jueves, 13 de abril de 2017

Juan Eduardo Cirlot, un jueves santo, hace cuarenta y nueve años (La Vanguardia. 11/04/1968)


Marc Chagall Crucifixión blanca 1933
LA HUMANIDAD DE DIOS
CUATRO GLOSAS SOBRE JESUCRISTO

CUANDO J. J. Rousseau dijo: «Hay que convenir que la muerte de Sócrates fue la muerte de un hombre, pero la muerte de Jesucristo fue la muerte de un Dios», se atrajo el odio perenne de los miembros de la Enciclopedia, que lo eran —algunos— a un tiempo de «cierta poderosa sociedad secreta». Cuando Wagner abandonó la idea de escribir una ópera sobre Jesús de Nazareth para integrar en «Parsifal» —que ahora estoy escuchando—, sus sentimientos auténticamente cristianos (aunque él, a través de Schopenhauer, fuera más bien, acaso —¿quién sabe?— budista), fue por no atreverse, sin duda, a afrontar al que, sin embargo, se puede mirar, con humildad, en su aspecto humano.

Contradicción. — Jesucristo dice a Pedro, en el huerto de los Olivos, que envaine la espada y no se defienda ni le defiendan. Con todo, había desatado su cinto para agredir a los mercaderes del templo. ¿Contradicción? En apariencia. Más bien absoluta y radical distinción entre lo humano, que se debe entregar mansamente con espíritu de mártir, y lo divino o lo sagrado que «se puede» defender no tanto del «error» cuanto de una comercialización indigna que implica siempre una ignorancia interior o un desdén profundo de los valores substanciales de lo numinoso.

Universalidad. — Jesucristo, descendiente de David, no es un judío. Tampoco es un ario, como pretendieron algunos. Jesucristo es el hombre universal: hindú, griego, romano, hebreo, tibetano, galo, germánico. El hombre puro, en tanto que hombre. En su diálogo con Pilato, durante el juicio, su actitud es más romana que la del propio juez, cuya simpatía latente parece tan inspirada por esa suprema indiferencia con que el «reo» afronta su suerte, que por la idea de su inculpabilidad. «Tú lo has dicho», y tantas otras frases son menos de Macabeo ante los magistrados del Seléucida que de un Scévola ante Porsenna. Jesucristo sobrelleva como un héroe su Pasión, no sólo como un Dios, ni sólo como víctima, aun voluntaria, preparada e incluso anhelante de dolor y de muerte, de tiniebla luminosa.

Verdad. — Cualquier historiador de las religiones que analice, a fondo, el mitraísmo, algunas sectas gnósticas, el paganismo tardío, y sobre todo el matiz religioso de la actitud neoplatónica, puede sorprenderse del «éxito» del cristianismo en el ambiente de la Roma imperiosa e imperial, desde Nerón a Constantino (250 años de ascenso continuado), seguido de una victoria sobre las herejías y de una rápida difusión entre los pueblos de las migraciones. Pero la única razón estriba en que Jesucristo aportaba una verdad vivida, humana, humanizada, mientras que las demás religiones solamente mitología y teúrgia aportaban, cuando no magia y regresiones a los cultos que los propios romanos abominaban («Gehinnom»).

Amor. — La palabra amor tiene dos graves deficiencias; primeramente, está desgastada por un uso indeterminado («Jesús amó a los hombres y murió por su salvación»); en segundo lugar, dada la pobreza —la miseria— del vocabulario (y de la gama de sentimientos, normal, del hombre), designa demasiadas cosas distintas. No podemos aquí analizar si pueden existir «sentimientos nuevos», o tan elevados que sólo a la altura estén de seres sobrenormales o a la del propio Dios. Tomemos la palabra amor, con su desgaste y su indeterminación. Pero si decimos, más intensamente, que Jesús estaba enamorado de la humanidad entera, que la amaba con la «pasión» real y auténtica que lleva a la Pasión, entonces comprenderemos que su sacrificio, sin ser privado de su raíz transmundana, puede explicarse por la sola fuerza del amor-pasión. Amor purificado de todo deseo, es decir, de toda orientación «para sí» y cargado, en cambio, del mayor, potencial «para el otro». Este amor hizo a Cristo soportar la flagelación, la corona de espinas, los clavos de la cruz y descendió por el madero, con su sangre, para llegar sólo a la mirada, que no ya a la mano (menos al corazón) de los que Él amaba de «ese modo».

¿Cómo descubrió el autor del «Contrato social» —que abandonaba en el hospicio a los hijos que le iba, no dando, sino desgajando, su amante— esa verdad de la «muerte de un Dios»?

Juan-Eduardo CIRLOT
LA VANGUARDIA ESPAÑOLA. Jueves 11 de abril de 1968

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