lunes, 13 de febrero de 2017

Domingo García-Sabell sobre la muerte (II)

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[Ver: Domingo García-Sabell sobre la muerte (I)]
La eutanasia

La eutanasia, ya se sabe, es la muerte hermosa, la muerte dulce, tranquila, paulatina y sin sufrimientos. Es la felici vel honesta morte morí de los anti­guos. La muerte que todo el mundo desea y que, como una subterránea comente de agua, atraviesa los más diversos avatares de la Historia. Es la evaporación gradual de la existencia. Aquella que solamente en la edad avan­zada suele producirse de una manera casi, o sin casi, imperceptible y que resulta entonces, como decía Schopenhauer, un regalo de la Naturaleza. A ese regalo aspira hoy día casi todo el mundo. No parece, así sentadas las cosas, que hayamos de oponernos a una aspiración espontánea, normal y nada dra­mática.

Con todo, el problema va complicándose, quizá innecesariamente, desde que en él introducimos el espíritu analítico y comenzamos a distinguir, una y otra vez, clases y más clases de eutanasia. Como tantas veces ocurre, todo tomó origen en el empleo de las palabras y en la distorsión que supuso el echar mano del vocablo eutanasia para designar realidades distintas e incluso contrapuestas. Ya vemos algo de esto si consideramos que Bacon, el gran Bacon, con toda su mentalidad científica y discriminadora, comenzó por pedir, como todos, que el curador emplease «su arte» para que el moribundo aban­donase esta vida de una manera suave y discreta. En verdad, ésta era, seguía siendo, la felici vel honesta morte de los antepasados. Pero al inglés se le ocurrió denominarla «eutanasia exterior», con lo cual quedaba admitido virtualmente que debía haber una eutanasia «interior» enderezada a la prepara­ción del alma para el tránsito definitivo. En el libro IV, capítulo II, de la Dignitate et augmentis scientiarum pueden encontrarse las reflexiones ahora sólo aludidas.

Nacieron las clasificaciones. Y, con ellas, paradójicamente, las confusio­nes. Fuimos víctimas del lenguaje. O, como diría Usener, nuestro lenguaje «pensó por nosotros». La palabra eutanasia se puso a andar y, con eso, habló por sí misma. Por de pronto, en seguida imaginaron los investigadores posi­tivos que la eutanasia podría ser, además de la facilitación de la muerte, el acortamiento de la vida cuando ésta ya no tiene sentido o resulta intolerable. De dulcificar la muerte se pasó a abreviar la vida. Y a este acortamiento vital también se le llamó eutanasia. Puede decirse que en el paso del siglo pasado al presente, ese giro, cuyos antecedentes históricos son muy remotos (pueden verse, por ejemplo, en Platón), toma forma concreta, y yo digo que acuciante. Tan acuciante, tan espoleadora, que bien recientemente, en junio de 1974, y en la revista The Humanist, cuarenta personas de fama mundial, y entre ellos algunos premios Nobel (Pauling, Thomson, Monod), publicaron un ma­nifiesto recordando el derecho a «morir con dignidad», esto es, el derecho a abreviar la vida de los enfermos desahuciados. Estos términos, «muerte con dignidad», van a constituir un verdadero slogan de la literatura médica, y a base de ellos surgirán nuevas distinciones y nuevas exigencias tanáticas. Y también, aunque de manera bastante aislada, alguna curiosa protesta. El «morir con dignidad» se asignó, por su parte, a la zona de validez de la euta­nasia, aunque esa dignidad consistiese, en la mayoría de los casos, en la rotura voluntaria, por parte del médico, del proceso vital del moribundo.

Pero aún hay más. Se piensa ahora que en el acortamiento de las fases finales de las enfermedades pueden aparecer dos razones distintas. Una, la de no prestar auxilios terapéuticos, ya inútiles, al paciente desahuciado. Otra, la de hacerlo expirar a favor de alguna inyección, por ejemplo, morfina en sobredosis, que en estado de inconsciencia provoque, por decirlo así, el tránsito del sujeto. (Tengamos presente en la memoria el final de Freud, al que el doctor Schur, de acuerdo con el ilustre paciente, administró esa excesiva dosis del estupefaciente.) La primera eventualidad se llama de nuevo eutanasia, pero eutanasia pasiva, pues en ella el curador no hace nada y se limita a dejar que el morbo letal cumpla su cometido. En la segunda razón, la euta­nasia se considera como eutanasia activa, ya que en ella el clínico lleva a cabo determinadas acciones cuyo resultado es el final anticipado del paciente. Es lo que los anglosajones denominan mercy kitting, «muerte por compasión».

También se habla, por extensión, de eutanasia lenta (slow euthanasia) en el caso de los viejos que excesivamente atendidos en centros especializa­dos ven prolongarse, estéril y cruelmente, las últimas miserias de la ancia­nidad.

