Ucrania:
un no resuelto problema
LA reciente manifestación
multitudinaria nacionalista contra la ocupación del Ejército Rojo realizada en
la ciudad ucraniana de Lviw (Lvov en ruso) pone de nuevo en evidencia el
absurdo histórico que todavía padecen las repúblicas soviéticas, exceptuando, claro
está, a Rusia.
Es más que significativo
que el acto no haya tenido lugar en la capital, Kiev, y sí en una ciudad con
fuerte herencia religioso-patriótica —corre la broma de que allí hasta los
agentes del K.G.B. hablan el ucraniano— en donde a finales de 1918 se conquistó
por tercera vez en su historia la independencia de Ucrania, estableciéndose la
República Nacional de Ucrania Occidental, privilegio que no duraría más de dos
años.
Ucrania es una nación de
esencia europea, con cincuenta millones de habitantes y casi un millón de
kilómetros cuadrados de superficie, pero hasta el catastrófico accidente
nuclear ocurrido en Chernóbil, fue prácticamente desconocida —o excluida ‘con
premeditación— por la Europa ilustrada. Dos son las asignaturas pendientes que
más sensibilizado tienen el pueblo ucraniano: su independencia del conjunto
soviético y la libertad de excepción religiosa. Plantear la existencia de una
Ucrania libre y soberana traerá consigo inevitablemente un reexamen de sus
fronteras y en el supuesto caso de obtenerse, Rusia exigiría la cesión de
aproximadamente nueve provincias y parte de territorios limítrofes, con lo que
se quedaría sin salida al mar ni industria básica, y si a esto le agregamos las
pretensiones polacas sobre las provincias occidentales, los ucranianos, ahora
con una nación más grande que España y Portugal, se quedarían con un trozo de
territorio reducido a la extensión de la isla de Cerdeña.
En el apartado religioso,
el problema radica en poner de acuerdo a las dos mitades de Ucrania, esto es,
la del este, o “rusificada”, donde la Iglesia ortodoxa es la regidora
absoluta, con la del oeste, o “polonizada”, en la cual son mayoría los
católicos “uniatos" adheridos al rito oriental, forzados durante la
época estaliniana a integrarse a la Iglesia ortodoxa rusa, que vive en una
situación de clandestinidad con menos de trescientos sacerdotes y conventos y
monasterios secretos. Para los ucranianos, nación e iglesia significan lo
mismo, por lo que esta escisión interna representa su talón de Aquiles al cual
sus enemigos no han dejado de asaetear.
Durante la conmemoración
en Lviw, el dirigente Viatcheslaw Chomovil del Grupo de Helsinki de Ucrania —la
mayor parte de sus miembros más destacados ha perdido la vida en los “gulags"
siberianos— no en vano manifestó que de seguirles en sus reivindicaciones Ucrania
oriental “se acabará el imperio ruso". Hay que destacar que
Chomovil, leninista convencido y que conoce a Marx y las leyes soviéticas mejor
que sus inquisidores, fue prisionero en los campos de concentración por casi
dos décadas, por el solo hecho de negarse a testificar en juicios ilegales y
cerrados contra intelectuales ucranianos que pedían el reconocimiento de la
soberanía de su país, y plasmar su impresionante testimonio en un libro que fue
sacado de la Unión Soviética de contrabando, publicado en Canadá bajo el título
de "Los documentos de Chomovil"
Las reivindicaciones de
los ucranianos, así como de las demás repúblicas en cuestión, son un tema
demasiado espinoso para la cúpula del PCUS, y su secretario general, Mijail Gorbachov,
ya ha expresado en reiteradas ocasiones, invocando sospechosamente a la “perestroika”
(lo cual tiene connotaciones de estar poniendo a punto la maquinaria del “terror
preventivo”), que no tolerará el peligro de los nacionalismos ni aventuras
independentistas.
No hay más que recordar
los trágicos sucesos en Alma Ata o Tiblisi, lo cual supondría para Rusia, y no
para la unidad del partido, al fin y al cabo la beneficiaría mayor de la URSS,
una total e irremediable ruina económica. No hay que olvidar que las reformas
incentivadas por Gorbachov están dirigidas a terminar con la corrupción dentro
del sistema y no para acabar con el sistema comunista en sí. Un cambio en la
política inmovilista soviética con respecto a los nacionalismos es más un
loable deseo que una realidad aplicada a corto plazo con modificaciones
trascendentes; sin una verdadera ayuda exterior todo intento separatista está
destinado al peor de los fracasos. Ya Cioran llamó la atención sobre el mesianismo
de los rusos y su aspiración a “salvar” al mundo, derivado de “una incertidumbre
interior, agravada por el orgullo, por una voluntad de afirmar sus taras, de
imponérselas a otros, de descargarse sobre ellos de un exceso sospechoso”
En la actualidad, Ucrania
tiene un estatus similar al de una colonia y se ve obligada a mantener un
continuo y silencioso pulso con el poder central para evitar que sus raíces
culturales sean extirpadas bajo el pretexto de ser cocinadas en la olla común
de un trasnochado paneslavismo. La idiosincrasia ucraniana es diametralmente
opuesta a la rusa, así como su lengua e historia, esta última distorsionada
para no reconocer su derecho a la autonomía. ¿Está Ucrania, por lo tanto,
privada de futuro?
