martes, 2 de octubre de 2018

"Prólogo" de Cristóbal Serra a "Poemas proféticos y prosas de William Blake" (1971)


PRÓLOGO
William Blake, el más espiritual de los artistas, poeta místico y pintor, contemporáneo de Walter Scott, nació el 28 de noviembre de 1757. Nacido bajo la tiniebla de un otoño londinense, había de ser “el más religioso de los grandes poetas ingleses”, si bien con una religiosidad poética hecha de luz y de sombra. Desde muchacho demostró poseer un temperamento fuertemente visual y alucinatorio. Su primer biógrafo, Gilchrist, nos lo presenta como un soñador impenitente, como un adolescente ávido de recorrer los aledaños de Londres. Este solitario errabundo, apenas mozo, era un alma de temple romántico que necesitaba de la visión del campo verdegueante y de la luz indecisa de los crepúsculos. Cuando más maduro, uno de sus paseos favoritos será llegarse hasta Blackheath. La vida edénica del campo enriquecerá su mente con imágenes idílicas que, junto a las imágenes violentas, caracterizarán su gran poesía. En Peckham Rye, cerca de Dulwich Hill, no tenía aún los diez años, cuando tuvo la primera visión. Paseándose deleitosamente, miró hacia el cielo, y vio un árbol colmado de angélicas alas fulgentes que, adornadas con lentejuelas, brillaban en cada rama como estrellas. De vuelta a los lares paternos, cuenta la visión gozada al padre, que está a punto de darle una paliza, de no interceder su madre. Si sacamos a relucir estas visiones alucinatorias es con el fin de que sirvan de ayuda para mejor comprender las vistas del mundo espiritual que le asediaron en Felpham donde vio una vez los “funerales de un hada”. En el jardín se le ofreció la visión de unos minúsculos seres que llevaban el cadáver de un hada sobre una hoja de rosa; y cantando la enterraron y se desvanecieron. Esta visión puede emparejarse también con las de sus últimos años, cuando el Poeta ve con ojos de niño tremebundas visiones. Un amigo de aquellas circunstancias, el poeta y astrólogo, John Varley, consigue que Blake le plasme algunas; y de aquellos dibujos han quedado como memorables el retrato del Constructor de las Pirámides y el Fantasma de una Pulga; monstruoso ser, mitad hombre, mitad bestia, que tiene en la mano una copa de sangre que se apresta a beber. Las visiones casi arcádicas de los primeros años se tornarán después torvas y cada vez más complejas.
Los relatos que nos han llegado de tales visiones hacen suponer que Blake era víctima de alucinaciones, pero él se ha cuidado de explicamos que sus visiones eran hijas de la “imaginación”, y que poseía una facultad común a cualquiera que se esfuerce en ejercitarla. Un fantasma, solía repetir, se ve con el ojo corporal arrebolado, pero una visión se ve con el ojo mental. Mona Wilson, que ha dedicado una biografía exhaustiva al poeta, observa que Blake concebía sus retratos visionarios antes del anochecer, y que frecuentemente los esbozaba de noche. Esto hace sospechar que tenía la experiencia normal de las imágenes hipnagógicas, cosas vistas en el dintel del sueño, figuras proyectadas como por una linterna mágica.
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Segundo de los hijos de un modesto mercero, su padre, comprendiendo que el niño no es de condición corriente, le proporciona una educación, en cierto modo, esmerada. Blake se mueve así, desde su niñez, en una atmósfera de solícita educación. A la escasa edad de diez años, su padre le costea unas clases de dibujo en la escuela de Pars, en el Strand. Esta escuela de dibujo era la antesala de los artistas en ciernes que ingresaban luego en la Academia de Pintura y Escultura de St. Martin’s Lane. Allí dibujó los modelos clásicos que le propuso Pars; y de esta época quizá datan sus lecturas precoces —los Isabelinos, Shakespeare, Milton, Dante, la Biblia. El libro que más honda huella le dejó fue el Paraíso Perdido de Milton. El tema de la Caída, tema central de los Libros Proféticos, le es sugerido por el poema miltoniano, antes que por la Biblia.
