martes, 11 de febrero de 2025

"El comunismo, la Iglesia y las brujas" (Adam Michnik entrevista a Leszek Kołakowski, Leviatán. Revista de hechos e ideas, nº 55. Primavera 1994)

 

Prof. Leszek Kołakowski con Helena Łuczywo, Wojciech Kamiński y Adam Michnik en la sección de fotografía de la redacción de Gazeta Wyborcza (Foto: Sławomir Sierzputowski / Agencja Wyborcza.pl)


EL COMUNISMO, LA IGLESIA Y LAS BRUJAS

Adam MICHNIK entrevista a LESZEK KOŁAKOWSKI

—¿Qué fue el comunismo? ¿Qué posición adoptas en la actual disputa entre quien sostiene que es un hijo del Iluminismo y quien lo hace derivar del Medievo, entre quien lo define como el producto de una Razón deformada y quien lo considera la destrucción misma de la Razón por parte de una fe irracional y fanática?

—El comunismo representa una gran parte de la historia, no sólo europea, del siglo XX. Sus orígenes son diversos: las ideas socialistas, el movimiento obrero, la excepcional fatalidad que representó la Primera Guerra Mundial: pero en varios aspectos fue una criatura degenerada del Iluminismo, así como la ideología hitleriana fue un monstruoso bastardo del Romanticismo. El comunismo, desde el punto de vista ideológico, se presentaba como la victoria de la Razón sobre la superstición; la victoria del pensamiento racional, que sabe cómo gobernar el mundo. La derrota de esta esperanza nos hace considerar al comunismo como una caída parcial del Iluminismo.

Obviamente, se trataba de una forma de ideocracia. La ideología comunista, mientras estaba viva, debía constituir una victoria de la Razón, pero exigiendo al mismo tiempo una fe ciega. Más que una religión era una parodia de la religión.

—Thomas Mann, al construir la figura de Naphta, había atribuido a su héroe precisamente esta extraña alianza: Naphta une al culto del Medievo el del bolchevismo. ¿Cómo es posible?

—No creo que haya nada especialmente medieval en la aspiración a convertirse en ideocracia. Intentar imponer a otros la propia imagen del mundo, las propias convicciones sobre lo que está bien y en qué consiste la felicidad, es una pasión humana muy fuerte. En el fondo se trata de una necesidad de seguridad. Cuando todos creen en lo mismo que yo creo, me siento seguro desde el punto de vista espiritual; mi fe está protegida y no tengo necesidad de ninguna reflexión.

¿Por qué el comunismo ha dominado tanto tiempo? No lo sé, no veo en él ninguna necesidad histórica. Incluso podría haber perdido; la revolución bolchevique no tendría que haber vencido necesariamente. Se han dado una serie de coincidencias y de circunstancias, que no tenían por qué producirse.

—¿Crees que es acertada la teoría de esos estudiosos del comunismo que ven sus raíces en la tradición autocrática rusa, o en la del Imperio chino? ¿O acaso te alinearías con quienes remontan los orígenes de esta horrible criatura totalitaria a la ideología comunista misma, al marxismo?

—En casos así, nunca busco una única causa. Existe cierta continuidad entre la izquierda jacobina y Lenin. El marxismo fue una criatura de la civilización occidental, como las demás utopías totalitarias anteriores. En los movimientos socialistas, que en mayor o menor grado han adoptado la doctrina marxista, existían diversas corrientes y, por cierto, no todas eran totalitarias. El leninismo era una de ellas y demostró ser la más eficaz.

Muchos historiadores han señalado una huella rusa en el leninismo: la fusión entre poder terreno y espiritual, la debilidad de la sociedad civil con respecto al Estado. Muchos han escrito sobre los fenómenos totalitarios en la Antigüedad.

—¿No significa esto aplicar al pasado conceptos contemporáneos? ¿Podemos realmente definir como totalitario al despotismo medieval?

—No podemos, en cuanto el poder laico y el espiritual estaban separados; pero la tendencia ideocrática era sumamente fuerte. Aun cuando el totalitarismo moderno tiene sus propias peculiaridades, no me parece insensato investigar fenómenos análogos en el pasado, o sea la aparición de formas de poder despótico con la ambición de gobernar toda esfera de la existencia sin que se libre ningún aspecto de la llamada sociedad civil, la voluntad de introducir el control estatal y de destruir todos los vínculos humanos que no sean los impuestos por el Estado. La dictadura sobre el pensamiento humano es uno de los puntos cardinales del totalitarismo. Las tentativas de una economía totalmente centralizada son la culminación de la idea totalitaria y, en efecto, se trata de un problema del siglo XX.

No se puede sostener que en Rusia, ni siquiera en los peores periodos, el sistema fuese enteramente autoritario. Pero se aproximaba al ideal abstracto de totalitarismo. Es imposible un totalitarismo absoluto; significaría el control ilimitado de todas las esferas del ser. Pero la voluntad totalitaria era fuerte y eficaz.

También las utopías totalitarias son parte de la historia europea. Aun tratándose de ficciones literarias, expresaban cierta tendencia profundamente arraigada en la mente humana, la tendencia a regularlo todo y a hacer reinar la verdad. Campanella escribió que el mundo debe ser gobernado por un Gran Metafísico, que conoce a la perfección la verdad, y sus sacerdotes deben regular en detalle la vida de los hombres, por ejemplo unir las parejas según los principios científicos de la eugenesia. Eran manifestaciones de una tendencia que a continuación se fue renovando sin pausa. Campanella en su tiempo era un dominico.

Cuanto más se ha sumergido el comunismo en problemas insolubles, tanta más credibilidad ha perdido su ideología y tanto menos se ha hablado del comunismo entendido como futuro luminoso. Pero no se ha renunciado nunca a esa parte de la ideología según la cual el comunismo es inevitable desde el punto de vista histórico. Se enseñaba en todas las escuelas. Era una ideología que debía inspirar a la gente un sentimiento de desesperación, hundirla en la apatía: no podéis hacer nada, es un proceso histórico. A ello no se renunció, ni siquiera cuando se abandonaron otras partes de la ideología.

Pero no se trata sólo de eso. El comunismo prometía seguridad, aun cuando la realización fuera poco recomendable. La búsqueda de seguridad es una de las motivaciones humanas más fuertes, aunque llegue a toparse con otra exigencia igualmente esencial: la de libertad. Estas dos auténticas necesidades están en conflicto.

El comunismo debía dar a la gente la sensación de no tener necesidad de pensar demasiado. En primer lugar, alguien en lo alto sabe bien cómo se hacen las cosas; en segundo lugar, debía crear un sistema en el cual el Estado piensa en todo, es responsable de todo, y el individuo no necesita ser responsable de nada. Esto es incompatible con la necesidad de vivir libremente, pero se trata, así y todo, de una tentación comprensible.

