En la reedición de la antología de ensayos de Mircea Eliade El vuelo mágico, a cargo de Victoria Cirlot y Amador Vega.
Oceanografía[1]
Invitación al
ridículo
Pienso
que el ridículo es el elemento dinámico, creador e innovador de toda conciencia
que se quiera viva y que experimente lo vivo. No conozco ninguna
transfiguración de la humanidad, ningún salto audaz en la comprensión ni ningún
descubrimiento pasional fecundo que no haya parecido ridículo a sus
contemporáneos. Pero eso no es prueba suficiente, pues todo lo que supera el
presente y el límite de la comprensión parece ridículo. Hay otro aspecto del ridículo
y ese
es el que me interesa: la disponibilidad, la vida eterna, la fecundidad eterna
de un acto, de un pensamiento o de una actitud ridícula. El ridículo nos enseña
siempre: cada uno lo puede asimilar e interpretar a su manera, se es libre de
sacar de ello que se quiera y de hacer con él todo lo que uno desee. No sucede
lo mismo con lo que es racional, justificado, verificado, reconocido. Se trata
aquí de verdades o actitudes que no conciernen a la vida presta a aparecer.
Convierten al mundo en una plataforma estable. Nadie las discute, nadie duda de
su veracidad. Pero están muertas. Su victoria es su lápida. Son adecuadas para
las familias, las instituciones y la pedagogía.
Uno
puede leer un buen libro, uno de esos libros perfectamente escritos,
perfectamente construidos, destacados por la crítica, aprobados por el público,
coronados de premios. Un buen libro, es decir, un libro muerto. Es tan bueno
que en nada conmueve nuestro marasmo ni nuestra mediocridad; por el
contrario, se integra perfectamente en nuestros cortos ideales, en nuestros
pequeños dramas, en nuestros vicios mezquinos, en nuestras pobres nostalgias.
Eso es todo. En diez o en cien años ya nadie lo leerá.
que se incluye "Invitación al ridículo".
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Todo
lo que no es ridículo, es caduco. Si tuviera que definir lo efímero, diría que
es todo lo que es perfecto, toda idea bien expresada y bien delimitada, todo lo
que se muestra racional y comprobado. A menudo la mediocridad tiene como
atributos «perfecto» y «definitivo».
Los
tomos de filosofía de un profesor francés de provincias están mucho mejor
escritos, son mucho más racionales y serios que cualquier panfleto del siglo
XIX que fecundó decenas y fue comentado en decenas de libros. Evitar el
ridículo significa rechazar la única posibilidad de inmortalidad. El único
contacto directo con la eternidad. Un libro que no sea ridículo, o una idea
unánimemente aplaudida de entrada, ha renunciado, por el hecho mismo de su
éxito, a toda potencialidad, a toda posibilidad de ser retomado y continuado.
Creo
que una buena definición del ridículo sería esta: lo que puede ser retomado y
profundizado por otro. No me refiero al ridículo maquinal, como el del hombre
vulgar con una chistera o la niña haciéndose pasar por mujer fatal. Ese es un
ridículo superficial, un ridículo social creado por automatismos e inhibiciones
in fecundidad espiritual, como todo acto reflejo.
Pero
pensemos en el ridículo de Jesús, que afirmaba ser hijo de Dios con absoluta
contundencia; en el ridículo de un don Quijote, agonizante porque la gente
(gente con los pies en la tierra, gente razonable, gente con temor al ridículo,
gente muerta) no estaba dispuesta a tomar a una maritornes por su dulcinea; o
en el ridículo de Gandhi, quien, a la diplomacia y a la artillería británicas,
opone la no violencia, la vida interior y la fuerza de la contemplación.
Imaginemos todas las fuentes de vida, todas las simientes y toda la savia que
la gente ha encontrado y seguirá encontrando –cuando el rastro de los creadores
«perfectos» haya desaparecido desde millares de años antes– en la vida y
pensamiento de estos hombres absolutamente ridículos.
Todo
acto que no sea ridículo, en mayor o menor medida, es un acto muerto, Esto se
verifica en la más cotidiana y banal vida social. Cuando uno toma el té en un
salón y vuelve a colocar tranquilamente la taza en su sitio, realiza un acto
perfecto, un acto muerto, pues no hay consecuencias ni en su conciencia ni en
la de los demás. Pero ¡deja caer la taza al suelo derramando el té en la falda
de una señorita que habla francés y pídele excusas tartamudeando mientras
tratas de borrar la metedura de pata secando el parquet con el pañuelo de
batista! Por un instante eres ridículo, pura y simplemente ridículo. De pronto,
el acto se llena de innumerables virtualidades. Los estás pasando mal y en ese
instante de turbación y de pánico comprendes que tu vida es inútil, que la de
los demás está vacía, que eres un mono grotesco bien vestido y perfectamente
arreglado en un salón adonde se va a perder el tiempo, adonde se va empujado
por el miedo a la soledad, por atracción hacia las vacuidades. Toda una
filosofía a partir de una taza de té rota por descuido. ¡Y eso no es nada!,
porque solo has sido ridículo en una mínima proporción. Ve a decirles a la cara
lo que piensas de su té, que en el fondo es lo que piensa todo ser dotado de
razón, diles francamente que están perdiendo el tiempo, que se están
engañando, que llevan una vida artificial, fáctica, inútil. Diles todo eso y
dilo con pasión. Entonces serás realmente ridículo, entonces la gente se
burlará de ti,
entonces comprenderás que no puedes vivir tu vida sin ser
ridículo.
