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Oscar de Lubicz Milosz con Augusto D’Halmar en Fontainebleau en 1926. |
Si fueran estos los
tiempos de nuestro Rubén, escuchador de acentos sobrenaturales, que tendió su
oreja desde Buenos Aires hacia las voces demoníacas y angélicas, de los cuatro puntos
cardinales, (Lautréamont o Poe; Verlaine o Cavalca), ya tendríamos una medalla
de este “raro” que se llama, con nombre que se presta dócilmente a la fábula,
Oscar de Lubicz Milosz.
“Raro” legítimo.
De varios bibliografíados de Rubén se dijo que no lo eran cabalmente. Y, en
verdad, no estaban a nivel Paul Adam con Rachilde; ni Max Nordau —la
inteligencia más antipática de su época, pero no un “raro”— junto a Verlaine.
Darío, grande en cuanto
genero quiso posar su mano —retrato, crónica, seguidilla, soneto u oda— cómo hubiere
hecho fondo para esta cabeza de atormentado con su Lituania incógnita y sus apellidos
de Mil y Una Noches.
Su oficio de buzo cogedor
de los pulpos y las anémonas de mar de la poesía finisecular, ha pasado a
otros, uno de ellos nuestro compañero ilustre Augusto D’Halmar.
A mi paso, por Madrid, él
me dio una tarde inolvidable en la “Residencia de Estudiantes” con la lectura
de su Milosz familiar. Pocas veces un poeta de Cábala ha encontrado garganta
digna de él en un Augusto D’Halmar, que nos trajo de la India una voz
extraordinaria, ensayada en yo no sé qué grutas de cuarenta ecos. Me preparaba
a la lectura con un exordio de comentarista del Zohar: “Esta vez será verdad,
Gabriela; usted va a oír a un poeta que maneja materiales inéditos del misterio
y cuya palabra de cuarenta años podría ser de setecientos. La promesa esta vez
le será cumplida, cumplida con superación.”
Y empezó su jornada, que
duró tres horas generosas, que yo le agradeceré siempre, porque quiso, como el huésped
antiguo, llevar a su mesa para mí su faisán más dorado.
Tengo yo la más
desgraciada memoria de este mundo, y la fiesta de la estrofa milosziana se me
hubiese sumido ya en la mente abotagada de escuchar sin medida, si el día
siguiente D’Halmar no me hubiese llevado su Milosz N° 66, que conservo
entre mis objetos preciosos: algún cuero labrado, algún cobre tratado como por
el Dante, algún vaso de cuerno chileno. La vida semi-errante no me ha dejado
cumplir con el encargo tácito de D’Halmar: ir pasando la antorcha a la colina
siguiente, como en la costumbre griega.
El
libro, objeto sobrenatural
Comienzo con un reparo.
Augusto D’Halmar ha caído en un pecado de pasión. Tradujo a su amigo al
español, por regalar a la lengua con un aroma nuevo; pero tuvo miedo de que la
materia superior que trasvasaba cayese en manos viles, y ... ha hecho una
edición de doscientos ejemplares lujosos, que sólo él distribuye y que no se
obtiene sino de su mano, directamente... Para convencer de su pecado a este
celoso, tendría yo que escribir un tratado que se llamaría: “De cómo exceso
de la guardia puede ahogar a un rey en su cámara, o matar un libro, en el lecho
de su pergamino caro” ... No tengo tiempo y sólo le diré un argumento.
El libro posee destino
sobrenatural. Quien lo escribió —poeta, historiador, botánico, biólogo— quiso
darlo a una mujer, a una academia o a un amigo, creyó ingenuamente que para
ellos lo hacía, pero estos son sordos a la excelencia del libro, cuando no lo
menosprecian por la familiaridad ajadora que con él han tenido. Por contraste,
la obra suele haber sido hecha para... un enemigo, casi siempre con destino a
un desconocido; extraño por la lengua o por el oficio, la edad o la
circunstancia.
