Visita
nocturna a la Biblioteca Nacional
ENCERRADOS EN EL PARAÍSO
Vista
desde lejos, la Biblioteca Nacional parece el templo de una religión dormida,
un cementerio donde dormitan los dinosaurios de la letra impresa. Hemos acudido
allí, en mitad de la noche, bajo la advocación de San Ramón Gómez de la Serna,
que hace más de setenta años tuvo la idea feliz y disparatada de visitar el
Museo del Prado a horas también intempestivas, para comprobar si la luz
vacilante de un quinqué añadía una nueva percepción al Arte. Al vestíbulo de la
Biblioteca Nacional sale a recibimos la estatua de don Marcelino Menéndez
Pelayo; al bajarse del pedestal, hemos creído oír cómo se quejaba su esqueleto,
demasiado habituado a la vida sedentaria. El propio don Marcelino, legañoso y
entorpecido por el reúma, nos ha indicado el camino hasta el despacho de su
sucesor, Luis Alberto de Cuenca, a través de una escalinata con balaústres en
la que nuestros pasos resuenan con ecos de intriga gótica.
LUIS Alberto de Cuenca nos recibe con una sonrisa de niño zangolotino, como si lo hubiésemos pillado en mitad de una travesura. Tiene una gran cabeza sin aristas, una cabeza de busto romano, como un jarrón precariamente dispuesto sobre la repisita de los hombros, uno quisiera abrir ese jarrón, donde conviven promiscuamente poesía y erudición, y saquear todos los saberes que almacena, desde Homero a Buck Rogers, desde Gilgamés a Roberto Alcázar. Luis Alberto de Cuenca tiene la piel quizá demasiado pálida, como alimentada con rayos de luna, que es la horchata de los espíritus sensibles. Ha tenido una semana ajetreadísima, tras el montaje de la exposición «Tebeos los primeros 100 años», pero aún conserva esa cortesía exhausta de quienes han hecho del sacrificio una forma de naturalidad. Luis Alberto de Cuenca ordena apagar las luces y enciende una vela con candelero, para añadir tenebrismo a la expedición que enseguida vamos a comenzar.
Clasificación
por «tallaje»
«Síganme, por favor», nos dice, con
ademanes protocolarios. Una cohorte de vigilantes, como espectros de uniforme,
exploran a nuestro paso cada rincón o recodo, nos franquean puertas inhóspitas,
nos guían por escaleras de chapa que retumban como una torre Eiffel a punto de
zozobrar. La llama de la vela deposita en nuestras facciones un resplandor
rojizo.
-La Biblioteca Nacional -nos alecciona su
director- es una máquina que hay que
mantener engrasada y que no te permite demasiadas alegrías personales Mi misión
aquí consiste, sobre todo, en un servicio de mantenimiento que garantice la
labor del investigador. No de cualquier investigador, desde luego, porque esta
es una biblioteca de último recurso a la que sólo debe acudirse cuando las
demás han fallado.
Nos
hemos detenido en una planta que custodia volúmenes del siglo XVIII, las
estanterías se repiten de trecho en trecho, con esa tena-edad que tanto las
aproxima a las pesadlas y a los laberintos, y los anaqueles se comban, bajo el
peso del polvo y de los siglos. Acude a mi memoria ese poema que Luis Alberto
de Cuenca recoge en «Por fuertes y
fronteras».
Qué
sería de mí vosotros,
tiranos
y, a la vez, embajadores
de
la imaginación.
verdugos
del deseo
y,
al mismo tiempo, mensajeros suyos,
libros
llenos de cosas deplorables
y
de cosas sublimes,
a
los que odiar
o
por los que morir.
Pensaba
yo que los libros se clasificaban por materias, de manera que «Dios» tuviese
adjudicada una signatura aparte de, pongo por caso, «la jardinería», de ahí que
me sobresalte encontrar, al lado de una «Vida de San Juan Baptista», un «Arte
del sombrerero», en el que se prodigan consejos muy provechosos sobre fieltros
y otras telas resistentes.
-Históricamente, los libros se han
clasificado siempre por su «tallaje»,
aunque procurando respetar la cronología. Lo primero que hacemos, cuando entran
en la biblioteca, es tallarlos, como a los reclutas que ingresan en la “mili”.
Colocando juntos los libros de igual medida, se facilita su conservación y
almacenaje.
