lunes, 27 de febrero de 2017

"Introducción" a "Populismos. Una defensa de lo indefendible" de Chantal Delsol


Chantal Delsol
Introducción
El término «populismo» es, en primer lugar, un insulto: hoy en día hace mención a aquellos partidos o movimien­tos políticos que se considera que están compuestos por gente idiota, imbécil o incluso tarada. De tal modo que si detrás de ellos hubiera un programa o unas ideas (y de todo esto vamos a hablar aquí), serían por tanto unas ideas idiotas, o un programa idiota. Hablamos de idiota en su doble acepción: moderna (un espíritu estúpido) y antigua (un espíritu engreído por sus propias particularidades). En la comprensión del fenómeno populista, una y otra acepción dialogan y se superponen de una manera carac­terística.
Se nos hace un poco raro, la verdad, definir una co­rriente política por su imbecilidad, sobretodo en demo­cracia, donde en principio reinan el pluralismo y la tole­rancia entre las diversas opiniones. En la designación de «populismo» hay, por tanto, un cierto rechazo de la democracia. Ese es el tema de este libro: ¿por qué motivo se ponen en cuestión nuestras democracias, en esta ocasión? ¿Qué tienen tan grave los movimientos acusados de popu­lismo como para tener que excluirlos de la tolerancia co­mún, tan cara a la democracia?
Resulta obvio el interés de intentar comprender un fenó­meno así de curioso. En el presente se tiene la costumbre de designar con el término de «populistas» a todo tipo de movimientos o partidos distintos, por el único motivo de que nos desagradan. Pero hay que sabe por qué desa­gradan tanto, y entonces es cuando nos damos cuenta de que esos movimientos tienen todos unas características comunes. El populismo tiene una historia coincide con la de la democracia moderna, de la cual representa a la vez el remordimiento, el insulto y la nostalgia, en una alquimia contradictoria y misteriosa.
De una manera general, será difícil atribuir una defi­nición al populismo, ya que se trata de un insulto, antes que un sustantivo. Para la gente civilizada que se supone que somos designa en primer lugar lo execrable. Dicho de otra manera: antes de definir las características hay que asumir su mala reputación. Ese paso nos permitirá apren­der mucho sobre nuestra época.
El populismo contemporáneo nos será mucho más fácil de comprender si partimos de la demagogia antigua y del vocabulario griego relativo a la idiocia.
En su sentido antiguo y etimológico, un idiota era un particular, es decir, alguien que pertenece a un grupo pequeño y ve el mundo a partir de su propia mirada, careciendo de objetividad y desconfiando de lo universal. El ciudadano se caracteriza por su universalidad, su capaci­dad de contemplar la sociedad desde el punto de vista de lo común, y no desde un punto de vista personal. Es decir, su capacidad de dejar a un lado el prisma propio. La democracia está fundada sobre la idea de que todos, gracias al sentido común ya la educación, podemos acceder a ese punto de vista universal, que es el que forma al ciudadano. Pero ya en las antiguas democracias, la élite recelaba del pueblo y a veces incluso lo a usaba, a todo el pueblo entero o a una parte al menos, de faltar a lo universal, de estar demasiado pendientes de sus propias pasiones e intereses particulares en detrimento de lo común. El que llamamos demagogo atiza esas pasiones en el pueblo. El adulador del pueblo opone el bienestar al bien, la facilidad a la reali­dad, el presente al porvenir, las emociones e intereses pri­marios a los intereses sociales, elecciones que son siempre éticas. El medio popular, ¿está más dominado por sus pa­siones particulares que la élite? Esa idea oligárquica sigue viva, tenazmente, en el seno mismo de la democracia.
El populismo recurre a la demagogia, pero de un modo totalmente distinto, como veremos.

