El
claustro de Sant Cugat
PROMETIAMOS en un artículo
anterior dedicado al monasterio de San Cugat ocuparnos más detenidamente de su
claustro, que fue declarado monumento nacional el 26 de marzo de 1925, y más
concretamente de los capiteles esculpidos que sostienen las dobles arcadas,
porque los consideramos documento de suma importancia para el arte catalán de
los siglos XII y XIII.
Las iglesias de la alta
Edad Media, es decir la expresión del arte románico del siglo XI, no poseen
apenas adorno escultórico, sino que su ornato consistía en pinturas o mosaicos,
y en los objetos que atesoraban en su interior: imágenes, revestimientos de
altar, objetos litúrgicos. Al parecer la escultura como parte integrante de la
arquitectura era desconocida en el oscuro lapso de tiempo transcurrido entre el
reinado del opulento Justiniano y la querella de las investiduras. Se fija en
el año 1060 la fecha en que empieza a surgir, simultáneamente en diversas
regiones y sin explicación suficiente, un atisbo de escultura. Los capiteles
acusan en un principio formas abstractas y de tosco relieve, luego,
paulatinamente, ostentan una decoración rica, de motives antropomórficos. La
ruta de Santiago, desde Moissac, Toulouse, Conques hasta Santiago de Compostela,
resume un auténtico renacimiento de la escultura. Está escultura monumental de
magníficos portales que admiran a cuantos pasan por delante de la iglesia,
tiene en Cataluña y Rosellón una versión algo diferente. No es el reclamo
estrepitoso de una fachada sino una recóndita expresión, recatada al interior
de los claustros, reducida al pequeño espacio de un capitel; una escultura
pequeña y forzada pero de un vigor y una expresividad geniales. Uno de los más
preclaros ejemplos es el claustro de Sant Cugat del Vallés.
En 1013 el conde de
Barcelona, Raimond Borrell, suministró al entonces abad de Sant Cugat, Guitart,
la suma necesaria para comenzar las obras del claustro. Según cuenta Santiago
Alcolea en su "Le monastére de Sant Cugat" (París, 1959), existen
documentos que parecen acreditar a un cierto Fedancius, escultor y arquitecto,
como director de las obras del claustro; no se trataba del claustro actual,
sino de un primero, más sencillo, de arcadas simples. También este autor cita
la dádiva de Saurina de Claramunt, “para que una lámpara iluminara de noche el
claustro”, como prueba de que en 1217, fecha de la dádiva, el actual claustro
de Sant Cugat debía estar concluido. Ello parece confirmado por la inscripción
—extraña muestra de personalismo en la época del anonimato artístico— que
figura en el ángulo noroeste del claustro: HEC EST ARNALLI SCULPTORIS FORMA
CATELLI QUI CLAUSTRUM TALE CONSTRVXIT PERPETUALE. Este nombre de Arnau Cadell
—que también ha sido interpretado como Gatell— consta además en los archivos
del monasterio. La inscripción grabada en la piedra se halla debajo de un
capitel corintio que describe, precisamente, un escultor que esculpe un
capitel, mientras le contempla un monje. Al parecer fue ese Cadell quien, a
mediados del siglo XII, comenzó, además, el claustro de Sant Pere de Galligans,
el vecino de la catedral de Gerona —lo que si es cierto, es que los tres
claustros revelan indiscutibles afinidades— y a su labor infatigable se ha
atribuido también los portales de Santa María de Besalú y de la catedral de
Manresa.
En opinión de Puig y
Cadafalch, abonada por la de Gudiol, el claustro de Sant Cugat debió de
construirse, sin grandes interrupciones, a finales del siglo XII, y
posiblemente fue el legado de mil escudos de Guillem de Claramunt, el que dio impulso
a las obras en 1190: legado destinado a las obras del claustro y también a los
gastos que pudiera ocasionar el transporte de su cadáver, a lomos de una mula,
hasta el monasterio, donde habla de hallar eterno descanso
El estilo de los
capiteles del claustro de Sant Cugat, revelan ya un arte elaborado, en vías de
decadencia. Junyent les clasifica en cuatro series: corintios, ornamentales,
figurativos e historiados. Una división más científica pero menos imaginativa
que la de Peray, quien en 1908 les dividía en: ornamentales derivados de la
forma corintia romana, bíblicos, referentes a la orden o al monasterio, que
tratan de la industria, y aquellos que tratan de la agricultura. Naturalmente,
los que despiertan un más fácil interés son los figurativos y los historiados
que se inspiran, como era tradición en la época, en las miniaturas que
ilustraban los códices que guardaban celosos todos los monasterios.