Necesitamos seguridad, tanto intelectual como material. Y el comunismo la realizaba a su manera macabra y grotesca.

—Ha quedado claro que el comunismo no podía reformarse. Cuando comenzó a hacerlo, se derrumbó. Era sensible, sin embargo, a las presiones y a los cambios.

—En efecto, en el sistema comunista no se había incluido ningún mecanismo de autorreparación que le permitiese reformarse en base a los propios principios. Por sí solo le resultaba imposible arribar tanto a su propia caída como reformarse en una dirección tal que le permitiese hacer propias algunas características democráticas, el respeto por la verdad, la racionalidad económica, el buen gobierno.

No obstante, como todo sistema, le correspondía aceptar varias correcciones si se lo sometía a presión, o a fuertes movimientos sociales, o a las catástrofes económicas que él mismo provocara. A partir de cierto momento, era evidente que acabaría por derrumbarse.

Cuando, después de muchos años de ausencia, fui a Moscú en octubre de 1990 —aún en la época de Gorbachov—, me di cuenta de que no llegaría muy lejos. La perestroika era una consigna muerta, pero la glasnost se hizo realidad. En Moscú había verdaderamente libertad de expresión, y el comunismo no puede durar si hay libertad de expresión.

Gorbachov no llegó al poder para producir el derrumbe del comunismo. Llegó para corregir el sistema, para volverlo más ágil, más eficiente, más productivo y más capaz de competir mundialmente. Fue víctima de sus propias reformas, no había previsto qué fuerzas —ya imposibles de controlar— dejaría libres. Suele ocurrir que los reformistas destruyan lo que deseaban construir.

Creo, pues, que se confirmó la hipótesis según la cual la presión social podría forzar a un régimen comunista primero a transformarse y por fin a hundirse. Era erróneo creer que, no poseyendo el comunismo mecanismos de autoordenamiento, sólo una explosión violenta o una guerra podrían llevar a su caída.

Había también quien alimentaba la ingenua fe de que el comunismo se reformaría, se volvería cada vez más civil, y que al fin tendría lugar la célebre convergencia y los diversos sistemas se unirían. Muchos creían también que si en el interior del sistema hubiesen tenido lugar ordenamientos o mejoras, aun forzadas por los hechos, el potencial de la rebelión y de la oposición habría disminuido de manera proporcional. Pero sabemos por la historia que las cosas no se dan en absoluto así. Un sistema opresivo, cuando intenta mejorar y mostrar un rostro humano, no calma ni descarga las tensiones, no vuelve inofensiva a la oposición. Al contrario, la vuelve más temeraria y puede llevar a su propia destrucción. Ha sido posible observarlo en muchos sistemas despóticos.

—¿Cuál será el futuro de los movimientos comunistas o paracomunistas? ¿En qué se transformarán? ¿En una especie de socialdemocracia, o adoptarán otras fórmulas de partidos ancien régime? ¿O acaso se dedicarán a componer una nueva coalición o un gobierno totalitario bajo banderas igualitarias o nacionalistas?

—Es obvio que se observa con justificada sospecha que los partidos comunistas, convertidos de un día para el otro en instituciones liberales o socialdemócratas, parezcan no conocer el despotismo en absoluto...

Pero, por otro lado, los partidos comunistas eran partidos de tipo leninista: partidos ideológicos par excellence. Y después de haber perdido, tanto en los hechos como en la forma, esta ideología, después de haber abjurado oficialmente de ella, no poseen ya los instrumentos para una marcha atrás. En la fase final, por otra parte, había quedado sólo la nomenclatura, ya no había comunistas convencidos. Los partidos se convertirán en algo diferente.

¿En qué? No lo sé. Creo que depende de los distintos países. Algunos partidos comunistas se han disuelto, otros se han convertido a la socialdemocracia, como el Partido Comunista Italiano, cuya transformación me parece creíble.

En Europa, la excepción es el Partido Comunista Francés. Su incorregible estalinismo es del todo lógico. No era serio argumentar que perdía miembros y votos por culpa de su estrategia. El propósito de los comunistas franceses no era reconquistar dos ministerios en el gobierno socialista según las reglas del juego democrático: querían el poder absoluto. Y sabían que este poder sólo lo podía garantizar una ocupación soviética al término de una guerra. Si esto hubiese ocurrido, el número de los miembros del Partido no habría tenido importancia: de cualquier modo, habrían sido bastantes para organizar campos de concentración. Lo importante habría sido la disciplina.

El estalinismo del Partido Comunista Francés era racional mientras el sueño de una ocupación soviética tuviera bases reales, aunque débiles. Ahora ya no las tiene, así que el Partido se encuentra en una impasse. El señor Marchais ha dicho hace poco que se quieren reformar, hacerse democráticos. Esta sería en verdad una empresa peligrosa, porque toda Francia se moriría de risa.

—Ya se ve claramente que las cosas no andan como se preveía, o sea, que los partidos comunistas desaparecerían en el momento mismo que los comunistas abandonasen el poder. Estos partidos existen, aún así, y obtienen en las elecciones al menos el 10% de los votos.

—Y, por cierto, no son sólo los votos de los ex-hombres de poder. Se trata de votos de personas que, como era previsible, están desilusionadas con los resultados de los cambios producidos: tienen miedo del desempleo, tienen miedo de cuidar de sí mismos. En el fondo, el hecho de que el Estado proveyese todo, aun a un nivel bastante mísero, tenía también sus ventajas. Las desilusiones son inevitables después de este tipo de transformaciones violentas.

Después de toda revolución, cruenta o incruenta, se impone inevitablemente un largo periodo de pesada frustración. Y entonces se comienza a hablar de la necesidad de una segunda revolución, y de que sólo después de ella se estará bien. Ya lo sabía Mirabeau.

Es inevitable. Pero de esto no se deduce que los movimientos de tipo comunista, en el sentido antiguo, crecerán en fuerza. Han perdido su ideología y no pueden recuperarla ya. Obviamente, no se puede excluir tampoco que puedan existir otras formas de gobiernos despóticos, basados en ideologías diferentes. Lo más probable es que sean ideologías nacionalistas. No han perdido su vitalidad. Parecen más bien adquirir vigor, tanto en Occidente como en los países excomunistas.

—He observado el desarrollo de la situación en Serbia. El nacionalismo yugoslavo de Milosevic parece superar incluso la última etapa del comunismo, si se me permite parafrasear la inolvidable frase de Lenin. El nacionalismo constituye también la legitimación principal de aquellas repúblicas postsoviéticas donde aún gobiernan los comunistas o los excomunistas.

—Es un proceso iniciado ya hace tiempo. En efecto, cuantos más problemas encontraba el comunismo, tanto más comenzaba a perder la idea de la propia legitimidad y a recurrir más a menudo a consignas nacionalistas. Lo hemos observado en casi todos los países del bloque.

