jueves, 11 de octubre de 2018

"Mis caminos convergentes" de Ángel Crespo (Anthropos, nº 97, 1989)



Autopercepción intelectual de un proceso histórico
Mis caminos convergentes

Pocas cosas habrá tan difíciles, cuando menos para mí, como escribir acerca de la propia formación intelectual, pues estoy convencido de que nunca se la puede dar por consumada y de que influyen en ella, de manera muchas veces decisiva, factores y circunstancias que escapan a la percepción y, en consecuencia, a la memoria. Empezaré, no obstante, por recordar que mis orígenes culturales son los de un autodidacta. No pretendo, al dar cuenta de algo que creo muy común entre los poetas, declarar que sea yo el único artífice de mi forma mentis ni el seleccionador exclusivo de las materias —poéticas o de cualquier otra naturaleza— con que suelo enfrentarme voluntaria o indeliberadamente, ya para inducir a mi pensamiento y a mi sentimiento, ya para tratar de abrirme camino hacia la integración en una realidad que siempre he intuido, no como ajena a las apariencias, sino como más profunda y reveladora que ellas. Lo que quiero decir es que nunca conté con un maestro que me ayudase, querida y aceptadamente tanto por su parte como por la mía, a hallar lo que necesitaba para encontrarme. Es cierto que a veces he hablado, aunque con reservas mentales, de mis pretendidos, o más bien deseados, maestros, y que he brindado sus nombres a la lícita curiosidad ajena, pero lo he hecho porque no me había planteado de manera radical la diferencia existente entre ejemplaridad y magisterio. Maestros, no los he tenido; hombres ejemplares por su vida, por su obra, o por ambas, he admirado y amado a más de uno, y ellos han sido y continúan siendo quienes me han estimulado, tal vez sin saberlo, a informar y tratar de imprimir coherencia a mi aventura vital y espiritual. A algunos de ellos los he conocido y tratado, a otros no he querido tratarlos ni conocerlos, con los más no he podido observar una ni otra de estas actitudes porque pertenecen al pasado.
Admito, pues, que en esta cuestión de mi ascendencia cultural y espiritual tal vez haya podido, en ocasiones, engañarme con palabras pero sin renunciar nunca a la actitud de independencia propia de quien no tiene demasiadas deudas didácticas que reconocer. Esto último es algo por lo que he debido abonar un alto, y muchas veces penoso, precio que no ha sido bastante a curarme de una innata prodigalidad en el pago de mi independencia de criterios y actitudes. Y me parece que el haber saldado esta cuenta sin protestar, y sobre todo sin sublevarme en mi interior, ha podido hacer que se me haya considerado —según quien juzgase— como un caso aconsejable o vitando, pero nunca como un peligro a tener en cuenta por los más acomodaticios que yo.
[Orígenes familiares]
Según como se mire, fue para mí una buena o una mala suerte nacer en el seno de una familia que carecía casi en absoluto de tradición intelectual. Una buena suerte porque, en mi educación y disciplina mentales, no me vi obligado por ejemplos cercanos que pudiesen desviarme del camino hacia el que tendía mi naturaleza íntima; una mala suerte porque no recibí de mi medio familiar ayuda alguna para recorrerlo, antes bien, desde que el impulso impreso a mi vida por la vocación poética empezó a convertirme en escritor, tropecé con muchos y muy serios obstáculos de orden, por fortuna, principalmente material.
Mi padre comenzó y terminó su carrera administrativa como oficial de telégrafos. Era un hombre bueno —y simpático hasta la ingenuidad fuera de casa, aunque en ella se mostrase casi siempre algo severo y distante— cuyas ideas políticas eran las de un monárquico conservador. No le atraía la lectura y juzgaba a la poesía como un vistoso pero superfluo don, por lo que me reprochó más de una vez que perdiese en su estudio y en su escritura un tiempo que consideraba precioso para mi porvenir, pues no quería que yo pasase nunca los apuros económicos que fueron una constante de su vida privada y social. A mi madre sí le gustaban los libros, sobre todo las novelas y las obras dramáticas, y, como salía poco de casa y tenía mucho tiempo para leer, llegó a formarse una mediana biblioteca que terminó por compartir conmigo.
No creo oportuno ocuparme extensamente de mis padres en estas páginas, ni tampoco hablar más de lo imprescindible del resto de mi familia. Sí diré que, en la paterna, sólo mostraban algún interés por la poesía mi abuelo Ángel, que murió cuando yo tenía seis o siete años, y un tío lejano, llamado Pascual Crespo, que era además cuñado de mi padre. Mi tío Pascual, que se había hecho médico en Madrid, había leído en su juventud a los poetas del 27 y admiraba mucho al Alberti de Marinero en tierra y La amante, pero el paso del tiempo y el olvido hicieron que terminara por llamarle Alberdi. Yo tengo que agradecerle que me regalase la célebre antología de Gerardo Diego, que ya era una rareza bibliográfica.
La cultura estaba bastante más difundida en la familia de mi madre. Su hermano Gerardo y su tío José Céspedes eran buenos, aunque perezosos, lectores y el primero de ellos estuvo suscrito a la Revista de Occidente hasta que es talló la guerra civil. Era licenciado en Filosofía y Letras y leía el latín y el griego, aunque me temo que terminase por olvidar ambas lenguas. La especialidad de mi tío Pepe Céspedes, que no ejerció nunca su carrera de Derecho porque su soltería le permitía vivir muy holgadamente de sus tierras de labor, eran las novelas de Felipe Trigo, Pedro Mata, Álvaro Retana, Hoyos y Vinent y El Caballero Audaz, así como el teatro de Jacinto Benavente, al que decía conocer, pero también releía a Cervantes, a Pérez Galdós, a Palacio Valdés y a Pereda y sentía cierta predilección por El escándalo y El Clavo de Pedro Antonio de Alarcón, por La Regenta y por la poesía de Gabriel y Galán. En un baúl de su casa, encontré un ejemplar del Persiles y Sigismunda, encuadernado en cuero, que no tuvo inconveniente en regalarme a pesar de que se trataba de una edición del siglo XVIII. Yo leía a todos estos y a otros autores, incluidos los colaboradores de la revista de Ortega, en el caserón en que vivían mi tío Gerardo y mi tío Pepe. El primero solía regalarme libros infantiles, y el segundo me compraba muchos de los que me apetecían cuando ya era un muchacho dominado por una pasión literaria que él alentaba sin necesidad de que tuviésemos demasiadas conversaciones acerca de ella, pero sí defendiéndome y justificándome ante mi padre, que res petaba su cultura aunque no estuviese de acuerdo con su manera de administrarse ni con las largas temporadas que solía pasar en Madrid, donde Dios sabe lo que hacía, solo y sin obligaciones fa miliares ni trato conocido con mujeres.
