ARTE IMITATIVO Y ARTE DE CREACION
ESTA
es la estación del año en la que nuestros paisajistas abandonan la ciudad y se
trasladan al campo para pintar la eran diversidad de escenarios que ofrece la
Naturaleza, la transparencia de la atmósfera, la luminosidad del mar y de los
horizontes. Nuestras paisajistas devoran el paisaje con un deleite sensual tan
intenso, que en ciertos momentos dijérase que su pintura es la satisfacción de
una necesidad biológica, más que el resaltado de una operación del espirito.
Estos paisajistas confeccionan ahora aquellos montones de paisajes que, en
invierno, quincena tras quincena y con agobiadora monotonía, colgarán de las
paredes da nuestras Galerías de arte. La mayor parte de estos paisajes —adviértase
bien: la mayor parte, porque, como es natural, hay excepciones, valiosas
excepciones— han sido pintados sin un adarme de imaginación ni pizca de
espíritu creador. Son arte menor. Arte imitativo. Y, para mayor desdicha, no ve
traduce el más leve asomo de inquietud en esas formas vagas y en esos colores
desvaídos. ¿Dónde está aquella Barcelona tan inquieta, que se asimilaba,
comprendiéndolas todas las inquietudes europeas? Aquella Barcelona de las
Galerías Dalmau de la calle de Puertaferrisa, ¿dónde está? Se nos estafa
espiritualmente. Habrá quien pueda creer que esto sólo es un alto en la marcha.
Yo no lo creo. Esto es un arte comercial en lo que tiene de más adulador.
Porque la mayor parte de esos paisajes se parecen entre sí como una gota de agua
a otra. Esos paisajes tienen acaso una retina única? ¿Ven todos ellos el
paisaje del mismo modo? ¡No! Lo ven como lo ve el pintor de fama. Como lo ve el
pintor que vende más lienzos.
Por
fortuna, de tarde en tarde, rasgando la rutina y el industrialismo que
envuelven a nuestra pintura, brilla una clara luz de esperanza De vez en cuando
dan setales de vida algunos pintores que no pretenden copiar con sumisión los
episodios del natural, que esto es lo más cómodo, el arbitrio o pretexto para
dar salida a las dificultades, sino que crean. No son un ojo que copia sino una
inteligencia que ilumina y ordena. Estos pintores no ignoran que el cuadro
tiene su significado propio, su realidad propia, sus leyes propias. Y la
organización del cuadro es su capital preocupación. Buscan la expresión por
medio de la organización del cuadro. No pintan lo que ven, sino que proceden a
la organización del cuadro mediante una selección de elementos sacados de la
realidad objetiva hacerlos entrar en su universo subjetivo. E1 problema
dominante de la pintura ha sido siempre la organización del cuadro. La realidad
pictórica ha de insertarse en la realidad del mundo concreto provista de su
espacio particular y de unas leyes individuales. Estas leyes inmutables han
sido el cimiento básico de toda obra de arte, desde las épocas más remotas
hasta el academismo del ochocientos y el impresionismo, que ignoraron o
menospreciaron la arquitectura del cuadro. Para poner fin a las tendencias
disolventes del impresionismo, nació el cubismo, que volvió a los valores
plásticos fundamentales. Esta es la razón por la cual defiendo el cubismo desde
mi primer artículo, que data del año 1925. Porque soy tradicional hasta el
meollo de los huesos. Porque el tradicionalismo me sale por todos los poros.
Aunque los impresionistas —o sea; los subversivos, los anarquistas— me hayan
tildado muchas veces, y paradójicamente, de «vanguardista», de revolucionario. Por eso defiendo el cubismo.
Porque entronca, considerada desde un punto de vista tradicional con toda la
Historia del arte. Por eso seguiré defendiéndolo tanto más cuanto que aquí aun
vivimos de los restos o desechos del impresionismo.
En
los alrededores del año 1930 parecía que el cubismo y sus esfuerzos para volver
a los principios artísticos imperecederos eran algo lo en desuso, pasado de
moda. Y sin embargo, uno de los hechos sobresalientes de la guerra y de esta
trasguerra es una vuelta a sus preocupaciones. Los pintores que debutaron
durante el período 1935-1940 se preocupan, ante todo y sobre todo, de osamenta,
batallan para reagrupar los elementos naturales en una síntesis geométrica.
