Breve recuerdo de James Joyce
Por
Juan Ramón Masoliver
TODO
aficionado ha sufrido, con menor o mayor gasto, la lectura de autor. Es cosa
sabida: dos o tres amigos, unas copas, unos sillones malos y una cama. Y el
escritor, amenazándoles con un rimero de cuartillas. Mas dos lecturas conozco,
dos emociones estéticas, que, quien las experimentó, no puede olvidarlas:
concretamente, Ezra Pound en el VIII de sus Cantos;
el difunto James Joyce, en la poética «Anna Livia Pluribella» de su Finnegan's Wake.
El
texto da la sensación del ritmo, la cadencia, la cantilena. Pero falta lo
esencial: las miradas luciferinas de Pound, el juego de sus blancos dientes en
la boca menuda y de su puntiaguda barbilla, mitad azafrán, mitad estopa. Y,
sobre todo, la canción, puesto que Ezra Pound canta su poesía como los viejos
trovadores: alarga una sílaba, alza otra en trémolos, escupe una palabra,
susurra otra frase, todo ello con su vozarrón de chantre abaritonado. Y, no sé si por afinidad de lengua (algo así
sucedía, también, con el Attis de
Basil Bunding, y me dicen que el recitado de Edith Sitwell es otro primor):
suponiendo que ese su idioma universal, donde el inglés no es más que el
excipiente para vocablos de catorce lenguas o de pura invención; no sé si por
la amistad de sus años parisienses y su común participación al grupo Imagist, cierto es que otro tanto
suponía «Anna Livia» en labios de
Joyce, cuando a la sombra amable de miss Sylvia Beach la cantaba en la
trastienda de la librería «Shakespeare
& Co.», rue de l´Odéon. Con mejor voz, si se quiere: encantador acento
atenorado; con más ironía; con más gesto de vidente, tras sus cristales negros
de semiciego.
Era
por 1930, cuando miss Beach llevaba ocho ediciones del «Ulysses» y las quemadas por las autoridades inglesas y
norteamericanas quedaban en un pasado remoto, cuando había pasado a la leyenda
aquel impulso que arrastró a los baronets
a hipotecar sus tierras, a los universitarios a vender sus thesaurus, para hacerse con el libro prohibido; cuando, en una palabra,
Joyce era un ídolo que había sepultado a Proust y compañeros. Y mi pase, las
páginas del libro traducidos en Hélíx
(perfectamente y por un sacerdote —que ahora se puede decir—: el profesor
Manuel Trens).
Joyce
había dejado su obra maestra; ni hablaba de ella. Sus jornadas de trabajo y su conversación
giraban, desde hacía siete a ocho años, en torno a lo que iba a ser el gran
canto de la Noche: el libro sin título, Work
in progress, «obra en marcha» (Work
in progress, subrayaba — aludiendo a la mole — con su irrefrenable
inclinación al retruécano). Transition,
de Jolas, venía publicándolo saltuariamente y sin orden, conforme se terminaban
los fragmentos; Faber&Faber lanzaba desde Londres la edición popular de «Anna Livia», el mito en boca de
lavanderas que había de cerrar la primera parte del libro; y un grupo de amigos
y admiradores —Marichalar, entre ellos— publicaba su estadio plurilingüe acerca
de los nuevos experimentos joyceanos.
Pero
el irlandés, rico al fin, seguía imperturbable el camino de su soledad. Como
cuando —con la herencia del desorden, sin un céntimo y cargado de familia —
llevaba la contabilidad de un escocés, o daba clases en la «Berlitz School» de Trieste. Incapaz de
escribir una línea mercenaria, de redactar un artículo, en los tiempos de
miseria; podía —en estos de gloria— rehusar todo gesto de propaganda, arroparse
en un silencio que ha durado diez y siete años, para desesperación de editores
solícitos y comerciantes. Su único lujo, invitar a pocos amigos, siempre en el
mismo restaurante, a la misma mesa, idéntica minuta: comida exquisita —para los
convidados, que a él le bastaba unas hojas de ensalada (su pobre y su hechura
angélica no permitían más), una copa de vinillo blanco y dulce, y un sinfín de
cigarrillos. Y de allí, al filo de la medianoche, vuelta al trabajo, a su obra,
hasta las primeras luces. E igual por la tarde, tras al parva colación regada
con tila u otras hierbas.