Por otra parte, hoy se emplea la denominación de eutanasia con el aña­dido de «social» para abarcar con ello el hecho de la marginación de los ancianos y de los enfermos sin esperanza, ya que su existencia resulta impro­ductiva para la colectividad. Son los «parásitos económicos», condenados, como dice Moltmann, «a la muerte social». En este sentido no podemos olvidar que el Tercer Reich valoró como eutanasia la eliminación de los niños defectuosos y la de los adultos locos o gravemente enfermos y, por supuesto, contra la propia voluntad de los interesados. Esta fue una eutanasia racial cuya dimensión histórica aún está esperando por una valoración rigurosa y definitivamente esclarecedora.

Tenemos, pues, ante nuestros ojos una única palabra —eutanasia— em­pleada para designar capas de la realidad absolutamente distintas. Como cada una de ellas presenta condicionantes, determinaciones, significaciones y pro­blemas dispares y aun distantes y hasta opuestos, la denominación no nos sirve. No basta con añadir a la palabra eutanasia .un calificativo cualesquiera, pues ese calificativo, al depositarse sobre estructuras desemejantes, pierde validez y, en lugar de concretar el caso, lo que hace es difuminarlo, borrarle los límites. En una palabra, crear confusión. El lenguaje «piensa por nos­otros». Y desasido de las exigencias lógicas, pronto se pone a brincar, a saltar alegremente —o trágicamente— como en el caso de los crímenes pseudocientíficos de los totalitarios. No se puede llamar eutanasia al genocidio. Ni a la pasividad ante el suicida. Y puede, en cambio, ser «muerte feliz» la que pro­cura, lado con lado del enfrentamiento consciente con la trascendencia, el res­balar suave del cuerpo en el agujero oscuro de la desintegración orgánica.

Cada forma de eutanasia —si lo es de verdad— suscita gran número de cuestiones morales, religiosas, legales, sociales. En ocasiones, de un modo bien complejo que obliga a consideraciones y a reflexiones sumamente sutiles. Un ejemplo es suficiente: se dice que la eutanasia activa, el rematar al enfer­mo a favor de algún fármaco letal, no se distingue, en el fondo, de la euta­nasia pasiva, ya que en ésta el hecho de quitar los trebejos técnicos que mantienen una vida artificial, o el dejar de prescribir medicaciones a la larga inútiles, equivale a un actuar, a una actividad cuyo efecto último es el mis­mo. Pues bien, aun así, hay curadores que se han levantado contra tal razo­namiento arguyendo que el que se abstiene de recetar, o de mantener los aparatos en marcha, deja que el enfermo muera de su específica dolencia, por ejemplo, un cáncer. Pero aquel que acaba con el sufridor mediante una inyec­ción, mata al sujeto y no deja que lo haga el proceso morboso, en este ejem­plo, repito, el cáncer. Sin embargo, hay clínicos —James Radiéis, entre otros— que valoran ambos procederes como de igual estirpe y, por tanto, de la misma índole moral. Más, por otra parte, hay quien sostiene que el dis­tingo entre «matar» y «dejar morir» no posee, en sí mismo, «importancia moral», y que la eutanasia activa es, en muchos casos, «más humana» que la pasiva.

Como se ve, las confusiones son máximas. Tales y tantas, que ya comienza a perfilarse una nueva tendencia, a saber: la de abandonar la palabra euta­nasia y buscar otra de mayor perímetro significativo y de menor compromiso conceptual. Pues postular, por ejemplo, que el genocidio llevado a cabo por los nazis era una forma de eutanasia equivale a convertir las palabras, como postula Saner, «en un comienzo de asesinato». Así, pues, cuando se habla de eutanasia conviene aclarar antes a qué grado de muerte «facilitada» se alude y en qué condiciones externas se produce. No es lo mismo la muerte que se deja venir sin prolongaciones inútiles, cuando el interesado ya no tiene reme­dio, pero contando siempre con su aquiescencia o, en todo caso, la de los familiares, que la muerte consentida sin que nadie más que el propio curador tenga conciencia del trance. Y aquí asoma una dificultad que, en la práctica, está produciéndose de continuo.

Es una dificultad de la que no se habla, pero que no por eso es menos real. Consiste en ese instante dramático en el que, agotadas todas las posibi­lidades terapéuticas, el clínico reduce o anula la medicación más o menos específica. Es el momento de los calmantes. Mas los calmantes, por sí mis­mos, ya tienen, en general, un efecto no del todo inofensivo. También ellos, de alguna manera, aceleran el final. También ellos, de algún modo, matan. Lentamente, imperceptiblemente, pero matan. Y como el médico jamás llega al nihilismo terapéutico absoluto, y como los familiares siempre exigen, an­gustiadamente, que se haga algo, el curador en muchas ocasiones, movido por razones humanas muy respetables, prodiga los lenitivos. Entonces nos­otros no sabemos hasta qué punto, con ese proceder, además de aliviar las penalidades del paciente, aligeramos, acortamos la duración temporal de la enfermedad. He aquí la eutanasia de todos los días, la eutanasia cotidiana. La que, repito, no se publica y, por eso mismo, no suscita problemas morales o religiosos. Nos movemos, dentro de la agonía, en un terreno sumamente resbaladizo, sumamente discutible.

