martes, 18 de abril de 2017

Debate sobre el arte abstracto (Destino, septiembre de 1949).


Georges Braque, La guitare (Mandora, La Mandore).
(1909-10)
AL MARGEN DEL «SALON DE OCTUBRE»
ARTE IMITATIVO Y ARTE DE CREACION
ESTA es la estación del año en la que nuestros paisajistas abandonan la ciudad y se trasladan al campo para pintar la eran diversidad de escenarios que ofrece la Naturaleza, la transparencia de la atmósfera, la luminosidad del mar y de los horizontes. Nuestras paisajistas devoran el paisaje con un deleite sensual tan intenso, que en ciertos momentos dijérase que su pintura es la satisfacción de una necesidad biológica, más que el resaltado de una operación del espirito. Estos paisajistas confeccionan ahora aquellos montones de paisajes que, en invierno, quincena tras quincena y con agobiadora monotonía, colgarán de las paredes da nuestras Galerías de arte. La mayor parte de estos paisajes —adviértase bien: la mayor parte, porque, como es natural, hay excepciones, valiosas excepciones— han sido pintados sin un adarme de imaginación ni pizca de espíritu creador. Son arte menor. Arte imitativo. Y, para mayor desdicha, no ve traduce el más leve asomo de inquietud en esas formas vagas y en esos colores desvaídos. ¿Dónde está aquella Barcelona tan inquieta, que se asimilaba, comprendiéndolas todas las inquietudes europeas? Aquella Barcelona de las Galerías Dalmau de la calle de Puertaferrisa, ¿dónde está? Se nos estafa espiritualmente. Habrá quien pueda creer que esto sólo es un alto en la marcha. Yo no lo creo. Esto es un arte comercial en lo que tiene de más adulador. Porque la mayor parte de esos paisajes se parecen entre sí como una gota de agua a otra. Esos paisajes tienen acaso una retina única? ¿Ven todos ellos el paisaje del mismo modo? ¡No! Lo ven como lo ve el pintor de fama. Como lo ve el pintor que vende más lienzos.
Por fortuna, de tarde en tarde, rasgando la rutina y el industrialismo que envuelven a nuestra pintura, brilla una clara luz de esperanza De vez en cuando dan setales de vida algunos pintores que no pretenden copiar con sumisión los episodios del natural, que esto es lo más cómodo, el arbitrio o pretexto para dar salida a las dificultades, sino que crean. No son un ojo que copia sino una inteligencia que ilumina y ordena. Estos pintores no ignoran que el cuadro tiene su significado propio, su realidad propia, sus leyes propias. Y la organización del cuadro es su capital preocupación. Buscan la expresión por medio de la organización del cuadro. No pintan lo que ven, sino que proceden a la organización del cuadro mediante una selección de elementos sacados de la realidad objetiva hacerlos entrar en su universo subjetivo. E1 problema dominante de la pintura ha sido siempre la organización del cuadro. La realidad pictórica ha de insertarse en la realidad del mundo concreto provista de su espacio particular y de unas leyes individuales. Estas leyes inmutables han sido el cimiento básico de toda obra de arte, desde las épocas más remotas hasta el academismo del ochocientos y el impresionismo, que ignoraron o menospreciaron la arquitectura del cuadro. Para poner fin a las tendencias disolventes del impresionismo, nació el cubismo, que volvió a los valores plásticos fundamentales. Esta es la razón por la cual defiendo el cubismo desde mi primer artículo, que data del año 1925. Porque soy tradicional hasta el meollo de los huesos. Porque el tradicionalismo me sale por todos los poros. Aunque los impresionistas —o sea; los subversivos, los anarquistas— me hayan tildado muchas veces, y paradójicamente, de «vanguardista», de revolucionario. Por eso defiendo el cubismo. Porque entronca, considerada desde un punto de vista tradicional con toda la Historia del arte. Por eso seguiré defendiéndolo tanto más cuanto que aquí aun vivimos de los restos o desechos del impresionismo.