Esto es lo que ha hecho decir a ciertos aristarcos, pazguatos e indocumentados
que estos pintores «hacían una pintura de treinta años atrás». ¿A qué se debe atribuir este retoñar del cubismo? Al
hecho que el surrealismo, pintura de historia del siglo XX, anécdota vil,
explicada con el más mezquino, desacreditado, manido y resobado de los
academicismos, despreció también los valores plásticos fundamentales. Negó la
pintura en lo que tiene de más concreto y de más inmediato: su cuerpo, su
carne, su estructura.
Lo
que antecede viene a cuanto para anunciar que unos cuantos artistas jóvenes,
que pugnan por salir del callejón de amaneramiento y de la fabricación en serie
en que se hallaba estancada la pintura barcelonesa —Capdevilla, Castells, Rogent,
Boadella, Cobson, Aulestia, Puig Barella, Sandalias, Costa, Jorge Mercadé, Pons, Hurtuna, Jimeno-Navarro,
Morera, López-Obregón, Anita Solá de Imbert, Gusils, Hucre, Tort, Aurora
Altisent, Fornells, Ráfols, Alba, Nuria Picas, Busquets, Todo-García, María
Girona, Vallés, Tàpies, Cuixart— expondrán dentro de poco sus obras en las
Galerías Layetanas, unas Galerías Layetanas enteramente remozadas y conducidas
por el pulso diestro de J. A. Gaya Nuño. Esta Exposición colectiva que se
celebrará anualmente, lleva el título de «Salón de Octubre». No es este el momento de analizar las obras de estos
pintores y escultores, que no intentan la imposible utopía de los objetos del
mundo real, sino que llevan a cabo una labor de pura creación. Sólo resta
añadir que el «Salón de Octubre» destina una sala
especial a artistas consagrados de las generaciones precedentes que han
conservado aún el vigor de una juventud eterna: Rafael Benet, Jaime Mercadé,
Manuel Humbert, Bosch-Roger, Domingo Granyer, Daura, Rausachs y otros.
Destino
Año XII, Nº 578 (4 sep 1949), pp. 14-15.
***
PARA un espíritu algo encariñado con la compostura y el buen orden
mental, la contemplación desapasionada del aspecto general del arte moderno
resultará muy lejos de ser satisfactoria. La confusión y el desconcierto serán
los signos más claros y perceptibles que se le impondrán. Una obstinada
enemiga contra la realidad del musido visible y de su representación objetiva,
con la correspondiente secuela de una avasalladora apetencia de estilización y
arbitrariedad constituirán sin duda, la característica de nuestra época.
Rogamos al lector no extrañe que dejemos de contar dentro del panorama
del arte actual con aquellos que niegan poseer o repudian enérgicamente
cualquier contrato con el espíritu del tiempo y que, al ser interrogados sobre
sus sentimientos e ideas en relación al arte actual, contestan
indefectiblemente con su apelación, en palabras más o menos bien estudiadas, a
los ilustres ejemplos de los antepasados. Segregados por su propia voluntad y
de liberación, de la corriente de sus coetáneos, no podemos,
pues, tenerlos en cuenta.
Volviendo
al tema, hemos de notar cómo la especialización especulativa en cuyo
restringido círculo se ha encerrado el artista de hoy se sitúa en condición muy
inferior a la de cualquier otra época en que eran muchas menos las ideas que se
barajaban y muchísimo más concretas las pocas que se tenían. La totalidad de
ambición que caracterizó a los viejos artistas —por lo menos hasta donde
llegaban sus noticias sobre el universo— ha desaparecido por completo en el
alma de los de nuestros días. Cada artista actual, cuya obra recibe la
influencia de los tiempos, se limita a un mundo de vez en vez más reducido y
mezquino, a pesar de las pomposas palabras con que, sea él mismo, sean sus panegiristas,
pretendan rellenar la indigencia sustantiva del estado de espíritu que motiva
su actitud —análisis, síntesis, pasión, subconsciencia, introspección,
dubitación moral, interrogación filosófica. etc., hasta no acabar—. Se van profiriendo
palabras y palabras para justificar posiciones cada vez más desatinadas y
cohonestar la desorientación absoluta del artista actual. Aquí ya no hay norte,
sur, este ni oeste. El cuadrante se descompone en puro galimatías.
Incluso
contando con la inmensa proporción con que puedan contribuir a ese estado de
cosas el snobismo, la especulación, la publicidad, la marrullería y las ganas
de hurtar el cuerpo a la hora de la verdad, quedará todavía una gran parte que
nos veremos obligados a atribuir a un auténtico sentimiento de desazón.