Sumamente discutible porque desde esa conducta a la de eliminar los tre­bejos instrumentales que sostienen con vida al enfermo no hay sino algunos pocos pasos bien contados. Y por eso volvemos de nuevo al deseo, a la aspi­ración que tiene su adecuada síntesis verbal en la frase «morir con dignidad». ¿En qué consiste esta muerte? Pues sencillamente en experimentar el éxodo de esta vida no en la soledad aséptica del hospital, intubado, inyectado, per-fundido y sumergido en tubos, monitores, goteros y demás expedientes téc­nicos que ya a nada conducen, sino en el hogar, entre los seres queridos, entregado al morbo, pero entregado, también, al afecto, al amor y el cuidado sosegador de la familia y de los amigos. Y entregado, además, a la serena conciencia de lo que se aproxima, de lo que se adivina como un relámpago de luz trascendente y de esperanza transindividual. O hundido en el coma, más teniendo cerca de nuestra mano — ¿y quién sabe lo que el comatoso siente?— la mano que en la existencia nos acompañó y dio sentido a nues­tro ciclo vital. Esta es la «muerte con dignidad». La que hoy se defiende por encima de los progresos científicos un tanto inhumanos y fríos. La que hoy debe defenderse.

Bien está que el enfermo sea sometido a todos los procedimientos cura­tivos o aliviadores imaginables, pero con una condición: que esos procedi­mientos constituyan un camino razonable para la recuperación, aunque sea parcial e imperfecta, del interesado, y no que ellos formen, en sí mismos, el objetivo último. Curar, aliviar, poner todo al servicio del paciente. Y también investigar, experimentar, mas no a costa de la persona humana. Si tenemos esta distinción bien presente en la cabeza, entonces nos percataremos de que la no utilización de las maquinarias «in extremis» no es sinónimo de eutana­sia, aunque resulte sinónimo de muerte dulce y tranquila. Solamente de ese modo habremos evitado que el morir, que el pasar a la otra orilla, se nos presente, según la frase de una enferma desahuciada, como algo «feo, árido, lamentable».
Domingo García Sabell y Ramón María del Valle Inclán

Pienso yo que cumple distinguir netamente lo que es aún proceso mor­boso justificativo de tratamiento médico y lo que es, más adelante, sólo des­tino. El destino no es accesible a los fármacos. El destino no es una enfer­medad. El destino es una fuerza transindividual que necesita, para cumplirse, de la totalidad de la persona. El hombre es cuerpo espiritualizado y es espí­ritu corporalizado. Es cuerpo, y de él depende en sumo grado. Un hombre metido en los aparatos que respiran por él y que mueven su corazón por él no es, en el fondo, un hombre. Pues la persona humana, que precisa de la circulación y de la respiración, es más que circulación y respiración. El hom­bre es la capacidad de amar, de sufrir, de desear, de pensar, de crear, de mirar para el futuro, de decidir, y todo esto, que precisa de los pulmones y del corazón, pues sin ellos no se produciría, no es los pulmones y el corazón. El hombre no está, entonces, muerto. Sin duda. Se encuentra en una forma de vita reducía, de vida limitada. Mas esa forma de vida, cuando el cerebro está irremisiblemente perdido, excluye la vida personal. El neurocirujano Gerlach habla, en estos casos, de «muerte parcial». Que el término no nos engañe, ya que es solamente de índole científico-natural, de índole biológica. Desde tal perspectiva no tiene vuelta que aquel enfermo no está muerto. Algo en él, por leve que sea, pervive. Pero desde un horizonte más amplio y más hondo, el hombre, quiere decirse, lo que está más allá del organismo material aunque en él taraceado, el hombre, digo, cesó de existir, cesó de estar-en-la-realidad, que es la única manera, en verdad, de vivir. Está fuera-de-la-realidad. Está, pues, muerto.