En los alrededores del año 1930 parecía que el cubismo y sus esfuerzos para volver a los principios artísticos imperecederos eran algo lo en desuso, pasado de moda. Y sin embargo, uno de los hechos sobresalientes de la guerra y de esta trasguerra es una vuelta a sus preocupaciones. Los pintores que debutaron durante el período 1935-1940 se preocupan, ante todo y sobre todo, de osamenta, batallan para reagrupar los elementos naturales en una síntesis geométrica. Esto es lo que ha hecho decir a ciertos aristarcos, pazguatos e indocumentados que estos pintores «hacían una pintura de treinta años atrás». ¿A qué se debe atribuir este retoñar del cubismo? Al hecho que el surrealismo, pintura de historia del siglo XX, anécdota vil, explicada con el más mezquino, desacreditado, manido y resobado de los academicismos, despreció también los valores plásticos fundamentales. Negó la pintura en lo que tiene de más concreto y de más inmediato: su cuerpo, su carne, su estructura.
Lo que antecede viene a cuanto para anunciar que unos cuantos artistas jóvenes, que pugnan por salir del callejón de amaneramiento y de la fabricación en serie en que se hallaba estancada la pintura barcelonesa —Capdevilla, Castells, Rogent, Boadella, Cobson, Aulestia, Puig Barella, Sandalias, Costa,  Jorge Mercadé, Pons, Hurtuna, Jimeno-Navarro, Morera, López-Obregón, Anita Solá de Imbert, Gusils, Hucre, Tort, Aurora Altisent, Fornells, Ráfols, Alba, Nuria Picas, Busquets, Todo-García, María Girona, Vallés, Tàpies, Cuixart— expondrán dentro de poco sus obras en las Galerías Layetanas, unas Galerías Layetanas enteramente remozadas y conducidas por el pulso diestro de J. A. Gaya Nuño. Esta Exposición colectiva que se celebrará anualmente, lleva el título de «Salón de Octubre». No es este el momento de analizar las obras de estos pintores y escultores, que no intentan la imposible utopía de los objetos del mundo real, sino que llevan a cabo una labor de pura creación. Sólo resta añadir que el «Salón de Octubre» destina una sala especial a artistas consagrados de las generaciones precedentes que han conservado aún el vigor de una juventud eterna: Rafael Benet, Jaime Mercadé, Manuel Humbert, Bosch-Roger, Domingo Granyer, Daura, Rausachs y otros.
Destino Año XII, Nº 578 (4 sep 1949), pp. 14-15.
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LOS INTERROGANTES DEL ARTE MODERNO
PARA un espíritu algo encariñado con la compostura y el buen orden mental, la contemplación desapasionada del aspecto general del arte moderno resultará muy lejos de ser satisfactoria. La confu­sión y el desconcierto serán los signos más claros y perceptibles que se le impondrán. Una obstina­da enemiga contra la realidad del musido visible y de su representa­ción objetiva, con la correspondien­te secuela de una avasalladora ape­tencia de estilización y arbitrarie­dad constituirán sin duda, la carac­terística de nuestra época.
Rogamos al lector no extrañe que dejemos de contar dentro del pa­norama del arte actual con aquellos que niegan poseer o repudian enér­gicamente cualquier contrato con el espíritu del tiempo y que, al ser interrogados sobre sus sentimientos e ideas en relación al arte actual, contestan indefectiblemente con su apelación, en palabras más o me­nos bien estudiadas, a los ilustres ejemplos de los antepasados. Segre­gados por su propia voluntad y de liberación, de la corriente de sus coetáneos, no podemos, pues, tenerlos en cuenta.
Volviendo al tema, hemos de notar cómo la especialización especulativa en cuyo restringido círculo se ha encerrado el artista de hoy se sitúa en condición muy inferior a la de cualquier otra época en que eran muchas menos las ideas que se barajaban y muchísimo más concretas las pocas que se tenían. La totalidad de ambición que caracterizó a los viejos artistas —por lo menos hasta donde llegaban sus noticias sobre el universo— ha desaparecido por completo en el alma de los de nuestros días. Cada artista actual, cuya obra recibe la influencia de los tiempos, se limita a un mundo de vez en vez más reducido y mezquino, a pesar de las pomposas palabras con que, sea él mismo, sean sus panegiristas, pretendan rellenar la indigencia sustantiva del estado de espíritu que motiva su actitud —análisis, síntesis, pasión, subconsciencia, introspección, dubitación moral, interrogación filosófica. etc., hasta no acabar—. Se van profiriendo palabras y palabras para justificar posiciones cada vez más desatinadas y cohonestar la desorientación absoluta del artista actual. Aquí ya no hay norte, sur, este ni oeste. El cuadrante se descompone en puro galimatías.