A la edad de catorce años, entró de aprendiz en el taller del grabador Basire, abrazando la profesión que nunca abandonaría a lo largo de su vida. Por esa época empezó a escribir poesía y nacen los “Esbozos Poéticos”. Lee en este período a Burke, a Locke (Ensayo sobre el Entendimiento Humano), a Bacon y las Reflexiones sobre el arte de los Griegos de Winkelmann. Se sabe que Basire, noticioso de sus rencillas con los compañeros de taller, lo empleó para dibujar las tumbas de la abadía de Westminster, con lo cual pudo familiarizarse con el gótico, y de paso descubrir que el color cubría las esculturas monumentales de las iglesias de Londres; y quizá fuera éste el punto de partida de aquella “síntesis de las artes” que buscó afanosamente en Illuminated Printing, mezclando la pintura con la escritura poética.
Terminado su aprendizaje con Basire, Blake se inscribe a los veintiún años en la Real Academia. Allí muestra su desprecio por el óleo y sus preferencias por el grabado, la acuarela y el temple; le repugna dibujar lo real. Se niega a estudiar a Rubens y a Le Brun, concentrándose en los grabados italianos sacados de las otras de Rafael y Miguel Ángel. Y al conservador de la Academia Real, el suizo Mosser, que quiere apartarlo de aquellas obras, tildándolas de inacabadas, Blake le responde: “Estos cuadros de Rubens, que tiene por acabados, no se empezaron nunca; cómo pueden ser acabados”.
En 1780 llega a exponer sus obras en la Real Academia: una acuarela y dos dibujos. Dos años después, su hermano Robert, por quien sentía un gran afecto, murió víctima de una tuberculosis; y Blake, después de 1785, tuvo una visión en la cual Robert le enseñó un nuevo método de grabar y colorear al mismo tiempo él texto y las ilustraciones. Blake había de emplearlo en adelante y tenía que ser el medio eficiente y duradero de dar a conocer su genio al mundo.
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En 1782 Blake se casó con Catherine Boucher, sin contar con el beneplácito paterno. Se casa a los veinticinco años, y el joven matrimonio no volverá a pisar la casa del mercero. Lo que sabemos de este matrimonio nos permite afirmar que Blake encontró en su mujer, si no la compañera ideal, la compañera dulce y sumisa. Sin duda, Catherine constituyó una ayuda a su tarea creadora, y le salvó posiblemente de la locura, como hay quien ha sugerido. Catherine, por otra parte, no le podía ofrecer la plenitud vital, y Blake canalizó sus necesidades emocionales o físicas a través del mundo de la poesía. Parece ser que Blake tenía en poca estima a las mujeres; sin sentir hacia ellas animadversión, las consideraba seres inferiores, óptimos para los afectos familiares y conyugales, pero inaccesibles a los fuegos del amor auténtico. Saurat, llevado de unas noticias de Mona Wilson, pone de relieve que Catherine no podía dar satisfacción plena a la fogosa sensualidad del marido, pues, sobre ser educada en un estricto puritanismo, que la capacitaba más para la sumisión matrimonial que para el amor, era de natural enfermizo. Esto debe de haber exasperado abiertamente a Blake, que por temperamento y convicciones era reacio al ascetismo y a la austeridad. Saurat atribuye la falta de descendencia del matrimonio a la fe catara más o menos consciente de Blake, contraria a la perpetuación de la vida terrena; otros la suponen consecuencia de las crisis de Catherine provocadas por el temperamento violento y difícil del marido. La vida conyugal, como en fin toda la existencia de Blake, está sembrada de rarezas. Un día, por ejemplo, obligó a la mujer a que pidiera perdón de rodillas a su hermano Robert por una pulla que le había encajado. Uno de sus amigos, Thomas Butts, encontró un día a Blake y a Catherine completamente desnudos, en un pequeño pabellón del jardín de su casa de Poland Street, compenetrados con el papel de Adán y de Eva del Paraíso Perdido, poema del que recitaban entusiásticamente pasajes. Blake fue muy propenso a encarnar personajes históricos, proyectándolos durante un cierto tiempo. “Yo soy Sócrates, o Moisés, o uno de los Profetas”, solía decir en forma descabellada; y siempre su entusiasmo desbordante encontraba eco en su mujer. La anécdota del jardín muestra hasta qué grado la esposa era dócil a sus extravagancias. Pero Blake encontraba todavía insuficiente la docilidad de su esposa. Mona Wilson, en su Vida de W. Blake, nos informa que un día el poeta anunció a su mujer que, como partidario de la comunidad de mujeres, iba a pasar de la teoría a la práctica, y cometaria por tomar una concubina. La pobre Catherine se echó a llorar. Blake, ante la reacción de su mujer, desistió de su propósito, aunque no abdico de sus teorías sexuales. En un poema del Manuscrito Pickering, titulado “William Bond”, encontramos una alusión a este episodio tragicómico de su vida conyugal.
