Para que aprendía Sócrates un aria con la flauta antes de morir[1]
Al
Estudiante de la Rosa de la Facultad de Filología de la Universidad de
Barcelona, hace ya muchos años
Es
de agradecer que existan todavía iniciativas como ésta: debatir sobre el estado
de la Universidad, en un momento en que de aquel viejo pacto entre estudiantes
y profesores para formar la comunidad universitaria sólo se conservan débiles
huellas, desfigurado a fuerza de mezclas, e inversiones. Se me ha pedido que lo
haga desde la tradición y reconozco que es ésta una lente con la que veo bien.
Parece
que nos encontramos en un momento de crisis y la primera pregunta que me viene
a la cabeza es si ésta tiene que ver con aquélla, la de hace cuarenta años, la
del mayo del 68. Elijo como testigo de lo que sucedió entonces a Claude
Lévi-Strauss que con su mirada etnográfica recorría la Sorbona para 20 años más
tarde sostener: “el mayo del 68 me
repugnó. /…/Porque no acepto que se corten árboles para hacer barricadas (los
árboles son la vida y se deben respetar), que se transforme en basureros
lugares públicos que son el bien y la responsabilidad de todos, que se cubran
los edificios universitarios, u otros, de pintadas. Ni que el trabajo
intelectual y la gestión de los centros se vean paralizados por la logomaquia.”
(Conversaciones con Didier Éribon, De
près et de loin, París 1988).
Si Lévi-Strauss tiene razón y lo que ocurrió entonces fue un error, el resultado de una gigantesca confusión sobre la que se dispuso las bases para una nueva realidad, nada puede extrañarnos lo que está ocurriendo, que no es sino el efecto de aquello con ingredientes añadidos que aún lo empeoran más. Pero no voy a seguir por ahí, porque carezco de la competencia necesaria para hacer una disección del estado actual del cuerpo universitario, para trazar la constelación de factores que hacen que sea lo que es ahora y vaya hacia donde va. Sólo puedo hablar desde mi experiencia como profesora de literatura medieval durante veinticinco años, en las relaciones con el alumnado, moldeado por las orientaciones y las modas, ideas y tendencias dirigidas desde el poder político y la sociedad.
Si Lévi-Strauss tiene razón y lo que ocurrió entonces fue un error, el resultado de una gigantesca confusión sobre la que se dispuso las bases para una nueva realidad, nada puede extrañarnos lo que está ocurriendo, que no es sino el efecto de aquello con ingredientes añadidos que aún lo empeoran más. Pero no voy a seguir por ahí, porque carezco de la competencia necesaria para hacer una disección del estado actual del cuerpo universitario, para trazar la constelación de factores que hacen que sea lo que es ahora y vaya hacia donde va. Sólo puedo hablar desde mi experiencia como profesora de literatura medieval durante veinticinco años, en las relaciones con el alumnado, moldeado por las orientaciones y las modas, ideas y tendencias dirigidas desde el poder político y la sociedad.
Hablaré
de lo que a mi modo de ver constituye el vicio capital, agrandado como con una
lupa en los últimos años, y contra el que hay que combatir en una psicomaquia
sin fin. Diría que el vicio capital consiste en la búsqueda del fin inmediato,
de la utilidad concreta, de la aplicación práctica. Como si sólo existiera una
pregunta y esa fuera “¿para qué me sirve?”.
Dos obsesiones, absolutamente perniciosas, que derivan del “vicio utilitarista”:
1.
La
obsesión por la contemporaneidad
Parece como si dentro de esta idea de las cosas, solo aquello que es contemporáneo, "pudiera servir para algo", porque nos "afecta", mientras que todo lo que pertenece al pasado, como ya nada tiene que ver con nosotros, carece de toda utilidad, Esta es una idea que se transparente en los programas escolares actuales y que alcanza a la Universidad. Se trata de un prejuicio completamente antagónico con lo que tradicionalmente se ha entendido que debía ser estudiado, que justamente era el pasado.
Son
muchas las razones que pueden aducirse a favor de la absoluta necesidad del
estudio del pasado frente al estudio del presente, y entre ellas podríamos
aludir al esfuerzo que supone superar las barreras de la alteridad, pues
justamente el objeto de estudio tiene que ser aquello que en principio, nada
nos afecta ni tiene que ver con nosotros. Espero aclarar esto que en principio
se presenta como una paradoja. Lo reservo para el final. Me permito introducir
ahora una reflexión de Élemire Zolla acerca de las asignaturas suprimidas en
los bachilleratos y en los estudios universitarios: “El mismo y torvo énfasis ha resonado cada vez que se socavaba un
aspecto de la inerme cultura antigua; primero, la teología y la lógica,
después, la retórica y, por último, la moral han sido expulsadas de las
escuelas, se ha renegado de ellas en cuanto materia de aprendizaje. Hace poco
se ha echado abajo el bastión que mantenía el edificio a medio derrumbar: el
latín. ¿Cuándo les llegará el turno a la filosofía, la literatura y la
historia, en aquellos lugares del mundo en que aún sobrevivan?”.
Porque
finalmente y claramente en contra de la obsesión por lo contemporáneo, como
dice el mismo Zolla “están más vivos los muertos que aquellos por los que circula la sangre de ellos, ilusos que pueden inventar fácilmente lo que es pura reviviscencia y crear discursos que conmueven con la apariencia de la novedad, en la medida en que está olvidada la voz arcaica que ya los pronunció en la antigüedad"
2.