Arrumbados
los antiguos preceptos escolásticos, como un limón exprimido, y desacreditadas
las viejas normas comunes de criterio en cuanto a gusto y sensibilidad en las
artes representativas, ni aquellos ni estas han podido ser aún sustituidas por
ninguna fraseología. Así, la carencia de una fe lo suficiente universal y
activa en el espíritu de sus cultivadores, no para suscitar una uniformidad, de
sentimientos y raciocinios, pero si apta para provocar una mayor claridad y
fijeza sobre qué ha de ser su aspiración final, les lleva a debatirse es
estériles lucubraciones.
No
ha de valer, en este caso, como en ningún otro no tendría que servir más que
para engañamos a nosotros mismos; sostenemos firmes en la suficiencia de tantos
que vemos profiriendo con campanuda voz: «nosotros, con Velázquez», eternas
gentes que están siempre de vuelta de todo sin haber ido nunca a ninguna parte,
ni menos aún pretender que todo el mundo anda loco con sus ansias, desasosiegos
y crisis de revisión, o que todos van jugando con trampa y mala fe y que somos
nosotros los únicos sensatos al mantenemos adheridos, como unos robustos
mejillones al casco viejo de un velero, sobre los mimos postulados y remascando
las mismas fórmulas, exhaustas e inoperantes, de la falsa sensatez.
Si
ellas fueron activas y eficaces un día, hoy sólo sirven ya para mantener, el
beato contentamiento de sus repetidores, quienes, bien hallados con los
estrechos horizontes a que los constriñen sus voluntarias anteojeras, no salen
ni saldrán de sus monótonas vueltas a la noria de la insignificancia y la
nadería. De toda su actividad, por mas obras pomposas y solemnes que lleguen a ofrecemos,
no te derivará ninguna aportación, en el sentido que sea, al acervo general de
hallazgos experiencias y adquisiciones que forma la historia del arte todo. Lo
que ellos pretenden decimos nos lo dijeron otros antes en el mismo lenguaje
pero con voz, ciertamente, mejor timbrada.
Nace
ya días — ¡y tantos! — que André Salmón bautizó con el nombre de «arte vivo» la
tendencia renovadora que representaba el cubismo del malagueño—entonces, aun,
con su característica greña de impoluto azabache, desaparecida hoy del todo.
Fue Picasso, en primer lugar y más que nadie, quien abrió la puerta a esa carrera
de truculencias desenfrenadas que hemos visto sucederse hasta la actual
descomposición, a la que, hoy por hoy, no se le ve el fin.
No
vale, como decimos, rechazarlo todo en nombre de una tradición que no existe,
ni atribuir la desorientación actual al puro afán de singularidad, o
incapacidad creadora. No se sostiene un «bluff» durante medio siglo, corno hace
ya que viene durando ese periodo de crisis en el arte moderno. Mucho hubo y hay
de verdad en la inquietud de los tiempos, con la gigantesca remoción de
conceptos ha traído consigo, y la insatisfacción de las conciencias frente a
los innúmeros interrogantes con que se enfrentan. Pero de aquí a pretender dar
por bueno, cierto y cabal una camino que no es camino, sino dispersión sin
dirección ni término, y proclamar un dogmatismo sin credo ni doctrina a
propósito de la compenetración existente entre la época y ese arte que en ella
se produce, va un gran trecho.
Porque,
en verdad, nadie que tenga un mínimo de sentido común podrá negar esa identidad
y esa correspondencia. Identidad con su época, la han tenido tantos y tantos
artistas de todos los tiempos y países, buenos, medianos y malos que ello, para
su estimación como creadores de belleza, no representa nada en absoluto. No
tendremos que retroceder mucho en la historia para encontrar, por ejemplo, al
bueno de monsieur Bouguereau recogiendo laureles y provechos que le vertían a
manos llenas sus contemporáneas, cuyo espíritu tan bien se reflejaba en la obra
del pintor. Entretanto, los impresionistas, que no representaban el espíritu de
su tiempo pero que pintaban con toda el alma, cosechaban abucheos y fracasos. Y
fueron éstos, trabajando en un desierto espiritual sin límites, con sólo unos
cuantos amigos al lado, quienes, a la larga, tuvieron razón.
Seguro
es que Bouguereau era, tanto como puedan serlo los artistas de hoy, un
inequívoco, fiel y revelador exponente de su época, como decimos. Pero seguro
es también que en lo que se refiere a la pintura, su obra no contó entonces
como no cuenta para nada hoy. Como documento social, sí, desde luego. Un bien
preparado y profundo sociólogo puede extraer de las realizaciones del gran
«pompier» infinito caudal de aleccionamiento y reflexiones de orden moral,
político y filosófico. Un pintor que quiera pintar y pero el cual los problemas
de su arte sean los que de esta actitud dimanan, no encontrará en ellas nada
absolutamente. En cuanto a lo que viene llamándose arte moderno, tenemos para
nosotros que la condición de representativa de su tiempo, condición que asume
con elocuencia irrefragable, es igualmente la más importante de sus cualidades.