Pero la situación patológica puede aún complicarse más. ¿Cómo? Cuando los sufrimientos del enfermo incurable, cuando los dolores del paciente en­frentado con las etapas últimas de su padecer, se tornan atroces, continuos, y no responden a ninguna clase de calmantes. He aquí la hora dramática. El tiempo se enlentece. Las noches son un puro suplicio. Los zarpazos del dolor, insoportables, convierten al enfermo en un lamento continuo. Nada hay que ablande, que aligere tan tremendo padecer. Las miserias físicas multiplican su presencia. Son las llagas que se infectan, los esfínteres que no retienen los excretas, el olor repelente que el cuerpo lisiado despide. La atención diligente de los familiares apenas si da abasto para atender tantas y tan variadas menesterosidades. En estos instantes parece que la Naturaleza posee una imagi­nación endiablada y que cuando los suplicios, la lista innumerable de los suplicios, semeja agotarse, otros nuevos, impensados y terribles, ahondan aún más la roedura orgánica del padecedor. La inanidad terapéutica se hace total y, con ella, el sentimiento de inferioridad del médico adquiere caracteres de conflicto íntimo sumamente grave. Parece como si el profesional tuviese alguna culpa en aquel calvario que día a día y minuto a minuto se desarrolla ante sus ojos. Por eso no tiene nada de extraño que, en tales casos, como acos­tumbra a suceder en los hospitales americanos, los clínicos eviten, o reduzcan al mínimo, sus visitas. Pero en la medicina casera las cosas son de otro modo y el curador es llamado una y otra vez, urgido, requerido, aun cuando todos sepan que nada cabe hacer.

En estas ocasiones, el problema del clínico es un problema moral. ¿Cómo ser de alguna utilidad? Sin duda encaminando, facilitando la muerte. Pero esta decisión, que jamás se toma —conviene subrayarlo—, esta potencial acti­vidad que nunca llega a ser actual, no pasa las lindes de la ética profesional, o de la ética sencillamente humana. Con todo, imaginemos que el terapeuta decide y lleva a cabo la eutanasia. Frente a esta decisión, frente a esta espe­cie de nueva moralidad, se levantaría entonces otra decisión, la decisión de la legalidad. La eutanasia, legitimada desde un punto de vista moral, no lo esta­ría desde un punto de vista legal. El choque de ambas instancias sería inevi­table. No hace mucho, y en un hospital de Suiza, ocurrió un caso semejante. Y el médico facilitador, en enfermos viejos y desahuciados, de la eutanasia fue procesado. No le ocurrió cosa alguna. Sin embargo, el conflicto resultó sonado. Legalidad y moralidad individual aparecen aquí como muy difícil­mente conciliables. Por eso la eutanasia stricto sensu es, hoy por hoy, un problema insoluble, y por eso Saner, un antiguo ayudante de Jaspers, con el que he tenido ocasión de dialogar, llegó por su parte, y con independencia, a mí misma conclusión.

Entonces, y para los casos límite en los que la situación es desesperada y la inoperancia de la técnica médica definitiva, pienso yo que solamente disponemos de dos asideros viables. Desde el punto de vista de la moral pri­vada del médico, se extiende hoy por el ámbito anglosajón el llamado «tes­tamento de la muerte», en el que el interesado dispone por anticipado la manera en la que desea morir al llegar el instante de las decisiones irrevo­cables. No es que esta nueva institución carezca de impedimentos específicos —por ejemplo, el diagnosticar con exactitud cuándo la muerte se avecina y su irreversibilidad—, sino, además, de impedimentos legales, aún no bien perfilados, pero que ya en Norteamérica comienzan a tomar forma concreta.

Desde el punto de vista de la moral religiosa, y muy en especial católica, son valederas las directrices dadas en su tiempo a los clínicos por Su Santidad Pío XII. Acelerar la muerte, o acceder a los ruegos del paciente, no está per­mitido, aunque la piedad pudiera reclamar tal acción. En cambio, pueden ser utilizados todos los medios calmantes de que el curador disponga, aunque indirectamente y, por tanto, involuntariamente, acorten la vida. Es obligación del clínico el definir la muerte e indicar el instante de su aparición. Y se entiende la supresión de las maniobras propias para la ya inútil prolongación de la vida vegetativa como causa indirecta del acabamiento de la misma. Pero tal proceder está permitido cuando esas maniobras de alargamiento vital su­ponen una excesiva carga para los familiares y el proseguirlas no lleva consigo esperanzas médicas de recuperación.

Aquí, en estos dos apoyos, puede el médico buscar la brújula que lo oriente y lo justifique para tan enmarañada cuestión.

Como vemos, en cuanto dejamos que la palabra eutanasia quede suelta, las dificultades, las confusiones y las aporías surgen de continuo. Por cual­quier lado que se la mire, la muerte es siempre un desastre, una lucha y, además, una tragedia. Una tragedia con argumento y con protagonistas diver­sos, contradictorios, a los que una palabra —eutanasia— no acaba de carac­terizar. No tiene nada de particular que cada día se desconfíe más de ella y que ya ande la gente proponiendo otras más adecuadas. Otras que, en su generalidad, no prejuzguen los aconteceres y no limiten el horizonte de la realidad. Es un suceso demasiado grave el del morir para intentar cercarlo fácilmente con una sencilla palabra. Últimamente se habla de distanasia. La distanasia sería el término que abarca cualquier proceso del acontecer mortal, desde el más simple, la muerte natural, hasta el más complicado, la muerte asistida en una unidad de cuidados intensivos.