Hace un siglo el populismo no era un insulto, sino un término que designaba a un partido o a un grupo político específico, en Estados Unidos o en Rusia. La palabra tomó su acepción peyorativa a principios del siglo XXI. Entre los dos sentidos se produjo un cambio importante: el mo­vimiento emancipador de la Ilustración perdió en gran parte el apoyo popular. Y esa pérdida se vio como una traición. Lenin ya había sufrido una decepción de este tipo, al darse cuenta de que el pueblo ruso quería algo distinto a hacer la revolución, cosa que le condujo a utili­zar el terror. Hoy en día asistimos a ese mismo fenómeno: la izquierda tiene la sensación, bastante justa, de haber perdido al pueblo.
¿Y cómo lo ha perdido? El elemento propiamente po­pular no se adhiere ya a las convicciones de la izquierda, de ahí el populismo, una palabra despectiva que respon­de a la traición del pueblo a sus defensores.
Igual que el pueblo ruso se oponía a Lenin porque se aferraba a su tierra, a su religión y a sus tradiciones, el elemento popular europeo se opone hoy en día a la ideología moderna a la cual se adhiere la opinión dominante, considerando que la globalización va demasiado lejos, que la liberalización de las costumbres va demasiado le­jos, que el cosmopolitismo va demasiado lejos, Se convier­te por tanto en el adversario número uno, el wanted de la época contemporánea, en razón de su peligrosa irreduc­tibilidad a la visión elitista de la emancipación de la Ilus­tración.
Lo opuesto a la emancipación de la Ilustración es el arraigo en lo panicular (tradiciones, ritos, creencias, gru­pos restringidos). La clase popular tiene la sensación de que la elite ha llevado demasiado lejos la emancipación, desde todos los puntos de vista y en el sentido de una indiferencia hacia los principios y las costumbres de los grupos restringidos. Por eso se irrita y por eso se convierte en un adversario para la élite. La elite no responde mediante argumentos, sino con desconsideración: describe al parti­cular como un rematado idiota, con el fin de camuflar su estatus de enemigo ideológico. Dice que no entiende nada, pero solo para no tener que argumentar contra su opinión inoportuna.

Dicho de otro modo, una parte del elemento popular defiende el arraigo, en oposición a la emancipación posmoderna. Y la élite, descontenta con semejante traición, interpreta esa defensa del arraigo como simple egoísmo. Por ejemplo: si la gente sencilla anuncia que prefiere conservar sus tradiciones propias, en lugar de que se le imponga las de una cultura extranjera (enviar a sus hijos a escuela donde sus compañeros hablen francés), se deduce que son egoístas y xenófobos. O en otras palabras, que son idiotes, particulares incapaces de elevarse a lo universal, y por lo tanto malos ciudadanos, a la vez imbéciles (no comprenden el universalismo cosmopolita) y unos cabrones (no aman a lo demás). En realidad no son ni una por lo general: sencillamente, estiman que la emancipa­ción que abole las fronteras ha ido demasiado lejos, ya que todos tenemos necesidad de fronteras y de diferencias, y de basarnos en particularidades.
Sobre esa asimilación voluntaria reposa el populismo de hoy en día. El particularismo era en los antiguos una insuficiencia cultural; ahora se ha convertido en un cues­tionamiento ideológico. Y como los partidarios de la emancipación de la Ilustración consideran que su pensamiento representa el bien absoluto y no soporta ningún debate, ven a los contradictores como unos tarados y unos viciosos.
Así es como el populismo del siglo XIX en Rusia, en América, visto objetivamente como una corriente política entre otras, se ha convertido hoy en día en un insulto. Así es como lo «popular» se ha convertido en adversario.

Estas observaciones nos conducirán a precisar aquí la oposición entre el pensamiento del arraigo y el pensa­miento de la emancipación. La necesidad que tienen las sociedades humanas de conseguir un equilibrio, siempre frágil, entre esos dos polos, nos indica hasta qué punto los «populismos» remiten a exigencias fundacionales, y no solamente a los caprichos de unos tontos o a unos deseos cínicos. Es posible que los populismos de hoy en día no hagan más que sacar a la superficie, aunque de manera simplista e inocente, las terribles lagunas de la posmoder­nidad.
Y finalmente llegaremos él intentar comprender por qué, sin que la realidad cambie, la izquierda es popular y la derecha populista. Y de qué forma se explica ese menosprecio, a través de un campo léxico impresionante: el del ensimismamiento, la frustración y la tontería.
La obsesión contemporánea por el populismo denota el aspecto más pernicioso del pensamiento contemporá­neo. El menosprecio de clase es tan odioso, a su mane­ra, como el menosprecio de raza, y sin embargo en Europa, mientras esto último es un crimen declarado, lo primero es un deporte nacional.

Chantal Delsol. Populismo. Una defensa de lo indefendible. Madrid 2015. pp 11-16. 

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