La primera galería del
claustro que se construyó fue la que se halla al fondo, según se accede,
orientada al este, y que tiene la inscripción del escultor Cadell de que
hablábamos. De entre todos los capiteles, cautivan la vista inmediatamente uno
central que describe una divertida escena de músicos y bailarinas y otros tres
dedicados a episodios de la vida de Jesús: el lavatorio, la natividad en tres
episodios (Anunciación, Jesús en el pesebre entre el asno y el buey, Adoración
de los magos) y la presentación de Jesús en el templo en que la Virgen sostiene
el Niño sobre el altar mientras José ofrece cuatro palomos en los pliegues de
su manto.
A continuación se levantó
la galería norte, opuesta al lado de la iglesia, en la que destacan dos
capiteles, que describen la vida monástica: uno con el abad seguido de siete
monjes —con los capuchones puestos o colgando de modo que dejan ver la tonsura—
que se aproximan a la iglesia: otro representa un monje en pie que se dirige a
otros dos, sentados, que le escuchan meditabundos.
La galería oeste, primera
que se halla al entrar, ofrece una pintoresca versión de la parábola del pobre
Lázaro; primero lamido por los perros cuando mendiga a la puerta del rico
Epulón; luego la muerte de éste, llorado por su mujer y gozosamente recibido
por el diablo, y, por fin, el pobre Lázaro glorificado es transportado por los
ángeles al cielo. Otro de los capiteles describe otra parábola: la del buen
pastor.
La galería sur, contigua
a la iglesia, fue la última y la escultura de sus capiteles acusa una mayor
libertad estilística y una más divertida tendencia a lo anecdótico. La historia
de Adán y Eva, por ejemplo, culmina en una vulgar escena casera en la que Eva
hila su huso mientras Adán recoge leña. La de Noé y su arca flotando sobre las
olas, la de Abraham. Se reproducen en otros capiteles la degollación de los
Inocentes, la huida a Egipto, la multiplicación de los panes, la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén, y otro aún culmina con la gloriosa
resurrección.
Marius Schneider |
Pero, además de estos
capiteles, en que la anécdota divierte por motivos quizás extraartisticos, hay
muchos otros. Son en total ciento cuarenta y' cuatro, y en su mayoría pueden
catalogarse de ornamentales, con motivos florales y animalísticos. Animales
domésticos, animales salvajes, animales fantásticos, animales de la mitología
oriental. Precisamente fue esta representación animal la que inspiró al erudito
alemán Marius Schneider la comparación o paralelo con las interpretaciones
musicales de Oriente, que dan a cada animal un valor de notación musical.
Especialmente en la India, donde, siempre según Schneider, existen textos del
siglo XIV que así lo prueban. No supone, claro está, que estos textos
posteriores a la construcción del claustro de Sant Cugat influyeran en los
ritmos de distribución de los distintos animales en determinados capiteles,
sino que afirma la existencia de tradición común, sigilosa y perfectamente
secreta, que dictaba imperiosa la temática animalística medieval de la que
nuestros claustro —con sus águilas, bueyes, centauros, animales fabulosos,
gallos, leones, ovejas, pájaro canoro y pavo real— no pudo evadirse. La teoría
es sugestiva y absolutamente demencial. Abona en su cordura el hecho de que el
erudito alemán publicara sobre este tema un voluminoso estudio de cuatrocientas
setenta y dos páginas y que el volumen en cuestión viera luz gracias a nuestro
Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Para Schneider el arte de
lo sonidos es el más puro y excelso, el primero que rigió los destinos del
hombre en las civilizaciones pretotémicas, cuando hombre y animal anudaron
mediante grito y rugido, un indisoluble lazo. Respecto al claustro de Sant
Cugat, el erudito alemán demuestra que los capiteles no fueron esculpidos al
azar, sino que la distribución de animales obedeció ciegamente a una secreta
ley de ritmos y equivalencias que tiene su clave en una notación musical.
Descubierta ésta por Schneider, nos sorprende y nos asombra que lo que
proclaman a todos los vientos los capiteles de Sant Cugat es ni más ni menos
que una melodía.
Tras complicadísimos
cálculos y estudios de equivalencias, llega Schneider a la conclusión de que
los capiteles del claustro entonan un himno. Un rigoroso himno que todos
nosotros, ignorantes, no habíamos sabido oír. Aquí lo transcribimos,
directamente reproducido del fabuloso libro de Schneider, con el fin de
divulgar esta —hoy por hoy— extraña teoría.
Destino. Año XXXII,
No. 1661 (2 agosto 1969) pp. 36-37
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