Icono de J. E. Cirlot. / Poema de las Variaciones fonovisuales de Cirlot, 1972. |
Nuestros granos de arena
VIVIR EN LO IMPOSIBLE
...
No me busques ya nunca por hierbas y cristales,
no
me busques ya nunca, no me busques ya nunca...
Juan
Eduardo CIRLOT
LO
que son las cosas: cuando, hace bien pocos días, en Badalona, coincidentes en
un jurado literario, comentábamos con Ángel Marsá —pozo de humanidades y humanismos—
lo divino y lo humano, y él, ancho, sonoro, sonriente, de pronto entristecido
decía: «los amigos se mueren»; yo,
por dentro, me acordé de Juan Eduardo Cirlot, todavía con vida, claro que sí;
pero —lo que son las cosas— sin saber cómo, a veces, anda uno en presagios,
como en inminencias, entre voces de augurio. No era raro, en esas cercanas
alturas, tener en la mente el nombre de Juan Eduardo Cirlot: el querido doctor
Ramón Sarró nos lo venía diciendo en voz baja: «Cirlot se muere»; la enfermedad lo estaba devorando a galope; «Cirlot se muere», y nos parecía mentira;
cincuenta y seis años; años de fiebre creadora; de trabajo sin tregua; de
poesía en el sueño y en la sangre: de proyectos; de fecundas contradicciones;
de hallazgos líricos de primera calidad; de indagaciones; de pacientes,
apasionadas búsquedas por la música, por el arte, por la filosofía; por su
amada Edad Media. «Cirlot se muere»,
y no íbamos a verle; pensábamos hacerlo cada día; pero se nos helaba la sangre,
incapaces de un diálogo sereno con aquel hombre fuerte y cáustico; Cirlot se
hubiera dado cuenta de que llevábamos en los labios la seca noticia de su muerte;
no valemos para eso, para esas palabras que se dicen a los que, todavía en pie,
están irremediablemente en la orina del abismo. Y ahora nos duele; nos duele no
haberle acompañado por las últimas llanuras del vivir, fingiendo esperanzas,
rememorando viejos diálogos; pero no valemos para eso. «Cirlot se muere»...; pasaban los días... Cirlot ha muerto; él, que
vivió con la vida cruzada por la idea de la muerte:
...Vivo en la transparencia de la
muerte...
Y,
por otra parte, preferimos recordarle con su aire de hombre firme, seguro de
sus sueños, de sus mitos; recordar su cabeza romana de grandes ojos tristes, de
labios hechos para una sed sin término; que su recuerdo ande por sus
despiadadas displicencias; en sus delirantes fervores; en su extraño mundo de
desplantes y soledades; de ingenuas confesiones y hermetismos indescifrables;
en sus urgencias, siempre de paso hacia el trabajo, y sus tenacidades de
increíble autodidacta; hacia sus lecturas incesantes; hacia sus temas
insólitos; sus especializaciones prodigiosas; rumbo al umbral de la
ultrarrealidad, objeto y fin de sus afanes.
Lo
que son las cosas: su nombre estaba también al borde de la pluma en bien
recientes días, mientras escribía mi pequeña crónica «Corbata nupcial»; estaba a punto de ponerlo y no lo puse. Pero,
mientras escribía, no podía quitarme su nombre de la cabeza; tal vez hubiera
sido gracioso ponerlo; tal vez se me hubiera escapado la cometa de las manos,
como suele acontecerme a poco que me descuide. La corbata que me cortaron en
aquel memorable aperitivo andaluz, precisamente me la habla regalado Juan
Eduardo Cirlot, poco antes de salir yo de Barcelona: era por los comienzos del
año 1947; se trata de una corbata que él llevaba por entonces; era de tonos lilas;
y fue objeto por mi parte de ironías y pesadeces que él soportaba y contestaba
con gracia erudita e hiriente; mis bromas eran en cuanto al color, y a
propósito de su bello libro poético, ya publicado por aquellas fechas, «Donde las lilas crecen», que ilustró
Olga Sacharoff.
