mismo que los
comunistas abandonasen el poder. Estos partidos existen, aún así, y obtienen en
las elecciones al menos el 10% de los votos.
—Y,
por cierto, no son sólo los votos de los ex-hombres de poder. Se trata de votos
de personas que, como era previsible, están desilusionadas con los resultados
de los cambios producidos: tienen miedo del desempleo, tienen miedo de cuidar
de sí mismos. En el fondo, el hecho de que el Estado proveyese todo, aun a un
nivel bastante mísero, tenía también sus ventajas. Las desilusiones son
inevitables después de este tipo de transformaciones violentas.
Después de toda revolución, cruenta o incruenta, se impone inevitablemente un largo periodo de pesada frustración. Y entonces se comienza a hablar de la necesidad de una segunda revolución, y de que sólo después de ella se estará bien. Ya lo sabía Mirabeau.
Es
inevitable. Pero de esto no se deduce que los movimientos de tipo comunista, en
el sentido antiguo, crecerán en fuerza. Han perdido su ideología y no pueden
recuperarla ya. Obviamente, no se puede excluir tampoco que puedan existir
otras formas de gobiernos despóticos, basados en ideologías diferentes. Lo más
probable es que sean ideologías nacionalistas. No han perdido su vitalidad.
Parecen más bien adquirir vigor, tanto en Occidente como en los países
excomunistas.
—He observado el desarrollo de la situación en Serbia. El
nacionalismo yugoslavo de Milosevic parece superar incluso la última etapa del
comunismo, si se me permite parafrasear la inolvidable frase de Lenin. El
nacionalismo constituye también la legitimación principal de aquellas
repúblicas postsoviéticas donde aún gobiernan los comunistas o los excomunistas.
—Es
un proceso iniciado ya hace tiempo. En efecto, cuantos más problemas encontraba
el comunismo, tanto más comenzaba a perder la idea de la propia legitimidad y a
recurrir más a menudo a consignas nacionalistas. Lo hemos observado en casi
todos los países del bloque.
—Recuerdo la conferencia de París sobre el año 1956, donde
predijiste —en 1976— que después del comunismo se activarían de modo peligroso
las nacionalidades étnicas.
—Los
motivos son más profundos que las circunstancias políticas inmediatas. Existe
una necesidad de arraigo. Hay una hermosa recopilación de ensayos de Simone
Weil, titulada Echar raíces. Hablar de «raíces» provoca, por cierto,
desagradables asociaciones mentales: blut und boden, chovinismo, pureza
étnica del Estado, etc. No existen, no obstante, consignas libres de
convertirse en instrumentos de opresión, de crimen, de genocidio. Cualquier
cosa que digas: Dios, libertad, justicia, patria, autodeterminación de los
pueblos, liberación, fraternidad, cualquier palabra puede transformarse en un
pretexto de control, en una incitación al genocidio. Sobre este punto no
existen garantías infalibles. Pero no por ello podemos renunciar a ideas que
forman tradicionalmente parte de nuestra cultura; la necesidad de arraigo es un
elemento constante de la existencia.
Ya
hemos dicho que la ideología hitleriana era un monstruoso bastardo del Romanticismo. No había caído del cielo, sino que también se originaba en
necesidades humanas esenciales. Es normal la necesidad de sentirse arraigado,
de vivir en un mundo en el cual nos sintamos como en nuestra propia casa. El
nacionalismo es sólo una de las manifestaciones de esta necesidad y no, por
cierto, la única.
Esto
no quiere decir que el sentido de pertenencia nacional deba llevar
inevitablemente al crimen, al genocidio. Pero se vuelve peligroso cuando la
gente advierte la crisis, el caos, cuando siente que el orden que la rodea se
hace pedazos, aunque sea un orden comunista, y que es necesario buscar los
instrumentos que den la sensación de encontrarse como en la propia casa.
Entonces el nacionalismo es el modo más fácil de salir del caos. No sé cómo
irán las cosas en el futuro, pero creo que esta exigencia es comprensible.
—En Europa central y oriental, acabada la utopía del Estado
comunista, del Estado de la justicia social, se abre paso la utopía del Estado
étnicamente puro. Y en esencia, analizando desde este ángulo el drama de
Yugoslavia, vemos la colisión de concepciones diferentes del Estado étnico:
Croacia para los croatas, Serbia para los serbios. Aun dejando de lado las
diatribas sobre el concepto mismo de Estado étnico —personalmente opto por un
Estado civil—, vemos que sobre todo se trata de ideas completamente irreales
para una región como aquélla, habitada por un mosaico de nacionalidades
diferentes. Por tanto, si en Europa occidental —aunque con resistencias— avanza
el proceso de integración, y es éste el modo de referirse a los mosaicos de
nacionalidades, en la Europa postcomunista se desarrolla un espíritu de
separatismo que produce inevitables conflictos, muy difíciles de resolver en el
lenguaje de la doctrina nacionalista.
—Pero
también en Europa occidental se observa un crecimiento de las tendencias
chovinistas. Y ya no se trata de movimientos marginales e irrelevantes. Su
futuro es incierto, pero existen. Pero los problemas son de otro carácter. El
santo y seña de un Estado étnicamente puro lleva de manera inevitable a una
situación de tipo yugoslavo. Es una consigna genocida. Pero no podemos
despachar como aberraciones los temores de los pueblos europeos frente a la
inmigración del Tercer Mundo. Se trata de un problema real. Cuando se crean
grandes y extensos enclaves de una civilización diferente, la gente comienza a
inquietarse. En estos temores hay algo real.
—Ya no se sienten como en su casa.