D’Halmar ha repartido,
seguramente, los poemas de Milosz entre artistas que le deban mayor
probabilidad de acogida gozosa y de respeto. Tal vez se ha equivocado. Yo no he
leído noticia con fervor sobre ellos en publicaciones españolas. Yo advierto no
sé qué tedio del poeta para hablar del poeta, y un visible descenso de la
capacidad de admirar que había en los viejos cantores. Ya no contiene verdad el
símbolo del silbo que, dirigido hacia el Norte, va hasta el polo, y sí al Sur,
hasta el Ecuador, despertando una línea como de álamos de silbos semejantes y
respondedores. Rebota en el pecho del semejante, cuya sordera es la peor entre
sorderas voluntarias...
Que D’Halmar corrija su
error y entregue el volumen milosziano, en edición ordinaria, al gran peligro
(que contiene en sí la única salvación de un autor) del público grande.
Un
tanteo por comprender
Dije por ahí poesía
finisecular. Eso para mí la de Milosz, aunque su Lituania nos aparezca en una
infancia de paisaje grueso y blanco de nieve recién caída. Del eslavo [sic] conserva
el sentido trágico de la vida, que el occidental sensualismo ha puesto a un
lado como resabio de barbarie mística; guarda también la desolación que es la
tónica del hombre de las estepas. Por otra parte, este semi-príncipe ruso ha
viajado como Simbad, y su sensibilidad tiene parentesco con las velas de los
grandes veleros que van de las Oceanías a los Oslos y que ya tienen los olores
de todos los continentes. Su poesía sirve como pocas, a pesar de su origen semi-oriental,
para conocer el enloquecimiento de este mundo que se acaba, con tanto orgullo
de su excelencia, sin embargo, en el Occidente. La hora es indudablemente otoñal.
La mitad del follaje de este mundo arde todavía con dramático color por encima
de nuestras cabezas; la otra mitad está dando debajo de nuestro cuerpo la fragancia
densa de la podridura del bosque. Una ilusión de fuerza nos viene de la
coloración y el oler fuertes del mundo. El D’Annunzio-tipo nos suele parecer,
por este engaño, un meridiano vital, no siendo sino el poniente desmesurado —y
arrebatado— que se defiende de las fuerzas secretas de la disolución.
Con Milosz hay que
repetir la grave palabra “decadencia” que se ha usado torpemente por la
crítica, con sentido desdeñoso. Un mundo caduco puede acabar en un poema o un
cuadro de un modo magnífico. A Velázquez le tocó en destino fijar el cuerpo ya
pútrido de los Borbones[sic], en la mirada vencida y los maximilares fatales;
pero no confundir al que coge el descenso con una mirada genial y que tiene
todavía potencia para conservarse a distancia del suceso que anota, con la
pobre carne acabada del descenso mismo. Esto, sin negar que alguna larva de
sepultura debe contener el pintor o el poeta que recogen una época de
aniquilamiento, porque sólo los dioses pueden mirar verdaderamente desde la
otra orilla el suceso colectivo. Cierta morbidez que alcanza a la mullidura;
cierta lasitud que es el pulso subsiguiente de la hora meridiana, se pal—, pan
en esta poesía. Los primeros fantasmas del crepúsculo empiezan a flotar; o, si
se quiere, las primeras fosforescencias del no abonado de carne helada.
El hombre, “aquel cuya
única voluntad indudable es vivir”, se defiende de la muerte y hace el
gesto de caminar hacia los lugares en que el sol no se ha trisado todavía y
está como un centauro en mitad del cielo. El gesto de la evasión es doble; lo
que ama también debe ser salvado sobre esas lejanas colinas que están intactas.
El acento que invita contiene una ternura que es necesario gozar en la
composición entera.
A
una víctima
“¿Qué dices de estas noches,
qué dices de estos días — niña falsa y enferma de los suburbios tenebrosos?”
“Lejos, bien lejos del
infierno donde vives atemorizada —yo sé de una amorosa y tranquila comarca—
donde es tan dulce el aire como el vino del dátil. Es allí donde mi pesar, allí
donde mi piedad —rehuyendo los ojos que la mofa ilumina— por los caninos
danzantes del azur y de la onda, —querrían conducir a su débil y triste
hermana. Tierno es el nombre del suelo; Matmata, Metamor; tierno — el nombre
del agua; La Mar Mediterránea”.
