KIEV,
LA BIEN ARBOLADA
AUN cuando una presencia
aborrascada de nubes de plomo amenaza ya los últimos días del verano moscovita,
basta descender hacia Ucrania, para abrírsele una esperanza de luz.
Al romper el alba, el
tren que me conduce a Kiev penetra un nuevo paisaje. Quedan atrás las manchas
boscosas verde-húmedas de abetos y abedules, para ingresar en un panorama
fértil y bien labrado. Pasamos de la fronda a la agricultura. Esta es la tierra
negra, feraz, que empuja océanos de espigas, para este granero de todas las Rusias
que es la tierra de Ucrania. Las dachas campesinas se levantan al borde
de caminos bien trazados. El cielo es más claro, y un sol todavía febriscente
abre girones de azul en el cielo anubarrado. Bate el viento las copas de los
árboles. Nos acercamos al bucle inmenso del Dniéper, en cuyas dos orillas
-separadas por un kilómetro de fuerza fluvial- se alza Kiev, cuna y primera
capital de todas las Rusias, raíz originaria del alma eslava, como Bizancio es el
origen de su espiritualidad religiosa, transmitida especialmente por la
escritura cirílica, que inventaron los santos de la iglesia ortodoxa Cirilo y
Metodio en el siglo X.
Cada vez que me asomo a este
tema se remueve en mí el asombro ante la hazaña de este cristianismo oriental,
fiel a sí mismo, primer traductor de los evangelios al griego y, finalmente,
mantenedor intransigente del Credo de Nicea, en el quo dice que el Espíritu
Santo procede del Padre por mediación del Hijo, mientras que los católicos
proclaman que procede conjuntamente del Padre y del Hijo (filioque). He aquí,
como una conjunción copulativa es capaz de desgarrar una creencia y dividir
hasta hoy mismo los espíritus, a pesar de la presencia creciente de las ideas
ecuménicas.
Rusia es, pues, desde su
origen, fiel a la creencia ortodoxa y, desde la raíz meridional, precisamente
en Kiev, inicia su singular andadura histórica.
En cualquier caso, yo
guardo en mi corazón un inmenso respeto para esa Iglesia jerárquica y tenaz,
que ha servido de bastión defensivo de Cristo ante las amenazas del Este
asiático que, hoy mismo, bajo el poder ateo de los soviets, ha conseguido
(gracias especialmente a la actitud de su Patriarca durante la invasión
hitleriana) un consenso que la permite mantener seminarios que, como el de Zagorsk,
es una muestra de continuidad cultural y religiosa que prosigue el culto y la
espléndida liturgia bizantina en algunas iglesias. Y yo no he faltado, en este
viaje -como en todos-, a la Catedral de la Transfiguración de Moscú, a la misa
dominical oficiada por su Arzobispo, Monseñor Pimen, Patriarca de todas las
Rusias, Patriarca de todas las Rusias, para embelesarme con la maravilla del
oro y del incienso, con la solemne ceremonia, y con la prodigiosa armonía de
los cantos litúrgicos del coro y de los fieles.
Partiendo de esta
fidelidad milenaria, Kíev, adelantada en el tiempo-siglo X-, de la iglesia ortodoxa
en Rusia, inicia su singular andadura histórica, que comienza por un itinerario
que va de sur a norte: Kiev es la primera etapa; Moscú, la segunda; San Petersburgo,
la tercera, como tres etapas de enlace de sus gentes con la tradición religiosa
que procede la palabra de Pablo y de Juan Crisóstomo. Rusia es, pues, una
emanación del cristianismo que impregna de ardores místicos el alma eslava, en
esa bien llamada tercera Roma.
Así esta Ucrania de San
Vladimir, padre de la patria, cuyo eco reverencial tenemos en la lavra o
conjunto monástico que aparece en una montaña que se alza en el mismo corazón
de Kiev, como un collar de cúpulas de oro, centrado por una torre bellísima con
ecos del Bernini y de Brunelleschi.
Así la ciudad cabalga -como
Roma- en una sucesión de colinas junto al Dniéper, en una situación que
recuerda, de algún modo, la ubicación de Budapest sobre el Danubio. Sólo que
esta es más rica de esplendor arborescente. Hasta dos mil hectáreas de parques
y jardines exhiben orgullosamente los habitantes de la ciudad, que ofrece el
ejemplo insólito de ciento veinte metros cuadrados de vegetación por cada
habitante, llenando el setenta por ciento del recinto de la capital.