La familia de mi madre era de Alcolea de Calatrava y la de mi padre de Fernán Caballero, dos pueblos pequeños situados en las cercanías de Ciudad Real. Tanto los Crespo como los Pérez de Madrid eran agricultores pasablemente acomodados y más o menos empavorecidos por el espectro de la sequía y el peso de las hipotecas. Mi vida familiar tenía dos centros, Ciudad Real, donde hice mis primeros estudios, y Alcolea, donde mi padre administraba las fincas y el ganado de mi madre. Pasábamos largas temporadas en un quinto llamado la Cuesta del Jaral, situado en parte en el término de Alcolea y, en otra menor, en el de Piedrabuena. Desde aquella finca se iba, dando un largo paseo por sendas de tartanas y trochas de cabras, a otra, llamada Bullaque, a la que atravesaba un arroyo de poco caudal y en la que pastaban las vacas y las mulas de la casa. Aquel pueblo y aquellas dos fincas, en la primera de las cuales había una modesta casa y un in verosímil corralón en cuesta, son mi paraíso perdido. Me crie allí entre jaras, retamas, chaparros, aulagas, coscojas, romero, encinares, arzollas y campos de tomillo y espliego sin otra intimidad que la que establecí con los animales domésticos y con los silvestres. Me perdía, o más bien me aislaba, entre los matorrales espesos y los sembrados de cereales, a veces con un libro en la mano, para tratar de hacer mías las experiencias entomológicas narradas por J. H. Fabre, cuyas obras leía y amaba desde los seis o siete años, o para imaginar las aventuras contadas por Julio Verne, por Emilio Salgan y por Edgar Rice Burroughs, que fueron mis primeros novelistas. Fabre me familiarizó con los escarabajos, las mantis, los alacranes, los erizos, los murciélagos y los pájaros; Verne y los otros dos, con un mundo imaginario a cuyos felinos y tímidas y veloces víctimas no tardé en atribuir una naturaleza semejante a la de los númenes. Son, en realidad, los animales mágicos de mis primeros libros, humaniza dos y divinizados con la colaboración de mis lecturas adolescentes de los clásicos latinos.
Igualmente decisivo para mí fue el trato que mantuve en aquellos campos con el misterioso mundo vegetal. Primero fue una percepción envolvente de la belleza multiforme de hierbas, yuyos, matas, árboles y arbustos; luego, vinieron mis fantasías infantiles, cuando, tumbado bocabajo y con la mirada a ras de suelo, imaginaba a las hierbas —una vez admitida sin esfuerzo alguno la relatividad de su tamaño— como espesuras de selvas vírgenes y atribuía a los escarabajos el cuerpo de los grandes paquidermos; a los saltamontes, los de los antílopes y a las orugas el de las serpientes. Más tarde, sentí algo que todavía me atrae tanto como me inquieta, la llamada de los árboles, sobre todo la de los árboles de las lindes y los claros del bosque, y también la de los aislados en medio de los campos de labor, esos solitarios que, ya me pasee a pie o a caballo, ya los vea desde un tren o un automóvil —e incluso cuando toma tierra el avión en que viajo—, siento cómo me llaman, me invitan a pararme a su lado como si quisieran tenerme cerca para poder iniciarme a un secreto que, si bien callan todavía, yo intuyo que no lo guardan celosamente sino porque tropiezan con mi incapacidad de comprensión. Por lo pronto, he aprendido hace mucho tiempo a admirar el enigma de la permanencia de los árboles, siempre expuestos a los cambios de humor de los elementos, impasibles a las agresiones de hombres y bestias, firmes en un lugar no elegido por ellos y del que no podrían huir aunque lo deseasen. ¿Qué tiene de extraño que los antiguos maestros espirituales los supusiesen —y supiesen— habitados por dioses y por ninfas? No estoy fantaseando, sino tratando de explicar lo que entiendo por Árbol de la Vida y no sé si, al mismo tiempo, del Bien y del Mal, pero, en cualquier caso, pido perdón.
La guerra civil me arrancó bruscamente del mundo rural de mi infancia. Cumplí los diez años el día en que comenzó y, como las fincas de mi familia fueron expropiadas por la Filial de la Tierra, me vi reducido a pasar en Ciudad Real los casi tres años que había de durar. A la edad que yo tenía entonces no se está capacitado para sentir nostalgia porque lo inmediato se impone, casi con exclusividad, al recuerdo de un pasado tan cercano que casi es presente. Tampoco se ha adquirido a esa edad una experiencia del tiempo y del espacio suficiente para sentir que lo ya vivido es irrepetible, ni para considerar a aquello de que hemos sido privados como difícilmente recuperable. Leí entonces cuanto quise, pues como mis padres no me matricularon en el Instituto, aunque había aprobado el examen de ingreso en mayo del 36, no carecía del tiempo necesario para hacerlo. Y me distraje tanto que apenas si me acordaba de la Cuesta del Jaral.
A poco de haber empezado la guerra, se fue a vivir con nosotros un médico de Almagro, llamado don Jesús, al que perseguían por su catolicismo militante. Como don Jesús se aburría mucho porque no podía salir a la calle ni asomarse al balcón, se empeñó en enseñarme francés. Me lo enseñó bien porque lo hablaba claramente y tenía mucha paciencia y, cuando se fue de casa, le sustituyó un refugiado extremeño de apellido Somoza. Era un sesentón alto, de noble bigote blanco, vestido siempre de oscuro y tocado con un enorme sombrero negro. Este don Eugenio no vivía en mi casa pero iba a buscarme casi todas las tardes para que diésemos un paseo en el transcurso del cual me contaba en francés su vida de ocioso terrateniente e inventor de impracticables máquinas de recolectar aceituna cuyos planos se había llevado a Ciudad Real cuando le obligaron a abandonar su pueblo. Gracias a estos dos profesores aficionados y nada amantes de la literatura, me encontré muy pronto con una, la francesa, que ha sido, o así lo creo, la más decisiva en mi primera formación intelectual.
[La postguerra] 
Ciudad Real era, cuando empecé a estudiar el bachillerato, un pueblo grande, destartalado de por sí y empobrecido por la guerra, la mitad de cuyos habitantes se dedicaba a perseguir a la otra mitad. Una violencia en parte pública y en parte secreta tenía a la gente enajenada por el terror y los deseos de venganza. Yo tenía trece años y fui sometido, como todos mis compañeros de estudios, a una educación política y religiosa que era fiel trasunto del fanatismo de los vencedores. Llegaron a hacernos creer que, a pesar de las desalentadoras apariencias, estábamos viviendo una época heroica que era el alba de un nuevo Renacimiento. Se nos obligaba a rezar el rosario todos los días, se comprobaba con una cartilla nuestra asistencia a misa y, de vez en cuando, teníamos que asistir a los ejercicios espirituales de los padres de la Compañía de Jesús, cuyo plato fuerte era la descripción de las penas del Infierno, consecuencia, más que de cualesquiera otros pecados, de la lujuria y de las ideas políticas contrarias al régimen.