“Tus grandes ojos
esquivos de niña abandonada —reirían enternecidos ante ese país soñador, lejano
y luminoso como la paz del corazón. Ante esos —montes sonrosados, esas lejanías
sin nube, — ya no necesitarías velar tu rostro: un olor de perdón flota sobre ese
país —melancólico y bello, caritativo para los traicionados. — Los frutos y las
harinas de flor serían tu alimento; las palmeras rectas y orgullosas como una
mujer pura — te esconderían durante el día del sol amoroso —y sus bellas manos
de sombra protegerían tus ojos”.
“¡Cuán dulces suenan las
palabras en los labios ásperos —de los grandes niños embusteros que viven allí
sin cuidados, sin añoranzas y sin deseos! Es un canto de reposo— que el semi-sueño
sopla en los caramillos. Allí el encantador ingenuo, lleno de artimañas
sutiles, —sobre las esteras de junco hace danzar los reptiles, y, esparcidos
los cabellos, piruetea invectivando a los largos bodoques nutridos de sol y de
viento”.
“Y tú reirás también de
ver en las tabernas —a los viejos fumadores de kif, descalzos y con ojos
apagados, —husmear con amor su odio chibuk — paseando sus bellos dedos por sus
barbas de dioses”.
“Cuán caro me es ese
país, no sabría decirlo. — ¡Si supieses tú, niña, que aire se respira! —Un aire
puro y profundo que huele a las tierras bermejas — donde el árbol da corazón
crece, el cordial eucaliptus. — Un aire que cae de un cielo más bello que los
rostros bruñidos por el sol de los largos peregrinajes. — Allí la bella luz y
los frutos y el viento —lejos de los terribles muros donde se compra y se
vende, —te ensenarían a cantar con una —voz menos amarga, — niña mi querida
niña, que no has tenido madre”.
De la invitación de
Goethe, en el motivo semejante a esta invitación, ¡qué diferencia de tiempo y
de estado! La otra es la alabanza del naranjo de oro siciliano, mirado desde la
tierra “físicamente” despreciada; esta es la alabanza de la palmera
africana, cuya sombra robusta salvará, no de un clima, sino de la llaga que es
el modo de vida sobre tierras cargadas de un imbécil dolor, lo amo en esta
poesía no sé qué leche suave de piedad que pone en un amor de amante resabio de
ternura materna.
Una de las cosas gratas
para mí en los finiseculares, es el sarcasmo con que castigan sus propios
lomos. La criatura fin de siglo carga acuestas su miseria, detestándosela. Por
aquí entronca, sin saberlo, con el místico. Esta “danza de mono” suena a
“miserere”. Desde Baudelaire hasta Lautréamont, va la escalera le
endemoniados que se ultrajan en su pecado, frenéticos de lo divino que
perdieron y que es lo único que aman.
Danza
de mono
“A los sones de una musiquilla
burlona, saltarina, —jadeante, mientras que llueve, mientras que llueva lluvia
podrida, —salta, salta, alma mía, viejo mono de organillo de Berbería.—
Viejecillo pelado, cazurro, animal romántico y tierno—, con tu cola de otoño
deshojada, pretenciosamente retorcida— como signo de interrogación en el cielo vacío
del crepúsculo,— enjuga tus lloriqueos, mono galante, melancólico y ridículo,—
mono sarnoso del amor muerto, mono desdentado de los días perdidos.—¡Un aria
aún, todavía un aria! La que huele a tabacazo, — a suburbio leproso, a feria de
otoño y a frituras rancias. — para hacer reír a las rameras famélicas, oh,
sucio, horrible, flaco, — lamentable, epiléptico mono, animal puro de las nostalgias.
— Un aria aún, pero ay que sea la última, y que sea, —ase sordo valse de jamás,
réquiem de los ladrones muertos—, música de ecos que dice: Adiós los recuerdos,
— adiós, el amor y las almendras acarameladas... Mientras la lluvia hace glú glú
en el lodo viejo y espeso.”
Una elegía, esta “Danza
de mono”. Con Bécquer la elegía era lagrimosa; con Heine empezó a
acidularse; con Milosz se ha vuelto seca y frenética como una mascadura de cal
nueva en encía tierna.
Yo amo en el volumen este
Lofoten que copio entero:
Lofoten
“Todos los muertes
están ebrios de lluvia vieja y sucia— en el cementerio extraño de Lofoten. — El
reloj del deshielo tictaques lejano— en el corazón de los féretros pobres de Lofoten.