Kiev es, acaso, la ciudad
más arbolada que yo he visto; la de más densa riqueza vegetal que preside
capital alguna en Europa. Ya no son abetos y abedules. Son los grandes álamos,
los inmensos castaños, las frescas acacias, las cuales tornean las grandes
avenidas e informan los parques ondulados sobre las perspectivas en desnivel
escenográfico y en un señorial trazado urbanístico de anchas avenidas
flanqueadas por una arquitectura policroma.
Desde lo alto de esta
hermosura vegetal el Dniéper inmenso, abraza una parte de la ciudad, antes de
abandonarla camino del Mar Negro. Es un esplendor de fronda; un juego de
esmeraldas que alegra el corazón y que, en estos días otoñales, alcanza un
trémolo de oro.
Por la tarde, yo recomendarla
el clásico paseo en uno de los barcos-mosca que recorren las orillas, para ver
como las cúpulas de oro de la lavra, se enfrentan con el perfil
limpísimo de la catedral de Santa Sofía.
La lavra, conjunto
monástico desafectado de los servicios religiosos, adquiere una frialdad de
museo, aun cuando la visita de las Catacumbas de los primeros cristianos
ucranianos, no deja de sobrecoger el ánimo del visitante. El contorno
arquitectónico está ceñido por un collar de cúpulas de oro centrado por una torre
que es, como hemos dicho, como una síntesis del genio italiano del
Renacimiento.
Descubrimos así, que el
centro de la difusión que se instala entre Roma y Florencia, alcanza una
fabulosa geografía que abarca no sólo los perfiles inmediatos de Liubliana, Viena,
Praga o Múnich, sino que se encarama. Europa arriba, al círculo máximo, por
obra del arquitecto Rastrelli (ya en el siglo XVIII), que se llama Varsovia,
San Petersburgo y-acabamos de verlo- Kiev.
A esta luz de continuidad
histórica intentaremos dibujar la línea de nuestras meditaciones.
5 de noviembre de 1979,
ABC Dominical, pp. 5 y 7.
***
LA
LUCHA POR LA LIBERTAD
PERO Kiev no es solamente
el ejemplo de una fidelidad religiosa, que recibe de Bizancio y que proyectará
sobre todas las Rustas, sino una cuña histórica que alumbrará una conciencia
nacional, llamada Ucrania.
Los historiadores señalan
el esquema cronológico a partir del momento en que San Vladimiro (980-1015)
lleva el Cristianismo a Kiev y crea un primer recinto fortificado, en un gesto
fundacional que continúa la figura del rey Jaroslav «el Sabio» (1019-1054),
que, con una nueva línea amurallada de 16 metros de alto, eleva las iglesias de
Santa Irene y de Santa Sofía -bellísima en su restauración actual- y dibuja ya
un contorno nacional que hoy se extiende sobre una extensión de 600.000
kilómetros cuadrados y que alberga a una población de 45.000 000 de habitantes,
constituyendo hoy una de las Repúblicas Soviéticas (la otra es Bielorrusia) que
tiene el privilegio de tener representación en el hemiciclo de las Naciones
Unidas, El motivo político, se dice, es como compensación honorífica a los
sufrimientos padecidos durante la invasión hitleriana Pero los sufrimientos no
fueron, desgraciadamente, patrimonio único de estos pueblos. Y así hay que
buscar una explicación más convincente para entender la excepcional dignidad
otorgada a estas dos repúblicas que viven a la sombra de la estrella soviética.
Por lo que se refiere a
Ucrania, ya hemos señalado su dimensión geográfica, su importancia demográfica,
así como su entidad histórica a partir de los siglos X y XI, en los que surgen
sucesivamente, como hemos visto, el fundador religioso y la realidad cultural.
Uno y otro son los fundadores materiales del núcleo originario de la ciudad de
Kiev, situado en la más alta de sus colinas. Signo bien representativo de que
se acercan jornadas dramáticas: luchas internas y ataques del exterior; feroces
contiendas feudales y la creciente amenaza de mongoles, tártaros turcos y
polacos, que harán de Ucrania una tierra de heroísmo y de sangre. Sólo la
incorporación de este territorio a la Rusia de Pedro el Grande -1654-
proporcionará al país una cierta seguridad, aunque no falten los elementos de
desasosiego para las gentes humildes, sometidas a servidumbre -prácticamente a esclavitud-
por parte de los propios terratenientes ucranianos, que muchas veces estaban
enlazados con la aristocracia polaca y teutona.