Destino Año XII, Nº 579 (11 sep
1949), pp. 16.
***
UNA POLÉMICA ARTÍSTICA
ENTRE IMITATIVOS Y ABSTRACTOS
Catedral de Rouen de Monet
(1892-1893)
|
He
aquí el primer paso para una polémica que, en distintas formas, viene
planteándose desde hace muchísimos años en todos los países. Impresionistas o
cubistas abstractos o surrealistas, los caminos del arte moderno van
divergiendo. Indiscutiblemente, el arte de nuestro siglo parece carecer de
unidad. Corroído por toda clase de especulaciones, vive su frenesí polémico y
apologético. Y cuando el temporal arrecia sólo se admiten las actitudes
cerradas. Pintores y críticos tienen que engancharse al carro que mejor les
satisface y desde aquel momento cualquier juicio viene mediatizado por las
exigencias del dogma aceptado. La actitud ideológica fuerza la visión plástica.
Y la libertad se rompe en mil pequeñas libertades que gritan a coro su
vigencia, de la misma manera que el poliedro general del arte se rompe en mil
facetas dispares.
No
somos partidarios de un eclecticismo cómodo y bien pensante. Pero precisamente
por no querer ser víctimas de un espejismo puramente histórico nos vemos obligados
a defender una actitud que sólo aparentemente es ecléctica. Trátase de
prescindir de las inclinaciones o necesidades inmediatas que pueden obligar a un
pintor a adscribirse a una tendencia determinada, y es preciso acudir a la
obra, a la obra misma, sin ideologías intermediarias, como un objeto en sí,
histórico tan sólo porque ha sido elaborado en una fecha determinada, pero ya
con aquella vida aparte y trascendental que tienen las obras de siglos atrás.
Entonces se produce el curioso fenómeno de que muchas oposiciones se disuelven,
de que el no y el sí absolutos no tienen sentido porque sólo cuenta la
partícula de verdad que pudo atesorar una obra cualquiera. Incluso la época
empieza a tener una sorprendente unidad y la polémica es sólo un vago rumor sin
importancia. Quiero decir que el hecho de defender a Monet a base de atacar a
Picasso, o al revés, se convierte en un absurdo. En realidad, lo que pasa es
que nos interesan profundamente, entrañablemente, Monet y Picasso Este último,
para realizar su obra quizá tuvo la necesidad casi biológica de atacar los
principios que informan la de Monet. Pero esto es sólo una actitud práctica,
una exigencia histórica: no afecta a «la calidad de ambas». Sólo nosotros, en
la ceguera polémica, podemos imaginar que el impresionismo es disolvente o el
cubismo una extravagancia. En realidad, Monet y Picasso son facetas de esta
cosa ideal, siempre incompleta por humana, que pretende realizar el arte. Si
Monet sacrificaba los valores constructivos para alcanzar otros más
indeterminados de atmósfera y materia, en Picasso, agudizando los primeros, se
echan de menos los segundos. Lo que se llama razón no la tiene ninguno o la tienen
todos.
Retrato de una chica joven de Picasso
(1914)
|
Es
en este sentido que protestamos del terreno absurdo en que quisiera plantearse
ahora la vida artística actual. Por prejuicio ideológico no queremos frenar
nuestra capacidad de admiración, no podemos reducir las posibilidades de
nuestro paladar. La época es espléndida en el sentido de que ofrece una carta
variadísima. Sólo por exceso de pesimismo o por deficiencia de nuestra
sensibilidad podemos quejamos. Hay la vida actual y la antigua, lo que aflora
entre los rastrojos de una campiña de Siria y lo que se expone en una sala de
París. Si merece la pena, lo amamos todo, nos interesa todo. Lo dulce y lo
amargo, lo elemental y lo excesivamente condimentado. No podemos renunciar a
este milagro de una vida múltiple, variada, que sólo se opone en la pequeñez
del momento. Así, nosotros continuaremos defendiendo nombres y obras
aparentemente opuestos, como en los museos pasamos tranquilamente de una piedra
egipcia a un Watteau, de una tabla sienesa a un ídolo azteca, de un Pietro
Cavallini a un Rembrandt, de un relieve asirio a un grupo de Bernini.
Destino,
nº 581 (25 de septiembre de 1948). pp. 15-16
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