Porque el ridículo se resume en esto: vivir tu vida,
desnuda, inmediata, rechazando las supersticiones[2],
las convenciones y los dogmas. Cuanto más personales somos, más nos
identificamos con nuestras intenciones, más coinciden nuestros actos con nuestras
ideas, y más ridículos somos.
El ridículo es una fórmula lanzada por los hombres contra
la sinceridad. No existe acto humano sincero que no sea ridículo. Lo que el
amor tiene de realmente exaltante consiste en haber logrado suprimir el ridículo
entre dos seres, suprimir la censura aplicada de un modo maquinal a su
sinceridad. El amor solo es ridículo para una tercera persona. Las otras
grandes sinceridades lo son también para una segunda persona.
Así pues, resulta
que los libros, los autores que un día fueron ridículos en razón de su
sinceridad despojada y total, poseen virtualidades infinitas que pueden ser
retomadas y profundizadas por cualquiera de nosotros.
Con los libros ridículos sucede algo extraño: no afectan
del mismo modo que un hecho social ridículo, porque los leemos en la soledad, cuyos
valores no son los mismos que los de la colectividad. Somos más sinceros cuando
estamos solos, puesto que no echamos el cerrojo a nuestra sensibilidad ni a nuestra
inteligencia en aras del buen sentido y de la lógica. ¿Por qué una paradoja
oída en público irrita y, en cambio, fascina leída en soledad? ¿Por qué
lloramos de emoción al leer una confesión, mientras que nos crispamos molestos
si la oímos en público? Quizás porque entonces haga su aparición el ridículo,
esa censura a la sinceridad, censura creada por la sociedad para frenar el individualismo
en sus excesos.
Miro a
mí alrededor y, con toda franqueza, solo los hombres y autores ridículos son capaces
de enseñarme algo. Solo ellos son sinceros, solo ellos se desnudan sin
reticencias ante mis ojos. Solo ellos están vivos. Llegará un día en que
morirán a su vez y en que también serán distribuidos racionalmente en sistemas,
en que serán aceptados y colmados de honores. No quiero evocar casos demasiado
ilustres. Mencionaré únicamente a aquel hombre de un ridículo absoluto que es
el único autor que no me atrevería a leer en público. Me refiero a Sören Kierkegaard,
a quien hoy en día se consagran volúmenes de crítica, al que se traduce,
comenta, comprende, y al que se mata. En un cierto sentido está muerto, y, sin embargo, ¿cuántas
fuentes de vida y de pensamiento no se encuentran todavía hoy en el loco de Copenhague?
Porque en cualquier momento puede ser
retomado y continuado.
Solo el
ridículo merece ser imitado. Pues solo imitando el ridículo imitamos la vida;
entraña, en efecto, la absoluta y completa sinceridad de la vida, y no las
ideas fijas y convenciones que son las caras de la muerte. Y en cuanto a la
muerte, bien sabe Dios que ya bastante la encontramos en todos nosotros.
Mircea Eliade. 1934
El vuelo mágico. Edición y traducción de Victoria Cirlot y Amador Vega. Madrid, 2017. pp 31-35.
[1] trad. de: Océanographie, trad. del
rumano por Alain Paruit, L'Herne, París 1993. Selección: «Invitation au
ridicule», págs. 21-25. 1.ª ed.: Océanographie, Editura Cultura Poporului,
Bucarest 1934.
Sobre el título: «El
carácter de divagación y de improvisación de estas páginas no se refleja de
ningún modo en el título del libro: Oceanografía. El análisis oceanográfico
supone una técnica muy dominada, mucha paciencia y, sobre todo, una capacidad
analítica precisa, de la que no hago alarde en ningún momento de este libro. Su
título no está, sin embargo, desprovisto de sentido. Un sentido que todavía hoy
aprecio y para cuya aclaración me permito reproducir seguidamente un artículo
publicado hace ya tiempo con este mismo título. ( ... ) Esta tentativa de examinar la vida cotidiana
del alma, de plantear de nuevo, con seriedad, los problemas simples, que ya nadie
toma en consideración porque son demasiado grandes o demasiado simples, a eso
lo llamo oceanografía» (Prefacio de la edición francesa, págs. 14-19). Es
probable que Eliade tomara el concepto de Eugenio d'Ors (Oceanografía del
tedio, 1919). Una referencia a esta obra en concreto: «Me gustaría intentar un día la experiencia de Eugenio d'Ors en
Oceanografía del tedio: a pleno sol, con los ojos cerrados, tratar de contener,
expresar, sintetizar. ¿Qué? Esta experiencia total de un flujo que sale de
todas partes y se pierde, no sé cómo, en la nada, en el no-ser» (Frag. J.
1,2 de abril de 1951, Pag. 140). Para las relaciones entre Eliade y D'Ors, ver
en este volumen el comentario a Fragmentarium:
«A propósito de un cierto "sacrificio"», pág. 85.
[2] El concepto «superstición» aparece
empleado en todo el libro con el sentido de prejuicio. Ver en cambio, Fragmentarium: «Supersticiones», pág.
74.
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