Incluso contando con la inmensa proporción con que puedan contribuir a ese estado de cosas el snobismo, la especulación, la publicidad, la marrullería y las ganas de hurtar el cuerpo a la hora de la verdad, quedará todavía una gran parte que nos veremos obligados a atribuir a un auténtico sentimiento de desazón.
Arrumbados los antiguos preceptos escolásticos, como un limón exprimido, y desacreditadas las viejas normas comunes de criterio en cuanto a gusto y sensibilidad en las artes representativas, ni aquellos ni estas han podido ser aún sustituidas por ninguna fraseología. Así, la carencia de una fe lo suficiente universal y activa en el espíritu de sus cultivadores, no para suscitar una uniformidad, de sentimientos y raciocinios, pero si apta para provocar una mayor claridad y fijeza sobre qué ha de ser su aspiración final, les lleva a debatirse es estériles lucubraciones.
No ha de valer, en este caso, como en ningún otro no tendría que servir más que para engañamos a nosotros mismos; sostenemos firmes en la suficiencia de tantos que vemos profiriendo con campanuda voz: «nosotros, con Velázquez», eternas gentes que están siempre de vuelta de todo sin haber ido nunca a ninguna parte, ni menos aún pretender que todo el mundo anda loco con sus ansias, desasosiegos y crisis de revisión, o que todos van jugando con trampa y mala fe y que somos nosotros los únicos sensatos al mantenemos adheridos, como unos robustos mejillones al casco viejo de un velero, sobre los mimos postulados y remascando las mismas fórmulas, exhaustas e inoperantes, de la falsa sensatez.
Si ellas fueron activas y eficaces un día, hoy sólo sirven ya para mantener, el beato contentamiento de sus repetidores, quienes, bien hallados con los estrechos horizontes a que los constriñen sus voluntarias anteojeras, no salen ni saldrán de sus monótonas vueltas a la noria de la insignificancia y la nadería. De toda su actividad, por mas obras pomposas y solemnes que lleguen a ofrecemos, no te derivará ninguna aportación, en el sentido que sea, al acervo general de hallazgos experiencias y adquisiciones que forma la historia del arte todo. Lo que ellos pretenden decimos nos lo dijeron otros antes en el mismo lenguaje pero con voz, ciertamente, mejor timbrada.
Nace ya días — ¡y tantos! — que André Salmón bautizó con el nombre de «arte vivo» la tendencia renovadora que representaba el cubismo del malagueño—entonces, aun, con su característica greña de impoluto azabache, desaparecida hoy del todo. Fue Picasso, en primer lugar y más que nadie, quien abrió la puerta a esa carrera de truculencias desenfrenadas que hemos visto sucederse hasta la actual descomposición, a la que, hoy por hoy, no se le ve el fin.
No vale, como decimos, rechazarlo todo en nombre de una tradición que no existe, ni atribuir la desorientación actual al puro afán de singularidad, o incapacidad creadora. No se sostiene un «bluff» durante medio siglo, corno hace ya que viene durando ese periodo de crisis en el arte moderno. Mucho hubo y hay de verdad en la inquietud de los tiempos, con la gigantesca remoción de conceptos ha traído consigo, y la insatisfacción de las conciencias frente a los innúmeros interrogantes con que se enfrentan. Pero de aquí a pretender dar por bueno, cierto y cabal una camino que no es camino, sino dispersión sin dirección ni término, y proclamar un dogmatismo sin credo ni doctrina a propósito de la compenetración existente entre la época y ese arte que en ella se produce, va un gran trecho.
Porque, en verdad, nadie que tenga un mínimo de sentido común podrá negar esa identidad y esa correspondencia. Identidad con su época, la han tenido tantos y tantos artistas de todos los tiempos y países, buenos, medianos y malos que ello, para su estimación como creadores de belleza, no representa nada en absoluto. No tendremos que retroceder mucho en la historia para encontrar, por ejemplo, al bueno de monsieur Bouguereau recogiendo laureles y provechos que le vertían a manos llenas sus contemporáneas, cuyo espíritu tan bien se reflejaba en la obra del pintor. Entretanto, los impresionistas, que no representaban el espíritu de su tiempo pero que pintaban con toda el alma, cosechaban abucheos y fracasos. Y fueron éstos, trabajando en un desierto espiritual sin límites, con sólo unos cuantos amigos al lado, quienes, a la larga, tuvieron razón.