Eso
sí, gustaba —a fuer de solitario— de la compañía al caer de la tarde. No para
hablar, entiéndase, que prefería escuchar como ensoñado. De las cuestiones del día
no le importaba más que la familia, la agonía del hombre, fiel a aquella
evasión de su Dédalus «para que sea capaz de aprender... lo que es
el corazón, lo que puede sentir un corazón» (como reza en la atinada prosa
que le ha dado Dámaso Alonso). Él seguía sumido en su epopeya, así la llamaba,
en messange book (mensaje y mentira).
Y su concepción de que todo vuelve a lo mismo, que nada se renueva y no hay tiempo
ni espacio (the same renew, dice con
frase triste y feroz), le ha permitido encerrar en una familia cualquiera toda
la Historia, toda la tragedia del mundo: desde los grandes a los humildes, a
virtuosos y viciosos. Por eso el personaje central —el barista Humphrey
Chimpden Earwicker — puede ser, sucesivamente y sin esfuerzo, el Varón, el
Monte, sir Pearce O´Keilly (earwicker
significa tijereta, perce-oreille),
Napoleón, Luzbel o ¿qué sé yo?, simplemente H.-C.-E., es decir: Here Comes Everybody, «aquí entra todo el mundo», un tipo
cualquiera, todo el linaje humano. Como su mujer, Anna Livia, es el Liffey —que
riega Dublín —, al agua: lo femenino. Todo el universo encerrado en una cáscara
de nuez.
Como
Pound, echaba su escéptica melancolía, o su timidez, a los juegos de palabras,
a la deformación chistosa de un vocablo, concertando los matices y sugerencias
de quien conoce a fondo una docena de lenguas. Famoso es aquel pasaje del Ulysses en que Dédalus decide quedarse,
porque ha viajado, imaginariamente, con «Sinbad
the Sailor and Tinbad the Tailor and Jinbad the Jailer and Whinbad the Whaler
and Ninbad the Nailer and Finbad the Failer...», etc., donde las sucesivas
deformaciones de «marino» van dando: sastre,
preso, ballenero, culpable, alquilón, aterido, reñidor, descorazonado y otras
cincuenta. Pero en su última obra hay más. «To
me or not to me Satis thy question», dice parodiando la sentencia
hamlética. «From qui qui quinet to miche
miche chelet and a jambebatiste to a brulo brulo», canturrea más abajo,
echando en un saco a Quinet y Michelet, a Giambattista Vico y a Giordano Bruno,
el que quemaron en el romano Campo de Fiori. Y Piccadilly es Pinkidandy, «The pilgrimace of Childe Horrid», la
obra preferida de Byron, y Benjamin Funkling, el inventor del pararrayos. Esto
era la vena de sus conversaciones, tras la que ocultaba la conciencia
filológica y el incansable afán estilístico más considerables de nuestro
tiempo. Ahí están las veinticinco páginas de «Anna Liria» — pulidas y revisadas a razón de veinticuatro horas por
página — cuyo inglés, más o menos alterado, el de las lavanderas, esconde los
nombres de quinientos ríos en loanza del Liffey. Pero ahí, también, esa su
lengua poética que no se había oído desde los días de Shakespeare: «When all is zed and done» (Cuando todo
esté dicho y acabado), por ejemplo, donde zed
es said: dicho, y con su alusión a la
zeta da idea de lo postrero. Y la delicadeza de empezar y terminar el libro a
mitad de frase, de una frase que es la misma (de modo que tras la última página
se vuelve a la primera, como en las partituras). Y con un pianissimo: el artículo the,
ni siquiera sílaba —un simple vibrar en la punta de las dientes—; más suave aún
que el susurro de la mujer dormida, el yes
con que concluye Ulysses.