Todos estos elementos se
conjugan, en esta tierra abierta y generosa, que, al acicate de la opresión, no
puede ofrecer otra cosa que la fidelidad a su lengua, a su religión, a su
cultura. Pero el tiempo de los recobramientos nacionales está muy lejano, y no
podrá apuntar hasta que, en el siglo XIX, la llama de los romanticismos prenda
desde la raíz popular, de cada colectividad histórica.
Entre tanto el látigo de
los zares azota el rostro de las gentes ucranianas, de natural pacífico y
jovial, como se muestra en sus canciones y bailes populares; como lo hace
pronosticar una naturaleza cuyo único defecto estriba en ser tan abierta, tan
fácil al cuchillo del invasor. Fiel a ese destino, Ucrania se limita a ser una
pieza más en la corona de oro de los zares, en cuyo derredor se asienta la
sociedad aristocrática del país, instalándose en sus lujosos palacetes de
Moscú.
En esta situación
histórica se encuentra cuando se produce la Revolución de Octubre, que integra
a Polonia Ucrania como una de las Repúblicas Socialistas que son el
fruto del leninismo triunfante. Las consignas de la clase vencedora son de defensa
de los valores culturales autóctonos y de autonomía de los poderes políticos
específicamente ucranianos, habiendo fracasado, en cambio, el intento de un
«soviet» ucraniano (1917) desgajado de Moscú, que se apresuró a aplastar el
movimiento disidente (1920), incorporando el territorio ucraniano a la
U.R.S.S., ya que el poder soviético decidió no ceder ni un ápice de los
territorios incorporados por el insaciable imperialismo de la Rusia zarista. Y
en esta política han permanecido impávidos.
En esta situación se
produce la invasión hitleriana de 1941. Ucrania fue fiel a su vocación de
tierra-victima. Sus llanuras -sin apenas obstáculos orográficos- se abrieron a
la guerra-relámpago de las divisiones alemanas, y tras unos torpes intentos por
parte de los invasores de aprovechar los sentimientos nacionalistas del país,
Ucrania hubo de padecer una invasión terriblemente dura. Durante dos años
-1941-1943- Kiev fue ocupado por las tropas alemanas. Doscientos mil patriotas
ucranianos fueron pasados por las armas, como recuerda al caminante el sobrio y
patético monumento que decora uno de los hermosos parques de la ciudad. En otro
de los parques, otro monumento -al que dan guardia perpetua los muchachos
uniformados de la juventud comunista, «Konsomol»-, recuerda a los demás
sacrificados: a los que murieron en el campo de batalla.
Así selló Ucrania su
fidelidad al mundo eslavo. Seis mil edificios destruidos fueron el balance de
esos dos años trágicos. Ni siquiera el sonriente verdor de sus jardines ha
logrado borrar el rastro de tanta tragedia.
12 de noviembre de
1979, ABC Dominical, pp. 35 y 77.
***
LA
VOZ DE LOS POETAS
EL documento identidad de
los pueblos es su lengua. Ucrania posee ese elemento de autenticidad, sostenido
por cuarenta y cinco millones de habitantes. Y, naturalmente, por una legión de
poetas, dramaturgos y novelistas.
He tenido el honor de ser
recibido, con los amigos que me acompañan, por el pleno directivo de la Unión
de Escritores Soviéticos de Ucrania -que posee un millar de miembros- y he
visto el orgullo con que nos muestran sus realizaciones que patentizan el
predominio casi total del ucraniano sobre el ruso -en los libros y en los
periódicos, uno de los cuales Becebit (Mundo)- es un alarde de
información cultural y literaria.
Esta literatura surge
espontánea a lo largo de los siglos difíciles -de opresión polaca, mongola y
rusa- en forma de cantores populares que, al son de la bandurria típica
ucraniana, llamada coksbar, evocan el dolor y la alegría del pueblo
humilde, al modo como lo hacen los payadores de la lengua argentina. El Martin
Fierro de estas gentes se llamó Tarass Schevetchenko, en cuyo honor se
levanta, en Kiev, un museo monográfico, que yo podría proponer como ejemplo. La
circunstancia de que el gran poeta lírico fuera, también, un excelente pintor,
favorece el atractivo de la institución, que ha podido reunir sus mejores
muestras, válidas tanto como ejemplos notables del pos-romanticismo y del
realismo, como insuperables documentos de época.