Pero con un nombre o con otro, e incluso sin nombre alguno, lo cierto es que hoy se está, por un lado, a huir de la muerte, a alargar la vida al má­ximo, se entiende la vida plenaria y sin trabas fisiológicas, la vida para ser vivida en su totalidad. Y, por otra parte, andamos creando individuos semi­muertos, sosteniendo una apariencia de palpitación fisiológica, prolongando vejeces desprovistas de receptividad humana y sosteniendo inconsciencias irre­cuperables de enfermos desahuciados. En el fondo, andamos cultivando ago­nías. ¿Por qué? ¿Por qué ese afán de fabricar artificialidades que no condu­cen a cosa alguna? ¿Qué oculto deseo, qué extraño morbo nos ataca para negar la muerte cultivándola? Este es el problema. Un problema que se extiende a todas las zonas de la existencia y de la cultura occidental. ¿Cabe alguna mediación aclaradora?

El arte como mediador de la muerte

Jean Olivier Hucleux, Cemetery No. 5 (1972)
Quizá sea en la actividad artística donde con más persistencia, y con mayor objetividad, se haya establecido esa mediación explicitadora.

Se trata ahora, por ende, de mostrar la función de enlace entre la vida y la muerte del arte de nuestro tiempo. La función de osmosis e intercambio entre las instancias vitales y las instancias de la muerte que los contemporá­neos necesitan y perciben cada día con mayor acuidad. Dicho de otro modo: se trata de subrayar, en las figuraciones actuales, esa misma onda agónica, esa onda de lucha y postrer vencimiento de la anihilación que todo el mundo siente, que todo el mundo lleva en su intimidad y que todo el mundo escon­de como se esconde un mal vergonzoso. La sazón colectiva es, sin duda, agó­nica. Es agónica en el sentido más inmediato y literal de la palabra, es decir, en el sentido de que está cada uno de nosotros sometido a los empujones inevitables de la potencialidad de la muerte. Somos como los familiares de un moribundo y ansiarnos, pretendemos, cargar la dinamicidad letal sobre lo que hacemos, o sobre lo que contemplamos. Somos los familiares de un mo­ribundo, pero lo que ocurre es que el moribundo va dentro de nosotros. Los artificios para ocupar y distraer a la muerte son movimientos de rodeo existencial, de huida humana, de evitación, de evasión. La muerte intimida la muerte en nuestra alma; es un enemigo difícil de aplastar con radicalidad. Nadie posee conjuros contra lo irremediable, y por eso es irremediable.

Con todo, el poder de la creación artística si no es un conjuro es, por lo menos, un buen antídoto. Con él incorporado a nuestra sensibilidad, el cami­no del tránsito se hace más fácil, menos penoso. Así se explican los proce­deres de apariencia feroz que los artistas de hoy elaboran constantemente. Tinguely, con ademán profético, ha escrito: «Lo definitivo es provisional, y el caos es el orden.» El caos es el orden. He aquí la fórmula reveladora. La fórmula moderna. El «ábrete, Sésamo» de los excesos que de cerca nos tocan.

Estos excesos han comenzado, por la vía intelectual, con Sade, máximo teorizador y explorador de las fronteras entre la vida y la muerte. Ahora nuestros artistas continúan en esa averiguación. Y lo que en el divino mar­qués fue licencia escrituraria, resulta en estos momentos en que vivimos des­mesura plástica, o aún mejor, transgresión técnica. Y también desgarro programático.

Tan ceñido está el conjunto plástico ultramoderno por la idea de la muerte material y, con ella, de la idea de la agonía que ineluctablemente la pre­cede, que algunos de esos excesos expresivos han sido estudiados por Gilbert Lascault como «figuras de la muerte». No es preciso entrar en el detalle. Baste con citar, aparte del aparato conceptual —muy discutible—, algunos de los casos por él analizados, además de algunos otros teñidos con igual sentido significativo.

Por un lado tendríamos las esculturas de Giacometti, que siempre mues­tran «una peligrosa proximidad entre la vida y la muerte, como si pretendie­sen favorecer las circulaciones entre los dos terrenos». Los cuadros gigantes­cos de Hucleux (200 X 3.000 cm.), en los que cada uno representa, con todo detalle, un cementerio. El movimiento de los artistas biblioclastas, que consiste en deformar, destrozar, quemar y retorcer libros y así exponerlos a la contemplación. O, como hace Bertholin, pegarles las hojas y después envol­verlos en tela. Otro artista plástico, Jochen Gerz, escribe en la oscuridad sobre papel de fotografía virgen y después cubre el texto con algo opaco. Si a seguida queremos leer esas páginas, rápidamente se desvanece el texto. Esto nos obsequia con «la mirada que mata». Hay también el procedimiento de Dieter Rot: los libros repugnantes. Uno, titulado Pometrie, se muestra su­mergido en una mezcla de flan estropeado y orina. Un libro —asegura el autor— capaz de contaminar toda una biblioteca y que va dirigido a excitar, a conmover el olfato. La Pometrie está más allá de toda estética, y sus efec­tos, de casta fisiológica, riñen con todos los valores que la sensibilidad acos­tumbra a establecer. Un libro podrido, hirviente de inmunda bichería, de olor repugnante y de aspecto nauseabundo, alcanza funcionalidades que enlazan estrechamente con la descomposición cadavérica.

