Enrique Andrés Ruiz, escritor y crítico de arte
“La
llamada ‘cultura contemporánea’ es
una totalización ideológica”
Ignacio
Peyró. Madrid Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961), que
publicó el año pasado la “ronda de historias” de Los montes antiguos, los collados eternos (Encuentro), edita ahora
en Fondo de Cultura Económica Las dos
hermanas, una antología de la poesía española e hispanoamericana del sigloXX sobre pintura. El autor ha querido hablar con La Gaceta acerca de la relación de ambas artes a través del prisma
de su antología.
-En
alguna ocasión, se ha señalado que el viejo oficio de pintor ha dado paso al
oficio inconcreto de “artista”.
-Bueno,
la idea inicial que yo mismo, en la introducción a esta antología, he esbozado,
es que no podemos hablar hoy por las buenas de la subsistencia de la vieja
hermandad entre poesía y pintura, por la sencilla razón de que ya “no hay” (institucionalmente, me refiero)
pintura o escultura o dibujo, sino el dominio absoluto de una totalización
estética llamada “arte contemporáneo”,
construida precisamente sobre la abolición o la ruina de aquellas viejas
prácticas artísticas concretas. Este arte expandido es, así pues, producto más
bien de la estética y sus reflexiones; por tanto, un postulado ideológico, más
concretamente político, no una inocente evolución estilística como las de la
historia del arte. A eso se debe que los propios términos “arte contemporáneo” o “cultura
contemporánea” tengan enseguida ese característico aire connotativo, como
una especie de contraseña, que sugiere enseguida el propósito de transformación
radical que no ha sido posible en la realidad. Pero en fin, de todo esto, las
instituciones culturales administradas por el progresismo radical son muy
conscientes, pero las que están en manos conservadoras, incluso bancarias, no
parecen darse cuenta ni le conceden demasiada importancia, como si fuera cosa
neutral de nuestros tiempos.
-Además
de Manuel Machado, que, según usted refiere, es “quien lleva más arriba la hermandad de la poesía y la pintura”, hay
otros también egregios en este ámbito, de Alberti a Moreno Villa…
-Sí,
sí, claro, está Moreno Villa, además de poeta, pintor, y crítico muy perspicaz.
De Moreno Villa yo recuerdo con emoción la lectura de una indagación suya, por
archivos y registros, de los datos biográficos reales de aquellos bufones y
enanos de la Corte austriaca de tan inolvidable presencia en Velázquez. Es un
librito muy olvidado que, sin embargo, dice mucho de aquellas sabandijas de
palacio en cuyos ojos Velázquez –según decía Ramón Gaya– estaba viendo la
mirada de Dios... Bueno, y luego está Alberti y su libro famoso, A la pintura, el libro sin duda de un
pintor..., Unamuno y su Cristo de
Velázquez (aunque esto es otra cosa y no es, exactamente la pintura lo que
le importa a Unamuno) y está Eguren, quien también pintó, y Lorca y su Oda a Salvador Dalí, el propio Gaya, y
muchos otros...
-La
inclusión de algunos nombres –Pino, Bonet, Pujol– contentará a quienes siempre
los han defendido, pero para muchos serán nuevos…
-Creo
que sí, que puede haber nombres que quizá no resultaban previstos, pero ese es
el único interés que puede tener una antología. En concreto, unos poemas de
Caneja, o el de Carriedo sobre Caneja.
También están los poemas de Rafael Sánchez Mazas, que escribió mucho
sobre pintura, hasta llegar a planear un libro, Tacto y geometría del arte de
pintar, y fue presidente del patronato del Museo de Prado. Y hay unos poemas
estupendos de Fina García Marruz o Eliseo Diego a partir de pinturas
holandesas. Y hay cosas curiosas, por ejemplo un poema del ecuatoriano Jorge
Carrera Andrade que viene a explicar la procedencia de aquella canción tan
famosa que decía:
"Yo quiero que a mí me entierren
como a mis antepasados...”
como a mis antepasados...”
-¿Es
especialmente difícil hacer ese “donoso
escrutinio” del antólogo en la poesía contemporánea?
-Por
lo que respecta a los nombres más actuales, la pintura y las imágenes tuvieron
mucha importancia para los poetas españoles de los setenta. Se trataba de
poetas muy esteticistas, que muchas veces se fijaron en cuadros concretos de la
historia del arte. Y sigue habiendo poetas cuya dedicación a la crítica o al
comentario sobre pintura es de enorme relevancia, por ejemplo Juan Manuel
Bonet, Sánchez Robayna o Luis Pérez Oramas... No creo que sea muy difícil. En
realidad, lo único que cabría exigir a las antologías poéticas es que no
incurrieran en la repetición de otras, que es lo que suelen hacer los
profesores cuando se lanzan a la tarea; y pedirles sobre todo que les importe
algo ese trabajo, que les concierna por algo más que por una exigencia
académica o profesional.