En toda época de
despotismo, la verdadera patria de los pueblos ha sabido transmitirse mediante
su memoria colectiva. En el caso de la nación ucraniana, ésta sufre de una
anestesia local sobre su sentimiento de pertenencia. Al igual que el caduceo de
Mercurio, insignia del obispo católico ucraniano, que es una vara entrelazada
con dos serpientes y un yelmo alado en la parte superior, Ucrania corre el
riesgo, en su anhelo por expandirse hacia la identidad propia, de ser
aprisionada en esa doble corriente de evolución e involución.
La Vanguardia, 28 de septiembre de 1989, p.5.
***
Mitos en retirada
Mientras devoramos imágenes dramáticas, restos del
lenguaje y sonidos crepusculares, el decenio ha terminado dejándole bien claro
al hombre que cualquier supuesta estabilidad de que goza puede desaparecer en
el momento menos esperado. Estamos frente al doble rostro de Jano, esa deidad
romana asociada al destino, el tiempo y la guerra, que mira hacia el pasado y
el futuro, cuya dualidad hoy configura en una cara el repliegue de las
ideologías, mientras que en la otra se refleja el progresivo interrogante de la
autodeterminación. El primer debate se centra en la liquidación del dogma
comunista y el polémico apéndice sobre la existencia o no de un comunismo real,
sostenido inevitablemente por quienes en su hora apoyaron regímenes afines sin
hacer tal distinción y que, aquejados de amnesia, todavía no tienen el valor de
analizar y reconocer públicamente la falsedad que les llevó a decir, años
atrás, que todos los exiliados y disidentes del Este no eran más que fascistas
o burgueses contrarrevolucionarios; o su complicidad criminal al alentar la
proliferación de semejante sistema en cualquier sociedad que se les pusiera a
tiro. El ser humano nombra a las cosas para poder comprenderlas y de ahí que la
especulación acerca de la faceta noble del comunismo es fútil debido a que, y
empleando la retórica marxista, aquello que fue es lo que debía haber sido.
Resulta azaroso desandar el camino que ha dado forma a una idea mesiánica y
estéril sostenida únicamente en un incalculable sacrificio espiritual y
material, una concepción del mundo redentorista cuyo utopismo no ha forjado más
que el culto a Leviatán; aunque es verdad que el comunismo, además del
ingrediente tiránico de los pueblos de Oriente, se alimentó de enfervorizadas
teorías occidentales, hecho que parece suscitar en el mundo libre el deber
moral de compensar económicamente a los países sometidos al delirio bolchevique
y demuestra, una vez más, la astucia troyana asentada en el poder del Kremlin
al traspasar su pesada responsabilidad, y por qué no, bomba de tiempo, a los
liberales europeos siempre tan aficionados a un “mea culpa” oficioso.
Ahora que es irreversible el fin de las dictaduras,
autarquías y tiranías, Europa asiste indolente a un nuevo despertar de un viejo
Volksgeist, esa esencia cultural que a través de los siglos ha
conformado un irreductible mosaico de pueblos y naciones. Sin ánimos
clarividentes, este resurgir del separatismo trae a la memoria las circunstancias
que condujeron a la I Guerra Mundial, considerada por algunos como una salida a
los conflictos políticos internos y a una dificultad por dar un cauce
conciliador a las actividades de las distintas organizaciones nacionalistas, en
particular las de la multiétnica zona de los Balcanes.
Para poder entrar en el próximo siglo en paz, es
indudable que debe haber un replanteamiento por parte de los estados
contenedores y de las naciones contenidas del significado de la
autodeterminación, cuya actual tendencia pasa más por la autoafirmación de
principios, la necesidad de mostrarle al mundo el espíritu de lucha patriótico
apoyado en la explotación de las reservas del sentir colectivo, olvidándose en
el camino la fuerza simbólica de la independencia y mermando en consecuencia el
inconsciente personal de cada habitante. Al debate sobre la autodeterminación
habría que anteponerle el proceso de individualización, que reconcilia los
conceptos de “patria” y de “matria”, elaborando la conciencia de
cada individuo antes que someterle a una concienciación forzada.