No está claro si Dieter Rot se propuso suscitar esa analogía, pero no hay duda que el objeto, minuciosamente degradado, yo digo amorosamente degra­dado, es el lugar seguro en el que los fenómenos de la vida y las manifesta­ciones de la muerte se codean y se interpenetran dramáticamente. Quizá la actitud del espectador sea entonces un tanto ambivalente. Quizá sienta una encantación y una repulsa simultáneas. Como, por otra parte, sucede siempre ante la realidad agónica.

La lista no concluye aquí. Hay artistas que emplean la cama ordinaria como una cama de hospital, semejante a las que se usan para los quemados graves (Jean-Pierre Raynaud). Siguiendo esta línea macabra, Ben abriga el proyecto de dejar pudrir, después de la muerte, el cuerpo de la madre, o el de la esposa, en el interior de un ataúd de cristal. Este mismo artista esque­matiza una posible obra teatral, Dinamita. He aquí el resumen: «Entra un actor. Lleva en la mano un enorme cartucho de dinamita con una larga me­cha. Prende fuego en ella y aguarda sentado en una silla, en mitad de la escena. Cuando la llama alcanza el cartucho, todo salta: el actor, la sala, el público y el teatro. Telón.»

Michel Journiac expone esqueletos vestidos, o dorados o pintados de blan­co. Este es el texto que acompaña a cada uno de ellos: «Contrato para un cuerpo. Transformar su cuerpo en obra de arte. l.er contrato: usted apuesta por la pintura. El esqueleto se pinta de blanco. 2. ° contrato: apuesta por el objeto. Su esqueleto es cubierto con la ropa. 3. er contrato: usted apuesta por el hecho sociológico, el patrón oro. Su esqueleto se pinta con oro. Condicio­nes: 1.a Ceder su cuerpo a Journíac. 2. a Morir.»

Dentro de esta concepción irónico-funeraria del arte tenemos, además, el movimiento que rechaza la perdurabilidad de las creaciones artísticas, puesto que, sin poder evitarlo, siempre, al cabo del tiempo, envejecen y concluyen por morir. Entonces, los nuevos creadores suscitan la aparición de realidades fugaces, destinadas a desvanecer rápidamente y, con eso, dotadas de la capa­cidad de escapar a la corrosión ineluctable del tiempo. Nace, de esa manera, un arte puramente gestual (Boezem, Tinguely, Kaufner, Dennis, Oppenheim, etcétera) y, finalmente, autodestructivo (Gustav Metzger). Este artista llega a pintar a base de ácido clorhídrico sobre lienzo de nylon, con lo que el cua­dro, conforme va naciendo, ya va muriendo.

No tiene vuelta que toda esta enorme parcela de la figuración plástica de nuestros días está teñida de histrionismo, crueldad, arbitrariedad y afán anar­quizante. Sin duda. Pero no olvidemos que de distorsiones semejantes nació un arte importante, el arte surrealista. Véase, si no, el cuadro de Magritte Madame Recamier de David, en el que, en lugar de la figura femenina, des­cansa sobre el diván un féretro doblado como si tuviese cabeza y cuerpo. En él está in nuce la corriente espiritual que vino después y de la que acabo de dar rápido testimonio. Entre el cuadro auténtico de David y la versión revo­lucionaria que de él nos ofrece Magritte median tiempos de honda crisis existencial. La crisis que hizo posible la rebelión europea de la cultura. Y, so­bre todo, la crisis que puso en cuestión el significado último de la vida del hombre y, en consecuencia, la de la muerte que siempre la corona. Esa crisis obligó a la criatura europea a mirar en profundidad. El pintor Francis Bacon ha afirmado que «la vida, en última instancia, desde el nacimiento hasta la muerte, es una larga destrucción». El estilo destructivo va a ser, desde enton­ces, la esencia del estilo.
Se trata, pues, de una imitación de la vida y, como tal imitación, de una imitación de la muerte. Vuelvo a repetirlo: el artista plástico, situado en esta perspectiva existencial, anda a la búsqueda del punto de intersección entre lo que es impulso vital y lo que es impulso fanático. Se empeña en captar la transformación, el cambio, el minuto de la transición entre una y otra instan­cia. Por eso las producciones funerarias, a pesar del aire nauseabundo que porten consigo, tienen un algo que nos atrae y nos hipnotiza. Miramos para ellas como se mira para el moribundo, para el que sabe, para el que está ya contactando con la otra ribera. Parece como si aquel libro torturado y deshe­cho, como si aquel esqueleto grotescamente vestido y pintarrajeado, como si el imposible drama de la dinamita, como si el ataúd que sustituye a la serena belleza de la mujer, ocultasen en sus rincones la cifra de un secreto jamás pronunciado. Como si el enigma se nos tornase transparente y diáfano a tra­vés de imágenes o acciones que evitan la palabra y que incluso la suprimen.