Como fui uno de los estudiantes que hicieron cursos intensivos para recuperar los perdidos durante la guerra, terminé el bachillerato, que duraba entonces siete años, en poco más de tres y medio. Estudié muy seriamente, estimulado por la esperanza de hacer en Madrid la carrera de Filosofía y Letras y, tanto en Ciudad Real como en Alcolea, donde empecé de nuevo a pasar largas temporadas, hice muchas lecturas literarias, pues comprendí, cuando apenas tenía catorce años, que mi verdadera vocación era la poesía. De entre los libros que leí entonces, uno de los que más me impresionaron fue una Historia del Emperador Carlomagno que me regaló mi madre y que fue el originador de mi afición a la poesía heroica y creo que el responsable de mi traducción de la Chanson de Roland. De los que saqué de la Biblioteca Provincial, recuerdo sobre todos los demás El moro expósito del Duque de Rivas, cuya primera edición crítica había de hacer más de treinta años después, y la Mitología griega y romana (creo que éste era su título) de Gerhardt. La lectura de los gruesos volúmenes de esta obra espléndidamente ilustrada fue fundamental para iluminar las que hice de los clásicos y para ayudarme a entender la experiencia que había ido adquiriendo de los hombres y de la naturaleza. Me hizo ver la realidad a la luz de los mitos. Y recuerdo, porque nunca he tenido ocasión de olvidarlo, que el dios que más me impresionó e inquietó fue Hermes, al que he sentido desde entonces gravitar en mi existencia, personalizado en esa luz del crepúsculo que he tratado de captar en algunos de mis últimos poemas.
En aquellos tiempos de mi iniciación a la escritura poética pasé por una larga fase en la que simultaneaba mis inevitables imitaciones de los poetas que más leía o que más me habían impresionado con la composición de poesías que, prescindiendo —o eso creía yo— de toda temática, se reducían a una forma en la que predominaba la musicalidad de las estrofas renacentistas. No las conservaba porque juzgaba que el placer que sentía al reunir palabras, muchas veces no escogidas por mí, sino aportadas a los versos por vía espontánea de aliteración o cacofonía, era un placer puramente lúdico, aunque bien puede ser que yo estuviese equivocado al creer que sólo había ornamentación donde quizás hubiese algo de magia.
Poco después de haber cumplido los diecisiete años, empecé a estudiar en Madrid la carrera de Derecho, pues mi padre, que quería que me hiciese ingeniero, decidió que, si me empeñaba en hacer la carrera de Filosofía y Letras, tendría que estudiarla en casa y no iría a la Universidad más que para examinarme. Debido a su espíritu ahorrativo, fui un estudiante pobre, y ello me empujó a vivir en un mundo propio y a encerrarme cada vez más en él.
Durante una de las vacaciones pasadas en mi tierra, conocí al poeta Juan Alcaide, que vivía en Valdepeñas, donde era maestro de escuela. 
[El postismo]
Admirador ferviente de Antonio Machado, que había aplaudido epistolarmente sus primeros libros de versos. La Mancha era el tema constante y casi único de su poesía. Creí entonces, y he seguido creyéndolo siempre, que Alcaide era un gran poeta en potencia que se había conformado con ser, sin apenas pretenderlo, poco más que una gloria local. En la Mancha de aquellos años tristes, Alcaide era una figura solitaria y un tanto incomprendida y, para mí, un ejemplo a admirar y no seguir, pues no me sentía tan atado como él a una región entendida desde el punto de vista de un realismo áspero parecido por coincidencia, pero no por influencia, al de Miguel Hernández, del que el valdepeñense no tenía nada que envidiar. Casi al mismo tiempo que a Alcaide, descubrí a la poesía modernista. El fondo esotérico de buena parte de la obra de Amado Nervo me atraía con fuerza porque había empezado a iniciarse en mí una evolución espiritual tan lenta como decisiva, pero, por encima de este poeta, Rubén Darío me despertó una admiración que ha ido aumentando con el paso del tiempo. No tardaría en conocer y admirar las obras de Vicente Huidobro, Pablo Neruda y César Vallejo, tan americanos y tan afectos a sus raíces europeas como Darío y Nervo. De entre nuestros clásicos, solía frecuentar a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León y a Quevedo, del que admiraba sobre todo el vértigo conceptual de sus sonetos amatorios. De los contemporáneos, los que más me atraían eran Juan Ramón Jiménez, al que con tanto amor estudiaría y editaría después, Gerardo Diego, cuya poesía creacionista se me impuso como         una revelación, y Juan Larrea, al que no puedo decir que comprendiese entonces aunque sus poemas me produjesen un deslumbramiento que iba más allá de lo conceptual. Años después sabría porqué.
A principios de 1945, Alcaide me envió a Madrid una carta de presentación a Carlos Edmundo de Ory, quien no tardó en ponerme en contacto con Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi, que eran los otros dos fundadores del movimiento postista. Acababa de salir el número único de la revista Postismo y no tardaría en aparecer el también único de La cerbatana. Yo estudiaba entonces segundo de Derecho y no había dado ni un paso por incorporarme a la vida literaria madrileña, no por timidez, sino porque no me atraía la estética de la Juventud Creadora ni la patrocinada por la revista Espadaña que, aun que se hacía en León, tenía un grupo de lectores y seguidores en Madrid. Ni la imposible vuelta al Siglo de Oro ni la no confesada continuación del 98 tenían mucho que ver con mis preocupaciones y mis aspiraciones de aquellos años. Aunque, políticamente, estuviese de parte de los poetas de Espadaña, intuía ya lo que la experiencia postista notar daría en empezar a enseñarme: que no se puede combatir con eficacia a los de tentadores de una cultura reaccionaria valiéndose de su mismo lenguaje, es decir, aceptando su juego. Había que empezar uno nuevo, y esa fue la posibilidad que no tardé en descubrir en el postismo, gracias sobre todo a mis conversaciones con Eduardo Chicharro. Y era preciso comportarse, no como miembros de una organización parapolítica, sino con la independentista de quien se sitúa, con el propósito de superarlo, por cima de lo puramente coyuntural.
El postismo exaltaba sobre todo a la imaginación —no a la fantasía gratuita—, al juego estético y a la alegría de la creación poética. Heredero de los ismos, y en especial de la estética surrealista, proponía la adaptación del automatismo psíquico puro a las formas tradicionales de la poesía castellana, y muy particularmente a la abierta del romance y a la cerrada del soneto, lo que suponía una vigilante selección de los materiales poéticos alumbrados espontáneamente por el subconsciente. Era una renovación necesaria, más que una ruptura, cuyo alcance no podíamos medir entonces porque aún no había la cantidad de poesía postista necesaria para ensayar un balance medianamente esclarecedor, pero no nos faltaba imaginación ni alegría operativa. El postismo era, pues, un intento de superar al ambiente creado por las dos corrientes poéticas a que me he referido más arriba, un borrón y cuenta nueva, pero no una huida de la realidad, puesto que el lema postista de «matar prejuicios» morales y literarios y, aunque no se pudiese declarar entonces, también políticos y religiosos, era suficientemente expresivo de un rechazo del ambiente social en cuyo seno fue lanzado aquel movimiento. El postismo era, además, la primera apertura a las corrientes internacionales que se producía en nuestra posguerra y, en buena medida, una anticipación de la actitud neodadaísta consecuencia de la Guerra Mundial, incluidos el happening y la revisión de las vanguardias históricas.