—Antes
no era así. Hoy barrios enteros de París son como Harlem en Manhattan. También
en Inglaterra hay grandes centros poblados por gente proveniente de las Indias
occidentales, de Pakistán; son percibidos como enclaves de civilizaciones
extrañas.
Obviamente,
siempre puede decirse que las civilizaciones se han fecundado durante siglos,
que los contactos entre las distintas civilizaciones se han revelado a menudo
como muy fructíferos, eficaces, creativos.
Pero
esto no puede ocurrir sin conflictos. Los liberales sostienen que se trata de
un problema ficticio, que con un buen gobierno liberal se puede dejar entrar a
todos, basta con que el Estado no se preocupe de ello. Pero es fácil decirlo.
Si en Inglaterra fuese libre la inmigración, al cabo de pocos años Londres
parecería Calcuta. No se puede afirmar que no es un problema.
A
su vez, si los turcos dejasen de repente Alemania, me dicen que todos los
hospitales dejarían de funcionar, tantos son los turcos que allí trabajan como
personal poco cualificado. En el fondo, se les hizo venir porque eran mano de
obra barata.
Si
los polacos emigran a Estados Unidos o a Alemania, sus hijos, dado que en
esencia se trata de la misma cultura, se americanizarán o germanizarán. Con los
turcos el problema es distinto. No se trata del color de la piel, sino de
enclaves de civilizaciones distintas.
Es
de estos resentimientos y de estas inquietudes de lo que se alimentan los
movimientos fascistas, parafascistas y chovinistas.
—¿No crees que hubo motivaciones similares en el antisemitismo de
la Segunda República Polaca? También las pequeñas ciudades y los barrios judíos
constituían enclaves de civilizaciones diferentes...
—Hay
una diferencia entre las islas étnicas que subsisten desde hace siglos, desde
mucho antes del nacimiento del concepto moderno de nación y de la idea de
Estado nacional, y los inmigrantes de hoy. Lo que ha cambiado es lo que hace
falta para el traslado. Antes las migraciones duraban siglos; las cosas cambian
cuando es posible llegar al otro lado del mundo en un día.
Los
musulmanes en Bosnia, los bretones, los judíos en la Polonia de antes de la
guerra; se trata de grupos que residen allí desde hace siglos, sin duda
diferentes desde el punto de vista étnico y cultural, pero que, sin embargo, se
encuentran instalados desde hace mucho tiempo y no provocan recelo. La
situación de los inmigrantes del Tercer Mundo en los países europeos es
completamente diferente.
En
efecto, un altísimo porcentaje de los judíos en Polonia eran judíos
tradicionalistas, ortodoxos, y formaban un grupo diverso étnica y
lingüísticamente. Pero no fue aquí donde estalló el peor antisemitismo. En
Alemania, el porcentaje de judíos era unas
veinte veces menor que en Polonia, y los judíos estaban asimilados a la
cultura alemana, eran patriotas alemanes. No obstante, fue precisamente allí
donde irrumpió la ideología del genocidio.
El
antisemitismo se ha transformado a través del tiempo. Antes del Iluminismo se
basaba en criterios religiosos y étnicos. Contra los judíos confluían
motivaciones religiosas, étnicas, profesionales y sociales. Pero desde la época
del Iluminismo los judíos comenzaron a asimilarse culturalmente, aunque
conservando su propia religión. Ya no eran sólo ropavejeros, ganapanes y
mesoneros, sino que de repente habían comenzado a convertirse en médicos.
escritores, banqueros, científicos. Fue entonces cuando se inició un
antisemitismo basado en criterios biológicos y de raza, que era algo nuevo. El
pogromo de Praga, el affaire Dreyfus, Los protocolos de los sabios de
Sion, los pogromos en Ucrania, las teorías racistas: todo ello dio forma a
la versión biológica del antisemitismo, en la cual se presuponía que si alguien
nace judío no puede dejar de serlo, ni él ni sus hijos, que se trata de un
estigma biológico. En un tiempo, los judíos que aceptaban el bautismo eran
acogidos en la nueva sociedad. El célebre filósofo jesuita Francisco Suárez era
judío, tenía sangre judía Santa Teresa. Las familias marranas en España tenían
gran relieve, muchos de sus miembros gozaban de posiciones elevadas en la
corte. No existían criterios biológicos.
—Hay un problema que me angustia y al cual no consigo dar una
respuesta global: ¿cuál es el denominador común que une los gestos de
intolerancia hacia los gitanos. la retórica antisemita en los países donde no
hay judíos, las agresiones contra los enfermos de sida? ¿No se trata sólo de
diversas expresiones de la misma frustración, del terror frente a lo que es
extraño, a una realidad incomprensible?
—Sí,
creo que en una situación en la que se advierte esa sensación de crisis que
acompaña siempre a los cambios sociales, nacen diversos tipos de miedos y de
angustias frente a cualquier cosa desconocida.
—Sobre las ruinas del comunismo se presenta este fenómeno: un gran
movimiento social, que había derrocado a la dictadura y había conquistado su
libertad, por una parte genera cierto tipo de desaliento frente a los
procedimientos democráticos del Estado, y por la otra sostiene la necesidad de
un líder carismático y reclama un poder fuerte, que persiga a los ladrones y
traiga el bienestar. ¿Cómo valoras todo esto? ¿Qué consecuencias puede tener?
—La
idea de un gobierno fuerte puede tener varios significados. Un gobierno fuerte
puede significar un gobierno despótico, que se coloca por encima de la ley.
