domingo, 2 de abril de 2017

"El claustro de Sant Cugat" de Maria Lluïsa Borrás (y una nota sobre Marius Schneider)


El claustro de Sant Cugat
PROMETIAMOS en un artículo anterior dedicado al monasterio de San Cugat ocuparnos más detenidamente de su claustro, que fue declarado monumento nacional el 26 de marzo de 1925, y más concretamente de los capiteles esculpidos que sostienen las dobles arcadas, porque los consideramos documento de suma importancia para el arte catalán de los siglos XII y XIII.
Las iglesias de la alta Edad Media, es decir la expresión del arte románico del siglo XI, no poseen apenas adorno escultórico, sino que su ornato consistía en pinturas o mosaicos, y en los objetos que atesoraban en su interior: imágenes, revestimientos de altar, objetos litúrgicos. Al parecer la escultura como parte integrante de la arquitectura era desconocida en el oscuro lapso de tiempo transcurrido entre el reinado del opulento Justiniano y la querella de las investiduras. Se fija en el año 1060 la fecha en que empieza a surgir, simultáneamente en diversas regiones y sin explicación suficiente, un atisbo de escultura. Los capiteles acusan en un principio formas abstractas y de tosco relieve, luego, paulatinamente, ostentan una decoración rica, de motives antropomórficos. La ruta de Santiago, desde Moissac, Toulouse, Conques hasta Santiago de Compostela, resume un auténtico renacimiento de la escultura. Está escultura monumental de magníficos portales que admiran a cuantos pasan por delante de la iglesia, tiene en Cataluña y Rosellón una versión algo diferente. No es el reclamo estrepitoso de una fachada sino una recóndita expresión, recatada al interior de los claustros, reducida al pequeño espacio de un capitel; una escultura pequeña y forzada pero de un vigor y una expresividad geniales. Uno de los más preclaros ejemplos es el claustro de Sant Cugat del Vallés.
En 1013 el conde de Barcelona, Raimond Borrell, suministró al entonces abad de Sant Cugat, Guitart, la suma necesaria para comenzar las obras del claustro. Según cuenta Santiago Alcolea en su "Le monastére de Sant Cugat" (París, 1959), existen documentos que parecen acreditar a un cierto Fedancius, escultor y arquitecto, como director de las obras del claustro; no se trataba del claustro actual, sino de un primero, más sencillo, de arcadas simples. También este autor cita la dádiva de Saurina de Claramunt, “para que una lámpara iluminara de noche el claustro”, como prueba de que en 1217, fecha de la dádiva, el actual claustro de Sant Cugat debía estar concluido. Ello parece confirmado por la inscripción —extraña muestra de personalismo en la época del anonimato artístico— que figura en el ángulo noroeste del claustro: HEC EST ARNALLI SCULPTORIS FORMA CATELLI QUI CLAUSTRUM TALE CONSTRVXIT PERPETUALE. Este nombre de Arnau Cadell —que también ha sido interpretado como Gatell— consta además en los archivos del monasterio. La inscripción grabada en la piedra se halla debajo de un capitel corintio que describe, precisamente, un escultor que esculpe un capitel, mientras le contempla un monje. Al parecer fue ese Cadell quien, a mediados del siglo XII, comenzó, además, el claustro de Sant Pere de Galligans, el vecino de la catedral de Gerona —lo que si es cierto, es que los tres claustros revelan indiscutibles afinidades— y a su labor infatigable se ha atribuido también los portales de Santa María de Besalú y de la catedral de Manresa.
En opinión de Puig y Cadafalch, abonada por la de Gudiol, el claustro de Sant Cugat debió de construirse, sin grandes interrupciones, a finales del siglo XII, y posiblemente fue el legado de mil escudos de Guillem de Claramunt, el que dio impulso a las obras en 1190: legado destinado a las obras del claustro y también a los gastos que pudiera ocasionar el transporte de su cadáver, a lomos de una mula, hasta el monasterio, donde habla de hallar eterno descanso