Pero el postismo había llegado demasiado pronto. Al principio, las publicaciones literarias oficiales trataron de capitalizarlo brindándole sus páginas a Chicharro y a Ory, pero pronto se prohibió la revista Postismo y cuando, meses después, apareció La cerbatana, las consignas de prensa lograron que se le hiciese el vacío. Los escritores en activo no reaccionaron, en general, a favor del postismo, unos porque lo rechazaban o no lo comprendían, otros porque temían ser ridiculizados si se ponían de nuestra parte, algunos, en fin, por miedo a unas no improbables represalias.
Se empezaba a echar entonces los cimientos de la poesía social, y los adversarios del régimen creyeron erróneamente que un realismo de raíces burguesas y, en consecuencia, afines a la ideología oficial iba a ser el instrumento literario más apto para combatirla. Por otra parte, los poetas jóvenes sufrían la penuria de información creada por la censura y por las dificultades de comunicación con el exterior, consecuencia de lo cual fue que varios de ellos empezasen a formar grupos de presión en torno a maestros a los que consideraban sus oráculos y los futuros patrocinado res de sus carreras literarias. Faltaban, además, algunos años para que se produjese la eclosión nacional de revistas de poesía cuyos efectos en la comunicación y en la información estéticas serían irreversibles a partir de los 50.
El postismo, lejos de ceder, se convirtió en una corriente subterránea. Sus adeptos nos marginamos voluntariamente de los grupos literarios afectos al régimen y de los inspirados por una oposición semiclandestina de la que, en otros terrenos, éramos parte activa. Nos reuníamos con frecuencia en nuestras casas y en algún que otro café y, de vez en cuando, organizábamos en el estudio del pintor de Chicharro actos en los que se leía poemas y se discutía, a veces apasionadamente. Los jóvenes poetas que tenían prisa de hacer carrera se guardaban mucho de confraternizar con nosotros, no obstante lo cual nunca nos sentimos solos gracias, de una parte, a la incorporación a nuestro grupo de escritores y artistas como Gabino-Alejandro Carriedo y Francisco Nieva y, de otra, al intercambio de ideas con otros que, como Miguel Labordeta y Juan Eduardo Cirlot, actuaban también al margen de los caciquismos del régimen y de la oposición. Dispuestos a mantenerla y no enmendarla, Ory y yo organizamos, en 1948 y en la sala de arte de la librería Buchholz, que era la más vanguardista de Madrid, una exposición, titulada 16 Artistas de Hoy. Figuraron en ella obras de Vázquez Díaz, Nanda Papiri, Francisco San José, Rodríguez Luna, Lassa Mafei, Agustín Redondela, Gregorio del Olmo, Luis Planes, Antonio Guijarro, Vázquez Aggerholm, Molina Sánchez, Juan Castelló, Hernández Carpe, Camilo José Cela, Carlos Edmundo de Ory y Enrique Núñez-Castelo, los tres últimos a título de poetas. «Hay en esta exposición —escribí en el catálogo— obras de consagrados. Ellos presiden y dan atmósfera. También hemos buceado en el fenómeno postista. Queremos darle cauce, dejarle verse fuera de sus estudios.» Para nuestra sorpresa, la crítica se mostró tolerante, cuando no elogiosa, y ello nos hizo concebir unas mal fundadas esperanzas. Es que no podíamos prever entonces que, mientras las artes plásticas iban a poner se pronto a la altura de las más avanzadas corrientes internacionales, la poesía no iba a empezar a renovarse hasta bastante tiempo después.
[Los años cincuenta: El Pájaro de Paja, Deucalión y Poesía de España]
El año 1948 terminé la carrera y, a principios del siguiente, me trasladé a Marruecos para cumplir los seis últimos meses de mi servicio militar universitario. Por primera vez en varios años, gocé de la tranquilidad y la distancia necesarias para hacer una revisión, global y pormenorizada a un tiempo, de mis experiencias literarias. El encontrarme en un mundo tan diferente del que me era habitual me ayudaba a comprender la relatividad de las ideas y las instituciones sociales y, en consecuencia, la inevitable esterilidad de todos los dogmatismos. Empecé, asimismo, a comprender que cuanto había escrito hasta entonces no pasaba de ser un ejercicio necesario, una base de partida y no de llegada, y que la reciente aventura postista había estimulado y reforzado mi innata independencia intelectual.
Pocas semanas después de mi vuelta de África, es decir, en septiembre de 1949, Carlos Edmundo y yo proyectamos un relanzamiento del postismo desde provincias, empezando por la de Ciudad Real, cercana a Madrid, en la que creíamos contar con el apoyo de Alcaide y de unos cuantos escritores jóvenes. Nos fuimos, pues, a mi pueblo y empezamos la campaña en el suplemento de arte y literatura del diario Lanza. Alcaide no reaccionó y aquellos jóvenes, que lo único que pretendían era servirse de la letra impresa para adquirir respetabilidad social, dejaron bien claro, en sus artículos de los suplementos siguientes al que publicó los nuestros, que eran gentes de orden y no deseaban ser tachados de audaces y extravagantes. Así les ha ido. Yo me fui a Alcolea y, cuando regresé a Ciudad Real, llevaba conmigo los primeros poemas de Una lengua emerge.
No recuerdo si fue en el otoño de aquel mismo año o a principios del siguiente cuando volví a Madrid con el pretexto de preparar unas oposiciones a notarías que no estaba dispuesto a hacer. Empezó entonces la época más difícil de mi vida. Me alojaba en pensiones baratas y, cuando se agotaba mi resistencia, me refugiaba en Alcolea, donde fingía estudiar materias jurídicas pero continuaba dedicándome a leer y escribir. La poesía francesa, de Baudelaire en adelante, era una de mis más frecuentes lecturas pero también leía textos lingüísticos, filológicos y de crítica literaria. Fue por entonces cuando encontré en Madrid varios de los diálogos atribuidos a Hermes Trismegisto y las Enéadas de Plotino. Aquellas obras, y las que su lectura me estimuló a conocer, habían de influir decisivamente, a lo largo de un proceso lento y no libre de contradicciones, en mi visión de la realidad y, naturalmente, en mi escritura. Por entonces, mis vínculos familiares empezaron a relajarse y a desanudarse de manera casi irreparable.