Pero gobierno fuerte puede significar también un gobierno capaz no sólo de
legislar sino también de hacer observar estas leyes. Sancionar leyes y decretos
es sencillo. Lo difícil es hacer que sean observados. Un gobierno capaz de
hacer observar la ley y hacer que ésta realmente funcione es un gobierno fuerte
en sentido positivo. En este sentido, soy absolutamente favorable a un gobierno
fuerte. No, desde luego, a un gobierno tiránico.
Hay
otro problema, al que ya nos hemos referido. Si leyésemos las Sagradas
Escrituras, no nos asombraríamos de nada. Los ejemplos son variados, pero ahora
me interesa uno de ellos en particular: la salida de los hebreos de la casa de
esclavitud, de Egipto. El faraón les obligaba a trabajar y aumentaba las normas
de producción para oprimirlos, para que no escuchasen noticias falsas, porque
los temía. Tenía miedo de que fuesen demasiado numerosos y que durante una
guerra pudiesen aliarse con un Estado extranjero, pero no quería dejarlos ir.
Cuando Dios ordenó a Moisés que se encargara de la salida de los judíos de
Egipto, Moisés buscó cualquier pretexto para echarse atrás, diciendo que era
demasiado tosco, que no sabía hablar bien, que no lo tosco, que no sabía hablar
bien, que no lo escucharían. Pero Dios sabía lo que hacía.
—Moisés tartamudeaba.
—No
obstante. Dios siempre sabía más. Ya después de la primera intercesión ante el
faraón, los judíos comenzaron a insultar a sus jefes, diciendo que ellos
—Moisés, Aarón— los ponían en peligro, porque ahora el faraón se vengaría. Pero
esto no era nada. Cuando comenzaron las plagas, el faraón se sintió obligado a
dejarlos ir. Pasaron algunos días y los judíos llegaron a las orillas del mar
Rojo. Entonces el faraón se arrepintió de la decisión tomada y mandó un
ejército contra ellos. Los judíos comenzaron a clamar contra Moisés y Aarón,
que los habían llevado a la perdición. Pero se produjo el milagro y siguieron
adelante. ¿Y después? Una serie de rebeliones, una tras otra, contra Moisés y
Aarón. Parecía que Egipto fuese el paraíso, la tierra de la leche y de la miel.
¿A dónde nos están llevando? En Egipto teníamos peces, cebollas, ajos, pepinos,
y aquí sólo maná y nada más. Maná durante cuarenta años. Y así siguieron,
rebelándose sin tregua. A Moisés a veces le tocó dirigir matanzas con la ayuda
de la policía. Y Dios estaba profundamente airado contra su propio pueblo, que
no hacía otra cosa que rebelarse y tener nostalgia de Egipto, donde la vida era
hermosa, alegre y segura. Decidió exterminar a los judíos y Moisés a duras
penas logró convencerlo de que no lo hiciera. Al fin Dios les concedió que
prosiguieran su camino, pero sin los ancianos. Ninguno de la generación más
anciana entró en la Tierra Prometida. Cuando ya estaban cerca de la Tierra
Prometida, comenzó a correr la voz de que para poder entrar deberían derrotar a
un ejército de gigantes armados hasta los dientes. ¿Nos tocaría a nosotros,
pobres judíos, medirnos con unos gigantes? Continua maledicencia, altercados,
inquietudes, rebeliones, caprichos. Al fin, sin embargo, entraron como sabemos
en la Tierra Prometida. Luego, está claro, comenzaron nuevas guerras y nuevas
matanzas, que duraron tres mil años, y un poco más hasta... ¿qué día es hoy?
¿De
qué se trata? En primer lugar, no tenemos por qué asombrarnos del hecho de que
aquellos que conducen al pueblo fuera de la casa de esclavitud sean definidos
como malhechores y cubiertos de insultos por ese mismo pueblo. En segundo
lugar, aunque los judíos no hacían más que repetir que Egipto era efectivamente
un lugar espléndido, no surgió ningún verdadero partido que defendiese la
necesidad del regreso. No nació tampoco, a juzgar por las Escrituras, ningún
partido cuya ideología fuese el antiegipcianismo.
Y
esto es todo, por lo que respecta a los inevitables problemas de la salida del
comunismo.
—Me interesa precisamente el tema del líder carismático. ¿No tienes
la impresión de que es la realidad misma la que crea un líder carismático,
cuando los procedimientos democráticos no funcionan? Un líder desempeña
variadas funciones, como Moisés, que era tanto jefe como profeta, y tenía
contacto con Dios; en una palabra: sabía más que nadie. ¿No crees que la
situación llevará a una disminución del carisma de este sistema? ¿O que, por el
contrario, el líder carismático, que se abre camino en varios países postcomunistas,
ocupará el puesto de la democracia? Democracia que entiendo no sólo como
gobierno de la mayoría, sino también como un sistema de procedimientos y de
instituciones legales; y allí donde sea elegido democráticamente un líder
carismático tendremos un ersatz, un sucedáneo de la democracia.
—No
podemos estar seguros. Mi esperanza es que los mayores países de Europa
central, Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría, avanzando por su
camino accidentado, logren superar los años peores y estabilizar las
instituciones democráticas.
Siempre
es posible explicar la aparición de un jefe carismático. Pero es siempre un
conocimiento a posteriori. Los candidatos no faltan, pero un líder de esa clase
debe poseer una serie de características que raramente se encuentran en una
sola persona. No sé qué habría sucedido en Alemania si no hubiese estado
Hitler. Podemos presuponer racionalmente que sin Lenin la revolución rusa no
habría triunfado. Lo sostenía incluso un hombre tan alienado en la fe en las
leyes históricas como Trotski. No basta con necesitar una personalidad así;
debe estar también la mercancía disponible. Y no es fácil producirla. Acaso en
Polonia haya personas que se presentarían de buena gana para hacer el papel de
Moisés, pero no creo que pudieran lograrlo.