No está de más recordar las desapasionadas palabras
del pensador rumano Cioran al respecto: “¡Cuánto más trágico el problema
nacional para los pueblos pequeños! No hay irrupción súbita en ellos, ni
decadencia lenta. Sin apoyo en el porvenir ni en el pasado, se apoyan
gravosamente sobre sí m ismos; de ello resulta una larga meditación estéril. Su
nacionalismo, que suele ser tomado a broma, es más bien una máscara, gracias a
la cual intentan ocultar su propio drama y olvidar en un furor de
reivindicaciones, su ineptitud para insertarse en los acontecimientos; mentiras
dolorosas, reacción exasperada frente al desprecio que creen merecer, una
manera de escamotear la obsesión secreta por si mismos”. Comparar la
problemática local con la soviética no sólo resulta una aseveración poco
informada, sino que minimiza, como ya ocurrió gracias a la avaricia intelectual
de cierta intelectualidad izquierdista, el verdadera dilema de las repúblicas
de la URSS, en donde se ha perseguido a cualquier coste la desaparición de las
diferencias nacionales. Con un considerable atraso hoy se comienza a reconocer
la envergadura social y cultural del territorio soviético, del que comúnmente
se suponía un bloque sin fisuras ni divergencias internas, gracias a una
maquinaria propagandística antinatural que divulgó la mentirosa existencia de
una dicotómica constitución que incluía el derecho a la secesión o de una
invisible fuerza representativa republicana en la ONU.
La realidad acallada es mucho más compleja y
patética, y las tensiones que hoy se revelan en el conjunto de la Unión
Soviética no son más que consecuencia de la política intolerante del
etnocentrismo ruso, con lo cual resulta retorcido por parte de Gorbachov decir
que el PCUS representa una garantía a la solución de las reivindicaciones
nacionalistas. No obstante, debería definirse si está a favor de los
separatismos, como lo ha demostrado al oponerse a una reunificación alemana con
el alegato de que se trata de dos estados distintos y desatar el nudo gordiano
de los nacionalismos aún amarrado a la carroza bélica zarista.
Se da el triste contrasentido de que la URSS ha sido
por antonomasia la principal productora y exportadora del terrorismo
internacional que dirige su lucha a favor de la libertad de los pueblos
oprimidos; otra paradoja poco conocida es que la propia Rusia debe su nombre ya
que Rus fue el primitivo nombre de la actual Ucrania cuando hace un milenio
configuraba el reino de Kiev.
Para que Europa pudiese surgir fue necesaria la
devastación del Sacro Imperio Romano, y si la finalidad de la “perestroika”
está en crear una casa común Europa no hay que postergar el desmantelamiento
del imperio de la Santa Rusia, una ardua tarea muerto Sajarov, el último
dinosaurio de la disidencia activa, y más cuando Moscú sabe que tiene a su
disposición un aparato represivo intacto. Si en un pasado fueron Pedro el
Grande y Catalina y más tarde el binomio Lenin-Stalin quienes sedujeron a
Occidente, hoy Gorbachov y Raïssa despiertan pasiones iguales, por lo que habrá
que estar preparados ante un eventual rapto de la hija de Agénor, pero esta vez
no a lomo de un toro, sino en el del caballo de Troya. No en vano el escritor
Gogol se preguntaba entre las melancólicas brumas de su atormentada alma
eslava: “¿Hacia dónde vas tan de prisa, oh Rusia?”.
La Vanguardia, 19 de enero de 1990, p.17.
***
El nacionalismo útil
En alemán, la palabra ruso (“russe”) puede
asociarse fonéticamente a hollín (“russ”), lo cual podría dar lugar,
parafraseando a Georg Groddeck, a la siniestra metáfora que debe de impregnar
el espíritu de todas las naciones no rusas de la Unión Soviética cansadas de un
opresivo mesianismo y que no ven la hora en que podrán despedirse “ad aeternum”
de una tutela jamás requerida: Rusia, el país del hollín, el país negro, el de
la muerte. Poco a poco el mundo toma conciencia de que las ideologías
totalitarias siempre han empleado la más noble de las fraseologías para luego
poner en marcha los más bajos y perversos instintos de dominación; sin embargo,
esto no representa suficiente descargo como para olvidarnos de que, en su
momento, pocos se comprometieron en defender aquello que hoy es curiosamente
credo de muchos conversos.