Un
buen día, permutamos, entre bromas y veras: él me regaló la corbata y yo un
ejemplar de «Residencia en la tierra»,
de Neruda, que, en aquellos tiempos, había que adquirir de matute; libro que
tan marcada influencia había de causar en su manera poética. Entonces, en el
año 1947, me disponía yo a marcharme a Andalucía, y Cirlot a dejar, como fuera,
su empleo en el Banco Hispano Americano; él publicaba «Susan Lerox», cuya dedicatoria dice: «A José Cruset, en los días de su segundo amor perdido»; «Segundo amor perdido» se titula el
primerizo libro de poesía que publiqué yo en 1947. Estuve un año largo fuera de
Barcelona; nos escribíamos; conservo alguna de sus cartas («... Aunque habites en el Ponto Euxino y hayas
olvidado el latín, recuerdas la boca de la mujer romana. Oh, pequeño Ovidio,
cuántas "Ars amandi" tienes escondidas debajo del chaleco. Te veo
rodeado de labriegos y de estrellas, de muros de contención y de
esperanzas...»); cartas, algunas, bellísimas como la de 12 de julio 1947,
en la que me dice que va a casarse en agosto: «...Se queman los campanarios jóvenes de los pueblos poseídos, se envían
participaciones encendidas de frutas, se venden las joyas olvidadas en los
rincones de la miseria; se compran muebles, se adquieren espacios, se deshacen
equívocos de toda especie, y se piden urgentemente, muy urgentemente, los
documentos necesarios. Ahora, yo sólo vivo en la espera de una partida de
bautismo; la de ella, la de Gloria, mi Gloria. Cuando llegue esa partida que
debería estar escrita con letras azules en una hoja de esmeralda, la llevaré en
triunfo hasta el antiquísimo sacerdote cristiano que vive en su cubículo...».
De
la irresistible y clara vocación poética de esos tiempos juveniles arranca toda
la obra de este deshumanizadamente humano Juan Eduardo Cirlot, acostumbrado a
las lides del silencio. Pedimos cuidado y examen para la hondura y variedad de
su extensa tarea; pedimos comprensión para sus contradicciones que no son por
ambivalencia sino por implícita síntesis, por búsqueda de «otra cosa»; pedimos asombro para sus sueños; asombro y admiración
por su denodada voluntad de vivir en lo imposible; pedimos entendimiento —ahí
está la obra, tensa, derramando sugerencias; himno al silencio y la soledad que
gravitan sobre el hombre—; pedimos respeto para sus sentimientos imaginarios;
pedimos proximidad para su forma de melancolía, la que no llega a confesarse;
pedimos luces para comprender su secreta entrega a realizar su existencia; y su
esfuerzo para intentar que algo llegue a existir con las palabras; pedimos
asentimiento y atención porque su obra poética versa fundamentalmente sobre
experiencias espirituales; pedimos reflexión para su voz cuando se hace himno;
para su empeño en buscar lo imposible...
Juan
Eduardo Cirlot creyó, con Séneca, que la muerte no está solamente en el futuro,
sino en el pasado, en el presente; que la muerte es cuanto se pierde, se
diluye, se marcha; cuanto se anhela y no se tiene; la vida no le va —no le iba—,
porque para él es, era, casi una muerte y, a pesar de sentir su fuerte
atracción, la realidad le resulta ajena, extraña; de ahí, su vibrante refugio en
lo poético, en los símbolos, los mitos: estaría, pues, en la otra orilla de lo
que significa y representa el «Cant
espiritual» maragalliano. De ahí, su interés, en arte, por la abstracción,
en cuanto niega el mundo exterior, el de la evidencia de los sentidos; de ahí,
su pasión por el gótico, aferrado a la definición de Warringer: «afán dinámico de espacios y mundos
diferentes»; su manera surrealista; su vivir, como él deja dicho, en un
universo de «espirales interiores,
similar a las miniaturas irlandesas medievales».
Hay
en la poesía de este inesperado Juan Eduardo Cirlot dos momentos de intento de
solución mística; mejor, dos momentos en los que la poesía se torna religiosa,
y el poeta vuelve los ojos hacia «donde
las lilas crecen»:
...Es allí donde están y permanecen
las palabras del sueño y de la rosa,
las desoladas cosas de la duda.
Es un lugar donde las lilas crecen...
Esos
dos momentos son «Cordero del abismo»
(1946) y «Las oraciones oscuras»
(1966)
De «Cordero del abismo» son estos secos, delgados, preciosos salmos:
De «Cordero del abismo» son estos secos, delgados, preciosos salmos:
... Alabad al Señor como los bosques
alabad al Señor como las fuentes,
alabad al Señor como las fuentes,
alabad al Señor como los vientos,
alabad al Señor como los montes,
alabad al Señor como las águilas,
…
Al Señor de los Cielos, alabadle...
A
las «oraciones oscuras» pertenecen
estas «letanías»:
Torre del firmamento entre las alas
Torre de los topacios en las cruces
…
Torre donde las frentes son estrellas
Ora pro me
Rosa del ruiseñor que nunca nace
…
Estrella de esperanza en la ceniza
…
Reina de las ternuras de los muertos...
Cuando, mucho antes de la publicación de «Las oraciones oscuras», le pregunté sí volvería a los caminos de «Cordero del abismo», me contestó, en cifra, como solía: «Por lo menos en la hora de la muerte deseo que sea una gran fiesta»...
José
CRUSET
La Vanguardia Española,
19 de mayo de 1973, p. 15.
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