En 1953, la necesidad de resolver, aunque fuese de manera provisional, mis problemas económicos, fue el motivo de que abriese en Madrid un bufete de abogado cuya más favorable consecuencia fue que, un año después, empezase a prestar mis servicios, como empleado de plantilla, a una compañía de seguros. Pero volvamos a la poesía y al año 50, en el que publiqué el mencionado libro Una lengua emerge, que si bien no era ni pretendía ser postista, mostraba rasgos estilísticos procedentes del postismo. Es el primer documento de la etapa de mi poesía a la que la crítica viene calificando insistentemente de realismo mágico. A últimos de aquel mismo año, Federico Muelas, Carriedo y yo publicamos el primer número de El Pájaro de Paja, una revista en cuyas diez primeras salidas —hubo un extemporáneo número 11 con el que nada tuve que ver— tratamos de reunir, procediesen de donde procediesen, una larga serie de poemas que rompieran de alguna de las muchas maneras posibles con la poesía que, por así decirlo, se llevaba en aquellos años de aislamiento cultural y político. La imaginación, el humor más o menos cáustico, el vanguardismo de ascendencia surrealista, el simbolismo y el realismo mágico protagonizaron aquella aventura gracias a la cual varios de los que tomamos parte en ella —y simultáneamente en la paralela de Deucalión— empezamos a hacernos conocer y respetar en los círculos literarios.
En marzo del año siguiente apareció el primer número de Deucalión, revista subvencionada por la Diputación Provincial de Ciudad Real, de la que era presidente mi amigo Evaristo Martín Freire, farmacéutico como Muelas. Yo la había proyectado al mismo tiempo que El Pájaro de Paja pero, como había de ser más voluminosa que ésta y, aunque hecha en Madrid, se imprimía en mi pueblo, su primera aparición se retrasó unos meses. En aquel primer número aparecieron inéditos de García Lorca, Alberti, Gerardo Diego y Vicente Aleixandre. La promoción del 36 es tuvo representada por Alcaide, Muelas y Luis Felipe Vivanco. No es caso de contar ahora la historia de Deucalión pero no creo que ello me excuse de destacar las colaboraciones en sus páginas de varios escritores que no tardarían en contarse entre los más destacados del periodo de posguerra. El más conocido era Camilo José Cela, que ya había participado, como se recordará, en la exposición de la Sala Buchholz. Dieron también originales suyos a esta revista Gabriel Celaya, que todavía no había adoptado las actitudes radicales e intransigentes de su realismo social, Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, Francisco Nieva, Antonio Fernández Molina, Eduardo Chicharro, Leopoldo de Luis, Caballero Bonald, Manuel Álvarez Ortega, Manuel Arce, José Albi —mi primer antólogo y director de Verbo, una de las revistas más serias y documentadas de aquellos años— y otros poetas de las más diferentes tendencias. Deucalión dio un lugar destacado en sus páginas a las ilustraciones, sobre todo a las que eran testimonio de las vanguardias históricas o, cuando menos, de las corrientes plásticas no académicas. De ahí que publicase inéditos de Darío Regoyos, Ángel Ferrant, Benjamín Palencia, Climent, Gregorio Prieto, Mathias Goeritz, Agustín Redondela, Martínez Novillo, Antonio Saura —que iniciaba entonces su evolución del surrealismo al expresionismo—, Santiago Lagunas, Núñez-Castelo y Agustín Úbeda. Durante mis tiempos de estudiante había empezado a interesarme por el arte tanto como por la literatura, y hasta había publicado notas críticas en la prensa universitaria. Faltaban todavía algunos años para que me convirtiese en crítico de arte profesional, y algunos más para que me decidiese a abandonar esta profesión.
Los años 50 fueron, a pesar de que tropecé durante ellos con dificultades de varios géneros, muy importantes para mí porque, como se está viendo, son los de mi incorporación a la vida literaria española. Durante aquel decenio, empecé a publicar poesía de manera regular, tanto en libro —gracias sobre todo a la incondicional disponibilidad para editarme de Rafael Millán y José Luis Cano— como en las revistas que se hacían en Madrid y en provincias y que rebasaron e inutilizaron todo intento de dirigismo estatal, pues estas publicaciones eran, en realidad, la única prensa casi libre que había entonces en España. En 1959 inicié una colaboración editorial que nunca ha cesado por completo con el poeta Carlos de la Rica y, habiéndome encargado de la dirección de la sala de arte de la Librería Abril, me fui introduciendo poco a poco en el mundo artístico de Madrid, que, como ya he dicho, estaba mucho más al corriente de la cultura contemporánea que los cada vez más cerrados círculos literarios.
Mi poesía de entonces, sometida a solicitaciones aparentemente contradictorias, pero en realidad convergentes, trató de sintetizarlas mediante una entrega al misterio que sentía latir en lo cotidiano. Pero en el período comprendido entre los años 1959 y 1965 se pro dujo en ella una crisis que estuvo al borde de orientar a toda mi escritura en un sentido muy diferente del que seguiría después de haber superado aquel trance. En el 59, publiqué tres breves libros titulados Junio feliz, Oda a Nanda Papiri y Júpiter. El primero de ellos, algunos de cuyos poemas fueron escritos en la Cuesta del Jaral, es, en gran medida, la culminación y el resumen de mi realismo mágico inspirado en el mundo campesino del que procedo. En cambio, la Oda a Nanda Papiri es un comentario lírico de los dibujos naïfs de la mujer de Eduardo Chicharro. Aunque la crítica haya elogiado repetidamente a este poema, nunca ha observado que es un poema postista. Júpiter es una composición de carácter hermético destina da a formar parte de un libro titulado Los planetas cuya redacción interrumpí cuando me di cuenta de que aún no me hallaba maduro para terminarlo.
El hecho de encontrarme en aquel cruce de tres caminos no me inquietaba demasiado porque me parecía que los elementos que eran comunes a aquellos libros podían propiciar una síntesis del resto de sus materiales poéticos, dando así lugar a una etapa más madura de mi poesía. Lo que me impidió entonces trabajar en este sentido fue la influencia que, debido a mis convicciones políticas, ejerció en mi ánimo la fuerte corriente de poesía social que se impuso durante aquellos años en el panorama literario. Moralmente, me sentía solidario de quienes la escribían, pero tenía mucho que oponerles desde el punto de vista estético. Deseaba, sí, tomar parte —y partido- en aquella protesta contra las circunstancias políticas y sociales pero me inquietaba el confusionismo que se estaba creando al dar por excelentes a poemas que estaban lejos de serlo, y más aún el que sus autores hubiesen empezado a ejercer una influencia magistral en las últimas promociones poéticas. Dentro de lo que cabía a mis limitadas posibilidades individuales —pues no contaba con otras— pero esperanza do en la solidaridad de quienes tuviesen preocupaciones semejantes a las mías, me propuse actuar en un doble sentido, tratando de escribir unos poemas cuya materia social —de carácter realista y coyuntural por naturaleza— fuese trata da con la mayor altura estética posible, y publicando una revista de poesía que, además de a los poetas que escribiesen dominados por un propósito auténticamente artístico, publicase a aquellos otros que, aun no siendo verdaderamente ejemplares, no cayesen al menos en excesos objetivamente condenables.
