sábado, 18 de febrero de 2017

"Invitación al ridículo" de Mircea Eliade


En la reedición de la antología de ensayos de Mircea Eliade El vuelo mágico, a cargo de Victoria Cirlot y Amador Vega.


Oceanografía[1]
Invitación al ridículo
Pienso que el ridículo es el elemento dinámico, creador e innovador de toda conciencia que se quiera viva y que experimente lo vivo. No conozco ninguna transfiguración de la humanidad, ningún salto audaz en la comprensión ni ningún descubrimiento pasional fecundo que no haya parecido ridículo a sus contemporáneos. Pero eso no es prueba suficiente, pues todo lo que supera el presente y el límite de la comprensión parece ridículo. Hay otro aspecto del ridículo y ese es el que me interesa: la disponibilidad, la vida eterna, la fecundidad eterna de un acto, de un pensamiento o de una actitud ridícula. El ridículo nos enseña siempre: cada uno lo puede asimilar e interpretar a su manera, se es libre de sacar de ello que se quiera y de hacer con él todo lo que uno desee. No sucede lo mismo con lo que es racio­nal, justificado, verificado, reconocido. Se trata aquí de verdades o actitudes que no conciernen a la vida presta a aparecer. Convierten al mundo en una plataforma estable. Nadie las discute, nadie duda de su veracidad. Pero están muertas. Su victoria es su lápida. Son adecuadas para las familias, las instituciones y la pedagogía.
Uno puede leer un buen libro, uno de esos libros perfectamente escritos, perfectamente construidos, destacados por la crítica, aproba­dos por el público, coronados de premios. Un buen libro, es decir, un libro muerto. Es tan bueno que en nada conmueve nuestro marasmo ni nuestra mediocridad; por el contrario, se integra perfectamente en nuestros cortos ideales, en nuestros pequeños dramas, en nuestros vicios mezquinos, en nuestras pobres nostalgias. Eso es todo. En diez o en cien años ya nadie lo leerá.
que se incluye "Invitación al ridículo".

Todo lo que no es ridículo, es caduco. Si tuviera que definir lo efímero, diría que es todo lo que es perfecto, toda idea bien expresada y bien delimitada, todo lo que se muestra racional y comprobado. A menudo la mediocridad tiene como atributos «perfecto» y «definitivo».
Los tomos de filosofía de un profesor francés de provincias están mucho mejor escritos, son mucho más racionales y serios que cualquier panfleto del siglo XIX que fecundó decenas y fue comentado en decenas de libros. Evitar el ridículo significa rechazar la única posibilidad de inmortalidad. El único contacto directo con la eternidad. Un libro que no sea ridículo, o una idea unánimemente aplaudida de entrada, ha renunciado, por el hecho mismo de su éxito, a toda potencialidad, a toda posibilidad de ser retomado y continuado.
Creo que una buena definición del ridículo sería esta: lo que puede ser retomado y profundizado por otro. No me refiero al ridículo maquinal, como el del hombre vulgar con una chistera o la niña haciéndose pasar por mujer fatal. Ese es un ridículo superficial, un ridículo social creado por automatismos e inhibiciones in fecundidad espiritual, como todo acto reflejo.
Pero pensemos en el ridículo de Jesús, que afirmaba ser hijo de Dios con absoluta contundencia; en el ridículo de un don Quijote, agonizante porque la gente (gente con los pies en la tierra, gente razonable, gente con temor al ridículo, gente muerta) no estaba dispuesta a tomar a una maritornes por su dulcinea; o en el ridículo de Gandhi, quien, a la diplomacia y a la artillería británicas, opone la no violencia, la vida interior y la fuerza de la contemplación. Imaginemos todas las fuentes de vida, todas las simientes y toda la savia que la gente ha encontrado y seguirá encontrando –cuando el rastro de los creadores «perfectos» haya desaparecido desde millares de años antes– en la vida y pensamiento de estos hombres absolutamente ridículos.
Todo acto que no sea ridículo, en mayor o menor medida, es un acto muerto, Esto se verifica en la más cotidiana y banal vida social. Cuando uno toma el té en un salón y vuelve a colocar tranquilamente la taza en su sitio, realiza un acto perfecto, un acto muerto, pues no hay consecuencias ni en su conciencia ni en la de los demás. Pero ¡deja caer la taza al suelo derramando el té en la falda de una señorita que habla francés y pídele excusas tartamudeando mientras tratas de borrar la metedura de pata secando el parquet con el pañuelo de batista! Por un instante eres ridículo, pura y simplemente ridículo. De pronto, el acto se llena de innumerables virtualidades. Los estás pasando mal y en ese instante de turbación y de pánico comprendes que tu vida es inútil, que la de los demás está vacía, que eres un mono grotesco bien vestido y perfectamente arreglado en un salón adonde se va a perder el tiempo, adonde se va empujado por el miedo a la soledad, por atracción hacia las vacuidades. Toda una filosofía a partir de una taza de té rota por descuido. ¡Y eso no es nada!, porque solo has sido ridículo en una mínima proporción. Ve a decirles a la cara lo que piensas de su té, que en el fondo es lo que piensa todo ser dotado de razón, diles francamente que están perdiendo el tiempo, que se es­tán engañando, que llevan una vida artificial, fáctica, inútil. Diles todo eso y dilo con pasión. Entonces serás realmente ridículo, entonces la gente se burlará de ti, entonces comprenderás que no puedes vivir tu vida sin ser ridículo.
Porque el ridículo se resume en esto: vivir tu vida, desnuda, in­mediata, rechazando las supersticiones[2], las convenciones y los dogmas. Cuanto más personales somos, más nos identificamos con nuestras intenciones, más coinciden nuestros actos con nuestras ideas, y más ridículos somos.
El ridículo es una fórmula lanzada por los hombres contra la sin­ceridad. No existe acto humano sincero que no sea ridículo. Lo que el amor tiene de realmente exaltante consiste en haber logrado su­primir el ridículo entre dos seres, suprimir la censura aplicada de un modo maquinal a su sinceridad. El amor solo es ridículo para una tercera persona. Las otras grandes sinceridades lo son también para una segunda persona.
Así pues, resulta que los libros, los autores que un día fueron ri­dículos en razón de su sinceridad despojada y total, poseen virtuali­dades infinitas que pueden ser retomadas y profundizadas por cualquiera de nosotros.
Con los libros ridículos sucede algo extraño: no afectan del mismo modo que un hecho social ridículo, porque los leemos en la soledad, cuyos valores no son los mismos que los de la colectividad. Somos más sinceros cuando estamos solos, puesto que no echamos el cerrojo a nuestra sensibilidad ni a nuestra inteligencia en aras del buen sen­tido y de la lógica. ¿Por qué una paradoja oída en público irrita y, en cambio, fascina leída en soledad? ¿Por qué lloramos de emoción al leer una confesión, mientras que nos crispamos molestos si la oímos en público? Quizás porque entonces haga su aparición el ridículo, esa censura a la sinceridad, censura creada por la sociedad para frenar el individualismo en sus excesos.
Miro a mí alrededor y, con toda franqueza, solo los hombres y autores ridículos son capaces de enseñarme algo. Solo ellos son sinceros, solo ellos se desnudan sin reticencias ante mis ojos. Solo ellos están vivos. Llegará un día en que morirán a su vez y en que también serán distribuidos racionalmente en sistemas, en que serán aceptados y colmados de honores. No quiero evocar casos demasiado ilustres. Mencionaré únicamente a aquel hombre de un ridículo absoluto que es el único autor que no me atrevería a leer en público. Me refiero a Sören Kierkegaard, a quien hoy en día se consagran volúmenes de crítica, al que se traduce, comenta, comprende, y al que se mata. En un cierto sentido está muerto, y, sin embargo, ¿cuántas fuentes de vida y de pensamiento no se encuentran todavía hoy en el loco de Copenhague?  Porque en cualquier momento puede ser retomado y continuado.
Solo el ridículo merece ser imitado. Pues solo imitando el ridículo imitamos la vida; entraña, en efecto, la absoluta y completa sinceridad de la vida, y no las ideas fijas y convenciones que son las caras de la muerte. Y en cuanto a la muerte, bien sabe Dios que ya bastante la encontramos en todos nosotros.