Y
al escuchar la voz del director, los anaqueles se ponen firmes, en disposición de
revista, y los lomos de los libros se abultan con una respiración contenida,
aun a sabiendas de que la cifra me va a marear, pregunto
-¿Y
cuántos volúmenes alberga este edifico?
-Unos cuatro millones aproximadamente,
contando con cartelera revistas, videos y demás. Cuatro millones a los que
habría que sumar los siete que se guardan en un módulo de Alcalá de Henares Al
año, ingresan quinientas mil piezas, de las que cincuenta y cinco mil tienen el
formato de libro.
-A
este paso, pronto habrán invadido los pasitos, las escaleras, los despachos. La
Biblioteca será una casa tomada...
-Igualito que en el cuento de Cortázar. Y lo
que es peor, los ingresos crecen de manera geométrica, en los últimos veinte años,
para que se haga una idea, han entrado más libros que en el resto de la Historia.
Hace veinte años, la Biblioteca contaba con dos millones de piezas; hoy esa
cifra asciende a once. El edifico do Recoletos se halla al 90 por dentó de
ocupación, y el de Alcalá de Henares, al 73. Aunque las reformas que se están
desarrollando en este edificio crearán un nuevo espacio para los depósitos, es
improrrogable la construcción de un nuevo módulo en Alcalá. Para el año 99, los
libros nos desbordarán.
Siento,
de repente, un vago horror metafísico, y casi creo escuchar el crecimiento
subterráneo y voraz del papel, su invasión lenta pero irreversible, como una
marea que todo lo anega
-Si no le ponemos freno, la Biblioteca Nacional
se convertirá en un monstruo incontrolable -continúa Luis Alberto de Cuenca,
con una voz mitigada por el fatalismo o la resonación- Urge una reforma estricta de la ley do depósito legal que limite el número
de publicaciones susceptibles de ser almacenadas y que, al mismo tiempo, cubra
el vacía jurídico que ha generado la expansión del fenómeno informático
Los
libros nos escuchan desde las estanterías, simétricos y confabulados en el
hermetismo. Si algún bibliómano me está leyendo, comprenderá que yo quisiera
llevarme algún botín de aquel santuario prohibido. Luis Alberto de Cuenca,
quizá intuyendo mis pretensiones, me sobresaltó.
-En esta Biblioteca me siento como el dragón
de las viajas mitologías que custodiaba el tesoro Un dragón pacifico al que
-espero- nadie tenga planeado aniquilar.
Y
la llama de la vela subraya su sonrisa bondadosa. Recordé a Sigfrido, a San
Jorge, a Jasón y tantos otros, expertos en trocear y hacer lonchas con los
dragoncitos, pero espanté mis pensamientos delictivos.
-¿Y
cuáles son sus proyectos más inmediatos?
-En primer lugar, completar la labor de informatización
que inició Juan Pablo Fusi, poniendo a disposición del usuario el catálogo
completo de la Biblioteca, Con suerte, estará dispuesto en año y medio o dos
años. Otra labor importante es la digitalización del fondo antiguo, para la que
cuento con indicios muy serios de apoyo privado; cualquier persona desde su
casa, podrá tener, a través de su ordenador, no sólo la referencia de nuestros
libros, sino que podrá ver a través de la pantalla de su ordenador los textos
íntegros. Éste será un proceso lento, pero irreversible: en el próximo sexenio,
ya contaremos con algunas parcelas de nuestro fondo digitalizadas. También
aspiro a mejorar la conservación de libros y grabados, la organización de las
distintas secciones y el aprovechamiento de los espacios.
Hemos
dejado atrás los almacenes abarrotados de libros, y nos dirigimos hacia la sala
de lectura. De vez en cuando, surge a nuestro paso un ordenador que nos
sobresalta con su parpadeo nervioso, como un centinela reacio al sueño.
-Otro
aspecto importante de su cargo, sobre todo en su proyección exterior, es la
organización de exposiciones, como ésta recién inaugurada que conmemora el
centenario del tebeo.