—Ahora quiero hacerte una pregunta sobre el carácter de los cambios
que hemos observado y seguimos observando. ¿Qué han sido verdaderamente? ¿Qué
son? ¿Un proceso de reforma? ¿Una revolución? ¿Una restauración? Cada uno de
estos procesos tiene una especificidad propia, un clima, un lenguaje, un
espíritu. ¿Qué crees que es?
—Depende
un poco de las definiciones. La revolución es un movimiento de masas que pone
fuera de uso —de modo no necesariamente cruento, pero con violencia— los
instrumentos vigentes de legitimación del poder. En este sentido podemos
definir como revolución los hechos polacos. La revolución no implica por fuerza
la lucha cruenta.
No
estamos frente a un proceso de restauración en sentido estricto. Tampoco el
Termidor fue una renovación del ancien régime: en ese mismo sentido, no
hay restauración en Polonia. La Polonia de antes de la guerra no retornará, eso
es todo. Toda revolución hace referencias ideológicas al pasado. Lo sabemos, es
normal. La Revolución Francesa se cubría con hábitos romanos; la revolución
rusa debía ser, por muchos aspectos, la repetición de la Comuna de París o de
la Revolución Francesa, pero no se puede hablar de restauración en sentido
estricto.
—La restitución de la propiedad privada, ¿no constituye, sin
embargo, un elemento típico de la restauración?
—¿La
restitución de las propiedades confiscadas a personas o instituciones? El
sentido de este paso es el obvio de reparar los errores cometidos en relación
con aquellos que, sobre todo en los primeros años de la posguerra, fueron
objeto de expropiaciones forzadas. ¿Se trata de restauración? Se puede
considerar una forma de restauración, pero muy parcial.
—Los errores se cometieron no sólo con los propietarios, sino
también con personas que no fueron despojadas de nada, porque no poseían nada,
pero a las cuales, por ejemplo, no se les permitió proseguir sus estudios.
Ahora ya no es posible remediar todas estas injusticias.
—Sin
duda no se puede hacer estudiar cuarenta años después a alguien que lo tuvo
prohibido en 1950.
—Así, pues, se tratará de una reparación selectiva de los errores.
Este hecho, sin embargo, ¿no está indicando un fenómeno algo diferente? Lo que
hoy definimos como reparación de los errores es en la práctica una redistribución
de las propiedades. ¿Qué consecuencias podrá tener? En efecto, se impone la
pregunta: ¿en interés de quién se hizo esta revolución? Hasta ahora la
respuesta era: en interés de la sociedad entera, que ha conquistado libertad,
subjetividad, independencia, etc. Pero ahora el número de los que ganan con
esos cambios comienza a reducirse. Hay personas que, por ejemplo, con respecto
a la propiedad satisfacen sus propios intereses de modo más completo que otros.
—¿Qué
significa? No lo comprendo.
—Significa que quienes pueden aspirar a posesiones que
pertenecieron a sus abuelos, a fábricas o inmuebles, es evidente que utilizan
este cambio de manera diferente de la de los obreros de la fundición de
Cracovia, amenazados por el despido en masa. Pero bajo el comunismo las tomaban
tanto unos como los otros.
—¿Te
preocupa que la restitución de los bienes no esté bastante documentada?
—Ni deseada ni documentada. ¿Y cuáles serán sus efectos?
—Es
obvio que aumentarán la estratificación y la desigualdad. ¿Hasta qué punto se
justifica esto? No me atrevería a dar una respuesta precisa. No creo que sea
posible restituir de inmediato sus posesiones a los herederos de los antiguos
propietarios territoriales, y anular la reforma agraria. No sé, por otra parte,
si existen tentativas en ese sentido...
—...están comenzando.
—Y
así provocarían una rebelión antiestatal por parte de masas enormes de la
población agrícola, a la cual se le sustraerían los propios haberes para
restituirlos a los herederos de los propietarios de la tierra. Estaría muy en
contra de eso. Está claro que la confiscación de las tierras se ejecuta
siguiendo criterios arbitrarios. Pero no es posible remediarlo todo, y no
siempre es deseable la vuelta al anterior estado de cosas. Me parecería tan
peligroso como injusto.
—¿Por qué injusto, por qué peligroso?
—Porque
no me parece en absoluto un crimen repartir entre los campesinos las grandes
propiedades territoriales, aun cuando en la perspectiva comunista esto debería
concluir con la colectivización. Era un modo de salir de estructuras
semifeudales. El crimen fue perseguir y discriminar sistemáticamente a los
ex-propietarios de la tierra.
Ahora
disminuirá sin duda el número de las pequeñas propiedades de cada campesino,
como ha sucedido en Europa occidental. Resurgirán las grandes propiedades, pero
ocurrirá sobre bases industriales, y no sobre la base de las viejas estructuras
feudales. No obstante, no veo cómo se podría realizar en este momento un ideal
de justicia quitándoles a los campesinos pequeños y medios la tierra que han
trabajado durante varias décadas.
—A todo sistema que sale de la dictadura, del despotismo, se le
presenta el problema de cómo hacer balance del pasado, de la propia memoria
histórica. ¿Cuáles crees que son en este campo los dilemas que se les plantean
a los países del postcomunismo?
