Fresco de la Anastasis de San Salvador de Cora. |
Un
desgarrón divide por la mitad el círculo del Gran Año. La rueda de la verdad
descubre en ese instante trágico su cesura. Culmina en la escena que tiene las
trazas de una catástrofe cósmica.
La
muerte en cruz arrastra al mundo a su declive: presagio de su rescate y
salvación. Ese mundo es propiedad del Dios de este mundo. Es el Señor de la
Muerte.
Se
produce de pronto el verdadero diabolus
in musica: el temible trítono que parte en dos la escala musical, la
octava, en una equidistancia que no admite mediaciones entre la cuarta y la
quinta. La chirriante nota, acorde con las tinieblas que invaden el mundo,
sobreviene entre la hora sexta y la novena.
Cristo
pronuncia su última y desesperada palabra: voz en grito en clave de oración. Se
trata del inicio del salmo 22, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?:
Eli, eli, lama asabthani: lo pronuncia
en lengua hebrea. Un grito estremecedor se adelanta a la muerte. Lucas lo
dulcifica, como es costumbre en su evangelio. En lugar del alarido final de
Mateo pone en boca de Jesús una expresión de entrega a la voluntad divina: «Dios mío, en tus manos encomiendo mi
espíritu».
Mateo,
no. Presenta el abandono, el anonadamiento, y la separación de Padre e Hijo en
estado puro: esa es la soberana grandeza de ese relato tan honesto como
magnífico en su pulso trágico.
Juan
dice, con discreta sobriedad, que inclinó la cabeza y murió. Diego de Velázquez
dio la forma pictórica más ajustada a ese icono de la pasión juánica. La
crucifixión de El Greco, en cambio, con nubes blancas agujereadas de tonos
grisáceos amenazantes, responde al escenario de Mateo.
Para
Juan la crucifixión es exaltación gloriosa. Incluso en el máximo rebajamiento,
como dice el texto al que pone música Johann Sebastian Bach al comienzo de su
Pasión según San Juan, sigue manifestando el Señor su dominio, su señorío.
La
pasión constituye, en San Juan, el experimentum
crucis de su natural divino. Hasta en el rebajamiento mayor resplandece la
divinidad. El relato de la pasión nos descubre ese misterio del Dios Amor: el
Dios que entrega su vida por sus amigos —la mayor prueba amorosa— como dice el
Cristo juánico en el discurso de despedida durante la última cena.
Su
encumbramiento en la cruz, como en el caso de la serpiente de bronce, trae
salud. Cura la infirmitas: el pecado
de este mundo. Atrae hacia sí, desde su altura, a los suyos; los pone a salvo.
Su
muerte no es desgarrada. Inclina la cabeza y muere (en el velazqueño gesto
señalado). Esa muerte es, de hecho, resurrección: retorno a la morada del
Padre, o a esa casa paterna que dispone de muchas moradas. Vuelve, en virtud de
la muerte, a la vida: a esa vida divina de cuyo seno salió con el fin de
mostrar el camino o la puerta que conduce a la salvación a sus amigos.
Antes
de ese contrapunto final de reconciliación sobreviene la tragedia más cruel: la
muerte en cruz jalonada por el estremecimiento cósmico. Las rocas se hienden.
Los muertos salen de las tumbas (expulsados, vomitados por esas rocas hechas
trizas). Permanecen dormidos en sueño cadavérico durante tres días a la espera
de recobrar la vida merced a la resurrección de Jesús.
Johann Sebastian Bach: Matthäus-Passion, Aria "Mache dich, mein Herze, rein"
Toda
esa desgarradura, que culmina con el velo rajado de par en par del templo,
celebra el derrumbamiento absoluto de lo simbólico, la quiebra de toda
reconciliación.
La
tumba abierta: esa es la cesura del ciclo entero, religioso y simbólico, de
este relato de la pasión. Todo el ciclo litúrgico se organiza en torno a ese
tremendo agujero de sentido. Allí afinca la más dura de las pasiones evangélicas.
El
verdadero centro de gravedad de la Pasión según san Mateo de Johann Sebastian
Bach, que no en vano es una tragedia superada, o elevada a divina comedia, no
es ese episodio que sobreviene en la tiniebla cósmica entre la hora sexta y novena,
cuando sol y luna se entenebrecen y expresan su desconsuelo. El momento álgido
de la composición tiene lugar después, aprés
le deluge, una vez sobrevenida la tragedia. Y es, creo, el más intenso y
emocionante momento musical de la pieza.
Me
refiero al recitativo, acompañado de las cuerdas, en estremecido «tremolando»; Am Abend,
da es kühle war: al atardecer, cuando ya refrescaba. Las palabras clave las
pronuncia el bajo en un relato inmensamente poético que resume en tres estrofas
de dos versos la historia de salvación y la Biblia entera: la caída de Adán, el
diluvio y el pacto de Noé con Dios —con la paloma y la rama de olivo en su
pico—, y sobre todo la muerte en cruz del Salvador.
Dice
así el texto que el bajo pronuncia a modo de condensación exaltante de ese resumen
sintético de la historia de salvación (Heilgeschichte)
entera: O schöne Zeit! O Abendstunde!:
¡Oh tiempo hermoso, hora del atardecer!
Al
atardecer, cuando refrescaba, tuvo lugar el escenario de la caída de Adán.
También tuvo lugar entonces —al atardecer, cuando refrescaba— la reconciliación
del hombre y Dios en el pacto tras el diluvio, con la rama de olivo en la boca
de la paloma; y con el arco iris como contraseña simbólica del pacto
conciliador.
Ahora
el diluvio divino del Hijo de Dios hecho hombre, prendido, torturado y
crucificado, sella para siempre la conciliación, el sym-bolon. La Cruz es esa contraseña desgarrada que en su efecto
salvífico consigue sutura y bálsamo a una humanidad sufriente, mortal por razón
de la universalidad sin excepción de un pecado que desencadena la cólera
divina, la ira Dei. Ese instante se
encarna en el momento sublime en que el bajo reconoce la hermosura de esa plenitudo temporis. «¡Oh tiempo hermoso!», dice. Lo más genial
del texto y del recitativo musical estriba en que ese instante supremo ha sido
captado en su puro matiz atmosférico y climático: al caer de la tarde, al
sentirse ya el frío...
Al
atardecer, cuando refrescaba.
Y
para
dar realce teatral de buena ley a ese instante, el bajo pronuncia la más
célebre y melódica de las arias de esta pasión: Mache, dich, mein Herze rein//Purifícate, corazón mío / que quiero yo
mismo enterrar a Jesús.
Dios
ha muerto: pero al morir es la muerte la que muere. Dios es sinónimo de Vida.
Es el Señor de la Vida. Dios ha muerto: pero no es su cadáver el que hiede, como
afirma el insensato (Der Narr) en La ciencia jovial de Friedrich
Nietzsche.
Jesucristo
se emancipó de las ataduras mortales al desprenderse de los lazos de la muerte,
como el coral luterano de la resurrección —Cristo ha resucitado— enuncia y
canta. La resurrección ha exigido previamente la más cruenta de las muertes. De
este modo Cristo ha dejado libre el camino de redención del creyente. También
el que tiene fe puede —tras la muerte— resucitar.
EUGENIO
TRÍAS
ABC, 9 de abril de
2009, p.3.
Detalle de la Resurrezione del corpi. Luca Signorelli (Catedral de Orvieto) |
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