Seguro es que Bouguereau era, tanto como puedan serlo los artistas de hoy, un inequívoco, fiel y revelador exponente de su época, como decimos. Pero seguro es también que en lo que se refiere a la pintura, su obra no contó entonces como no cuenta para nada hoy. Como documento social, sí, desde luego. Un bien preparado y profundo sociólogo puede extraer de las realizaciones del gran «pompier» infinito caudal de aleccionamiento y reflexiones de orden moral, político y filosófico. Un pintor que quiera pintar y pero el cual los problemas de su arte sean los que de esta actitud dimanan, no encontrará en ellas nada absolutamente. En cuanto a lo que viene llamándose arte moderno, tenemos para nosotros que la condición de representativa de su tiempo, condición que asume con elocuencia irrefragable, es igualmente la más importante de sus cualidades.
Destino Año XII, Nº 579 (11 sep 1949), pp. 16.

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UNA POLÉMICA ARTÍSTICA
ENTRE IMITATIVOS Y ABSTRACTOS
Catedral de Rouen de Monet
(1892-1893)
EL lector que haya seguido atentamente los comentarios artísticos que se han publicado en estas páginas en las últimas semanas, tiene derecho a hacer un gesto de perplejidad. Su situación es la del aficionado que no sabe a qué atenerse frente a solicitudes opuestas y contradictorias. Entre dos polos opuestos que pueden sintetizarse en los dos artículos «Arte imitativo y arte de creación» y «Los interrogantes del arte moderno», firmados, respectivamente, por Sebastián Gasch y Juan Cortés, casi no queda tabla donde agarrarse. Gasch se muestra entusiasta de lo que califica de arte de creación, que en este caso equivale a la pintura abstracta de raíces cubistas que priva actualmente en París. En consecuencia, rehúsa violentamente todo arte de tipo imitativo, vuelve a calificar de disolvente el impresionismo y considera que la organización del cuadro debe ser el factor dominante en él. En su defensa del cubismo rechaza tanto el academicismo, como el realismo y el surrealismo. Juan Cortés, en cambio, no comparte en modo alguno este entusiasmo. Aunque abominando también del pastiche, considera que el arte moderno se ha perdido en un exceso de lucubraciones. «El cuadrante se descompone en puro galimatías» — escribe —. Aunque admita la honradez de ciertas desazones e inquietudes. Las considera nefastas, llenas de truculencias innecesarias. Con toda intención saca a cuenta el nombre de Bougereau para afirmar que en el día de mañana el arte actual tendrá únicamente un interés de curiosidad histórica. Por su evocación nostálgica de otras épocas se advierte que considera equivocados los esfuerzos plásticos de la nuestra.
He aquí el primer paso para una polémica que, en distintas formas, viene planteándose desde hace muchísimos años en todos los países. Impresionistas o cubistas abstractos o surrealistas, los caminos del arte moderno van divergiendo. Indiscutiblemente, el arte de nuestro siglo parece carecer de unidad. Corroído por toda clase de especulaciones, vive su frenesí polémico y apologético. Y cuando el temporal arrecia sólo se admiten las actitudes cerradas. Pintores y críticos tienen que engancharse al carro que mejor les satisface y desde aquel momento cualquier juicio viene mediatizado por las exigencias del dogma aceptado. La actitud ideológica fuerza la visión plástica. Y la libertad se rompe en mil pequeñas libertades que gritan a coro su vigencia, de la misma manera que el poliedro general del arte se rompe en mil facetas dispares.