—¿Cómo
hacer balance del pasado? Creo que el modo fue imaginado hace tiempo: colorear
el pasado con el fin de volverlo atrayente. Es un sistema ya utilizado y
supongo que seguirá siéndolo. Veamos con nuestros ojos lo que sucede. ¿No es
verdad acaso que durante medio siglo todos lucharon valerosamente contra el
comunismo? A excepción de un pequeño grupo de oportunistas, durante estas
décadas todos han derramado su sangre. Es necesario creerlo para estar en paz
con la propia conciencia. Mientras que bien sabemos cómo han sido
verdaderamente las cosas. He leído unos delirantes proyectos de introducir una
especie de apartheid basado en la pertenencia o no al Partido, o en haber
pagado impuestos o no. Por ejemplo, aquellos que durante años hicieron de claque
en los distintos parlamentos mudos de la República Popular, pero no estaban
afiliados al Partido, ahora están tranquilos. Disfrutaron de todos los
privilegios de la República Popular, pero ahora les va bien, porque no tenían
el carné del partido. Y el grupo Pax[1],
¿era acaso mejor que el Partido? Y un hombre como Jacek Kuroń. tal vez el más
odiado y perseguido por el régimen, que pasó varios años en la cárcel, que fue
arrestado muchas veces, ¿sería ahora responsable de las monstruosidades del
comunismo porque de joven estuvo afiliado al Partido?
Conozco
a un sacerdote católico, un hombre noble, de una fe profunda, que enseñó
durante un tiempo en una escuela del Partido. ¿Debería ahora ser discriminado?
Son problemas que no se resuelven con medios legales.
Está
también la cuestión de los desafortunados expedientes. Es obvio que no quiero
que ex-agentes de la policía secreta accedan a las más importantes funciones
estatales. Alguna forma de control es necesaria, aunque no sé cómo es posible
no hacer daño a nadie y mantener las debidas diferencias. Estaría sin duda en
contra de la publicación de todos los expedientes, porque suscitaría un mar de
odio, de mentiras, de daños y de errores. Seguramente un gran número de
documentos de importancia esencial a este respecto se haya destruido en su
momento. Estaría también muy en contra de una solución como la adoptada en la
ex-Alemania del Este, donde todos tienen acceso a su propio expediente. Si se
trata de mi caso personal, puedo decir desde ahora que no quiero mirar mis
expedientes, que seguramente son bastante voluminosos, y si fuese posible
pediría a las autoridades competentes que los echaran al fuego sin siquiera leerlos.
Pero no tengo dudas de que en Polonia el último acto de la descomunistización
no fue otra cosa que una maniobra de fracciones del Partido. Lo digo con
amargura, porque le había deseado lo mejor a Jan Olszewski, al que recuerdo
hace años como un hombre inteligente y valeroso, de méritos excepcionales.
Escribiría
más o menos así la historia de los últimos meses: en Polonia se declaró abierta
la veda de los tigres viejos. A los valientes cazadores les correspondía
distinguirse por su valor y habilidad en el tiro. Pero quedó claro que estos
cazadores no eran capaces de alcanzar a los tigres y que se limitaron a herir a
los osos que paseaban por los alrededores. ¿Cuál es el resultado? Todos están
frustrados. Los cazadores, porque cayeron en el ridículo. Los osos, porque les
dispararon. Y lodos los que pensaban hacer un caldo estupendo con el hígado del
tigre muerto. Los únicos que ganaron algo fueron los viejos tigres, que ahora
se frotan las manos. Ocurre que las cosas se han hecho de tal modo que ya nada
será creíble.
Pero
no me parece verosímil la posibilidad de constituir algún movimiento político
de peso cuya ideología se base en los expedientes. Habría que reflexionar
también sobre qué provocó más daños: si los valentones de la policía secreta
que pusieron los pies en polvorosa, o aquella parte del periodismo polaco que
se especializó en enfangar a las personas, en la calumnia y en la mentira, y no
necesitaba figurar en los sumarios policiales como «colaboradores secretos»
estando como estaba siempre a su completa disposición.
—Sigamos hablando de revolución. Estamos habituados a hablar de
ella pensando en una determinada serie de hechos: la Revolución Inglesa, la
Revolución Norteamericana, la Revolución Francesa, la Revolución Bolchevique,
la Revolución China. Pero de nuestros horizontes forma parte también el
fenómeno de la revolución en Irán, una revolución en cierto sentido
conservadora. ¿Piensas que la revolución en Irán fue una especie de
epifenómeno, como una distorsión del proceso histórico, algo irracional? No son
raros en la historia fenómenos de ese tipo. ¿O significó el comienzo de un
proceso histórico, que puede conducir, por ejemplo, al triunfo de los
fundamentalistas en Argelia? ¿Qué significan las revoluciones anticomunistas?
—Creo
que la Revolución en Irán fue provocada también por los intentos del Sha de
mitigar el régimen despótico. La enorme cantidad de odio acumulado adoptó la
forma de una revolución conservadora, teocrática, con todos los horrores que
trajo consigo. Los conocedores del Islam coinciden generalmente en opinar que,
no obstante la fuerza de los movimientos fundamentalistas, en los países con
mayoría sunita no se producirá otra revolución como la de Irán. La revolución
iraní misma, como todas las revoluciones, ha generado mucha frustración y tal
vez, acuciada también por las necesidades económicas, estará obligada a
desactivar muchos de sus dispositivos teocráticos y totalitarios; ya se
perciben los primeros signos de ello.
