Los poetas y todos los grandes artistas ven lo invisible, captan aspectos de las profundidades de la realidad que nos permiten gozar con más deleite de los misterios de la Tierra.
Oscar Wilde habla de un joven al que vio con la cabeza sumergida en un arbusto de lilas, oliendo las flores “como si bebiera vino”. La metáfora es poderosa. ¡Quién sabe si sabríamos embriagarnos tanto, a veces, con el perfume de las llores, si no tuviéramos este párrafo del “Dorian Gray”!
Lo mismo ocurre con algunos pintores: Van Gogh pinta en rojo ciertos pardo-amarillos del paisaje y, con esta enérgica metáfora, nos entrega con fuerza la unidad originaria de los colores y su parentesco cuando están desdoblados ya de la luz blanca. De este modo, los grandes artistas iluminan y realzan las correspondencias internas de la Creación y nos revelan la armonía secreta de lo que nos rodea, así como la ternura que todo nos profesa. Acerca de esto último William Blake escribió: “Estamos por un tiempo en la Tierra para acostumbrarnos a soportar el brillo del amor”. Y es cierto: cada ser nos trae un rayo de lo invisible y vierte en nosotros una gota de la ternura. “Vamos por el mundo y nos extraña que las flores, de corazón tan pequeño, desprendan esos perfumes. Pero eso nos ocurre porque olvidamos que, en el fondo de cada flor, la eternidad mantiene sus puertas eternamente abiertas.” ¡Admirable Blake!
Todo lo bello, todo lo tierno, todo lo sublime y todo lo sereno, todo lo grandioso y todo lo enternecedoramente pequeño son puertas abiertas por las que la eternidad se nos muestra, disfrazada, y nos envía algunos de sus dones. Por otra parte, si bien cada criatura es una presencia, es -más aún- algo así como el grito por una ausencia, porque los seres son esbozos, propuestas, sugerencias de algo completo y auténtico que ellos no alcanzan a expresar.
He hablado de metáforas. Una metáfora es un salto metafísico: conjuga dos seres, muy diferentes el uno del otro y muy distantes entre sí que, en manos del poeta y gracias a algún elemento común, nos muestran, como -en el relámpago sobre el oscuro abismo, la unidad profunda a la que pertenecen. De este y otros mil modos, los seres, desde los más diáfanos hasta los más repulsivos, nos permiten atisbar cosas escondidas desde la creación del mundo. Incluso, por la visión del crimen nefasto, lo terrible levanta una punta del velo que cubre lo sublime y nos hace entrever uno de sus aspectos.
Pero no podemos quedarnos sólo en la naturaleza, la poesía y el arte. Los sacramentos de la fe nos llevan mucho más allá, aunque a oscuras. Y finalmente, será necesario que en la muerte -“el paso de ésta a la otra estancia”- recibamos una nueva y potente capacidad de visión que nos permita afrontar el ser al descubierto, sin que se nos quemen las pupilas ni se nos seque el corazón.
Entretanto, tenemos las voces de todas las cosas: la de los olorosos frutos del limonero, la de las crestas sonrientes de las olas, la de la alegría de los niños, la del canto de la flauta, y las de tantos otros seres bellos... Cada uno nos trae esa gota de amor que nos ofrece aquél que, escondido detrás de todo, nos muestra en cada cosa una brizna de su fantasía, su amor y su belleza. Incluso en los acontecimientos crueles y en nuestros más amargos fracasos -enigmáticos disfraces con que nos visita la ternura para atenuar nuestro orgullo- hemos de saber besar su mano santa.
Pero estamos también en la vida para entrenarnos a reflejar el amor que recibimos y verterlo en los demás. Si sobre eso sabemos vivir lo doloroso como una explicación que afirma y purifica, y tenemos para con nuestros semejantes un poquito de amor todos los días, perteneceremos a Dios y a todas las cosas.
Y nos sentiremos firmes y alegres. ¡Para cuando suenen las grandes trompetas!
Lo mismo ocurre con algunos pintores: Van Gogh pinta en rojo ciertos pardo-amarillos del paisaje y, con esta enérgica metáfora, nos entrega con fuerza la unidad originaria de los colores y su parentesco cuando están desdoblados ya de la luz blanca. De este modo, los grandes artistas iluminan y realzan las correspondencias internas de la Creación y nos revelan la armonía secreta de lo que nos rodea, así como la ternura que todo nos profesa. Acerca de esto último William Blake escribió: “Estamos por un tiempo en la Tierra para acostumbrarnos a soportar el brillo del amor”. Y es cierto: cada ser nos trae un rayo de lo invisible y vierte en nosotros una gota de la ternura. “Vamos por el mundo y nos extraña que las flores, de corazón tan pequeño, desprendan esos perfumes. Pero eso nos ocurre porque olvidamos que, en el fondo de cada flor, la eternidad mantiene sus puertas eternamente abiertas.” ¡Admirable Blake!
Todo lo bello, todo lo tierno, todo lo sublime y todo lo sereno, todo lo grandioso y todo lo enternecedoramente pequeño son puertas abiertas por las que la eternidad se nos muestra, disfrazada, y nos envía algunos de sus dones. Por otra parte, si bien cada criatura es una presencia, es -más aún- algo así como el grito por una ausencia, porque los seres son esbozos, propuestas, sugerencias de algo completo y auténtico que ellos no alcanzan a expresar.
He hablado de metáforas. Una metáfora es un salto metafísico: conjuga dos seres, muy diferentes el uno del otro y muy distantes entre sí que, en manos del poeta y gracias a algún elemento común, nos muestran, como -en el relámpago sobre el oscuro abismo, la unidad profunda a la que pertenecen. De este y otros mil modos, los seres, desde los más diáfanos hasta los más repulsivos, nos permiten atisbar cosas escondidas desde la creación del mundo. Incluso, por la visión del crimen nefasto, lo terrible levanta una punta del velo que cubre lo sublime y nos hace entrever uno de sus aspectos.
Pero no podemos quedarnos sólo en la naturaleza, la poesía y el arte. Los sacramentos de la fe nos llevan mucho más allá, aunque a oscuras. Y finalmente, será necesario que en la muerte -“el paso de ésta a la otra estancia”- recibamos una nueva y potente capacidad de visión que nos permita afrontar el ser al descubierto, sin que se nos quemen las pupilas ni se nos seque el corazón.
Entretanto, tenemos las voces de todas las cosas: la de los olorosos frutos del limonero, la de las crestas sonrientes de las olas, la de la alegría de los niños, la del canto de la flauta, y las de tantos otros seres bellos... Cada uno nos trae esa gota de amor que nos ofrece aquél que, escondido detrás de todo, nos muestra en cada cosa una brizna de su fantasía, su amor y su belleza. Incluso en los acontecimientos crueles y en nuestros más amargos fracasos -enigmáticos disfraces con que nos visita la ternura para atenuar nuestro orgullo- hemos de saber besar su mano santa.
Pero estamos también en la vida para entrenarnos a reflejar el amor que recibimos y verterlo en los demás. Si sobre eso sabemos vivir lo doloroso como una explicación que afirma y purifica, y tenemos para con nuestros semejantes un poquito de amor todos los días, perteneceremos a Dios y a todas las cosas.
Y nos sentiremos firmes y alegres. ¡Para cuando suenen las grandes trompetas!
AGUSTÍ ALTISENT, monje de Poblet, La Vanguardia, 20 de agosto de 1995, p. 14
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