Cuando hace veinticinco años Ivan Dziuba, mítico
activista en pro de los derechos humanos, lo que le ha llevado a ser diputado
por Ucrania, lanzaba en “samizdat” un revolucionario manifiesto en
respuesta a los masivos arrestos de intelectuales en su país titulado “¿Internacionalismo
o rusificación?”, en el cual por primera vez en la URSS se hablaba de “glasnost”
y que logró publicarse en el extranjero en forma de libro, en el bloque libre
nadie pareció enterarse; cuando en la misma época Kruschev promovía la
descolonización de África mientras en casa fusilaba a nacionalistas bálticos,
bielorrusos o ucranianos por atreverse a hablar de independencia, a nadie se le
ocurrió pensar que esto constituía una salvaje contradicción. Y podríamos
seguir enumerando casos semejantes hasta conseguir todo un archivo dedicado a
compilar los métodos terroristas empleados por Moscú para acabar durante estos
últimos setenta años con cualquier atisbo de nacionalismo; pero no hará falta
extendemos tanto, ya que ahora mismo Lituania será el test que nos dará la
pista sobre la actitud comunista a seguir en el futuro con la cuestión
independentista. Es probable que en este trance también se revele el
desconocimiento histórico y la falta de sensibilidad de los países libres con
respecto a las justas reivindicaciones de las naciones sometidas a la ambición
rusa, que ha originado verdaderas cazas de brujas como, por ejemplo, la
emprendida en los últimos tiempos por la KGB contra dirigentes nacionalistas en
el exilio bajo la falsa acusación de ser autores de atroces crímenes de guerra.
Cuando se comprenda el explícito e incondicional
apoyo exterior de los gobiernos democráticos a la independencia de cualquier
república soviética —como se hizo con Luxemburgo, Barbados o Namibia—, sin
artimañas dialécticas por miedo a un enfrentamiento diplomático con Moscú,
habremos ganado una batalla más a favor de la justicia natural, la cual se
antepone por imperativo a cualquier cláusula de materialismo histórico, de
ficticias ataduras geográficas o de compromisos bilaterales. Desconocer o no
querer reconocer estas reivindicaciones es negar el sufrimiento físico y moral
causado por sinuosas doctrinas en nombre de una supuesta cohesión nacional. Si
bien es verdad que en Occidente el concepto nacionalista despierta rápidamente
recelos y amargos recuerdos, tampoco debe olvidarse la diferencia que existe
entre el nacionalismo de un estado opresor y el de una nación oprimida, entre
la idea nacional y fundamentalista con sus inefables consignas y símbolos
patrios enmarcados para la posteridad y la soberanía que garantiza el
desarrollo de unas culturas oprimidas por la imposición de valores ajenos a su
idiosincrasia.
El gran problema en la URSS radica en el sentimiento
de superioridad ruso, en su confusa manera de considerar propio lo ajeno y su
relación de dominio con el resto de las naciones soviéticas no rusas; mientras
estas últimas sienten que han sido explotadas, los rusos creen que sus “sacrificios”
no han sido debidamente considerados. De ahí que pongan como condición previa a
cualquier negociación sobre el tema de la secesión el pago de indemnizaciones a
Rusia por los bienes cedidos, pretensión bastante fantasiosa, ya que si se
hicieran cuentas veraces, serían los rusos quienes deberían hacerse cargo, como
en el caso de Alemania después de la II Guerra Mundial, por los estragos
económicos, culturales, ecológicos, lingüísticos, morales, etcétera, que han
ocasionado en todas aquellas tierras en las que asentaron su atenazadora garra
ideológica. Allí, los nacionalismos son imprescindibles para la evolución de
voces plurales que impidan el crecimiento del sistema totalitario; así lo
acaban de confirmar el triunfo de independentistas y reformistas en las
elecciones de los representantes a los Soviets Supremos locales. El primer paso
para consolidar esto sería retirar de circulación la vigente Constitución
soviética, permitiendo que cada República se federe con sus propias identidades
colectivas y variantes constitucionales. Para un ruso será muy difícil digerir
semejante propuesta, ya que supondría aceptar que Lituania, Georgia, Moldavia o
Azerbaiyán dejan de formar parte de su huerto privado y campo de maniobras
experimental; supondría para ellos la quiebra de su principal fuente de
orgullo, la de ser superpotencia mundial.
Más que impulsor de reformas, Gorbachov es un
retardador del gesto bruto militar, ya que la expresión popular ha sido el
verdadero motor de los cambios. No olvidemos que el líder soviético es
simplemente una pieza más en este resbaladizo tablero, no el inventor del
juego, y con su nueva parcela de poder —y aquí uno vuelve a preguntarse a qué
han renunciado realmente los dirigentes comunistas— Gorbachov está a punto de
pasar de la categoría de héroe como guerrero a la de héroe como emperador, de
su papel de redentor sólo queda una difusa estela de humo, mientras el PCUS,
después de haber aplastado el movimiento disidente, intenta ocupar el papel de
fuerza opositora que critica a la sociedad soviética. La duda que debe de estar
inquietando a muchos, sin duda, radica en si en la URSS se están preparando
para una verdadera democratización o si se tiene planeado una renovación de los
viejos valores para evitar la desintegración. Una cosa está clara: mientras
siga existiendo un régimen imperial, ningún simulacro de proceso igualitario
puede hacemos creer lo contrario.
La Vanguardia, 27 de marzo de 1990, p.19.
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