Esta revista, que debía haberse llamado Frente de Poesía, título prohibido airadamente por la censura, terminó por llamarse Poesía de España. La fundamos en 1960 Carriedo y yo, y publicó su noveno y último número el año 63. Aparecieron en sus páginas poemas inéditos de Rafael Alberti, Emilio Prados, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso. Al elenco, mucho más nutrido, de poetas de la posguerra se fueron incorporando Muelas, Celaya, Leopoldo de Luis, Ramón de Garciasol, Angela Figuera, Manuel Pinillos, Ruiz Peña, José Hierro, Crémer, Bousoño, Blas de Otero, Enrique Badosa, Chicharro, Ory, José Agustín Goytisolo, Gil de Biedma, Carlos de la Rica, Soto Vergés, Gloria Fuertes, Carlos Barral, Caballero Bonald, Alfonso Costafreda, Valente, Ángel González y algunos más. Pero no nos limitamos a publicar poemas en castellano, pues además de los gallegos de Celso Emilio Ferreiro, aparecieron en las páginas de Poesía de España poemas en catalán de Salvador Espriu, Francesc Vallverdú, Josep Maria Andreu, Joaquim Horta y Miquel Bauçá.
A partir del número 3, publicamos un suplemento titulado «Poesía del Mundo» cuyo propósito era ofrecer ejemplos paralelos de poetas del exterior. Dimos traducciones, todas ellas inéditas, de Bertolt Brecht, de los franceses Paul Eluard, al que dedicamos un suplemento, André Frénaud, Guillevic, Pierre Seghers y Hubert Juin; de los italianos Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese y Pier Paolo Pasolini; de los poetas de lengua inglesa Kenneth Patchen, Lonis McNeice y Stephen Spender; de los portugueses Mário Dionjsio, Egito Gonçalves, Alexandre O’Neill, António Ramos Rosa, Jorge de Sena, José Gomes Ferreira y Agostinho Neto, y de los brasileños Mauro Mota y João Cabral de Melo.
Las viñetas fueron hechas expresamente para Poesía de España por Zarco, Nanda Papiri, Palacios Tardez, Francisco Álvarez, Villaescusa, Ricardo Zamorano, Ángel Ferrant, Valdivieso, el portugués Julio Resende, Francisco Mateos, Carlos, Antonio Saura, la norteamericana Martha A. Zelt, Ribera Berenguer y el argentino Rómulo Macció.
El mismo año en que aparecieron los primeros números de Poesía de España, José María Castellet publicó su conocida antología Veinte años de poesía española, 1939-1959, en cuyo prólogo se hizo eco de los ataques de Antonio Machado a Stéphane Mallarmé y propuso el magisterio casi exclusivo del poeta sevillano al escribir que «con la revalorización del contenido y del lenguaje coloquial, abre Machado las puertas de la futura poesía española». Castellet incluyó poemas míos en todas las ediciones de este libro, yo creo que porque consideraba que mi realismo mágico era, después de todo, realismo y porque tenía un criterio más amplio que el que pare ce desprenderse de aquella teorización prologal, posteriormente abandonada por él mismo. Cinco años más tarde, en 1965, Leopoldo de Luis publicó la antología titulada Poesía social, en la que figurábamos veintisiete autores, quince de los cuales habíamos colaborado en Poesía de España. En la «poética» que se publicó al frente de mis versos hice una crítica, bastante dura desde el punto de vista estético, de la poesía social, y algo semejante hizo Carriedo. Ambos sabíamos que no era aquélla la mejor manera de obtener lucro de nuestros trabajos literarios.
[Los sesenta: dirección de la Revista de Cultura Brasileña y docencia en el extranjero]
Cuando João Cabral de Melo Neto, que era secretario de la Embajada del Brasil en Madrid, me ofreció la dirección de una revista dedicada a la cultura de su país, la idea de fundar una publicación como aquella me pareció muy oportuna por varias razones. En primer lugar, porque la literatura brasileña, que es una de las más importantes de América, era entonces casi enteramente desconocida en España; en segundo lugar, porque creía muy conveniente que los lectores españoles tuviesen la posibilidad de compararla con la de los otros países sudamericanos, objeto entonces de un alza comercial sin precedentes desde los tiempos del modernismo; en tercer lugar, porque aceptar aquella propuesta supondría para mí contar con grandes facilidades para complementar, con el estudio de la brasileña, mis trabajos sobre poesía portuguesa. Consecuencia de mi aceptación fue que dirigiese, con absoluta independencia de criterios, desde el año 1962, en que apareció su primer número, hasta el 1970, la Revista de Cultura Brasileña. Sin olvidar la historia ni los principales aspectos de la rica y contradictoria actualidad literaria del Brasil, di un lugar destacado en las páginas de aquella publicación a las corrientes de carácter experimental porque pensaba que, siendo como eran internacionales, es decir, muy relacionadas con las de otros países, merecía la pena informar sobre ellas a los lectores españoles. Es que continuábamos teniendo un arte de vanguardia y, paradójicamente, una literatura bastante conservadora. Así, en colaboración con Pilar Gómez Bedate, secretaria de redacción de la revista, publiqué varios ensayos largos, y lo más documentados que nos fue posible, acerca de la poesía concreta, la poesía praxis y la del grupo de la revista Tendencia, además de otros en los que estudiábamos a los predecesores de aquellos movimientos de vanguardia.
En 1963, pasé unos meses en Italia. Estuve en Génova, Milán, Bolonia, Ferrara, Florencia, Siena, Roma, Nápoles, Salerno, Amalfi..., y, durante un par de semanas, en Capri. Italia supuso para mí algo más profundo que un simple deslumbramiento. A medida que iba respirando su aire, viviendo su arte y soltándome en el uso de su lengua, sentía que una luz nueva hecha, por así decirlo, a la medida de mis ojos, iba iluminando mi pasado y mi presente, no para que yo los repudiase o aceptase, sino para que tratara de interpretarlos. Tomé entonces una decisión de que nunca me arrepentiré, entregarme por completo a mi vocación de escritor. Estaba disfrutando una licencia de mi trabajo y decidí no reincorporarme a él y darme de baja como abogado en ejercicio. Apenas resuelto mi problema económico, tendría que renunciar a mi relativo desahogo y limitarme a vivir de la escasa remuneración que recibía de la Embajada del Brasil por dirigir la Revista de Cultura Brasileña y de los ingresos que pudiera procurarme como crítico de arte. Creo que, de haberme encontrado en España, me habría resultado muy difícil tomar aquella decisión.