La audacia de Blake en materia sexual se limitó a escritos y manifestaciones. Crabb Robinson anota en su “Diario” que una vez Blake le hizo sensible que era partidario decidido de la comunidad de mujeres. En realidad, era un fiel seguidor de la doctrina de Boehme del Hombre Eterno Andrógino, y creía que el sexo pertenecía al mundo “caído” del tiempo y del espacio; soñaba por tanto con un retorno, que creía próximo, de una Edad de Oro, en la que el egoísmo, los celos y la lujuria dejarían de existir sobre la tierra. Y entretanto se desfogaba contra la represión de los instintos, y de los deseos naturales, madre de la hipocresía.
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A finales de 1788 escribe la primera parte de Canciones de Inocencia, que le acreditaron poéticamente ante su generación y ante la posteridad. Casi al mismo tiempo que las canciones da a luz el Libro de Thel, una extraña alegoría mística. Thel tiene mucho de ensueño angélico. A Thel sigue, en 1790, El Matrimonio del Cielo y del Infierno, curioso testimonio de la irreverencia blakiana Es una tentativa para profundizar los abismos del Mal. Las viejas palabras —Ángel, Demonio— cobran tintes nuevos.
En 1794 lanza Canciones de Experiencia, como complemento a las Canciones de Inocencia, escritura poética más lúcida que los Libros Proféticos: escrito más libre de misticismo y abstracción.
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Entre 1789 y 1792, hasta el estallido del Terror de Septiembre, fue un vehemente partidario de la Revolución francesa, como antes lo había sido de la americana. Su republicanismo era congénito; él mismo diría irónicamente: “la disposición de mi frente me hizo republicano”. Se tocaba con un gorro frigio en el momento en que Londres veía en los jacobinos franceses a sus peores enemigos. En los locales del librero y editor Johnson, para el que Blake trabajaba como ilustrador, se reunía con un grupo de republicanos avanzados. Entre estos hombres de un republicanismo militante, ciegos para lo espiritual, Blake era una “avis rara” que defendía acaloradamente el espíritu del Cristianismo por ellos repudiado. Blake siempre tuvo arranques de prudencia y sagacidad en los asuntos ordinarios. Por aquella época, Blake se establece en Lambeth y traba amistad con Thomas Butts, lazo amistoso que había de durar treinta años. Butts no compartía la opinión casi general de que Blake estaba loco y, además, era un admirador de su arte hasta el punto en que le comprará, sin discutir el precio, todo lo que el artista le ofrezca para librarse de la miseria. En Lambeth escribe los Libros Proféticos menores, desde las Visiones de las Hijas de Albión hasta el Canto de Los. Allí emprende asimismo la composición de Los Cuatro Zoas, titulada primeramente: “Vala o la Muerte y Juicio del Hombre Eterno”.
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El período de Felpham fue muy feliz. Gracias a la protección del poeta Hayley pudo vivir casi cuatro años en Sussex, en una casita desde donde divisaba el mar. Allí compuso Milton y Jerusalem, “bajo el dictado de los Espíritus”. En Sussex, Blake disputa con un soldado llamado Schofield que se había introducido en su jardín. El soldado, que sufrió una furiosa embestida del poeta, acude a la justicia y acusa a Blake de revolucionario y de haber proferido insultos contra el ejército y el rey. Blake salió absuelto del cargo, pero este accidente no lo olvidaría jamás, y acrecentó su odio contra la autoridad militar. El nombre de Schofield figura en sus últimos poemas, como un símbolo de la brutalidad. Pero ya el carácter de Blake había sufrido mudanza. De una posición política revolucionaria pasaría a una posición antidogmática en el orden religioso. Si en sus primeros libros proféticos abogó por unas condiciones externas de la vida en las cuales la “anarquía del amor” pudiese medrar, en los últimos poemas le vemos abogar por la pura anarquía del amor.