No somos partidarios de un eclecticismo cómodo y bien pensante. Pero precisamente por no querer ser víctimas de un espejismo puramente histórico nos vemos obligados a defender una actitud que sólo aparentemente es ecléctica. Trátase de prescindir de las inclinaciones o necesidades inmediatas que pueden obligar a un pintor a adscribirse a una tendencia determinada, y es preciso acudir a la obra, a la obra misma, sin ideologías intermediarias, como un objeto en sí, histórico tan sólo porque ha sido elaborado en una fecha determinada, pero ya con aquella vida aparte y trascendental que tienen las obras de siglos atrás. Entonces se produce el curioso fenómeno de que muchas oposiciones se disuelven, de que el no y el sí absolutos no tienen sentido porque sólo cuenta la partícula de verdad que pudo atesorar una obra cualquiera. Incluso la época empieza a tener una sorprendente unidad y la polémica es sólo un vago rumor sin importancia. Quiero decir que el hecho de defender a Monet a base de atacar a Picasso, o al revés, se convierte en un absurdo. En realidad, lo que pasa es que nos interesan profundamente, entrañablemente, Monet y Picasso Este último, para realizar su obra quizá tuvo la necesidad casi biológica de atacar los principios que informan la de Monet. Pero esto es sólo una actitud práctica, una exigencia histórica: no afecta a «la calidad de ambas». Sólo nosotros, en la ceguera polémica, podemos imaginar que el impresionismo es disolvente o el cubismo una extravagancia. En realidad, Monet y Picasso son facetas de esta cosa ideal, siempre incompleta por humana, que pretende realizar el arte. Si Monet sacrificaba los valores constructivos para alcanzar otros más indeterminados de atmósfera y materia, en Picasso, agudizando los primeros, se echan de menos los segundos. Lo que se llama razón no la tiene ninguno o la tienen todos.
Retrato de una chica joven de Picasso
(1914)
Ya bien sé que esto parece el eclecticismo puro, un acomodamiento total a las circunstancias. Pero antes de emitir este fallo conviene advenir que en el ruido del arte de épocas ya alejadas no hacemos otra cosa que aplicar este criterio. A nadie se le ocurrirá polemizar entre la estatuaria griega o los mosaicos bizantinos, entre Rafael y Velázquez. Sena absurdo. Cada uno de estos nombres tiene un sentido y aporta algo concreto a la sensibilidad plástica mundial. Pueden ser opuestos ideológicamente, pero, sin embargo, sabemos que al margen de nuestras simpatías, son verdades firmes, repitámoslo, aunque incompletas por humanas. De la manera ciertas oposiciones actuales sólo tienen un interés ideológico; no afectan ni a los artistas ni a las obras. Hace poco. Miró calificaba a Dalí de pintor de corbatas, y Dalí podía considerar a Miró como pintor de alfombras. Todo esto es natural y lógico e incluso divertido si lo vemos a través de la pequeña anécdota de las actitudes respectivas, pero en rigor tiene un interés muy relativo; no obsta para que un aficionado al margen pueda interesarse por Miró y pueda interesarse por Dalí. En realidad esto es lo que pasa. En la Prensa se ínsula los del bando contrario; pero en la intimidad sólo queda un goce más profundo que no se atiene a estas contradicciones. Y sabemos de más de un cubista que se estremece frente a un Corot, como de más de un realista que admira fervorosamente a Picasso. Cuando no hay obligaciones previas se afirma la última definitiva verdad de la pura calidad, de unos valores absolutos que están por encima de tendencias y escuelas.
Es en este sentido que protestamos del terreno absurdo en que quisiera plantearse ahora la vida artística actual. Por prejuicio ideológico no queremos frenar nuestra capacidad de admiración, no podemos reducir las posibilidades de nuestro paladar. La época es espléndida en el sentido de que ofrece una carta variadísima. Sólo por exceso de pesimismo o por deficiencia de nuestra sensibilidad podemos quejamos. Hay la vida actual y la antigua, lo que aflora entre los rastrojos de una campiña de Siria y lo que se expone en una sala de París. Si merece la pena, lo amamos todo, nos interesa todo. Lo dulce y lo amargo, lo elemental y lo excesivamente condimentado. No podemos renunciar a este milagro de una vida múltiple, variada, que sólo se opone en la pequeñez del momento. Así, nosotros continuaremos defendiendo nombres y obras aparentemente opuestos, como en los museos pasamos tranquilamente de una piedra egipcia a un Watteau, de una tabla sienesa a un ídolo azteca, de un Pietro Cavallini a un Rembrandt, de un relieve asirio a un grupo de Bernini.
Destino, nº 581 (25 de septiembre de 1948). pp. 15-16

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