Mircea Eliade. 1934

El vuelo mágico. Edición y traducción de Victoria Cirlot y Amador Vega. Madrid, 2017. pp 31-35.


[1] trad. de: Océanographie, trad. del rumano por Alain Paruit, L'Herne, París 1993. Selección: «Invitation au ridicule», págs. 21-25. 1.ª ed.: Océanographie, Editura Cultura Poporului, Bucarest 1934.
Sobre el título: «El carácter de divagación y de improvisación de estas páginas no se refleja de ningún modo en el título del libro: Oceanografía. El análisis oceanográfico supone una técnica muy dominada, mucha paciencia y, sobre todo, una capacidad analítica precisa, de la que no hago alarde en ningún momento de este libro. Su título no está, sin embargo, desprovisto de sentido. Un sentido que todavía hoy aprecio y para cuya aclaración me permito reproducir seguidamente un artículo publicado hace ya tiempo con este mismo título. ( ... ) Esta tentativa de examinar la vida cotidiana del alma, de plantear de nuevo, con seriedad, los problemas simples, que ya nadie toma en consideración porque son demasiado grandes o demasiado simples, a eso lo llamo oceanografía» (Prefacio de la edición francesa, págs. 14-19). Es probable que Eliade tomara el concepto de Eugenio d'Ors (Oceanografía del tedio, 1919). Una referencia a esta obra en concreto: «Me gustaría intentar un día la experiencia de Eugenio d'Ors en Oceanografía del tedio: a pleno sol, con los ojos cerrados, tratar de contener, expresar, sintetizar. ¿Qué? Esta experiencia total de un flujo que sale de todas partes y se pierde, no sé cómo, en la nada, en el no-ser» (Frag. J. 1,2 de abril de 1951, Pag. 140). Para las relaciones entre Eliade y D'Ors, ver en este volumen el comentario a Fragmentarium: «A propósito de un cierto "sacrificio"», pág. 85.
[2] El concepto «superstición» aparece empleado en todo el libro con el sentido de prejuicio. Ver en cambio, Fragmentarium: «Supersticiones», pág. 74.

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