En
Argelia, ¿vencerán los fundamentalistas? Nadie puede decirlo, pero tampoco se
puede afirmar con seguridad lo contrario. Sin embargo, no creo que haya motivos
para creer que este proceso preconice el futuro y que se extienda sin más a
otros países musulmanes. Me parece que no tenemos motivos para pensarlo. No
tenemos base para pensar que debe seguir adelante así, al infinito. Solía
pensar que éste sería el destino del comunismo. Se extendía como una mancha de
aceite, parecía que llegaría a conquistar el mundo que, como un tumor,
devoraría a todos los tejidos vecinos. Gracias a Dios, no ha sucedido.
—De acuerdo, pero ¿no es Irán acaso la ilustración de un proceso de
rechazo de Occidente? Se puede quizá aventurar la hipótesis, en efecto, de que
el régimen de Reza Pahlevi era un intento de occidentalización de los persas.
—Es
obvio. Era una gobierno tiránico, pero modernizaba el país. De eso no hay duda.
—¿No es acaso un proceso característico de la Iglesia el retraerse
frente a verdades que parecen incontrovertibles, retornar a comportamientos y
lenguajes ya experimentados, en los momentos de grandes conmociones sociales y
políticas, entre las ruinas y los escombros? Después del comunismo, ¿no está la
Iglesia acaso volviendo al lenguaje de los años treinta? Oigo hablar cada vez
más a menudo de la idea de un Estado católico del pueblo polaco, lo cual tiene
una connotación bien conocida. En los discursos de algunos obispos, en sus
homilías y en algunas declaraciones de nuestro episcopado, resuena cada vez más
a menudo el lenguaje de las cruzadas, el espíritu del integrismo. ¿Compartes
esta observación? ¿Cómo la interpretarías?
—Sí,
la comparto, aunque conozco estos problemas sólo de modo fragmentario. No estoy
en condiciones de decir lo fuertes que son estas tendencias. Pero supongo que,
aun cuando pudiesen tener un éxito momentáneo, no podrían durar mucho tiempo.
No puede tener éxito en nuestra sociedad un cristianismo que prolongue su
existencia con el auxilio de la compulsión y de medios institucionales.
Sé
que estas tendencias existen, sé que existe este lenguaje. Pero no se trata de
un retorno a un lenguaje ya experimentado. El lenguaje del Evangelio se ha
experimentado, es verdad, y un retorno a él no debería ponerse a discusión. La
Iglesia que se sirve de esta lengua es el cristianismo tal como yo lo entiendo,
mientras que no lo es el Estado confesional, que en el Evangelio, por cierto,
no se menciona. Quisiera que el mensaje del cristianismo estuviese vivo, pero
no con la ayuda de la compulsión, que naturalmente es una tentación eterna.
—¿Qué significado das al concepto de «integrismo»?
—No
es una palabra lo bastante precisa. Se llama integrista en sentido peyorativo a
quien quiere mantener en forma inalterada la antigua esencia del cristianismo,
y lo llaman así los progresistas, para quienes todos los males del cristianismo
consisten en el hecho de que se sigue ateniendo a un concepto sobrenatural de
Dios, de la vida eterna y de los milagros. Estos progresistas no dicen qué
quedaría después de su reforma, y por qué el resultado debería seguir
llamándose cristianismo. Desde el punto de vista de este progresismo insensato,
se llamaría integrismo cualquier clase de fe cristiana tradicional. De todos
modos, se pueden definir también como integristas los intentos de consolidar la
vida cristiana con los medios de la compulsión, y éste es un problema muy
distinto. Dado que bajo este término se pueden entender conceptos diferentes,
prefiero no usarlo.
—Hay también otra interpretación posible: el integrismo es el
intento de organizar un mundo cristiano cerrado en el seno de una sociedad
pluralista, de un Estado pluralista. ¿En qué reconozco esta tendencia? En
Polonia está a punto de nacer la Unión de Periodistas Católicos; dentro de
poco, tendremos los taxistas católicos; después, los panaderos católicos. Es un
intento de organizar un mundo cerrado en un mundo abierto. La lógica es ésta:
la primera fase es la exclusión, los católicos salen del mundo para construir
un mundo propio; la segunda fase es que ese mundo suyo, perfecto, debe imponer
al resto del mundo sus reglas y sus normas. Pensaba en esto hablando de
tendencias integristas.
—Si
alguien tiene ganas de organizar una Unión de Periodistas Católicos, tiene todo
el derecho de hacerlo. Si quieren defender la fe en la prensa católica, si
quieren construir un bastión de la fe en el seno de su profesión, tienen
derecho a hacerlo. No hay nada de malo en ello, siempre que no quieran
introducir la censura en la prensa. Si lo quisieran, sabemos a dónde acudir: al
Concilio Vaticano II, a los documentos que hablan de libertad religiosa y de
tolerancia. Y si surge una Unión de Panaderos Católicos, adelante, pero que no
pretendan que los panes se los compren sólo a ellos y que no afirmen que, por
motivos confesionales, sus panes son los mejores.
—¿Qué significa que la Unión de Periodistas Católicos defenderá la
fe?
—Los
judíos tienen una organización que se ocupa de cómo reaccionar ante las
manifestaciones de antisemitismo. De modo similar, ellos se ocuparían de
reaccionar ante los ataques dirigidos contra la Iglesia y la fe, siempre que
todo se dé en el seno de un marco civil. Si quisieran, en cambio, introducir la
censura, establecer una ley en base a la cual no se pudiera criticar a los
obispos o a la Iglesia, se les tildaría de defensores de la tiranía. Es como si
alguien quisiera defender a los jóvenes de las escuelas del influjo funesto de
los textos anticlericales y antipapistas en la literatura polaca, incluyendo a
Mickiewicz, Słowacki y Konopnicka[2].