El estilo de los capiteles del claustro de Sant Cugat, revelan ya un arte elaborado, en vías de decadencia. Junyent les clasifica en cuatro series: corintios, ornamentales, figurativos e historiados. Una división más científica pero menos imaginativa que la de Peray, quien en 1908 les dividía en: ornamentales derivados de la forma corintia romana, bíblicos, referentes a la orden o al monasterio, que tratan de la industria, y aquellos que tratan de la agricultura. Naturalmente, los que despiertan un más fácil interés son los figurativos y los historiados que se inspiran, como era tradición en la época, en las miniaturas que ilustraban los códices que guardaban celosos todos los monasterios.
La primera galería del claustro que se construyó fue la que se halla al fondo, según se accede, orientada al este, y que tiene la inscripción del escultor Cadell de que hablábamos. De entre todos los capiteles, cautivan la vista inmediatamente uno central que describe una divertida escena de músicos y bailarinas y otros tres dedicados a episodios de la vida de Jesús: el lavatorio, la natividad en tres episodios (Anunciación, Jesús en el pesebre entre el asno y el buey, Adoración de los magos) y la presentación de Jesús en el templo en que la Virgen sostiene el Niño sobre el altar mientras José ofrece cuatro palomos en los pliegues de su manto.
A continuación se levantó la galería norte, opuesta al lado de la iglesia, en la que destacan dos capiteles, que describen la vida monástica: uno con el abad seguido de siete monjes —con los capuchones puestos o colgando de modo que dejan ver la tonsura— que se aproximan a la iglesia: otro representa un monje en pie que se dirige a otros dos, sentados, que le escuchan meditabundos.
La galería oeste, primera que se halla al entrar, ofrece una pintoresca versión de la parábola del pobre Lázaro; primero lamido por los perros cuando mendiga a la puerta del rico Epulón; luego la muerte de éste, llorado por su mujer y gozosamente recibido por el diablo, y, por fin, el pobre Lázaro glorificado es transportado por los ángeles al cielo. Otro de los capiteles describe otra parábola: la del buen pastor.
La galería sur, contigua a la iglesia, fue la última y la escultura de sus capiteles acusa una mayor libertad estilística y una más divertida tendencia a lo anecdótico. La historia de Adán y Eva, por ejemplo, culmina en una vulgar escena casera en la que Eva hila su huso mientras Adán recoge leña. La de Noé y su arca flotando sobre las olas, la de Abraham. Se reproducen en otros capiteles la degollación de los Inocentes, la huida a Egipto, la multiplicación de los panes, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, y otro aún culmina con la gloriosa resurrección.
Marius Schneider
Pero, además de estos capiteles, en que la anécdota divierte por motivos quizás extraartisticos, hay muchos otros. Son en total ciento cuarenta y' cuatro, y en su mayoría pueden catalogarse de ornamentales, con motivos florales y animalísticos. Animales domésticos, animales salvajes, animales fantásticos, animales de la mitología oriental. Precisamente fue esta representación animal la que inspiró al erudito alemán Marius Schneider la comparación o paralelo con las interpretaciones musicales de Oriente, que dan a cada animal un valor de notación musical. Especialmente en la India, donde, siempre según Schneider, existen textos del siglo XIV que así lo prueban. No supone, claro está, que estos textos posteriores a la construcción del claustro de Sant Cugat influyeran en los ritmos de distribución de los distintos animales en determinados capiteles, sino que afirma la existencia de tradición común, sigilosa y perfectamente secreta, que dictaba imperiosa la temática animalística medieval de la que nuestros claustro —con sus águilas, bueyes, centauros, animales fabulosos, gallos, leones, ovejas, pájaro canoro y pavo real— no pudo evadirse. La teoría es sugestiva y absolutamente demencial. Abona en su cordura el hecho de que el erudito alemán publicara sobre este tema un voluminoso estudio de cuatrocientas setenta y dos páginas y que el volumen en cuestión viera luz gracias a nuestro Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Para Schneider el arte de lo sonidos es el más puro y excelso, el primero que rigió los destinos del hombre en las civilizaciones pretotémicas, cuando hombre y animal anudaron mediante grito y rugido, un indisoluble lazo. Respecto al claustro de Sant Cugat, el erudito alemán demuestra que los capiteles no fueron esculpidos al azar, sino que la distribución de animales obedeció ciegamente a una secreta ley de ritmos y equivalencias que tiene su clave en una notación musical. Descubierta ésta por Schneider, nos sorprende y nos asombra que lo que proclaman a todos los vientos los capiteles de Sant Cugat es ni más ni menos que una melodía.
Tras complicadísimos cálculos y estudios de equivalencias, llega Schneider a la conclusión de que los capiteles del claustro entonan un himno. Un rigoroso himno que todos nosotros, ignorantes, no habíamos sabido oír. Aquí lo transcribimos, directamente reproducido del fabuloso libro de Schneider, con el fin de divulgar esta —hoy por hoy— extraña teoría.


Destino. Año XXXII, No. 1661 (2 agosto 1969) pp. 36-37

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