-Sí, sí, por supuesto. La Biblioteca Nacional
también es un lugar de cita cultural, aunque no en el grado que lo es un museo,
cuya misión es la exposición continua de sus tesoros. El servicio bibliotecario
es más individualizado, pero eso no impide que, de vez en cuando, mostremos al
público los tesoros que están ocultos. Después de estos «100 años de tebeos» tenemos preparada una exposición sobre el
grabado alemán en los siglos XV y XVI, a cargo de Conchita Huidobro (la
Nacional tiene una de las mejores colecciones de Durero), y otra que se llamará
«Ex Roma Lux», bajo la comisaria de
Miguel Ángel Elvira y Marta Carrasco, que mostrará reconstrucciones
arquitectónicas de monumentos romanos, según grabados de los siglos XV, XVI y
XVII.
La
iniciativa privada
-¿Y
cómo se financian estas exposiciones? ¿Con cargo al presupuesto?
-Así ha sido tradicionalmente, pero mi empeño
actual es poder sufragarlas mediante patrocinadores privados. De hecho, creo
que la iniciativa privada debe actuar de puente entre las instituciones y el
interés de los ciudadanos
Hemos
llegado a la sala general de lectura: los pasos quedan amortiguados por la
moqueta, pero nuestras voces -algo recias y desentonadas ya, con los estragos
del hambre y la vigilia- rebotan en el techo, como pelotazos disparados al
frontón del cielo. La luz de la veta, de repente, se ha hecho inservible: los
fluorescentes iluminan los pupitres vacíos, las sillas de escai granate, que
parecen acongojadas y mustias sin un culo que las moldee.
-¿Y
se ha llevado alguna gran decepción, en los meses que lleva al frente de la
Biblioteca?
-¿Decepción? No, qué va. La gran revolución
pendiente de la informatización ya fue iniciada por mis predecesores en el
cargo, sobre todo por Fusi. Gestionar un organismo público produce decepciones
cotidianas, pero no más que las que pueda causar otro trabajo Siempre me ha
gustado conducirme por una estética de lo positivo. Es cierto que estoy
trabajando como nunca (en realidad, no había trabajado nunca, puesto que la
investigación, en mi caso, era un placer, un «hobby»): llego agotado a casa y
duermo como un bendito, pero el cansancio también puede resultar gratificante,
si se acompasa de unos resultados.
-¿No
se le plantean conflictos entre su vocación y su trabajo?
-Qué va, qué va. He descubierto placeres
insospechados, como la existencia del fin de semana, que hasta ahora constituía
una tragedia para mí, porque no sabía con qué llenarlo. Desde que soy
bibliotecario, he redescubierto la familia, y también el gusto por un poema o
un artículo bien hechos. Al tipo de escritor que yo represento no le importa
alternar estas dos facetas: pienso en Calimaco de Cirene o Apolonio de Rodas,
que regían la biblioteca de Alejandría y escribían como los ángeles, o en el
caso más cercano de Horace Walpole, un «bon vivat» que supo conciliar literatura, bibliofilia y política. Yo no soy un
escritor de dedicación exclusiva: la literatura forma parte de mi vida, no
«constituye» mi vida.
Arte
colectivo
Luis
Alberto de Cuenca introduce una pausa, que emplea frotándose las comisuras de
los ojos. La noche lo ha ido dejando algo descompuesto: con el cansancio, la
barba le crece más desvergonzadamente y lo camufla de facineroso.
-Hasta ahora era un privilegiado, pues me
ganaba el sustento con aquello mismo que me complacía. Ahora puede decirse que
desempeño un servicio a la comunidad, algo que siempre he procurado contagiar a
mi literatura. Me interesa la literatura con aliento colectivo (la lírica
popular, la épica), más que la literatura con nombre y apellidos. En política
soy liberal; en literatura, colectivista. Como Borges, creo que sería para
lodos un honor firmar nuestras obras con el nombre de Homero.
Ambos
hemos adquirido ojeras, y también ese tono de piel macilento que adoptan los
muertos prematuros. A nuestras espaldas, un busto de Cervantes ha dejado caer
los párpados con un estrépito de persiana metálica.
-Supongo
que cuando habla de colectivismo, no estará reivindicando el mensaje
ideológico.
-No, no, por favor John Millius, el autor del
guión de «Apocalypse Now»,
desautorizó esta película, porque pensó que Coppola (que era un intelectual)
hacía utilizado su guión para hacer un alegato contra algo. Un arte colectivo
es el que encama los anhelos y fantasías de un pueblo. Por eso me interesa la
literatura de siguen como Arturo Pérez-Reverte, que representa eso que los
alemanes llaman «Volkgeist», el espíritu popular. Con el romanticismo,
el escritor deja de ser un modelo social, para convertirse en un «revolté», un
maldito; pero ya es hora de que el escritor vuelva a enmascararse detrás de un colectivo.