Mas
ello supondría entrar en el estudio literario del irlandés, para cuyo tarea
otros hay más doctos y obligados que yo. Hoy me interesaba recordar, no más, su
figura humana. Ese su jugar con la ironía, ese traer a colación todo lo improper, todo lo shocking, para mostrar la vanidad de la vida y, en definitiva, para
celar uno de los corazones más púdicos y delicados que hayan nacido. Su frente
abombada de pensador y su mandíbula voluntariosa, corregidos por la ceguera y
por una sonrisa de Gioconda: he aquí un retrato acabado. Añádase las maneras
afables, y cierto orgullo o petulancia de introvertido. Y su andar erguido al
son de un bastón blanco.
¡Pobre
vidente! En su 57º cumpleaños, el 2 de febrero de 1939, recibía el primer
ejemplar de Work in Progress, que ahora
ya se llamaba Finnegan's Wake. Se
cerraban veinte años de trabajo diuturno; treinta de deambular, como judío, de
Dublín a París, Venecia, Roma, Zúrich, Trieste, Copenhague, y vuelta a París,
siempre a París. Lucía en un manicomio, Giorgio casado y con prole: James
Joyce, el desterrado voluntario, el padre y el poeta, podía buscar puerto
seguro en la tempestad que se acercaba. Creyó hallarlo en Zúrich, de nuevo, sin
sospechar que de esta vez iba a ser el definitivo. La noche del viernes, 13 de enero
de 1941, se despertó con un dolor atroz, de estómago. Le operaron a escape,
pero en la madrugada del 13 pasaba de esta vida.
La
guerra nos distrajo de su desaparición y ahí queda, para traducir, la sinfonía que
cierra el ciclo iniciado con Chamber
Music, al estallar la pasada contienda
Destino. Política de unidad , 280 (28 de noviembre de
1942), p.10.
El fantasma favorable de la rue de
l'Odéon
EMPEZÓ
todo con El artista adolescente, en
la espléndida versión de Alonso Donado, vulgo el joven y ya sabio filólogo
Dámaso Alonso, que para los alevines —devoradores de «L'Esprit Nouveau» y
alimentos análogos, en las tardes de la Biblioteca de Catalunya— constituyó la
incuestionable ejecutoria de los movimientos de vanguardia. Añade que para
entonces había cobrado cuerpo la leyenda de las travesías de la obra mayor de
Joyce, el Ulysses, lanzado desde
Francia —con los tipos de «maìtre»
Darancière— el día en que su autor cumplía los 40 años; pero sin posible acceso
a los países de su lengua, donde inquisitorialmente iban los ejemplares a la
hoguera (en Inglaterra con la presencia, se dijo, de un edecán del propio monarca).
Se contaba de los jóvenes baronets de
Oxford que empeñaban lo empeñable, expectativas de hacienda incluidas, por
hacerse con un ejemplar. Y así edición tras edición.
No
todos hubimos de aguardar a la versión francesa (por un lúcido equipo en que intervino
el propio autor) aparecida igualmente en el cumpleaños de Joyce —también con
aquella cubierta azul celeste—, pero siete años después (1929). Nuestro amigo,
y guía en tantas singladuras intelectuales, el doctor Manuel Trens, traía en la
manga y nos «cantaba» no pocos
pasajes de la edición de 1927, la inglesa por supuesto. No sin vencer sus
escrúpulos conseguimos tenerlos negro sobre blanco para nuestra revistilla «Hélix», tan deliciosamente vanguardista.
Acompañándolos con el ensayo de Lluís Montanyá, sobre la misma novela,
aparecieron en el número de febrero de 1930 y fueron las primeras traducciones
del Ulysses en cualquier lengua peninsular. Mas para firma de su versión
catalana, el sacerdote transigió a lo más con unas iniciales, y ni siquiera las
suyas (ingenuamente le mudé la T en R, por Railways).
Estábamos
empachados de Freud y a vueltas con el surrealismo (baste ver el ahora
celebrado número del «Butlletí» que
aquel mismo verano saqué con el entrañable Quimet Nubiola, partiendo del
material acumulado en la ya difunta revista vilafranquina). Y con semejante
armamentario, Joyce incluido, al año siguiente llegó uno a París en procura del
diploma del Institut des Hautes Etudes
Internationales. Dispuesto a promiscuar, esto es, las ceremoniosas salvas
de aplausos matutinos a los «monstruos»
Geouffre de Lepradelle, Le Fur o León Bourgeois (o, a prima tarde, las
elegantes disquisiciones dieciochescas de un Niboyet en la Fundación Carnegie,
boul. Saint-Germain) con las veladas ubuescas de Eluard, Péret y demás
surreales. Dalí el primero.