—Recuerdo la conferencia de París sobre el año 1956, donde predijiste —en 1976— que después del comunismo se activarían de modo peligroso las nacionalidades étnicas.

—Los motivos son más profundos que las circunstancias políticas inmediatas. Existe una necesidad de arraigo. Hay una hermosa recopilación de ensayos de Simone Weil, titulada Echar raíces. Hablar de «raíces» provoca, por cierto, desagradables asociaciones mentales: blut und boden, chovinismo, pureza étnica del Estado, etc. No existen, no obstante, consignas libres de convertirse en instrumentos de opresión, de crimen, de genocidio. Cualquier cosa que digas: Dios, libertad, justicia, patria, autodeterminación de los pueblos, liberación, fraternidad, cualquier palabra puede transformarse en un pretexto de control, en una incitación al genocidio. Sobre este punto no existen garantías infalibles. Pero no por ello podemos renunciar a ideas que forman tradicionalmente parte de nuestra cultura; la necesidad de arraigo es un elemento constante de la existencia.

Ya hemos dicho que la ideología hitleriana era un monstruoso bastardo del Romanticismo. No había caído del cielo, sino que también se originaba en necesidades humanas esenciales. Es normal la necesidad de sentirse arraigado, de vivir en un mundo en el cual nos sintamos como en nuestra propia casa. El nacionalismo es sólo una de las manifestaciones de esta necesidad y no, por cierto, la única.

Esto no quiere decir que el sentido de pertenencia nacional deba llevar inevitablemente al crimen, al genocidio. Pero se vuelve peligroso cuando la gente advierte la crisis, el caos, cuando siente que el orden que la rodea se hace pedazos, aunque sea un orden comunista, y que es necesario buscar los instrumentos que den la sensación de encontrarse como en la propia casa. Entonces el nacionalismo es el modo más fácil de salir del caos. No sé cómo irán las cosas en el futuro, pero creo que esta exigencia es comprensible.

—En Europa central y oriental, acabada la utopía del Estado comunista, del Estado de la justicia social, se abre paso la utopía del Estado étnicamente puro. Y en esencia, analizando desde este ángulo el drama de Yugoslavia, vemos la colisión de concepciones diferentes del Estado étnico: Croacia para los croatas, Serbia para los serbios. Aun dejando de lado las diatribas sobre el concepto mismo de Estado étnico —personalmente opto por un Estado civil—, vemos que sobre todo se trata de ideas completamente irreales para una región como aquélla, habitada por un mosaico de nacionalidades diferentes. Por tanto, si en Europa occidental —aunque con resistencias— avanza el proceso de integración, y es éste el modo de referirse a los mosaicos de nacionalidades, en la Europa postcomunista se desarrolla un espíritu de separatismo que produce inevitables conflictos, muy difíciles de resolver en el lenguaje de la doctrina nacionalista.

—Pero también en Europa occidental se observa un crecimiento de las tendencias chovinistas. Y ya no se trata de movimientos marginales e irrelevantes. Su futuro es incierto, pero existen. Pero los problemas son de otro carácter. El santo y seña de un Estado étnicamente puro lleva de manera inevitable a una situación de tipo yugoslavo. Es una consigna genocida. Pero no podemos despachar como aberraciones los temores de los pueblos europeos frente a la inmigración del Tercer Mundo. Se trata de un problema real. Cuando se crean grandes y extensos enclaves de una civilización diferente, la gente comienza a inquietarse. En estos temores hay algo real.

—Ya no se sienten como en su casa.

—Antes no era así. Hoy barrios enteros de París son como Harlem en Manhattan. También en Inglaterra hay grandes centros poblados por gente proveniente de las Indias occidentales, de Pakistán; son percibidos como enclaves de civilizaciones extrañas.

Obviamente, siempre puede decirse que las civilizaciones se han fecundado durante siglos, que los contactos entre las distintas civilizaciones se han revelado a menudo como muy fructíferos, eficaces, creativos.

Pero esto no puede ocurrir sin conflictos. Los liberales sostienen que se trata de un problema ficticio, que con un buen gobierno liberal se puede dejar entrar a todos, basta con que el Estado no se preocupe de ello. Pero es fácil decirlo. Si en Inglaterra fuese libre la inmigración, al cabo de pocos años Londres parecería Calcuta. No se puede afirmar que no es un problema.

A su vez, si los turcos dejasen de repente Alemania, me dicen que todos los hospitales dejarían de funcionar, tantos son los turcos que allí trabajan como personal poco cualificado. En el fondo, se les hizo venir porque eran mano de obra barata.

Si los polacos emigran a Estados Unidos o a Alemania, sus hijos, dado que en esencia se trata de la misma cultura, se americanizarán o germanizarán. Con los turcos el problema es distinto. No se trata del color de la piel, sino de enclaves de civilizaciones distintas.

Es de estos resentimientos y de estas inquietudes de lo que se alimentan los movimientos fascistas, parafascistas y chovinistas.

—¿No crees que hubo motivaciones similares en el antisemitismo de la Segunda República Polaca? También las pequeñas ciudades y los barrios judíos constituían enclaves de civilizaciones diferentes...

—Hay una diferencia entre las islas étnicas que subsisten desde hace siglos, desde mucho antes del nacimiento del concepto moderno de nación y de la idea de Estado nacional, y los inmigrantes de hoy. Lo que ha cambiado es lo que hace falta para el traslado. Antes las migraciones duraban siglos; las cosas cambian cuando es posible llegar al otro lado del mundo en un día.

Los musulmanes en Bosnia, los bretones, los judíos en la Polonia de antes de la guerra; se trata de grupos que residen allí desde hace siglos, sin duda diferentes desde el punto de vista étnico y cultural, pero que, sin embargo, se encuentran instalados desde hace mucho tiempo y no provocan recelo. La situación de los inmigrantes del Tercer Mundo en los países europeos es completamente diferente.

En efecto, un altísimo porcentaje de los judíos en Polonia eran judíos tradicionalistas, ortodoxos, y formaban un grupo diverso étnica y lingüísticamente. Pero no fue aquí donde estalló el peor antisemitismo. En Alemania, el porcentaje de judíos era unas   veinte veces menor que en Polonia, y los judíos estaban asimilados a la cultura alemana, eran patriotas alemanes. No obstante, fue precisamente allí donde irrumpió la ideología del genocidio.