La
voz se le remansa en los labios, con una gravedad que no sé si nace del aplomo
o de la somnolencia.
La
mente y el caos
-La literatura del siglo XXI será una
literatura con aspiraciones de ritmo, orden y claridad -prosigue-. Cierto
pedagogo escandinavo dijo que lo que no eres capaz de formular con claridad es
porque no lo has pensado claramente. Disponemos de una mente para clarificar el
mundo, no para añadirle caos a través de un pensamiento oscuro.
Dejamos
atrás los ficheros marjales, que muy pronto la informática hará inútiles, como
hojas de un otoño que ya pasó. La sala de raros y curiosos, más recoleta y
desvencijada que la que acabamos de abandonar, ostenta atriles en los pupitres
para sujetar los códices. El usuario de la Biblioteca Nacional tiene algo de minituarista
paciente.
-Hablaba
usted de una literatura como cifra y metáfora del universo. Bordes decía que se
imaginaba el paraíso como una vasta biblioteca.
-Yo más bien dría que como la biblioteca es
una representación del mundo, contiene a un mismo tiempo el infierno y el
paraíso. Como buen aristotélico, siempre he creído en la fusión de elementos
antagónicos. Heráclito decía que «bien y mal son uno», y tenía razón. Ahora bien, esa estética del bien que yo cultivo es lo
que me permite subsumir el mal y extraer de él lo que tiene de positivo.
Si
el hombre nace predestinado para un oficio, habremos de convenir que Luis
Alberto de Cuenca llevaba inscrita en los genes su tarea esencial; es un niño
que todavía, a los cuarenta y seis años, disfruta con el juguete recién
estrenado de la literatura.- Es un hombre capaz, al hacer recenso de un verano
feliz, de entremezclar a Jan Potocki con la fe en el disparate, a William
Beckford con la amistad que no muere, a Villamediana con el «bourbon».
Literatura
comestible
-¿No
te parece a usted que esa distinción que algunos plantean entre literatura y
vida es ficticia?
-En mi caso nunca se ha dado esa oposición:
yo más bien creo que enriquecemos la vida a través de la literatura. Entiendo
la cultura como in principio subsidiario que nos ayuda a soportar las
dificultades de la vida Como Fernando Savater, reivindico los libros como
camino de acercamiento al placer. La literatura es la Gran Evasión. Detesto a los
escritores que distinguen entre arte importante (el típico ladrillo) y poco
importante. Para mí la literatura es algo comestible y nutritivo que se hace
carne.
Y
le recito dos versos de su poema «What you will» dedicado a la mujer amada, que
me parece especialmente memorable y ejemplificador de lo que discutimos: «Sabes como la crema, como el azúcar./como un
desayuno de Sherlock Holmes».
-Usted,
creo yo, entiende la cultura como una forma de júbilo. Pero ahora se nos enseña
a verla como una forma de imposición.
-Y eso es un error que me preocupa muchísimo.
Habría que crear unos planes de estudio y formar un profesorado que imbuya a
los alumnos el entusiasmo que produce acercarse a un libro, o traducir un pasaje
del latín. Y, por supuesto, habría que erradicar el concepto de lectura
obligatoria, que me parece monstruoso. La cultura es algo así como un atlas en
blanco, que uno debe colorear. Los educadores tendrían que enseñar a colorear
ese atlas: transmitir unas coordenadas espaciales y temporales que permitan a
las nuevas generaciones entender el mundo en el que viven. ¿Qué somos los
hombres, cuando ignoramos nuestra propia historia?