Tenemos entonces la sospecha de que las palabras son la causa del no saber de la muerte, O lo que es lo mismo: que los acarreos históricos de las más diversas interpretaciones conceptuales de la muerte anublan, enturbian el perfil cortante de la realidad. Pues de lo que se trata es de vivir una rea­lidad que, por lógica, no es vivible, no tiene contenido de experiencia hu­mana.

Vida y muerte son términos existencialmente inconciliables. Hay en ellos oposición de contrarios. Por el raciocinio no nos es dado salir de ese labe­rinto. Solamente el arte, que todo lo conquista, es capaz de superar la radical, la insalvable contradicción. Como dice Lascault, hay una felicidad en pintar cementerios. ¿Por pura necrofilia? No. Más bien, si el impulso es sincero, si lo que el artista lleva a cabo corresponde a una necesidad interna, entonces cualquier escena tanática, y cualquier happening mortuorio, la supresión vo­luntaria de la propia obra —tal en Kaufner—, la decapitación de ciertos ani­males o la autofustigación (Schwarzkogler), se convierten en actos provoca­dores de la visión superior, de la contemplación trascendente, de la realización de la armonía de los contrarios. Y la paradoja definitiva acaece en esos mi­nutos crueles: la de alcanzar la beatitud estática, el atisbo del trasmundo, esto es, el paso de los límites del aquí y el ahora sin salirse de ese aquí y de ese ahora. La vida y la muerte contactan entonces íntimamente, casi podría­mos decir orgánicamente. La destrucción lleva a la edificación. Sí, Tinguely, repitámoslo, parece tener razón: «El caos es el orden».

Y lo que comenzó como una empresa de mediación -—y como tal debe verse en las obras pretéritas que reflejan el acabamiento de la criatura huma­na, por ejemplo, las pinturas de Valdés Leal— es ahora, en nuestro tiempo, y gracias a la desmesura revolucionaria de los nuevos creadores, empresa de revelación casi, o sin casi, trascendental. La plástica y la literatura contempo­ráneas, todo lo que hoy consideramos como arte, es como una metafísica sin palabras, una metafísica pragmática, objetiva, concreta. Es la nueva funcio­nalidad de la muerte, su perímetro utilizable. Mas la pregunta que cabe hacer suena así: ¿es fecunda tal actitud indagadora? O dicho de otra manera: ¿nos llevó esa dirección creadora hacia inéditas revelaciones en el enigma de la anihilación total? Pues puede muy bien ocurrir que todos esos desesperados esfuerzos, todos esos extremados empeños, no aporten cosa de sustancia a nuestro acervo de conocimientos y de intuiciones en torno a la muerte. Una cosa es que hayan producido algunas obras de acabada belleza formal —en realidad, bien pocas— y otra muy distinta que el empeño aclaratorio haya resultado un triunfo. Yo pienso que, en efecto, las producciones tanáticas que se nos ofrecen no conducen a ninguna parte. Son gestos, sencillamente, gestos. Es posible que, a veces, un pequeño número de ellos aparezca marca­do con el sello del valor personal, incluso de la decisión heroica. Esto nadie puede negarlo. Con todo, la muerte sigue siendo un espeso muro no pe­netrable.
Finis gloriae mundi de Valdés Leal

Para entender lo que digo estamos obligados a dejar, por unos minutos, la vía ideatoria pura y, obedeciendo a las exigencias mismas de aquello que se nos muestra, o se nos describe, atenernos exclusivamente al nivel vivencial que las nuevas objetividades, estáticas o dinámicas, suscitan. ¿Cuál es, por tanto, nuestra reacción frente a tales obras?

Primero, el asombro. Aquello resulta tan inusitado, tan fuera de toda norma, que el espíritu queda como subyugado por la mera presencia de lo inaudito. Luego, al asombro sucede la admiración. Admiramos el ataúd que, doblado en dos como un ser humano, descansa, extraño y hermético, sobre el canapé. Y envuelto en esa admiración va un como estado de hipnosis que nos obliga a mirar porfiadamente para el cuadro, o a leer, una y otra vez, el texto alucinante. Esta «encantación», este estado de mudo encantamiento, de dormición entregada, puede durar mucho tiempo. Y hasta puede suceder que de nuevo, y de nuevo, regresemos al campo de atracción que la obra derrama alrededor de sí, como el pájaro se acerca peligrosamente a la cabeza de la sierpe y la mariposa al rebrillo de la llama. Ya estamos cogidos por el atrac­tivo de la distorsión, por el chisporrotear de lo nunca visto. Ya la obra echó sobre nosotros su poderosa garra. ¿Qué sentimos, de verdad, en esos instan­tes decisivos? ¿La evidencia del tránsito? Pienso que no.