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El favorable retiro de Felpham cambióse en 1804 por la reclusión menos grata de Molton Street. Allí no podía embelesarse con el jardín, los árboles y el mar. En esta calle londinense, se instaló en un primer piso, en el cual permaneció casi diecisiete años. Los primeros libros que sacó a luz, estando en esta nueva casa, fueron dos libros ilustrados con grabados: Jerusalem y Milton. El primer poema, si podemos llamarlo poema, estaba en gran parte escrito en prosa, y en él raramente aparecía el verso. Jerusalem, de acuerdo con el propósito de Blake, no se parece ni de cerca a los Libros Proféticos de los primeros días. No se refieren en él guerras, penalidades, sufrimientos, lamentos de Orc, Rintrah, Urizen o Enitharmon, aunque esos nombres suenen de tarde en tarde.
El propósito claro de Jerusalem es llegar a un estilo tan concreto y perfecto como la misma visión, no empañado por las engañosas bellezas de la naturaleza ni los exornos enajenadores de la forma convencional. Milton, estilísticamente, sigue la línea de Jerusalem; hasta pudiera ser su continuación. Tan oscuro como su precedente, contiene, no obstante, el mismo fervor religioso, la misma elevación, y la misma finalidad sacra.
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En 1821, Blake se traslada a Fountain Court, en el Strand, donde vivió hasta su muerte, acaecida en 1827. En los últimos años, le rodeó un grupo de amigos y de admiradores jóvenes, que se gozaban con su charla, y a los que abría su alma efusiva y generosa. En torno a la figura de Blake, canosa con los años, se reunían para discutir libremente sobre arte, en una época de academias y de cánones. Para esos jóvenes inquietos, la casa de Blake era “La Casa del Intérprete”. Todavía, después de treinta años, pervivía la mística influencia del Poeta en todos los que le trataron y le amaron.
Un mediodía de agosto de 1827, el grupo de amigos escogidos —Richmond, Calvert, Tatham— asistieron al sepelio del Poeta en Bunhill Fields, lugar de descanso de ilustres inconformistas. El entierro de los grandes hombres suele ser precipitado, sórdido, desigual y una tumba anónima les espera. El de Blake fue el acontecimiento propio de quien había nacido y había sido bautizado en la iglesia de los rebeldes.
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La posteridad tiene en cuenta el genio de Blake pero, en su época, no tuvo el reconocimiento de la crítica ni la consideración del mundo. Es casi comprensible que le trataran mal sus contemporáneos, pues apenas podemos imaginar un momento o un esquema de las cosas en los cuales haya podido vivir o descansar sin un asomo de rebeldía. Todo lo que se daba por aceptado, en el terreno del arte, lo desechó; todo lo que se admitía como bueno en el orden poético lo anatematizó. Lo que era bueno para los otros hombres, y en realidad excelente dentro de su orden, era para él lo peor. Reynolds y Rubens eran embadurnadores y diantres. Por otra parte, en un siglo en que imperaba la Razón crítica, él estuvo poseído por un raro fervor y una rara creencia; entre cuerdos que no tenían inconveniente en refutarlo todo y en no dejar nada sin prueba, era un loco que creía una cosa por el mero hecho de que era imposible probarla. Vivió y trabajó fuera de las normas establecidas y esto le valió la incomprensión. Blake, como muchos incomprendidos, estaba dividido entre una desafiadora justificación de la oscuridad de su obra y la creencia de que ésta podía ser asimilada por inteligencias no corrompidas por el materialismo de la vida. Blake ilustra mejor que ningún otro artista las inquietudes mayores de la edad moderna. En primer lugar, la rebelión contra las realidades terrestres ficticias; después, la necesidad de superar con la Imaginación las trabas del pasado. Cuando se mira históricamente, la lucha de Blake es simple y clara. El tiempo ha convertido en fulgores las pretendidas oscuridades de la poesía blakiana. En medio de todas las contradicciones aparentes, de las incoherencias momentáneas, brilla su poesía con luz inusitada; y decir de él que fue un poeta-filósofo no es pecar de inexactos. Pues su filosofía tiene su piedra angular y sus cimientos. No está montada milagrosamente en el aire, como algunos lectores pudieran sentirse tentados a creer. Todo en el pensamiento de Blake es congruente. Tenía que atacar a los deístas y lo hizo; tenía que descubrir los estragos de la Razón y llevó a la perfección, infatigablemente, esta obra descubridora. A los lectores de talante especulativo no ha de serles muy difícil derivar un sistema filosófico que, si no siempre es preciso, resulta armonioso. Se alcanza pronto que este sistema rechaza toda teología ortodoxa o heterodoxa que afirma el primado del Bien tradicional sobre el Mal tradicional y la superioridad de la Razón sobre la Imaginación.