—Observando hoy a la Iglesia veo por una parte las tendencias
progresistas pero, por otra parte, veo, al menos en Polonia, una amenaza que
llamaré «teología de la Endecja»[3],
un intento de instrumentalizar a la Iglesia para fines también políticos. Este
objetivo no es la revolución marxista o proletaria, sino cierta visión
étnico-religiosa de identidad del Estado, del cual la Iglesia es un elemento
indisociable. ¿Crees que se trata de una tendencia nueva y duradera?
—Me
resultan antipáticos los intentos de transformar la Iglesia en un instrumento
de la política y de la ideología nacional. No sé cuál es la fuerza de estas
corrientes. Podrían vencer sólo destruyendo las instituciones democráticas.
Pero no creo que la Iglesia como institución forme parte de ellas.
—¿Cuál es un modelo positivo de Iglesia en el seno de un Estado
democrático?
—No
me corresponde darle lecciones a la Iglesia.
—Formulo la pregunta de otra manera: ¿qué esperarías como
ciudadano?
—Comprendo
que la Iglesia, aunque parezca tan poderosa en Polonia, se sienta amenazada:
sabe lo que sucedió, por ejemplo, en Francia o en los países protestantes.
Espero que sepa que, a largo plazo, los intentos de imponer su propia
influencia con los medios de la compulsión, serán ineficaces o
contraproducentes.
Una
Iglesia de la que me siento, al menos en parte, amigo, es una Iglesia que
defiende sus tradiciones, que no busque en absoluto convertirse en un partido
político y no intente el camino de un progresismo forzado o de la adulación de
las modas o de las tendencias culturales, que sirva a su propia herencia y sea
capaz de transmitirla, que tome la palabra en las cuestiones públicas, que esté
de parte de los pobres y de los humillados, pero que no aspire a guiar la vida
pública ni a obligar, que no amenace ni aterrorice. Pero es ante todo una Iglesia
cuyos hombres, laicos o sacerdotes, irradien fe. Es algo imposible de hacer con
el auxilio de medios mecánicos o institucionales. El destino de la Iglesia no
depende del hecho de que llegue a introducir en la Constitución un párrafo
sobre los valores cristianos, con lo que estoy obviamente en desacuerdo.
—Quiero hacer también una pregunta sobre el nacionalismo. En el
siglo XX, hemos tenido oportunidad de observar dos importantes fuentes de los
movimientos totalitarios de masas: la necesidad de justicia social y la
necesidad de identidad nacional. El Estado democrático y equilibrado
económicamente de Europa occidental ha sido la respuesta eficaz a estos dos
extremos. El comunismo ha acabado con la utopía igualitaria, el fascismo con la
nacionalista. Creíamos que ambas búsquedas místicas habían acabado. ¿Cómo
explicas el renacimiento actual del nacionalismo —con inclinación totalitaria,
además—, y cómo explicar que en el ámbito de la cultura polaca no haya habido
nunca una discusión seria sobre el nacionalismo? Los grandes de nuestra cultura
y de nuestro humanismo han despachado en verdad el tema del nacionalismo con
soberbia, desprecio, descuido... Una vez hablé de ello con Miłosz. Me dijo que
el nacionalismo para él no era un aliado intelectual. Pero lo había sido el
comunismo. El nacionalismo no, era una tontería. ¿De dónde proviene esta
actitud, y qué efectos puede tener hoy y mañana?
—Lo
que dice Miłosz es una prueba del hecho de que el nacionalismo tenía un
fundamento cultural débil. Es la reacción elemental, casi primitiva, de
personas expuestas a aquello que advierten como la amenaza que conlleva una
civilización extraña o cualquier elemento extraño en general. En Polonia, los
motivos históricos han causado un especial florecimiento de esa reacción, pero
no es éste el problema.
Si
nacionalismo significa sentimiento de la unidad étnica, no se puede poner en
cuestión, ni intentar erradicarlo ni lamentarse de él, porque es normal,
natural; la necesidad de pertenencia a una colectividad étnica y cultural, que
dé un sentido de seguridad, precede al nacimiento de las naciones en su
significado moderno, pero existe siempre el peligro y la posibilidad de que se
transforme en un chovinismo beligerante. Su despertar depende de muchas
circunstancias, que no seremos capaces de enumerar de manera verosímil, pero es
sabido que todas las situaciones de crisis lo activan, haya o no una amenaza
real a la existencia nacional. La fuga al nacionalismo es el refugiarse en la
esfera de la seguridad ideológica más próxima y más simple.
Tal
vez los intelectuales se han ocupado poco del nacionalismo, porque tenía un
fundamento cultural pobre. Estaba obviamente Dmowski[4]...
—No sólo Dmowski; también se ha ocupado de él toda la élite
intelectual de aquella generación. Es muy interesante. Tengo la impresión de
que existen dos mundos intelectuales: por una parte Stroński, Konopczyński, Rybarski,
Pigoń estaban muy presentes en el ambiente intelectual. Por otra parte, en
cambio, la izquierda entendida en sentido amplio, la vanguardia, el círculo de
la revista liberal Wiadomości Literackie. Eran mundos que no se
encontraban.
—Seré
injusto e incluso exagerado, pero tal vez porque no formo parte de esta
tradición no llego a tomarla muy en serio. Sabemos todos que se trata de una
fuerza política.
—Y también cultural. Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión
de que, sin abandonar el ejemplo de Dmowski, el nacionalismo no ha sido
sometido a una crítica seria, comparable a aquella a la que fueron sometidos el
comunismo y el marxismo.
—Si
hablas de Polonia llevas razón, sin duda. No sabría decir qué ocurre en otros
países.
—En Francia la situación es decididamente mejor. Francia ha sabido
reflexionar sobre el affaire Dreyfus, sobre Vichy y Pétain.