El antisemitismo se ha transformado a través del tiempo. Antes del Iluminismo se basaba en criterios religiosos y étnicos. Contra los judíos confluían motivaciones religiosas, étnicas, profesionales y sociales. Pero desde la época del Iluminismo los judíos comenzaron a asimilarse culturalmente, aunque conservando su propia religión. Ya no eran sólo ropavejeros, ganapanes y mesoneros, sino que de repente habían comenzado a convertirse en médicos. escritores, banqueros, científicos. Fue entonces cuando se inició un antisemitismo basado en criterios biológicos y de raza, que era algo nuevo. El pogromo de Praga, el affaire Dreyfus, Los protocolos de los sabios de Sion, los pogromos en Ucrania, las teorías racistas: todo ello dio forma a la versión biológica del antisemitismo, en la cual se presuponía que si alguien nace judío no puede dejar de serlo, ni él ni sus hijos, que se trata de un estigma biológico. En un tiempo, los judíos que aceptaban el bautismo eran acogidos en la nueva sociedad. El célebre filósofo jesuita Francisco Suárez era judío, tenía sangre judía Santa Teresa. Las familias marranas en España tenían gran relieve, muchos de sus miembros gozaban de posiciones elevadas en la corte. No existían criterios biológicos.

—Hay un problema que me angustia y al cual no consigo dar una respuesta global: ¿cuál es el denominador común que une los gestos de intolerancia hacia los gitanos. la retórica antisemita en los países donde no hay judíos, las agresiones contra los enfermos de sida? ¿No se trata sólo de diversas expresiones de la misma frustración, del terror frente a lo que es extraño, a una realidad incomprensible?

—Sí, creo que en una situación en la que se advierte esa sensación de crisis que acompaña siempre a los cambios sociales, nacen diversos tipos de miedos y de angustias frente a cualquier cosa desconocida.

—Sobre las ruinas del comunismo se presenta este fenómeno: un gran movimiento social, que había derrocado a la dictadura y había conquistado su libertad, por una parte genera cierto tipo de desaliento frente a los procedimientos democráticos del Estado, y por la otra sostiene la necesidad de un líder carismático y reclama un poder fuerte, que persiga a los ladrones y traiga el bienestar. ¿Cómo valoras todo esto? ¿Qué consecuencias puede tener?

—La idea de un gobierno fuerte puede tener varios significados. Un gobierno fuerte puede significar un gobierno despótico, que se coloca por encima de la ley. Pero gobierno fuerte puede significar también un gobierno capaz no sólo de legislar sino también de hacer observar estas leyes. Sancionar leyes y decretos es sencillo. Lo difícil es hacer que sean observados. Un gobierno capaz de hacer observar la ley y hacer que ésta realmente funcione es un gobierno fuerte en sentido positivo. En este sentido, soy absolutamente favorable a un gobierno fuerte. No, desde luego, a un gobierno tiránico.

Hay otro problema, al que ya nos hemos referido. Si leyésemos las Sagradas Escrituras, no nos asombraríamos de nada. Los ejemplos son variados, pero ahora me interesa uno de ellos en particular: la salida de los hebreos de la casa de esclavitud, de Egipto. El faraón les obligaba a trabajar y aumentaba las normas de producción para oprimirlos, para que no escuchasen noticias falsas, porque los temía. Tenía miedo de que fuesen demasiado numerosos y que durante una guerra pudiesen aliarse con un Estado extranjero, pero no quería dejarlos ir. Cuando Dios ordenó a Moisés que se encargara de la salida de los judíos de Egipto, Moisés buscó cualquier pretexto para echarse atrás, diciendo que era demasiado tosco, que no sabía hablar bien, que no lo tosco, que no sabía hablar bien, que no lo escucharían. Pero Dios sabía lo que hacía.

—Moisés tartamudeaba.

—No obstante. Dios siempre sabía más. Ya después de la primera intercesión ante el faraón, los judíos comenzaron a insultar a sus jefes, diciendo que ellos —Moisés, Aarón— los ponían en peligro, porque ahora el faraón se vengaría. Pero esto no era nada. Cuando comenzaron las plagas, el faraón se sintió obligado a dejarlos ir. Pasaron algunos días y los judíos llegaron a las orillas del mar Rojo. Entonces el faraón se arrepintió de la decisión tomada y mandó un ejército contra ellos. Los judíos comenzaron a clamar contra Moisés y Aarón, que los habían llevado a la perdición. Pero se produjo el milagro y siguieron adelante. ¿Y después? Una serie de rebeliones, una tras otra, contra Moisés y Aarón. Parecía que Egipto fuese el paraíso, la tierra de la leche y de la miel. ¿A dónde nos están llevando? En Egipto teníamos peces, cebollas, ajos, pepinos, y aquí sólo maná y nada más. Maná durante cuarenta años. Y así siguieron, rebelándose sin tregua. A Moisés a veces le tocó dirigir matanzas con la ayuda de la policía. Y Dios estaba profundamente airado contra su propio pueblo, que no hacía otra cosa que rebelarse y tener nostalgia de Egipto, donde la vida era hermosa, alegre y segura. Decidió exterminar a los judíos y Moisés a duras penas logró convencerlo de que no lo hiciera. Al fin Dios les concedió que prosiguieran su camino, pero sin los ancianos. Ninguno de la generación más anciana entró en la Tierra Prometida. Cuando ya estaban cerca de la Tierra Prometida, comenzó a correr la voz de que para poder entrar deberían derrotar a un ejército de gigantes armados hasta los dientes. ¿Nos tocaría a nosotros, pobres judíos, medirnos con unos gigantes? Continua maledicencia, altercados, inquietudes, rebeliones, caprichos. Al fin, sin embargo, entraron como sabemos en la Tierra Prometida. Luego, está claro, comenzaron nuevas guerras y nuevas matanzas, que duraron tres mil años, y un poco más hasta... ¿qué día es hoy?

¿De qué se trata? En primer lugar, no tenemos por qué asombrarnos del hecho de que aquellos que conducen al pueblo fuera de la casa de esclavitud sean definidos como malhechores y cubiertos de insultos por ese mismo pueblo. En segundo lugar, aunque los judíos no hacían más que repetir que Egipto era efectivamente un lugar espléndido, no surgió ningún verdadero partido que defendiese la necesidad del regreso. No nació tampoco, a juzgar por las Escrituras, ningún partido cuya ideología fuese el antiegipcianismo.

Y esto es todo, por lo que respecta a los inevitables problemas de la salida del comunismo.

—Me interesa precisamente el tema del líder carismático. ¿No tienes la impresión de que es la realidad misma la que crea un líder carismático, cuando los procedimientos democráticos no funcionan? Un líder desempeña variadas funciones, como Moisés, que era tanto jefe como profeta, y tenía contacto con Dios; en una palabra: sabía más que nadie. ¿No crees que la situación llevará a una disminución del carisma de este sistema? ¿O que, por el contrario, el líder carismático, que se abre camino en varios países postcomunistas, ocupará el puesto de la democracia? Democracia que entiendo no sólo como gobierno de la mayoría, sino también como un sistema de procedimientos y de instituciones legales; y allí donde sea elegido democráticamente un líder carismático tendremos un ersatz, un sucedáneo de la democracia.

—No podemos estar seguros. Mi esperanza es que los mayores países de Europa central, Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría, avanzando por su camino accidentado, logren superar los años peores y estabilizar las instituciones democráticas.

