EL sacrificio tiene la
función de apaciguar las violencias intestinas, de impedir que estallen los
conflictos. Pero las sociedades que carecen de ritos típicamente sacrificiales,
como la nuestra, consiguen perfectamente prescindir de ellos; es indudable que
la violencia intestina no está ausente, pero jamás se desencadena hasta el
punto de comprometer la existencia de la sociedad. El hecho de que el
sacrificio y las demás formas rituales puedan desaparecer sin consecuencias
catastróficas debe explicar en parte la impotencia a su respecto de la
etnología y de las ciencias religiosas, nuestra incapacidad para atribuir una
función real a tales fenómenos culturales. Nos resulta difícil concebir como
indispensables unas instituciones de las que, según parece, no sentimos ninguna
necesidad.
Entre una sociedad como
la nuestra y las sociedades religiosas existe tal vez una diferencia cuyo
carácter decisivo pudiera muy bien ocultarnos los ritos y más especialmente el
sacrificio, si desempeñaban respecto a ella un papel compensador. De este modo
quedaría explicado que la función del sacrificio siempre se nos haya escapado.
A partir del momento en que la violencia intestina rechazada por el sacrificio
revela ligeramente su naturaleza, se presenta, como acabamos de ver, bajo la
forma de la venganza de la sangre o blood
feud, que no desempeña en nuestro mundo más que un papel insignificante o
incluso nulo. Tal vez sea por ahí por donde convenga buscar la diferencia de
las sociedades primitivas, la fatalidad específica de que nos hemos librado y que
el sacrificio no puede, evidentemente, apartar, pero sí mantener dentro de unos
límites tolerables.
¿Por qué la venganza de
la sangre constituye una amenaza insoportable en todas partes por donde
aparece? Ante la sangre derramada, la única venganza satisfactoria consiste en
derramar a su vez la sangre del criminal. No existe una clara diferencia entre
el acto castigado por la venganza y la propia venganza. La venganza se presenta
como represalia, y toda represalia provoca nuevas represalias. El crimen que la
venganza castiga, casi nunca se concibe a sí mismo como inicial; se presenta ya
como venganza de un crimen más original.
Así, pues, la venganza
constituye un proceso infinito e interminable. Cada vez que surge en un punto
cualquiera de una comunidad, tiende a extenderse y a invadir el conjunto del
cuerpo social. En una sociedad de dimensiones reducidas, corre el peligro de
provocar una auténtica reacción en cadena de consecuencias rápidamente fatales,
la multiplicación de las represalias pone en juego la propia existencia de la
sociedad. Este es el motivo de que en todas partes la venganza sea objeto de
una prohibición.
Pero curiosamente, en el
mismo lugar donde esta interdicción es más estricta, allí la venganza es reina
y señora. Incluso cuando permanece en la sombra, cuando su papel es
aparentemente nulo, determina buena parte de las relaciones entre los hombres.
Eso no significa que la interdicción de que es objeto la venganza sea
secretamente transgredida. La imposición del deber de la venganza se debe a que
el crimen horroriza y que hay que impedir que los hombres se maten entre sí. El
deber de no derramar nunca la sangre no es, en el fondo, distinto del deber de
vengar la sangre derramada. Para terminar con la venganza, por consiguiente, o,
en nuestros días, para terminar con la guerra, no basta con convencer a los
hombres de que la violencia es odiosa; precisamente porque están convencidos de
ello, se creen con el deber de vengarla.
En un mundo sobre el cual
sigue planeando la venganza, es imposible alimentar a su respecto unas ideas
sin equívoco, hablar de ella sin contradecirse. En la tragedia griega, por
ejemplo, no existe y no puede existir una actitud coherente respecto a la
venganza. Empeñarse en extraer de la tragedia una teoría, positiva o negativa,
de la venganza, ya equivale a confundir la esencia de lo trágico. Cada cual
abraza o condena la venganza con idéntico ardor, según la posición que ocupe,
en cada momento, en el tablero de la violencia.
Existe un círculo vicioso
de la venganza y ni siquiera llegamos a sospechar hasta qué punto pesa sobre
las sociedades primitivas. Dicho círculo no existe para nosotros. ¿A qué se
debe este privilegio? Podemos aportar una respuesta categórica a esta pregunta
en el plano de las instituciones. El sistema judicial aleja la amenaza de la
venganza. No la suprime: la limita efectivamente a una represalia única, cuyo
ejercicio queda confiado a una autoridad soberana judicial siempre se afirman
como la última palabra de la venganza.
En este campo existen
algunas expresiones más reveladoras que las teorías jurídicas. Una vez que la
venganza interminable ha quedado descartada, se la designa con el nombre de
venganza privada. La expresión supone una venganza pública, pero el segundo
término de la oposición jamás queda explícito. En las sociedades primitivas,
por definición, sólo existe la venganza privada. No es en ellas, pues, donde
hay que buscar la venganza pública, sino en las sociedades civilizadas, y sólo
el sistema judicial puede ofrecer la garantía exigida.