Ya había vivido en Marruecos y viajado por Francia, Bélgica, Italia y Portugal cuando visité el Brasil en 1965. No me imaginaba entonces que había de volver a América dos años después para ser profesor, durante veintiuno, de una de sus universidades, ni que, con motivo de mis vacaciones, mis viajes de estudio, mis licencias sabáticas y los cursos que enseñé como profesor visitante en otras universidades, iba a conocer buena parte de Europa, de los Estados Unidos y del archipiélago caribeño. Mi situación económica había sufrido, a mediados del 67, un brusco e inesperado revés, del que no merece la pena hablar aquí, cuando Pilar y yo fuimos invitados a enseñar en la Universidad de Puerto Rico, ella literatura comparada, y yo arte. Sabíamos muy poco de aquella isla, y mucho menos de su Universidad, pero recordábamos que habían enseñado en ella Juan Ramón Jiménez, Federico de Onís, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Tierno Galván, Gaya Nuño, Faustino Cordón, Rodríguez Bachiller, Navarro Tomás, Rivas Cherif y otros intelectuales españoles. Una vez allí, pronto me di cuenta de que mi experiencia cultural era apropiada para la enseñanza en aquel medio social pero no para navegar en las aguas del arte y la literatura portorriqueños, y de que, en consecuencia, sería inoportuno todo esfuerzo por remar contra corriente. Pero Mayagüez —pues Puerto Rico fue para mí aquella ciudad pueblerina y su hermosa naturaleza subtropical— suponía la disponibilidad de tiempo que necesitaba para dedicarme con intensidad, y de manera casi exclusiva, a mis tareas literarias. Cuando, en 1973, me doctoré en Filosofía, cumpliendo así una vieja aspiración, dediqué todo mi esfuerzo académico a la literatura comparada.
Mis primeros trabajos del Recinto Universitario de Mayagüez estuvieron dedicados al arte. Di clases de arte contemporáneo, reorganicé la sala de exposiciones y fundé y dirigí la Revista de Arte / The Art Review. Valiéndome de las amistades y conocimientos que había hecho como crítico de arte, organicé varias exposiciones colectivas internacionales y buen número de individuales. La verdad es que las únicas obras que despertaron un relativo interés —a pesar de que entre los expositores figurasen Picasso, Corneille, Canogar, Cuixart, Augusto Puig, Guinovart, Iglesias, Pablo Palazuelo, Joan Ponç, Saura, Sempere, Tápies, Tharrats, Jasper Johns, Frank Stella, Roy Liechtenstein, Rauschenberg, Hartung, Fautrier, Karel Appel, Lucebert, Capogrossi, Lucio Fontana, Novelli y Joan Miró— las únicas obras que despertaron un relativo interés, decía, fueron las de los artistas portorriqueños. Tomé buena nota de ello. La Revista de Arte dejó de publicarse desde el momento en que renuncié a seguir dirigiéndola y la sala de exposiciones, de cuya gestión también me desentendí, pasó a ser insular, de internacional que había sido. Dejé, sin nostalgia, aunque mis intereses no hubieran cambiado, de ocuparme activamente del arte y me dediqué con todas mis energías a la literatura, es decir, a la poesía.
[Los setenta: el descubrimiento de la tradición mágica]
Desde que llegué a aquella isla hasta que, en 1970 y encontrándome en Suecia, donde preparaba mi doctorado, recibí sendas cartas de Joan Ferrater y Pere Gimferrer, en las que me invitaban a publicar varios libros en la editorial Seix Barral, estuve enteramente incomunicado con el mundo literario español. Habían leído en la Revista de Letras, fundada y dirigida por Pilar, mi traducción de seis cantos de la Comedia de Dante y algunas de mis últimas poesías y me proponían editar en tres tomos la totalidad del poema sacro. Poco después, me enviaron con los tres oportunos contratos, los correspondientes a una recopilación de toda mi poesía y a una antología de la brasileña. A partir de entonces, mi dedicación a las letras, y muy particularmente a la poesía, fue fatal e ininterrumpida. Además de en las románicas, trabajé con entusiasmo en la inglesa y las orientales, cuyas puertas me abrió la riquísima bibliografía editada en francés y en inglés, pero los autores sobre los que más publicaría fueron Juan Ramón Jiménez y Fernando Pessoa.
Por supuesto, mi propia poesía fue la estimuladora y, en cierta manera, la iluminadora del resto de mi escritura. He dicho en otra ocasión que «la poesía, si fue decisiva para mí durante los años españoles, se ha convertido después de ellos en objeto casi exclusivo de mis in quietudes intelectuales, tal vez por haber sido, tanto en las circunstancias propicias como en las adversas, mi más decisiva señal de identidad y, desde luego, la celadora constante de mi libertad».
Adquirí conciencia, durante mis largas temporadas de lectura, aislamiento y meditación, de que, por cima de la tradición formal transmitida por nuestra cultura, hay una antiquísima tradición conceptual que no es únicamente cristiana, sino también pagana, y que se refiere, como término ideal y real al mismo tiempo, más que a un Más Allá situado en el Empíreo, a una realidad otra que se halla en lo cotidiano, en nuestro mundo, y que sólo la poesía puede iluminar mediante una síntesis de lo racional y lo intuitivo. A partir de Donde no corre el aire, me propuse reflexionar sobre mi poesía para tratar de ver hasta qué punto la escrita hasta entonces por mí podía servirme de apoyo en la aventura del conocimiento que me disponía a emprender. Creo que en este libro hay tres posiciones fundamentales: una de duda, que se manifiesta en «El pedregal» (el miedo de examinar esa obra y no encontrar más que materia muerta, puro monumento); otra de miedo, de temor, en «Tema de Orfeo» («Siento temor / de releer lo que ya he escrito», digo en este poema) y, finalmente, otra de pesimismo esperanzado, es decir, de pesimismo provocado por mí no absoluta identificación previa con la mencionada tradición, y de esperanza en una futura identificación.
En toda búsqueda, uno termina por volverse hacia lo trascendente en petición de auxilio. En El aire es de los dioses, dirijo la mirada hacia esos númenes que son las potencias inteligentes, pero no omniscientes, de la naturaleza, pero, sobre todo, del conocimiento. La reflexión de Donde no corre el aire la continúo en los dos libros de odas, escritos entre 1977 y 1984, y en el tercero, aún en curso de composición. Me doy cuenta de que en estos poemas tiendo en ocasiones a lo aforístico al tratar de prestar solidez y nitidez a una experiencia de más de dos lustros, pero también de que no dejo de lado a una ambigüedad necesaria para no privarlos de calidad dialéctica. He escrito estas odas a sabiendas de que no se pueden hacer hoy odas como las latinas, no obstante lo cual he procurado que se relacionen de algún modo con las de Horacio. Es claro que no se trata de la imitación de la oda horaciana que pretendieron hacer los renacentistas, sino de una acomodación a la actual circunstancia histórica, en la que nuestras ideas y nuestras creencias son diferentes de las antiguas y conducen, inevitablemente, a otros resultados formales, porque la forma se crea desde dentro.
Y, ya que hablo del Renacimiento, creo necesario decir algo acerca de mi concepto de aquella época que, desde mi primer viaje a Italia, tanto ha influido en mi escritura. Aparte de la actualización de una larga serie de conceptos que la cultura oficial suele brindarnos como los únicos verdaderamente renacentistas, el Renacimiento revivió y vivificó a una importante corriente espiritual de carácter esotérico en obras tan fundamentales como las de Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, Giordano Bruno y tantos otros. Esto supuso la frecuentación de los presocráticos, de muchos de los cuales es herencia y compendio Platón, y de la tradición filosófica y teológica hermética que —cuestiones de nombres aparte— acompaña al platonismo y lo continúa y es la que explica la verdadera tradición espiritual —y, por supuesto, poética— del Occidente, ya desde una óptica religiosa (pero nunca eclesiástica), ya desde un punto de vista profano (pero nunca político).