EN
una improvisada cena de los Dalí, de insólitas mantenencias más marinettianas
que surrealistas, cabalmente hallé el abridor para James Joyce. Que fue la
bella e intrépida Nancy Cunard, aquel «argent viu» que por dar en cabeza a la
acaudalada californiana y «salonnière» lady Emerald, su madre, y al prestigio
de la famosa naviera familiar andaba liada con el pianista negro Crowder, y
jugándose el tipo en las trifulcas por la proyección de «L’Age d’Or» buñueliana. Y fue Nancy, editora también, quien me
confió a la librera Sylvia Beach, la, editora de Ulysses y que, por decirlo con Dante, tenía «ambo le chiavi del cor di Federigo».
En
mi ruedo habitual quedaba a mano la rue de l'Odéon, donde la Shakespeare and Co., biblioteca
circulante para anglófonos y librería cuya vestal era miss Sylvia, una delicada
y cauta yanqui con mejillas de porcelana y pies del 42, muy a la moda de las
hodiernas monjas postconciliares. Suaviter
in modo, al «météque» aún no entrado en quintas expresó de antemano el
agradecimiento del maestro, quien por otra parte trabajaba muy intensamente en
su Work in Progress, y no se le debía
distraer, sobre que tampoco pasaba por allí a fecha fija. Y el meteco volvió
más veces, por si el azar.
Fumándose
lo que por comida iba a descontar su Mme. Durand, allí adquirió dos graciosas
«plaquettes» de tapa dorada con otros tantos fragmentos de esa ya legendaria
Obra en Marcha: el de Anna Livia
Plurabelle y The Mookse and the
Grapes. Como más tarde, saltándose no sé cuántas cenas, se hizo con el
reciente y esclarecedor Our Exagminatlon
round His Factification for Incamination of Work in Progress, con su docena
de estudios debidos a gente de fuste cual Marcel Brion, Robert McAlmon. Stuart
Gilbert, William Carlos Williams, Eugene Jolas (y el mejor, del entonces
desconocido Samuel Beckett). Y ya me tenéis enfrascado en las eruditas
disquisiciones sobre santo Tomás, Nicolás de Cusa, Dante, Giordano Bruno,
Giambattista Vico, en especial, imprescindibles, decían, para calar en las
formas, revueltas e intenciones de tal obra en marcha. Además de la sabia
contaminación de lenguas y jergas, los retruécanos, cambios de acepción verbal,
palabras-maleta o la lúdica invención verbal, en una tradición vigente, y
superándola, desde Rabelais y Merlín Cocal o Shakespeare y Góngora a Lewis
Carroll, E. Lear, Stramm, Arp, etcétera.
NO
sé si por la curiosidad de que en catalán se hubiera roto el fuego hispano con
el Ulysses, o ante el desusado
esfuerzo sobre Our Exagmination,
cierto es que en una de tales ideas sor Sylvia señaló fecha para la próxima
visita de Joyce. No es tan fiero el león como lo pintan. Y el día señalado,
allá me tienes ante un refinadísimo hidalgo huesudo y alto, si algo encorvado,
con una curiosa cara habsbúrgica de cuarto creciente en una cabeza de frente
abombada, alta como una torre, y un enorme ojo azul, el derecho, esforzándose
en nadar tras el cristal de a dedo. Mientras, la sedosa mano de pianista mecía
blandamente un bastón blanco, la boca fina y sonrisueña emitía una dulce voz
tenoril, bien marcadas las palabras, si con una economía que, queriendo ser
amable, casi cordial, olía a altivez.
Fue
sólo la primera impresión, imborrable aunque en las sucesivas costara ver
repetido el gesto. Pues se mostraría siempre con una franqueza, un abandono,
tal magnanimidad hacía el doctrino que uno era, como en pocos grandes he visto.