—No
sé si es verdad. He oído hace poco que el presidente Mitterrand lleva una
corona de flores todos los años a la tumba de Pétain.
—Pero se puede llenar un estante entero con excelentes libros
franceses sobre estos temas. Con los libros polacos no podría hacerse nunca.
—¿Qué
quieres decir con eso?
—Me interesa poder descifrar en qué punto el sentido de arraigo en
la tradición y en la cultura nacional, natural y útil, el fenómeno positivo de
la construcción de la identidad, se transforma en barbarie... Es una de las
cuestiones principales de la historia del siglo XX.
—No
creo que se pueda identificar un punto en el que se produzca la transformación.
Si observamos la historia de los nacionalismos europeos de nuestro siglo, vemos
que cualquier sensación de crisis y de pánico los conduce a un estado de
barbarie. No sé si en general es posible evitarlo.
—¿Por qué los judíos son culpables?
—¿Y
quiénes deberían serlo? ¿Los masones? Era posible lanzar rayos y dardos contra
la masonería en general, pero no era visible, era difícil de señalar, no estaba
muy claro quién era masón y quién no. Y los judíos en una época eran muy
visibles. Era fácil señalar a un judío: véase la ropa, los rizos y la nariz
aguileña.
—Si tuvieses que explicar a los jóvenes por qué deberían cuidarse
del nacionalismo agresivo...
—Es
una pregunta de una sencillez enorme. Sabemos bien cuáles son los peligros de
un nacionalismo agresivo, es muy fácil decirlo. No se trata sólo de la barbarie
que de él deriva, sino también de la esterilización mental de quien a él se
somete, de la pérdida de sentido crítico, de la incapacidad de evaluación
autónoma.
—El nacionalismo se presenta a veces en forma más moderada; su
consigna es que el Estado está obligado a ocuparse de sus ciudadanos, vivan
donde vivan. Si, por tanto, persiguen a los húngaros en Rumania, a los polacos
en Lituania, a los rusos en Moldavia, es necesario movilizar a todas las
fuerzas para socorrerlos, dado que éste es el objetivo primario de la política
estatal. De ahí a la imposición de la propia voluntad a los demás Estados hay
sólo un paso. ¿Y no es tal vez cierto, sin embargo, que hace falta preocuparse
por los compatriotas?
—En
cierto sentido es verdad. Somos nosotros mismos quienes definimos nuestra
nacionalidad. Somos polacos si afirmamos con convicción «soy polaco»;
somos judíos si decimos «soy judío». No hay otros criterios realistas.
Por lo tanto, si en Lituania hay hombres que se consideran polacos, es bastante
natural que el Estado polaco quiera ayudarles, aunque sería una tontería
afirmar que éste es el primer objetivo, la primera función del Estado. Es
natural, no obstante, que estemos dispuestos a ayudar a los polacos que viven
en otros países, donde corran el riesgo de la discriminación, y sería de verdad
difícil condenar esta postura.
—No se habla de condena. En esta justa aspiración de ayudar a los
connacionales veo también, no obstante, un sistema para organizar las emociones
de las masas. Si el objetivo político supremo es ayudar a los polacos vivan
donde vivan, con cualquier medio, se comete sin duda una grave injerencia
interna en los asuntos de otro Estado, aunque sin un peligro de guerra
inmediato. Si piensas desde el punto de vista rumano o eslovaco en la
declaración del primer ministro húngaro Antall, que dijo que era el primer ministro
de todos los húngaros, es difícil sorprenderse de las reacciones nerviosas que
suscitó en Rumania y en Eslovaquia.
—No
me sorprendo en absoluto. Antall ha confundido varias funciones. El primer
ministro es el primer ministro de los habitantes de un Estado, y no el jefe de
un pueblo definido según criterios étnicos. Se trata, pues, de un flagrante
abuso. Se puede hacer de ello un arma para organizar manifestaciones de odio y
para lanzar consignas que impulsen al pueblo a olvidar problemas más graves.
Pero todas las consignas generales pueden transformarse en instrumentos
bárbaros, aun las mejor motivadas y las más dignas. Así es el mundo.
Traducción:
Mario Merlino
Leviatán. Revista de hechos e ideas, nº 55. Primavera 1994. II
Época pp. 109-122
Publicado originalmente en Gazeta Wyborcza, el 21 de noviembre de 1992, bajo el título de "Komunizm, Kościół, czarownice".
[1] Pax: Agrupación católica nacida en 1947 bajo la guía de Bolesław Piasecki.
Con representantes en el Parlamento, una editorial, varias revistas —entre
ellas un diario— y dos cadenas de tiendas de artículos religiosos, constituía
una verdadera potencia también en el plano económico. La política del grupo Pax
unía a la intransigencia religiosa más radical un total sometimiento a las
posiciones gubernativas; en especial en 1956 y 1968, el grupo se dedicó a
obstaculizar cualquier tentativa de liberalización por parte del régimen (N. de
T.).
[2] Adam Mickiewicz (1798-1855) y Juliusz Słowacki (1809-1849) son
los dos máximos exponentes de la poesía romántica polaca; Maria Konopnicka
(1842-1910) es la más célebre escritora de la época del positivismo (N. de T.).
[3] Endecja es la definición del campo global de las distintas
organizaciones de la derecha polaca (de las iniciales de Narodowa Demokracja, «Democracia nacional»), cuyo peso fue fundamental en los gobiernos de la
Segunda República (N. de T.).
[4] Román Dmowski (1864-1939), el mayor ideólogo de la Endecja (N. de
T.).
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