— Y gracias a los agujeros abiertos por la negra primavera, los cuerpos están
cebados de fría carne humana—; y gracias al débil viento de voz de niño—, el
sueño es grato a los muertos de Lofoten.
“Yo no veré probablemente
nunca ni el mar, ni las tumbas de Lofoten. — Y, sin embargo, es en mí como si
yo amasé— ese lejano rincón de tierra y toda su pena”.
“Vosotros desaparecidos,
vosotros, suicidas, vosotras, lejanas. —en el cementerio extranjero de Lofoten,
— el nombre suena a mi oído extraño y suave; ¿dormís, verdaderamente; decidme,
es que dormís?”
No me caería encima toda
la pesadumbre del poema, si yo no hubiese visto dos o tres pequeños e
inolvidables cementerios de tierras del Norte. En nuestras ciudades de cielo
alto, la muerte se presenta como una cosa sencilla, y a veces pura (como en el
desierto, que guarda intactos a sus muertos), cumplida debajo el sol y de un
naranjo luminoso. En estos, no; la madre, la hermana, la hija, duermen bajo la
obscenidad triste del lodo que da la lluvia interminable. Más arriba, en la Siberia
última y los últimos Labradores, el cementerio blanco vuelva a ser casto, de la
castidad de la nieve sin fundidura.
Varones
salomónicos
La sazón de esta alma cae
entre las madureces salomónicas de los varones de todos los tiempos. Ha
madurado absolutamente, para su bien y para su mal. Fuera de las yemas de
ternura de que he hablado, lo demás está en su poesía, domado, hablando, a modo
de la piel de un respaldo de sillón antiguo. El dejo de agrás que permanece en
otros poetas, no digamos adultos, sino viejos (como en Víctor Hugo), no le sube
nunca al verso. De esta vejez de sus nervios, en los que ha descansado con todo
su peso el grave fruto del mundo, le viene también su nobleza. Aquí está el
poema que se llama “Nihumin”:
“...Cuarenta años.
Para aprender a amar la nobleza de la Acción, ¡Oh, Acción! — Cuarenta años,
cuarenta años, la vanidad de los solitarios me ha atormentado. Yo, pedía su muerte
en mis plegarias. —Ella ha dejado mi corazón. ¡Oh, triunfo! ¡Oh, tristeza!...
Ella se ha llevado mi juventud, la única mujer añada. —¡Pero qué importa! Ya,
manos mías, la piedra os atrae. —Manos de venas hinchadas, al afán de construir—¡os
embarga, os posee ya! Cuando el mediodía de los fuertes sonará sobre el mar—, iremos
a saludar a los constructoras de muelles. —De pie, en el sol, enfrente del mar—comen
lentamente su pobre y noble pan. —Y su perspicaz airada va más lejos que la mía.
—¡Honor a ti, honor a ti, que has nacido en el llanto, cono el amén, y que
morirás en el abandono, al pie del templo del amor —o del palacio del orgullo,
trabajo de tus manos! —Pronto, mañana, hermano mío, yo podré interpelarte—cara
a cara, sin rubor, como hablan los hombres, porque —yo también, yo también
construiré la casa— ancha, potente y tranquila, como una mujer sentada— en un
círculo de niños bajo el manzano en flor.— lo abrirá las ventanas de la gozosa
iglesia —de par en par, a los ángeles del sol y el viento.— Yo bendeciré allí
el pan de la Afirmación.— Con ese Sí eterno que es un sabor —de fuego, de trigo
y de agua en la boca de los puros —y cuando la fealdad diré: ¡No! —y cuando la
mujer y la muerte gritarán: ¡No!— hermano, saludaremos el espacio ebrio de vida—
y la palabra aprendida de los héroes,—el Sí universal subirá a nuestros labios”.
Hay todavía otros
aspectos de este espíritu que a cada diez páginas asoma un extracto inesperado.
Una nota de ironía, no exenta de ternura, salta en la “Reina Karomamá”.
La
Reina Karomamá
“Mis pensamientos son tuyos,
Reina Karomamá —cuyo nombre olvidado canta un coro de quejas —en la semi-risa—y
el semi-solloso de mi voz: —porque es ridículo y triste amar a la Reina
Karomamá —que vivió rodeada de extrañas figuras pintadas —en un palacio
abierto, tan antaño—, pequeña Reina Karomamá”.