Siempre es posible explicar la aparición de un jefe carismático. Pero es siempre un conocimiento a posteriori. Los candidatos no faltan, pero un líder de esa clase debe poseer una serie de características que raramente se encuentran en una sola persona. No sé qué habría sucedido en Alemania si no hubiese estado Hitler. Podemos presuponer racionalmente que sin Lenin la revolución rusa no habría triunfado. Lo sostenía incluso un hombre tan alienado en la fe en las leyes históricas como Trotski. No basta con necesitar una personalidad así; debe estar también la mercancía disponible. Y no es fácil producirla. Acaso en Polonia haya personas que se presentarían de buena gana para hacer el papel de Moisés, pero no creo que pudieran lograrlo.

—Ahora quiero hacerte una pregunta sobre el carácter de los cambios que hemos observado y seguimos observando. ¿Qué han sido verdaderamente? ¿Qué son? ¿Un proceso de reforma? ¿Una revolución? ¿Una restauración? Cada uno de estos procesos tiene una especificidad propia, un clima, un lenguaje, un espíritu. ¿Qué crees que es?

—Depende un poco de las definiciones. La revolución es un movimiento de masas que pone fuera de uso —de modo no necesariamente cruento, pero con violencia— los instrumentos vigentes de legitimación del poder. En este sentido podemos definir como revolución los hechos polacos. La revolución no implica por fuerza la lucha cruenta.

No estamos frente a un proceso de restauración en sentido estricto. Tampoco el Termidor fue una renovación del ancien régime: en ese mismo sentido, no hay restauración en Polonia. La Polonia de antes de la guerra no retornará, eso es todo. Toda revolución hace referencias ideológicas al pasado. Lo sabemos, es normal. La Revolución Francesa se cubría con hábitos romanos; la revolución rusa debía ser, por muchos aspectos, la repetición de la Comuna de París o de la Revolución Francesa, pero no se puede hablar de restauración en sentido estricto.

—La restitución de la propiedad privada, ¿no constituye, sin embargo, un elemento típico de la restauración?

—¿La restitución de las propiedades confiscadas a personas o instituciones? El sentido de este paso es el obvio de reparar los errores cometidos en relación con aquellos que, sobre todo en los primeros años de la posguerra, fueron objeto de expropiaciones forzadas. ¿Se trata de restauración? Se puede considerar una forma de restauración, pero muy parcial.

—Los errores se cometieron no sólo con los propietarios, sino también con personas que no fueron despojadas de nada, porque no poseían nada, pero a las cuales, por ejemplo, no se les permitió proseguir sus estudios. Ahora ya no es posible remediar todas estas injusticias.

—Sin duda no se puede hacer estudiar cuarenta años después a alguien que lo tuvo prohibido en 1950.

—Así, pues, se tratará de una reparación selectiva de los errores. Este hecho, sin embargo, ¿no está indicando un fenómeno algo diferente? Lo que hoy definimos como reparación de los errores es en la práctica una redistribución de las propiedades. ¿Qué consecuencias podrá tener? En efecto, se impone la pregunta: ¿en interés de quién se hizo esta revolución? Hasta ahora la respuesta era: en interés de la sociedad entera, que ha conquistado libertad, subjetividad, independencia, etc. Pero ahora el número de los que ganan con esos cambios comienza a reducirse. Hay personas que, por ejemplo, con respecto a la propiedad satisfacen sus propios intereses de modo más completo que otros.

—¿Qué significa? No lo comprendo.

—Significa que quienes pueden aspirar a posesiones que pertenecieron a sus abuelos, a fábricas o inmuebles, es evidente que utilizan este cambio de manera diferente de la de los obreros de la fundición de Cracovia, amenazados por el despido en masa. Pero bajo el comunismo las tomaban tanto unos como los otros.

—¿Te preocupa que la restitución de los bienes no esté bastante documentada?

—Ni deseada ni documentada. ¿Y cuáles serán sus efectos?

—Es obvio que aumentarán la estratificación y la desigualdad. ¿Hasta qué punto se justifica esto? No me atrevería a dar una respuesta precisa. No creo que sea posible restituir de inmediato sus posesiones a los herederos de los antiguos propietarios territoriales, y anular la reforma agraria. No sé, por otra parte, si existen tentativas en ese sentido...

—...están comenzando.

—Y así provocarían una rebelión antiestatal por parte de masas enormes de la población agrícola, a la cual se le sustraerían los propios haberes para restituirlos a los herederos de los propietarios de la tierra. Estaría muy en contra de eso. Está claro que la confiscación de las tierras se ejecuta siguiendo criterios arbitrarios. Pero no es posible remediarlo todo, y no siempre es deseable la vuelta al anterior estado de cosas. Me parecería tan peligroso como injusto.

—¿Por qué injusto, por qué peligroso?

—Porque no me parece en absoluto un crimen repartir entre los campesinos las grandes propiedades territoriales, aun cuando en la perspectiva comunista esto debería concluir con la colectivización. Era un modo de salir de estructuras semifeudales. El crimen fue perseguir y discriminar sistemáticamente a los ex-propietarios de la tierra.

Ahora disminuirá sin duda el número de las pequeñas propiedades de cada campesino, como ha sucedido en Europa occidental. Resurgirán las grandes propiedades, pero ocurrirá sobre bases industriales, y no sobre la base de las viejas estructuras feudales. No obstante, no veo cómo se podría realizar en este momento un ideal de justicia quitándoles a los campesinos pequeños y medios la tierra que han trabajado durante varias décadas.

—A todo sistema que sale de la dictadura, del despotismo, se le presenta el problema de cómo hacer balance del pasado, de la propia memoria histórica. ¿Cuáles crees que son en este campo los dilemas que se les plantean a los países del postcomunismo?

—¿Cómo hacer balance del pasado? Creo que el modo fue imaginado hace tiempo: colorear el pasado con el fin de volverlo atrayente. Es un sistema ya utilizado y supongo que seguirá siéndolo. Veamos con nuestros ojos lo que sucede. ¿No es verdad acaso que durante medio siglo todos lucharon valerosamente contra el comunismo? A excepción de un pequeño grupo de oportunistas, durante estas décadas todos han derramado su sangre. Es necesario creerlo para estar en paz con la propia conciencia. Mientras que bien sabemos cómo han sido verdaderamente las cosas. He leído unos delirantes proyectos de introducir una especie de apartheid basado en la pertenencia o no al Partido, o en haber pagado impuestos o no. Por ejemplo, aquellos que durante años hicieron de claque en los distintos parlamentos mudos de la República Popular, pero no estaban afiliados al Partido, ahora están tranquilos. Disfrutaron de todos los privilegios de la República Popular, pero ahora les va bien, porque no tenían el carné del partido. Y el grupo Pax[1], ¿era acaso mejor que el Partido? Y un hombre como Jacek Kuroń. tal vez el más odiado y perseguido por el régimen, que pasó varios años en la cárcel, que fue arrestado muchas veces, ¿sería ahora responsable de las monstruosidades del comunismo porque de joven estuvo afiliado al Partido?