El Cristianismo de Blake era ciertamente herético, pero fundado en viejas premisas. Si identificaba a Cristo con la bondad, bacía de Jehová un símbolo nefasto de terror y tiranía. Y éste, no obstante, es el punto esencial de toda la poética de Blake. Para comprender su gran poesía y su anarquismo poético desde las primeras voces hasta los últimos gritos, hay que imaginar al “niño” hipersensible, ultrajado por las estructuras de las escuelas y de las iglesias, que leyó, ya mayor a los profetas del Viejo Testamento, y que descubrió en Jesús el modelo de su concepción del amor. Es, por otra parte, un hecho básico para comprender a “este mago blasfemo por ansias de lo santo” —que no persiguió jamás la gracia a través de la disciplina y el dogma. Si le atrajeron los Profetas fue porque expresaron el espíritu, no la letra de la Ley.
La ortodoxia surrealista relegó la obra blakiana y la del Bosco al oscurantismo religioso. En los Vasos Comunicantes, Bretón, contradiciendo su innegable proclividad a los entes misteriosos, recusó “los seres imaginarios engendrados por el terror religioso y salidos de la razón más o menos turbada de un Jerónimo Bosco o de un William Blake”.
Los motivos de esta condenación nos llevarían muy lejos, de tener que precisarlos. Bretón nunca pensó que hubiese contradicción entre su profesado materialismo y su actitud esencialmente antimaterialista. Cabe, pues, proclamar a Blake “surrealista a medias”, ya que sus visiones no son libérrimas, producto del ensueño sin asidero o de la asociación errática, sino que surgen de un sentimiento directo que encuentra cabida en una construcción básicamente lógica antes que alucinatoria.
Las fronteras entre poesía y prosa se ofrecen en Blake indecisas. Poeta en el sentido original de la palabra, crea una prosa poética firme y musculosa. Pudo dejarnos una prosa admirable porque la poesía en la que era diestro es un arte más preciso que la prosa y escribirla implica cualidades que son muy estimables para la “otra armonía”. Sabía Blake que la prosa no es sólo arquitectura sino ritmo. Llevado de su inclinación hermética, tiende n la expresión aforística. De ahí que tengamos que considerarle como a uno de los máximos exponentes de la escritura aforística. El aforismo poético, que en Heráclito y algunos románticos alemanes tuvo sus máximos cultivadores, se convierte con él en “aforismo relampagueante”.
Por otra parte, las cosas espontáneas y petulantes que Blake escribió en los márgenes de los libros que solicitaron su atención de lector, nos lo presentan como un hacedor inveterado de notas y apuntaciones. Desahogos de lector, constituyen una exposición sistemática de sus odios y de la intensidad de éstos. Nacieron para ser simplemente notas, es decir, para ser advertidas en su día. Agregadas a su obra profética y visionaria, nos dan una visión aún más acabada de su Genio que, si habló de una manera confusa y oscura, supo encontrar la frase lapidaria.
Cristóbal Serra.
William Blake, Poemas proféticos y prosas,
Barral Editores, Barcelona, 1971, pp. 7-18.

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