No existe, en el sistema
penal, ningún principio de justicia que difiera realmente del principio de
venganza. El mismo principio de la reciprocidad violenta, de la retribución,
interviene en ambos casos. O bien este principio es justo y la justicia ya está
presente en la venganza, o bien la justicia no existe en ningún lugar. Respecto
a quien se toma la venganza por su cuenta la lengua inglesa afirma: He takes the law into his own hands. “toma la ley en sus propias manos”. No
hay ninguna diferencia de principio entre venganza privada y venganza pública,
pero existe una diferencia enorme en el plano social: la venganza ya no es
vengada; el proceso ha concluido; desaparece el peligro de la escalada.
Numerosos etnólogos están
de acuerdo respecto a la ausencia del sistema judicial en las sociedades
primitivas. En Crime and Custom in Savage
Society (Londres, 1926), Malinowski llega a las siguientes conclusiones: En las comunidades primitivas, la noción de
un derecho penal es aún más inaprehensible que la de un derecho civil: la idea
de justicia tal como nosotros la entendemos prácticamente inaplicable. En The
Andaman Islanders (Cambridge, 1922), las conclusiones de Radcliffe-Brown
son idénticas, y vemos perfilarse junto a ellas la amenaza de la venganza
interminable, al igual que en todas partes donde se imponen sus conclusiones:
“Los andamaneses
tenían una conciencia social desarrollada, es decir, un sistema de conceptos
morales respecto al bien y el mal, pero el castigo del crimen por la
colectividad no existía entre ellos. Si un individuo sufría un daño, le
correspondía a él vénganse, con tal que lo quisiera o pudiera. Siempre, sin
duda, se encontraban personas que abrazaban la causa del criminal, revelándose
más fuerte la adhesión personal que la repugnancia por la acción
cometida."
Algunos etnólogos, como
Robert Lowie en Primitive Society (Nueva
York, 1947), se refieren a propósito de las sociedades primitivas a una “administración de la justicia”. Lowie
diferencia dos tipos de sociedades: las que poseen una “autoridad central” y
las que no la poseen. En estas últimas, dice, el grupo de parentesco detiene el
poder judicial, y este grupo confronta a los restantes grupos de la misma
manera que un Estado soberano confronta a todos los demás. No puede haber
“administración de la justicia”, o sistema judicial, sin una instancia
superior, capaz de arbitrar soberanamente, incluso entre los grupos más poderosos.
Sólo esta instancia superior puede atajar cualquier posibilidad de blood feud, de interminable venganza. El
propio Lowie admite que esta condición no se cumple:
"En este caso, la
solidaridad del grupo es la ley suprema: un individuo que ejerce alguna
violencia contra un individuo de otro grupo será normalmente protegido por su
propio grupo, mientras que el otro grupo apoyará a la víctima que reclama una
venganza o una compensación. De modo que el asunto siempre puede provocar un
ciclo de venganzas, o una guerra civil... Los Chukchi pactan generalmente la paz
después de un único acto de represalias, pero entre los ifugao la lucha puede
proseguir casi interminablemente."
Hablar en este caso de
administración de la justicia, es abusar del sentido de los términos. El deseo
de reconocer a las sociedades primitivas unas virtudes iguales o superiores a
la nuestra en el control de la violencia no debe llevarnos a minimizar una
diferencia esencial. Hablar como lo hace Lowie, equivale a perpetuar una manera
de pensar muy extendida, según la cual la libre venganza hace las veces del
sistema judicial allí donde éste no existe. Esta tesis, que parece impregnada
de sentido común, en realidad es completamente falsa y sirve de excusa a una
infinidad de errores. Refleja la ignorancia de una sociedad, la nuestra, que
disfruta desde hace tanto tiempo de un sistema judicial que ya ha perdido la
conciencia de sus efectos.
Si la venganza es un
proceso infinito, no se le puede pedir que contenga la violencia, cuando ella
es, para ser exactos, la que se trata de contener. La prueba de que esto es así
la aporta el propio Lowie cada vez que ofrece un ejemplo de “administración de
la justicia", incluso en las sociedades que, en su opinión, poseen una
“autoridad central". No es la ausencia del principio de justicia abstracta
lo que se revela importante, sino el hecho de que la acción llamada “legal”
esté siempre en manos de las propias víctimas y de sus allegados. En tanto que
no exista un organismo soberano e independiente capaz de reemplazar a la parte
lesionada y reservarse la venganza, subsiste el peligro de una escalada
interminable. Los esfuerzos para acondicionar la venganza y para limitarla
siguen siendo precarios; existen, a fin de cuentas, una cierta voluntad de
conciliación que puede estar presente en la misma manera que puede no estarlo.
René Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama,
Barcelona, 1983, pp. 22-25
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