Pero es en el poeta,
claro está, donde el análisis del alma ucraniana puede realizarse. Me he
acercado, pues, a la poesía de Schevetchenko, partiendo de traducciones al
español, debidas a la pluma de Rafael Estrela, uno de esos hombres a los que el
viento de nuestra guerra civil llevó a estas tierras ucranianas y que,
providencialmente, se ha convertido en el primer conductor del hispanismo en
Ucrania.
Digamos que el poeta
nació en 1814, de una familia de siervos. Su dueño apercibido de su
talento le permitió dedicarse al dibujo y le costeó sus estudios, con idea de
aprovecharse de su producción. Pero su rápida fama le llevó a que un grupo de
patricios presididos por el mejor pintor ucraniano de todos los tiempos
-Brulov-quien sorteó una de sus obras para reunir los doscientos rublos que el
amo pedía para extender el documento de libertad que le permitió, por fin,
ingresar en la Academia de Bellas Artes, de la que acabó siendo académico de
honor.
Pero, paralelamente,
Schevetchenko empezó a publicar poesías, que recogió en 1840, en un libro que
publicó bajo el título de Kosbar el instrumento popular. En estas
poesías late todo el dolor de los humildes -bajo el látigo de los
terratenientes polacos, que dominaban el país-. Pero expresar este dolor no
había de ser grato a la policía del Zar, quien lo desterró a una guarnición de
la frontera del Cáucaso (1847) y después a la fortaleza de Orsk con orden
estricta de que se le prohibiese escribir y pintar. En el museo que recuerda su
obra pueden verse algunos bocetos dibujados a escondidas y el cuadernillo que
ocultaba en las botas y en el que proseguía su lección de patriotismo. En 1850,
obtuvo su libertad y, envejecido y triste, vivió en Nizhni Nóvgorod, Kos-Aral y
San Petesburgo, escribiendo y pintando, en testimonio doble de amor a la tierra,
a sus paisajes y a su historia, cantando las hazañas de los antiguos héroes
ucranianos como Taras Fiodorovich, que se sublevó en 1630, o los gaidamaks o
guerreros que, a lo largo del siglo XVIII, se rebelaron contra el poder polaco
o creando historias sentimentales sobre el dolor del pueblo, como el de una
muchacha humilde deshonrada por su amo, que sirvió después de tema a la famosa
ópera de Mussorski La Kovantchina.
Así este Martín Fierro de
la estepa ucraniana ha conquistado su categoría de héroe testimonial del dolor
y de la gloria de su patria. Temas que se repiten a lo largo de la historia de
este país, y que alcanzan una nueva cúspide con la figura de Ivan Frankó
(1856-1916), una selección de cuya obra he podido leer al castellano gracias a
la Editorial Progreso de Moscú. Considerado como el último clásico de la
literatura ucraniana, que en sus relatos en prosa recoge el dolor de las gentes
humildes con certero pincel de costumbrista, como en sus poemas, todo ello bajo
un signo político de izquierda, que lo convierte en vocero de la Revolución de
1917. Todo ello sostenido por un amor continuo a la patria y a sus gentes, tal
como él expresaba en su poema de 1880, traducido por A. Herraiz:
Tierra
madre buena que todo lo engendras
dame
generosa el vigor que encierras
para
que en la lucha mejor me mantenga,
¡Dame,
madre, la fuerza!
Dame
el cálido afecto que ensancha el pecho
que
la sangre limpia de sentimiento
colmado
el corazón, ilimitadamente
de
amor puro a las gentes.
Y
dame también fuego que caldee palabras
poderío
trueno que conmueva las almas,
Para
defender la verdad con ardor
¡dame eterna pasión!
Desde nuestra ladera
actual de críticos, tanto las realizaciones de T. Schevetchenko, como las de
Ivan Frankó se nos antojan llenas de las limitaciones líricas de su época, de
los prosaísmos inevitables. Es una retórica de lucha y de los condicionamientos
de una estética sentimental al uso. Pero desde nuestra atalaya de observadores
del pueblo, la voz de uno y otro se nos aparecen como documentos insuperables.
Guillermo DIAZ-PLAJA
3 de diciembre de 1979, ABC Dominical, pp. 27 y 29
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