Conozco a un sacerdote católico, un hombre noble, de una fe profunda, que enseñó durante un tiempo en una escuela del Partido. ¿Debería ahora ser discriminado? Son problemas que no se resuelven con medios legales.

Está también la cuestión de los desafortunados expedientes. Es obvio que no quiero que ex-agentes de la policía secreta accedan a las más importantes funciones estatales. Alguna forma de control es necesaria, aunque no sé cómo es posible no hacer daño a nadie y mantener las debidas diferencias. Estaría sin duda en contra de la publicación de todos los expedientes, porque suscitaría un mar de odio, de mentiras, de daños y de errores. Seguramente un gran número de documentos de importancia esencial a este respecto se haya destruido en su momento. Estaría también muy en contra de una solución como la adoptada en la ex-Alemania del Este, donde todos tienen acceso a su propio expediente. Si se trata de mi caso personal, puedo decir desde ahora que no quiero mirar mis expedientes, que seguramente son bastante voluminosos, y si fuese posible pediría a las autoridades competentes que los echaran al fuego sin siquiera leerlos. Pero no tengo dudas de que en Polonia el último acto de la descomunistización no fue otra cosa que una maniobra de fracciones del Partido. Lo digo con amargura, porque le había deseado lo mejor a Jan Olszewski, al que recuerdo hace años como un hombre inteligente y valeroso, de méritos excepcionales.

Escribiría más o menos así la historia de los últimos meses: en Polonia se declaró abierta la veda de los tigres viejos. A los valientes cazadores les correspondía distinguirse por su valor y habilidad en el tiro. Pero quedó claro que estos cazadores no eran capaces de alcanzar a los tigres y que se limitaron a herir a los osos que paseaban por los alrededores. ¿Cuál es el resultado? Todos están frustrados. Los cazadores, porque cayeron en el ridículo. Los osos, porque les dispararon. Y lodos los que pensaban hacer un caldo estupendo con el hígado del tigre muerto. Los únicos que ganaron algo fueron los viejos tigres, que ahora se frotan las manos. Ocurre que las cosas se han hecho de tal modo que ya nada será creíble.

Pero no me parece verosímil la posibilidad de constituir algún movimiento político de peso cuya ideología se base en los expedientes. Habría que reflexionar también sobre qué provocó más daños: si los valentones de la policía secreta que pusieron los pies en polvorosa, o aquella parte del periodismo polaco que se especializó en enfangar a las personas, en la calumnia y en la mentira, y no necesitaba figurar en los sumarios policiales como «colaboradores secretos» estando como estaba siempre a su completa disposición.

—Sigamos hablando de revolución. Estamos habituados a hablar de ella pensando en una determinada serie de hechos: la Revolución Inglesa, la Revolución Norteamericana, la Revolución Francesa, la Revolución Bolchevique, la Revolución China. Pero de nuestros horizontes forma parte también el fenómeno de la revolución en Irán, una revolución en cierto sentido conservadora. ¿Piensas que la revolución en Irán fue una especie de epifenómeno, como una distorsión del proceso histórico, algo irracional? No son raros en la historia fenómenos de ese tipo. ¿O significó el comienzo de un proceso histórico, que puede conducir, por ejemplo, al triunfo de los fundamentalistas en Argelia? ¿Qué significan las revoluciones anticomunistas?

—Creo que la Revolución en Irán fue provocada también por los intentos del Sha de mitigar el régimen despótico. La enorme cantidad de odio acumulado adoptó la forma de una revolución conservadora, teocrática, con todos los horrores que trajo consigo. Los conocedores del Islam coinciden generalmente en opinar que, no obstante la fuerza de los movimientos fundamentalistas, en los países con mayoría sunita no se producirá otra revolución como la de Irán. La revolución iraní misma, como todas las revoluciones, ha generado mucha frustración y tal vez, acuciada también por las necesidades económicas, estará obligada a desactivar muchos de sus dispositivos teocráticos y totalitarios; ya se perciben los primeros signos de ello.

En Argelia, ¿vencerán los fundamentalistas? Nadie puede decirlo, pero tampoco se puede afirmar con seguridad lo contrario. Sin embargo, no creo que haya motivos para creer que este proceso preconice el futuro y que se extienda sin más a otros países musulmanes. Me parece que no tenemos motivos para pensarlo. No tenemos base para pensar que debe seguir adelante así, al infinito. Solía pensar que éste sería el destino del comunismo. Se extendía como una mancha de aceite, parecía que llegaría a conquistar el mundo que, como un tumor, devoraría a todos los tejidos vecinos. Gracias a Dios, no ha sucedido.

—De acuerdo, pero ¿no es Irán acaso la ilustración de un proceso de rechazo de Occidente? Se puede quizá aventurar la hipótesis, en efecto, de que el régimen de Reza Pahlevi era un intento de occidentalización de los persas.

—Es obvio. Era una gobierno tiránico, pero modernizaba el país. De eso no hay duda.

—¿No es acaso un proceso característico de la Iglesia el retraerse frente a verdades que parecen incontrovertibles, retornar a comportamientos y lenguajes ya experimentados, en los momentos de grandes conmociones sociales y políticas, entre las ruinas y los escombros? Después del comunismo, ¿no está la Iglesia acaso volviendo al lenguaje de los años treinta? Oigo hablar cada vez más a menudo de la idea de un Estado católico del pueblo polaco, lo cual tiene una connotación bien conocida. En los discursos de algunos obispos, en sus homilías y en algunas declaraciones de nuestro episcopado, resuena cada vez más a menudo el lenguaje de las cruzadas, el espíritu del integrismo. ¿Compartes esta observación? ¿Cómo la interpretarías?

—Sí, la comparto, aunque conozco estos problemas sólo de modo fragmentario. No estoy en condiciones de decir lo fuertes que son estas tendencias. Pero supongo que, aun cuando pudiesen tener un éxito momentáneo, no podrían durar mucho tiempo. No puede tener éxito en nuestra sociedad un cristianismo que prolongue su existencia con el auxilio de la compulsión y de medios institucionales.

Sé que estas tendencias existen, sé que existe este lenguaje. Pero no se trata de un retorno a un lenguaje ya experimentado. El lenguaje del Evangelio se ha experimentado, es verdad, y un retorno a él no debería ponerse a discusión. La Iglesia que se sirve de esta lengua es el cristianismo tal como yo lo entiendo, mientras que no lo es el Estado confesional, que en el Evangelio, por cierto, no se menciona. Quisiera que el mensaje del cristianismo estuviese vivo, pero no con la ayuda de la compulsión, que naturalmente es una tentación eterna.

—¿Qué significado das al concepto de «integrismo»?