“¿Qué hacías de tus
mañanas perdidas, dama Karomamá? — Hacia la tiesura de sipón dios enclenque,
con cabeza de animal —alargabas gravemente tus—, brazos flacos y torpes —mientras
qué luces indistintas corrían sobre el río matinal. —Oh, Karomamá de ojos
cansados, de largos pies alineados, — de cabellos torturados, muerta desde la
cuna de los años...—Mi pobre, pobre Reina Karomamá”.
“Y de tus días, ¿qué
hacías, sacerdotisa sabia? — Tú embromabas sin duda a tus pequeñas sirvientes —dóciles
como las culebras y como ellas indolente; tú contabas las alhajas, soñabas con
hijos de reyes —siniestros y perfumados que llegaban de muy lejos, —de los
ultramares color de siempre y de lejos —para decir: “Salud, a la gloriosa
Karomamá”.
“Y las tardes de eterno
estío, tú cantabas bajo los sicómoros —sagrados, Karomamá, color azul de las
lunas consumidas, —cantabas la vieja historia de los pobres muertos —que se
nutrían a escondidas de cosas prohibidas —y sentías inflarse en los grandes
suspiros tus senos bajos —de niña negra, y tu alma titubeaba de pavor. — Las
tardes de eterno estío, ¿no es Cierto, Karomamá?”
“Un día (¿ha existido en
verdad, Karomamá?)— se envolvió tu cuerpo con amarillas fajas, se te encerró en
un féretro grotesco y suave —en madera de cedro—, la estación del silencio
deshojó la flor de tu voz —los escribas confiaron tu nombre a los papiros. — Y
es tan triste, y es tan viejo y es tan perdido... —Es como el infinito de las
aguas en la noche y en al frío”.
“Tú sabes, sin duda, oh
legendaria Karomamá, que mi alma es vieja como el canto del mar —y solitaria
cono una esfinge en el desierto, —mi alma enferma de jamás y de antaño, — Y tú
sabes mejor todavía, princesa iniciada, que el destino ha gratado un signo
extraño en mi corazón, símbolo de alegría ideal y de real desgracia”.
“Sí, tú sabes todo eso,
lejana Karomamá. — Pese a tus aires de niño que supo eternizar el autor de tu
estatua pulida por los besos —de los siglos extranjeros que languidecieron
lejos de ti. —Yo te siento cerca de mí, yo escucho tu larga sonrisa —cuchichear
en la noche: “Hermano, no hay que reír”.
“Mis pensamientos son tuyos,
Reina Karomamá”.
Y el don de sugerencia,
muy suyo, más suyo que de nadie a quien yo haya leído. Yo cojo uno o varios
versos, que han ejercido un sortilegio sobre mi memoria, e intento precisar su
belleza, para justificarme el estado de encantamiento. No: la manía de
cristalización de los elementos poéticos que place a los Lemaître, ejercida
sobre Milosz, fracasa. La sugerencia es, como se sabe, el modo de la niebla, y se
mejor que tajearla para perderla, quedarse quieto, aceptando el encanto.
Sugerencia de paisajes que se han visto o se han creado, de casas que se
habitaron, de unas mujeres que son casi criaturas submarinas, por el estupor
que da su encuentro. Con este arpón de la capacidad de sugerir esotéricamente,
cogió Milosz el espíritu de nuestro Augusto D’Halmar. También le ha complacido
a ésta el cabalismo del lituano, más legítimo que el de un Sar Peladán, y de
otros “hijos de los números místicos” que andan por allí, la teosofía
está todavía sin poeta. Milosz pudo haberlo sido, si su talento no usase de
misterio y de realidad como de meros soportes para un motivo.
En la propia lengua en
que Milosz escribe sus poesías y sus dramas —el francés— resulta casi inencontrables
las obras suyas. Reflexiona su gran traductor español que es un absurdo cuidar
con reverencia una traducción para guardarla con gesto de veda absoluta. Dejemos
en libre plática con su prisionero. Quién sabe —ya dije el extraordinario
destino del libro, y especialmente de la poesía— si Milosz encuentra en mozo de
lengua el mejor hijo de su alma profunda.
Fontainebleau, Junio de
1927.
Gabriela Mistral.
(El Mercurio, 10 de Julio
de 1927, pág. 4.)