Pienso que entonces la experiencia interna es la de la subversión del orden establecido. Aquello que allí está, anda a trastocar la ley natural de la presencia de las cosas y la dinámica de los fenómenos humanos. Y esa posi­bilidad, ese ver lo antinatural como natural, es lo que, desde el principio, nos desconcierta y, en seguida, nos hipnotiza. Y aún más si las secuencias artificiales están representadas con la minuciosidad y el realismo implacable que de continuo estos artistas utilizan. He aquí ahora la cumbre del absurdo, a saber: la objetividad dura y sólida, la objetividad sin poros, puesta a reve­lar las lejanas luces del más allá. Como si el mundo de los fantasmas estu­viera integrado por recios volúmenes cómodamente palpables. La tierra se hizo primero cementerio y después, y definitivamente, habitáculo de espíritus que pululan, irónicos y desenfadados, entre el bullir de los gusanos, el silen­cio de los muros y el anonimato de las formas. Es, muy en serio, el mundo al revés. La suspensión del orden de la Naturaleza. En suma, el paso de la vida a la muerte.

Es el absurdo. El absurdo del cuerpo que se deshace y en ese deshacerse parece que lleva consigo, no se sabe hacia dónde, al espíritu. Para los anti­guos no había problema mayor. Las formas de la creencia daban soluciones bastantes. Y lo que semejaba disolución era solamente, ante los ojos de la fe, apariencia engañosa. Llegaba la agonía, lo que el maestro Alejo Venegas llamaba «la agonía del tránsito de la muerte», y las ventanas de los sentidos comenzaban a cerrarse, pero el alma, firme vigía, continuaba en pie («... en aquel punto está el ánima más viva y más cuadrada que estuvo en todo el tiempo pasado»). En cambio, los modernos, descreídos y fríos, no confían en la reciedumbre postrera del espíritu. Se limitan a observar. Y lo que sorpren­den a través de su mirada perforadora es podredumbre, sangre coagulada, desmantelamiento de las estructuras más nobles, acabación de la hermosura, inmovilidad, rigidez y mutismo. No hay posibilidad de dar el salto existencial entre una y otra instancia. Ni el alma está cuadrada, ni el espíritu muestra viveza. Es el absurdo. Donde antes había algo autónomo, ahora no hay nada que no sea dependencia, pasividad y remate. Es el absurdo.

Consecuencia: venerar el absurdo, pues él constituye la única esencia visi­ble en la que todas las dinamicidades y todos los impulsos se desvanecen. Esa desaparición es lo que, de veras, existe, lo que es. Ese desaparecer que para acusarnos su presencia y su fuerza tiene que realizarse, tiene que cum­plirse en la huida, en el perderse más allá de nuestro horizonte. La ausencia es la presencia. Nuevamente: «El caos es el orden».

Caos y vacuidad son los parámetros glorificados por la plástica tanática. Donde había un hombre lo que hay es un esqueleto, esto es, nada. Donde había una espléndida mujer lo que hay es un ataúd, esto es, el envoltorio de nada. Reaparecen en nosotros, llevadas por la mano de los nuevos artis­tas, las viejas palabras del epitafio del cardenal Portocarrero en la catedral de Toledo: Pulvis, cinis, nihil (Polvo, ceniza, nada).

Después de este rodeo, después de un gran rodeo, las audacias ultra-actuales llegan a puertos ya conocidos. Bajo la irritación figurativa refunfuña, sarcástico y burlón, el perenne zumbido de la muerte. El arte, pues, tendrá que declinar de sus propósitos. La metafísica sin palabras tampoco nos sirve. Quedan algunos cuadros excelentes. Y cuatro textos de formal hermosura indiscutible. La paz renace. Y, con ella, surge, de nuevo, la inquietud frente a lo desconocido. Porque el que va a morir, el moribundo, continúa a desa­fiarnos con su simple presencia. Como dice Michel de Certeau, en el discurso del hombre occidental, en el «siempre hay algo que hacer», el agonizante es el lapsus de ese discurso. Es lo que está marginado. Lo innombrable. Para él no disponemos ni tan siquiera de denominación. Yo digo que es el fronterizo. Pero nosotros, y ellos, los artistas, no conseguimos empinar la cabeza por encima de la frontera. Estamos más acá. Y de ahí no pasamos. Esa es nuestra miseria. Porque nosotros podemos alcanzar, no sin esfuerzo, una cierta profundización en la realidad básica del morir. Pero el morir es una cosa y la muerte otra. El morir es susceptible de indagaciones más o menos objetivas. Y de una posterior elaboración de esas indagaciones. La muerte, en cambio, se nos escapa. La muerte no puede ser intelectualizada. He aquí, en todo su drama, nuestra atroz manquedad. La manquedad antigua y la manquedad moderna.

De ella no nos es posible huir.
Naturaleza muerta con calavera (Philippe de Champaigne)
Domingo García-Sabell

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