—No es una palabra lo bastante precisa. Se llama integrista en sentido peyorativo a quien quiere mantener en forma inalterada la antigua esencia del cristianismo, y lo llaman así los progresistas, para quienes todos los males del cristianismo consisten en el hecho de que se sigue ateniendo a un concepto sobrenatural de Dios, de la vida eterna y de los milagros. Estos progresistas no dicen qué quedaría después de su reforma, y por qué el resultado debería seguir llamándose cristianismo. Desde el punto de vista de este progresismo insensato, se llamaría integrismo cualquier clase de fe cristiana tradicional. De todos modos, se pueden definir también como integristas los intentos de consolidar la vida cristiana con los medios de la compulsión, y éste es un problema muy distinto. Dado que bajo este término se pueden entender conceptos diferentes, prefiero no usarlo.

—Hay también otra interpretación posible: el integrismo es el intento de organizar un mundo cristiano cerrado en el seno de una sociedad pluralista, de un Estado pluralista. ¿En qué reconozco esta tendencia? En Polonia está a punto de nacer la Unión de Periodistas Católicos; dentro de poco, tendremos los taxistas católicos; después, los panaderos católicos. Es un intento de organizar un mundo cerrado en un mundo abierto. La lógica es ésta: la primera fase es la exclusión, los católicos salen del mundo para construir un mundo propio; la segunda fase es que ese mundo suyo, perfecto, debe imponer al resto del mundo sus reglas y sus normas. Pensaba en esto hablando de tendencias integristas.

—Si alguien tiene ganas de organizar una Unión de Periodistas Católicos, tiene todo el derecho de hacerlo. Si quieren defender la fe en la prensa católica, si quieren construir un bastión de la fe en el seno de su profesión, tienen derecho a hacerlo. No hay nada de malo en ello, siempre que no quieran introducir la censura en la prensa. Si lo quisieran, sabemos a dónde acudir: al Concilio Vaticano II, a los documentos que hablan de libertad religiosa y de tolerancia. Y si surge una Unión de Panaderos Católicos, adelante, pero que no pretendan que los panes se los compren sólo a ellos y que no afirmen que, por motivos confesionales, sus panes son los mejores.

—¿Qué significa que la Unión de Periodistas Católicos defenderá la fe?

—Los judíos tienen una organización que se ocupa de cómo reaccionar ante las manifestaciones de antisemitismo. De modo similar, ellos se ocuparían de reaccionar ante los ataques dirigidos contra la Iglesia y la fe, siempre que todo se dé en el seno de un marco civil. Si quisieran, en cambio, introducir la censura, establecer una ley en base a la cual no se pudiera criticar a los obispos o a la Iglesia, se les tildaría de defensores de la tiranía. Es como si alguien quisiera defender a los jóvenes de las escuelas del influjo funesto de los textos anticlericales y antipapistas en la literatura polaca, incluyendo a Mickiewicz, Słowacki y Konopnicka[2].

—Observando hoy a la Iglesia veo por una parte las tendencias progresistas pero, por otra parte, veo, al menos en Polonia, una amenaza que llamaré «teología de la Endecja»[3], un intento de instrumentalizar a la Iglesia para fines también políticos. Este objetivo no es la revolución marxista o proletaria, sino cierta visión étnico-religiosa de identidad del Estado, del cual la Iglesia es un elemento indisociable. ¿Crees que se trata de una tendencia nueva y duradera?

—Me resultan antipáticos los intentos de transformar la Iglesia en un instrumento de la política y de la ideología nacional. No sé cuál es la fuerza de estas corrientes. Podrían vencer sólo destruyendo las instituciones democráticas. Pero no creo que la Iglesia como institución forme parte de ellas.

—¿Cuál es un modelo positivo de Iglesia en el seno de un Estado democrático?

—No me corresponde darle lecciones a la Iglesia.

—Formulo la pregunta de otra manera: ¿qué esperarías como ciudadano?

—Comprendo que la Iglesia, aunque parezca tan poderosa en Polonia, se sienta amenazada: sabe lo que sucedió, por ejemplo, en Francia o en los países protestantes. Espero que sepa que, a largo plazo, los intentos de imponer su propia influencia con los medios de la compulsión, serán ineficaces o contraproducentes.

Una Iglesia de la que me siento, al menos en parte, amigo, es una Iglesia que defiende sus tradiciones, que no busque en absoluto convertirse en un partido político y no intente el camino de un progresismo forzado o de la adulación de las modas o de las tendencias culturales, que sirva a su propia herencia y sea capaz de transmitirla, que tome la palabra en las cuestiones públicas, que esté de parte de los pobres y de los humillados, pero que no aspire a guiar la vida pública ni a obligar, que no amenace ni aterrorice. Pero es ante todo una Iglesia cuyos hombres, laicos o sacerdotes, irradien fe. Es algo imposible de hacer con el auxilio de medios mecánicos o institucionales. El destino de la Iglesia no depende del hecho de que llegue a introducir en la Constitución un párrafo sobre los valores cristianos, con lo que estoy obviamente en desacuerdo.

—Quiero hacer también una pregunta sobre el nacionalismo. En el siglo XX, hemos tenido oportunidad de observar dos importantes fuentes de los movimientos totalitarios de masas: la necesidad de justicia social y la necesidad de identidad nacional. El Estado democrático y equilibrado económicamente de Europa occidental ha sido la respuesta eficaz a estos dos extremos. El comunismo ha acabado con la utopía igualitaria, el fascismo con la nacionalista. Creíamos que ambas búsquedas místicas habían acabado. ¿Cómo explicas el renacimiento actual del nacionalismo —con inclinación totalitaria, además—, y cómo explicar que en el ámbito de la cultura polaca no haya habido nunca una discusión seria sobre el nacionalismo? Los grandes de nuestra cultura y de nuestro humanismo han despachado en verdad el tema del nacionalismo con soberbia, desprecio, descuido... Una vez hablé de ello con Miłosz. Me dijo que el nacionalismo para él no era un aliado intelectual. Pero lo había sido el comunismo. El nacionalismo no, era una tontería. ¿De dónde proviene esta actitud, y qué efectos puede tener hoy y mañana?

—Lo que dice Miłosz es una prueba del hecho de que el nacionalismo tenía un fundamento cultural débil. Es la reacción elemental, casi primitiva, de personas expuestas a aquello que advierten como la amenaza que conlleva una civilización extraña o cualquier elemento extraño en general. En Polonia, los motivos históricos han causado un especial florecimiento de esa reacción, pero no es éste el problema.

Si nacionalismo significa sentimiento de la unidad étnica, no se puede poner en cuestión, ni intentar erradicarlo ni lamentarse de él, porque es normal, natural; la necesidad de pertenencia a una colectividad étnica y cultural, que dé un sentido de seguridad, precede al nacimiento de las naciones en su significado moderno, pero existe siempre el peligro y la posibilidad de que se transforme en un chovinismo beligerante. Su despertar depende de muchas circunstancias, que no seremos capaces de enumerar de manera verosímil, pero es sabido que todas las situaciones de crisis lo activan, haya o no una amenaza real a la existencia nacional. La fuga al nacionalismo es el refugiarse en la esfera de la seguridad ideológica más próxima y más simple.