Se repitió, pues, el contacto: allí mismo o en un poco frecuentado café, de
esquina a una de las calles que dan a los Inválidos, próximo a su casa. Alguna
vez en compañía de mi amigo Lalller, un muchacho de Sciences Politiques, bretón, que se pirraba por la filología. Y qué
alucinantes parentescos verbales nos descubría Joyce. Yo, Anna Livia en mano, intentaba desentrañar palabras y frases que el
autor volvía claras como la luz, brillantemente matizándolas, reinventándolas,
aumentando si cabe su chispa y los efectos musicales. Con la magia de ir
desengarzando nombres menos o más mejorados— de los 500 o 700 ríos del mundo
entero embuchados dentro de aquel texto sin par, en homenaje al modesto Liffrey
de su ciudad natal: la náyade de rubia cabellera que dio mitológico origen a
Dublín. Y qué delicia, qué impagable espectáculo oírle recitar melodiosamente,
cantar casi, largas tiradas de aquel capitulo que, por milagro, se tornaba
plausible, inteligible, aunque perdieras la mayoría de las palabras.
LA
poliglotia del hablar de Joyce, esta es otra, cuando quería subrayar el aspecto
paródico. A chorro continuo y sin esfuerzo, abundando en voces y giros
italianos, o que entonces (sin más italiano que para consultar el manual de
Fumagalli o la Estética de Croce) me
sonaban a tales. Aquel su no velado italianismo, en abierto contraste con la
irónica suficiencia que hacia la Italia de los recientes Pactos de Letrán nos
imbuían los Basdevant y compaña. Italianismo que me movió a comunicarle, tras
la vacación, la oferta de mi maestro Rubió para ir de lector a Génova.
La
respuesta fue inmediata: nos veríamos en un restaurante próximo al boulevard
Montparnasse y cuyo nombre, al cabo de tantísimos años sigue en mi memoria, por
obra de los juegos de palabras y graciosas asociaciones que le sugería: «Aux Bonnes Choses». La comida fue regia
(él apenas si picoteó una seta, fumando sin parar, dándole al vino blanco),
sobre todo por la efusión. Luego de exaltarse en un paralelo entre Génova y su
Trieste, dos anfiteatros alzados para el dominio del más y asumir todas las
experiencias del ancho, mundo, pasemos a su personaje en gestación, ese Humphrey
Chimpden Earwicker que además de tabernero irlandés, borracho y pecador,
resulta ser sir Persse O'Reilly, el padre y sus dos varones en pugna, el propio
Joyce como escritor, y hombre, la ciudad enamorada de su esposa-río, Howth
Castle and Environs, Haveth Childers Everywhere, Here Comes Everybody,
simplemente H.C.E., toda la historia, sagrada y no, con su inevitable ciclo de
nacimiento, auge, decadencia y muerte, para volver a empezar: todo cuanto sabe
de reminiscencias, temores, remordimientos, expectativas, de mitos y oráculos
en las horas de sueño, pesadillas y duermevela que van desde el crepúsculo al
canto del gallo, desde el caos de la noche de los tiempos a la esperanza. Y
todo ello, inventando un lenguaje.
UNA
lección para siempre de la que algún partido me fue dado sacar en los primeros
años 40 —publicado ya el libro con su definitivo título, Finnegans Wake— para un trabajo que dio «Destino», muerto ya el maestro. Y es otra historia. Queda por
consignar el último regalo de Joyce, aquella noche. Cuando acercando
peligrosamente su ojo menos malo al billete que se sacó del bolso, leyó como me
confiaba a Ezra Pound, en Rapallo: la comendaticia para mi entrada en Italia.
Sí:
Jordi y James Joyce, los dos maestros, habían cambiado mi vida. Que fuera para
bien o para mal, de ambos es la responsabilidad, pero no he de ser yo quien lo
lamente. Oh, Dear Mister Berm’s Choice, in flew Enza, como tú —incurable
socarrón y humanístico— dijiste en la apócrifa carta para Our Exagmination, firmándote Yours veri tass. Vladimir Dixon.
Juan
Ramón MASOLIVER
La Vanguardia, 31 de enero de 1982, p.
51.
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