A
él le ha correspondido, siquiera por unos años, archivar la memoria de los
hombres y preservarla de la carcoma, y también de esa otra carcoma más nociva
aún, que es el olvido. Cuando concluye nuestro peregrinaje, por los ventanales
de la Biblioteca entra de rondón una luna que nos reboza el rostro con su luz y
nos lo deja embadurnado de sueño. Como ladrones furtivos, desandamos el camino
hasta el vestíbulo, atronado por los ronquidos que profiere la estatua de don
Marcelino Menéndez Pelayo, unos ronquidos de piedra que ametrallan el silencio
y retumban en la escalinata y conmueven los cimientos del edificio. Cuando salimos
al paseo de Recoletos, después de un recorrido sonámbulo y casi irreal, nos
sacude una ráfaga de viento que extingue la llama de la vela y nos refresca de
llovizna. Luis Alberto de Cuenca no quiere volver la cabeza atrás, para
evitarse el espectáculo tumultuoso de los libros que, una vez reconquistada su
soledad, descienden de los anaqueles, bajan en tropel hasta los sótanos y
organizan allí una asamblea babélica, discutiendo la estrategia que les
permitirán derrotar a los hombres y gobernarse por sí mismos. Yo reprimo un
escalofrío y me escabullo en la madrugada, sin despedirme.
José Manuel de Padra
SALVESE EN CASO DE INCENDIO
EN
los últimos meses, la Biblioteca ha sufrido un par de alarmas de incendio que,
a la postre, se han quedado en fuego de borrajas. Una de ellas fue promovida
por un vecino que, al contemplar los humos que exhala la calefacción de la
Biblioteca, avisó a los bomberos. La otra, causada por una avería en un aparato
de aire acondicionado, se manifestó con unas llamitas aparentes, aunque
inofensivas, en su fachada. Las llamitas fueron sofocadas por un guardia
municipal aguerrido que pasaba por allí. En los mentideros de la Biblioteca se
comenta jocosamente que su director guarda una botella de sifón con capacidad
suficiente para sofocar un incendio tan concienzudo como el que afligió al
monasterio de «El nombre de la rosa», pero esto ya forma parte de la leyenda.
Luis
Alberto de Cuenca confía ciegamente en los sistemas de protección contra
incendios que aseguran los fondos de la Biblioteca, pero uno no puede resistir
la tentación de imaginárselo, cual fray Guillermo de Baskerville redivivo,
sorteando el fuego para rescatar algunas de sus piezas favoritas. La selección
que propone incluiría los códices de «Lanzarote del Lago» y la «Gran Conquista
de Ultramar» (no en vano las lecturas de caballerías le han sorbido el seso), y
algunos manuscritos valiosísimos, como el «Libro de los gorriones», de Gustavo
Adolfo Bécquer; el «Cántico espiritual con sus comentarios», de San Juan de la
Cruz; la «Providencia de Dios», de Quevedo; las «Fábulas», de Iriarte. «El
Aleph» de Borges; o «El pañuelo de la dama errante», de Jardiel Poncela, que
fue novio o amante de una niñera suya, de la que Luis Alberto de Cuenca guarda
gratísimo recuerdo.
«Pero, más allá de su valor intrínseco
-añade-, creo que sería capaz de chamuscarme el pellejo por el códice del “Cantar
de Mío Cid”, pues creo que en ese poema reside el espíritu de este pueblo».
No contento con escuchar de sus labios una selección apresurada, le solicito
que me muestre estas joyas de su particular corona, y Luis Alberto de Cuenca,
tambaleándose de puro sueño, me conduce hasta las trastiendas del edificio. En
una habitación aledaña a la sala de raros, amueblada con la biblioteca de
Godoy, ordena disponer sobre un escritorio ese equipaje urgente que se llevara
consigo, si la barbarie o el fuego se apropiasen de la memoria de los hombres.
Contemplamos en respetuoso silencio la caligrafía minuciosa y desvaída de
Bécquer, el trazo casi churrigueresco de Quevedo, el oro y el cinabrio que
iluminan las páginas de la «Gran Conquista de Ultramar», la letra escurridiza y
como invertebrada de Borges, el manuscrito entreverado de tachaduras de Jardiel:
cada vez que una palabra le disgustaba, la tachaba concienzudamente y encerraba
en un recuadro de tinta, superstición de la que no podía prescindir para seguir
escribiendo.
Me
he atrevido a acariciar estas joyas, por fetichismo o sigilosa profanación, y
he sentido discurrir por debajo de la piel ese mismo «temblor inútil y hermoso»
que Luis Alberto de Cuenca debió de sentir al escribir este responso lleno de
fervor a los libros: «No salvan/ a nadie,
ni nos quitan atávicas zozobras,/ pero nos comunican un placer que mi perro/ con
ser bastante menos desdichado, no siente./ Dos millones de años después, tan
sólo eso/ ha valido la pena».
ABC Literario.
24 de enero de 1997. pp 16-19.
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