Tal vez los intelectuales se han ocupado poco del nacionalismo, porque tenía un fundamento cultural pobre. Estaba obviamente Dmowski[4]...

—No sólo Dmowski; también se ha ocupado de él toda la élite intelectual de aquella generación. Es muy interesante. Tengo la impresión de que existen dos mundos intelectuales: por una parte Stroński, Konopczyński, Rybarski, Pigoń estaban muy presentes en el ambiente intelectual. Por otra parte, en cambio, la izquierda entendida en sentido amplio, la vanguardia, el círculo de la revista liberal Wiadomości Literackie. Eran mundos que no se encontraban.

—Seré injusto e incluso exagerado, pero tal vez porque no formo parte de esta tradición no llego a tomarla muy en serio. Sabemos todos que se trata de una fuerza política.

—Y también cultural. Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que, sin abandonar el ejemplo de Dmowski, el nacionalismo no ha sido sometido a una crítica seria, comparable a aquella a la que fueron sometidos el comunismo y el marxismo.

—Si hablas de Polonia llevas razón, sin duda. No sabría decir qué ocurre en otros países.

—En Francia la situación es decididamente mejor. Francia ha sabido reflexionar sobre el affaire Dreyfus, sobre Vichy y Pétain.

—No sé si es verdad. He oído hace poco que el presidente Mitterrand lleva una corona de flores todos los años a la tumba de Pétain.

—Pero se puede llenar un estante entero con excelentes libros franceses sobre estos temas. Con los libros polacos no podría hacerse nunca.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Me interesa poder descifrar en qué punto el sentido de arraigo en la tradición y en la cultura nacional, natural y útil, el fenómeno positivo de la construcción de la identidad, se transforma en barbarie... Es una de las cuestiones principales de la historia del siglo XX.

—No creo que se pueda identificar un punto en el que se produzca la transformación. Si observamos la historia de los nacionalismos europeos de nuestro siglo, vemos que cualquier sensación de crisis y de pánico los conduce a un estado de barbarie. No sé si en general es posible evitarlo.

—¿Por qué los judíos son culpables?

—¿Y quiénes deberían serlo? ¿Los masones? Era posible lanzar rayos y dardos contra la masonería en general, pero no era visible, era difícil de señalar, no estaba muy claro quién era masón y quién no. Y los judíos en una época eran muy visibles. Era fácil señalar a un judío: véase la ropa, los rizos y la nariz aguileña.

—Si tuvieses que explicar a los jóvenes por qué deberían cuidarse del nacionalismo agresivo...

—Es una pregunta de una sencillez enorme. Sabemos bien cuáles son los peligros de un nacionalismo agresivo, es muy fácil decirlo. No se trata sólo de la barbarie que de él deriva, sino también de la esterilización mental de quien a él se somete, de la pérdida de sentido crítico, de la incapacidad de evaluación autónoma.

—El nacionalismo se presenta a veces en forma más moderada; su consigna es que el Estado está obligado a ocuparse de sus ciudadanos, vivan donde vivan. Si, por tanto, persiguen a los húngaros en Rumania, a los polacos en Lituania, a los rusos en Moldavia, es necesario movilizar a todas las fuerzas para socorrerlos, dado que éste es el objetivo primario de la política estatal. De ahí a la imposición de la propia voluntad a los demás Estados hay sólo un paso. ¿Y no es tal vez cierto, sin embargo, que hace falta preocuparse por los compatriotas?

—En cierto sentido es verdad. Somos nosotros mismos quienes definimos nuestra nacionalidad. Somos polacos si afirmamos con convicción «soy polaco»; somos judíos si decimos «soy judío». No hay otros criterios realistas. Por lo tanto, si en Lituania hay hombres que se consideran polacos, es bastante natural que el Estado polaco quiera ayudarles, aunque sería una tontería afirmar que éste es el primer objetivo, la primera función del Estado. Es natural, no obstante, que estemos dispuestos a ayudar a los polacos que viven en otros países, donde corran el riesgo de la discriminación, y sería de verdad difícil condenar esta postura.

—No se habla de condena. En esta justa aspiración de ayudar a los connacionales veo también, no obstante, un sistema para organizar las emociones de las masas. Si el objetivo político supremo es ayudar a los polacos vivan donde vivan, con cualquier medio, se comete sin duda una grave injerencia interna en los asuntos de otro Estado, aunque sin un peligro de guerra inmediato. Si piensas desde el punto de vista rumano o eslovaco en la declaración del primer ministro húngaro Antall, que dijo que era el primer ministro de todos los húngaros, es difícil sorprenderse de las reacciones nerviosas que suscitó en Rumania y en Eslovaquia.

—No me sorprendo en absoluto. Antall ha confundido varias funciones. El primer ministro es el primer ministro de los habitantes de un Estado, y no el jefe de un pueblo definido según criterios étnicos. Se trata, pues, de un flagrante abuso. Se puede hacer de ello un arma para organizar manifestaciones de odio y para lanzar consignas que impulsen al pueblo a olvidar problemas más graves. Pero todas las consignas generales pueden transformarse en instrumentos bárbaros, aun las mejor motivadas y las más dignas. Así es el mundo.

Traducción: Mario Merlino

Leviatán. Revista de hechos e ideas, nº 55. Primavera 1994. II Época pp. 109-122

Publicado originalmente en Gazeta Wyborcza, el 21 de noviembre de 1992, bajo el título de "Komunizm, Kościół, czarownice".



[1] Pax: Agrupación católica nacida en 1947 bajo la guía de Bolesław Piasecki. Con representantes en el Parlamento, una editorial, varias revistas —entre ellas un diario— y dos cadenas de tiendas de artículos religiosos, constituía una verdadera potencia también en el plano económico. La política del grupo Pax unía a la intransigencia religiosa más radical un total sometimiento a las posiciones gubernativas; en especial en 1956 y 1968, el grupo se dedicó a obstaculizar cualquier tentativa de liberalización por parte del régimen (N. de T.).

[2] Adam Mickiewicz (1798-1855) y Juliusz Słowacki (1809-1849) son los dos máximos exponentes de la poesía romántica polaca; Maria Konopnicka (1842-1910) es la más célebre escritora de la época del positivismo (N. de T.).

[3] Endecja es la definición del campo global de las distintas organizaciones de la derecha polaca (de las iniciales de Narodowa Demokracja, «Democracia nacional»), cuyo peso fue fundamental en los gobiernos de la Segunda República (N. de T.).

[4] Román Dmowski (1864-1939), el mayor ideólogo de la Endecja (N. de T.).

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