La
obsesión por comprenderlo todo
Ésta es una exigencia cada vez más extendida entre el alumnado. Ellos quieren entenderlo todo. Creo también que no hay nada más ajeno al camino del conocimiento que esa pretensión. Recuerdo al Serenus Zeitblom del Doctor Faustus que justamente cifraba en la incomprensión el principio pedagógico fundamental: “Interrumpo un momento mi narración únicamente para hacer notar que el conferenciante hablaba de cosas, asuntos y valores estéticos que hasta entonces no habían entrado en el ámbito de nuestros conocimientos y que ahora veíamos surgir de modo impreciso en el horizonte, al conjuro siempre de su vacilante palabra. No estábamos en situación de comprobar lo que decía, como no fuera a la luz de sus propias interpretaciones pianísticas, y escuchábamos todas aquellas explicaciones con la oscura y agitada fantasía del niño que presta oído a legendarias historias incomprensibles, mientras su espíritu blandamente impresionable, se siente, como en sueño y por intuición, enriquecido y estimulado.” Para más adelante decir: “Muchos se resistirán a creerlo, pero ésta es la forma más intensa, la forma superior, y quizá la más fructífera, de la enseñanza. La enseñanza anticipativa, pasando por encima de vastas zonas de ignorancia. Mi experiencia pedagógica me dice que éste es el método que la juventud prefiere y, por otra parte, el espacio que deja uno vacío tras de sí, se llena por sí mismo con el tiempo.”
La juventud de entonces, la de la época en que Thomas Mann escribía su novela, nada
que ver con la de ahora. La exigencia de comprensión total, no es sino efecto
de la terrible práctica utilitarista. Porque naturalmente si no lo entienden
todo, no les “va a servir”. Porque la
necesidad de encontrar una utilidad está en contra del conocimiento como camino
y búsqueda. Y por eso el único camino que se llega a percibir encuentra su fin
al final de la clase.
…
Al
principio he aludido al mayo del 68. Pero en París diez años después del mayo
del 68 todos los profesores del Collège,
entre ellos Michel Foucault o Georges Duby, entraban por una puerta y los
estudiantes entrábamos por otra. La democratización de la Universidad no supuso
una tan radical abolición de las jerarquías como se ha vivido en otros lugares
(como por ejemplo, en nuestro país). Cuando hablo de jerarquía, quiero decir
simplemente orden y cuando hablo de orden, me refiero a algo tan simple como
que cada cual ocupe su lugar.
También
aludía al principio al “viejo pacto”,
que no era otro sino reconocer que el profesor es el que sabe y el alumno el
que aprende. Una consideración puntual: dentro de la actual tendencia de acabar
con las clases magistrales para dar paso a los seminarios con lo que se
pretende que el alumnado participe de un modo más activo, se puede correr el
peligro de intensificar aún más si cabe la disolución jerárquica. Durante años,
los profesores hemos asistido al silencio sepulcral del alumnado, ante el que
nos hemos desesperado porque no era sino síntoma de desinterés, frustración, o
resistencia a aceptar una ignorancia que para nada tenía que ser motivo de
vergüenza. Pero su participación en el seminario no puede deslizarse a una
inversión tan aguda como la de pretender ocupar el lugar del profesor. Es sólo
una cuestión de orden. Porque no se pueden cortar árboles para hacer
barricadas, porque no se adquiere conocimiento para aplicarlo en lo que sea a
la mañana siguiente. Porque son los profesores los que enseñan y los alumnos
los que aprenden. Pero ¿qué es lo que hay que enseñar?
En
su libro sobre Qué es la tradición,
al que antes ya me he referido, Elémire Zolla cita al filósofo estadounidense
Jonathan Edwards, que criticaba “toda
moral que se reclamase del interés no ya personal, sino colectivo, o, mejor,
humano y humanitario.” Continúa Zolla: “Multiplíquese
el yo, si cabe, hasta abarcar una nación o la humanidad entera, que ello no
elevará la moral”, y ahora viene lo importante: “sólo la benevolencia hacia el ser, movida por la admiración de su
belleza o armonía, es el fundamento de una acción totalmente desinteresada y
moral.” Podríamos decir lo mismo para el conocimiento. Al igual que sucede
con la moral, sólo la ausencia de utilidad conduce el verdadero conocimiento,
el que debe de ser objeto de enseñanza en la Universidad. La gratuidad, que tan
bien conocían los místicos expresada en la célebre expresión del ohne warum, el “sin porqué”, hasta Sócrates. Como contaba Italo Calvino en Perché leggere i classici:
“Que
nadie piense que leer a los clásicos sirve para algo. La sola razón que se
puede aducir es que leer a los clásicos es mejor que no leerlos. Y si alguien
objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un
clásico, al menos por ahora, sino un pensador contemporáneo que se empieza a
traducir en Italia): “Mientras se le estaba preparando la cicuta, Sócrates
aprendía una aria con la flauta. ‘De qué te sirve?’, le preguntaron. ‘Para
saber esta aria antes de morir’”.
Eso
es lo primero que tendríamos que explicarles a los estudiantes el primer día de
entrada en la Universidad. Que lo que aprendan es sólo para aprenderlo y que
sólo hay un por qué: porque es mejor aprenderlo que no aprenderlo.
Victoria
Cirlot, profesora de Literatura Medieval y Comparada. UPF
[1]
Intervención en el ciclo de
debates Liquidación por derribo: leer,
escribir y pensar en la Universidad, organizado por La Central en Barcelona
durante abril de 2008. Páginas centrales. pp 1-4.
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