-Un
momento particularmente importante en la relación poesía-pintura parece ser el
de los años setenta. ¿No hubo también una eclosión en la época de las
vanguardias?
-En
los años setenta, lo que hubo fue una radicalización estética y, por tanto,
política del arte, las formas y maneras bajo las que hoy, ya codificadas, se
presenta el arte contemporáneo proceden de entonces, y la asociación de
vanguardia con transformación social, también. Por eso, datan de entonces
muchas manifestaciones de lo que se llamó luego “arte expandido”, en las que las viejas disciplinas artesanales
perdían sus fronteras específicas; es un momento de mucha poesía visual, más o
menos trufada de conceptualismo, etc. Y naturalmente, muchas veces las artes
plásticas se literaturizaron y la poesía se visualizó. Pero esto sería materia
de otras antologías, que por lo demás ya están hechas, lo que he querido es
algo más modesto: reunir un ramo de poemas sobre pintura, aquellos en los que
la pintura y lo visual es el tema.
-¿Hasta
qué punto cree usted que el testimonio de los poetas es útil en un momento en
que apenas somos capaces de entender, de tolerar incluso, el legado recibido de
belleza?
-Belleza,
o la idea de belleza, no es algo, como decían mis viejos profesores, “pacífico en la doctrina”, y en realidad,
la estética arranca de la cancelación de aquella noción metafísica y su
diseminación o relativización en el gusto y el juicio modernos. Pero esto no
puede invitar, como parece hacerlo tantas veces, a desgarrarse las vestiduras.
San Agustín mismo tenía una idea muy concreta sobre la belleza en el sentido
clásico (otra cosa es la hermosura o resplandor de lo real). Pero no hemos
perdido la belleza o la verdad como se pierde un paraguas. Son palabras que el
pensamiento conservador gusta de asociar a lo que llama valores, es decir, esas
cosas que esa misma mentalidad coloca en el altar de los símbolos amados para
que no entorpezcan las prácticas o los intereses reales, que son los verdaderos
manaderos de la fealdad y la inhumanidad que exhibe nuestro mundo. En pocas
palabras: un mundo de competitividad predatoria no puede ser hermoso, por mucho
que creamos que la belleza perdida pertenece a nuestro orden simbólico.
-Afirma
usted que esa hermandad entre poesía y pintura ha sido superada. Por otra
parte, ¿no ha cambiado esa tradición que daba la primacía a la poesía?
-Bueno,
lo que digo es que el pensamiento hoy dominante, cuya idea motriz es la
progresividad histórica, la ha de dar por superada. Y así lo hace, aquellas dos
viejas hermanas tenían sus talleres independientes como oficios independientes
que eran. El arte total de hoy no es un oficio. Y luego tenían una intención
común, que era la imitación de lo real, de lo creado, y en ese objetivo venían
a confluir complementariamente. Esto tampoco puede existir hoy, porque el lema
del nuevo arte totalizado es precisamente su pretensión creativa y creadora de
lo real (la realidad como obra política), que no se reclina ante ninguna otra
creación previa. En cuanto a la antigua primacía de la poesía, es verdad:
poesía, en la idea de Aristóteles, frente a la historia, tenía que ver a fin de
cuentas con un relato de sentido universal, general, mientras que la pintura
siempre estuvo vinculada a la reproducción de las cosas efímeras de la
realidad. Hoy, sin embargo, en el mundo-pantalla en que vivimos, las imágenes
han destronado sin duda a la palabra, que era la fuente de una verdad que
nuestro mundo seguramente juzga autoritaria, no producida, como la de hoy, por
la política o por la cultura.
-Por
último, un decurso. En ‘Los montes antiguos, los collados eternos’, ha puesto por escrito historias y memorias
que de otra manera hubieran quedado sin decir...
-Esa
fue desde luego la intención que guió la escritura de esa novela, aquella misma
poesía, que en el sentido aristotélico decíamos que fundó la épica y la
tragedia, también determinó una idea de la historia como narración del sentido,
hasta llegar a la novela moderna, que por eso resulta tan histórica. En la
literatura los héroes y los personajes siempre han hallado el destino (como
decía Walter Benjamin), el éxito, es decir, la redención o significado que a
cualquier vida real le niegan el infortunio y la muerte. Yo he querido recoger,
ciñéndome a un trozo de una España ya desaparecida (mi vieja Soria natal, entre
ciudad y campo), las historias sin redención literaria de muchas gentes, pero
también los sueños de lo contrario, es decir, las esperanzas siempre fracasadas
que toda aquella gente antigua tuvo de redención, de salvación, de gloria, de
destino novelesco, de que su vida tuviera ese sentido imposible. Más que una
novela es una ronda de historias, en el sentido antiguo.
La Gaceta.
Lunes, 16 de enero de 2012.
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