Durante los dos últimos decenios, he tratado de profundizar en una serie de respetabilísimos conocimientos que explican al hombre fundándose en esa tradición, teniendo muy en cuenta, por mi parte, que los renacentistas manifestaron un gran entusiasmo por el hombre, pero no por el hombre en acto —como se nos quiere hacer creer—, sino por el hombre en potencia. Creían haber descubierto la manera de restituir a la humanidad un cúmulo de conocimientos que le permitirían armonizarse, por así decirlo, con un universo al que el ascetismo medieval había despreciado (pero no, ni mucho menos, toda la cultura de la Edad Media) y que la devolvería a su verdadero puesto en el cosmos. Hay, en resumen, dos Renacimientos, el Renacimiento de los eruditos que no creen en la magia y el Renacimiento de los eruditos que se creen magos. Ficino piensa, en su Theologia Platonica, que platonismo y cristianismo son perfectamente compatibles de la misma manera que él es sacerdote cristiano y mago. Para mí, el Renacimiento no está representado por las formas estáticas, sino por el dinamismo de un fuego espiritualmente controlado que, lejos de destruir las formas, las templa como las buenas aguas al acero. Si en mi poesía procuro siempre el ritmo —y no necesariamente el de las formas codificadas— es porque creo que la naturaleza, en su nivel más profundo y creador, es ritmo, una serie de ritmos acordados, y por eso debe tener cada poema un ritmo que no sólo trate de acordarse exteriormente con la materia poética —cosa que sabían muy bien, al disponer los pies de sus versos, los poetas griegos y latinos—, sino que también ayude a penetrar más profundamente en ella.
Lo que estoy diciendo tiene mucho que ver con mi trabajo de traductor de poesía, al que me referiré en particular más adelante, pues para todo poeta verdadero, como creo que son cuantos traduzco, la forma tiene —y no por razones puramente «formales»— una importancia decisiva. Si trato siempre de conservar la forma de la obra traducida, tanto por esta razón general como por las particulares que afectan a cada poeta, es porque el ritmo, el cómputo silábico, la caída de los acentos, la aliteración, la rima, las paranomasias, son vehículo —vehículos- de una magia que no es otra cosa que el propósito de que nuestro ritmo personal, nuestro ritmo vital, espiritual, de pensamiento, se contagie del de esa realidad trascendente que está dentro, y no fuera, del mundo. Un espectador entrenado en la observación atenta y sostenida advierte que todo es ritmo, todo son analogías, todo es, además, dialéctica. Y esto último es, a mi juicio, muy importante porque el lenguaje del poeta tiende a ser libre para poder avanzar y profundizar, y la dialéctica nace del freno que le pone el ritmo para que no avance ni profundice desordenadamente.
Y no me olvido de los símbolos, en los que, cuando son tales y no meros signos, hay siempre un aspecto comprensible y Otro inexplicable, lo que da lugar a que todo verdadero símbolo sea la síntesis, sólo enteramente asumible por la poesía, de esta dualidad. Me refiero a los símbolos naturales, y no a los literarios fabricados para crear la ilusión de que los símbolos son enteramente interpretables. Es algo parecido a lo que sucede con los experimentos científicos de laboratorio, cuyas condiciones y aspectos no son, porque es imposible que lo sean, todos los que se encuentran en una realidad imposible de encerrar en tubos de ensayo, cámaras o túneles y, por supuesto, de poder ser enteramente interpretada.
El que haya terminado por confiarme a lo enigmático al escribir poesía, se debe a que ya me había confiado antes a lo subconsciente, cuando me sentí atraído con fuerza —a la que opuse la resistencia de las formas intuidas por mí— por la poética del surrealismo. He procurado, pues, pasar de lo intuitivo (o, si se quiere, no racional, pero tampoco irracional) de la conciencia colectiva a lo enigmático de la conciencia superior.
[Sobre la traducción]
Durante los últimos veinte años, he traducido, y sigo traduciendo ahora, muchas obras poéticas. Creo que la mejor lectura que se puede hacer de uno de estos textos es traducirlo. Debidamente matizada, la frase de George Steiner según la cual «entender es traducir» tiene mucho de verdadera. El traductor se obliga, en efecto, y en cada caso, a aumentar su instrumental, sus recursos. Un poeta puede, por ejemplo, no haber explorado nunca, o haberlos explorado, sólo superficialmente, determinados campos semánticos importantes en la obra que se dispone a traducir. En semejante caso, al iniciar o aumentar las conexiones de un campo semántico nuevo para él, obtiene un nuevo instrumento de escritura, no sólo en el aspecto operativo, sino también debido al pro bable descubrimiento de temas nuevos que están relacionados con ese campo y que si no son por ventura complementarios de los de su propia poesía, pueden sin embargo sugerirle nuevos caminos. El traductor reconstruye tras haberla desmontado —permítaseme este símil— la obra original en dos direcciones: en su parte externa o formal y en su parte semántica, portadora de un significado complementario del que soporta la otra parte. Ambas direcciones son, al final, necesariamente convergentes. El traductor, al recrear en su lengua los aspectos formales, semánticos y filológicos de la obra traducida, está haciendo, en realidad, una obra personal y, en consecuencia, original.
Siempre he mantenido que la traducción es un género literario independiente del de la obra traducida y que con la misma razón que se dice de un poeta que escribe, por ejemplo, dramas que éstos son originales, también se debe decir de un poeta que traduce que hace obras originales, propias. Por eso hay buenas y malas traducciones, de la misma manera que hay buenas y malas odas. En realidad, si se logra dar a una traducción una forma viva, productiva, fecunda, estaremos ante un caso muy semejante al de un original, al de su .original. No ignoro, por supuesto, que la preocupación principal ha de ser la de la forma en toda su complejidad, pues la materia le viene dada al traductor, pero de una manera que está, por necesidad, tan íntimamente relacionada con la forma que se hace casi imposible distinguir a una de otra.
Si se toma la traducción en un sentido serio, filológico, de creación de una realidad literaria paralela a la obra que se traduce, el resultado óptimo será la incorporación de esa obra a la literatura de la lengua del traductor. Sé bien que en toda traducción hay algo, casi un misterio, que no se puede explicar —si es que puede explicarse de alguna manera— con las pocas palabras que me permiten estas anotaciones. Me refiero al hecho de que si un poeta incorpora al español, por ejemplo, el Beowulf y lo hace con una fuerza poética paralela y semejante a la que tiene el original, habrá que considerar que ha creado —aunque su mérito se considere menor que el del desconocido autor del poema original— una obra nueva basada en el Beowulf porque, a la inversa, el Beowulf no será nunca exactamente esa obra. Yo mismo he comprobado cómo la lectura del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz en otras lenguas ha enriquecido mi visión de este poema, lo que quiere decir que en esas traducciones hay algo de original pero que —y este es el misterio— eso que es original no deja de ser, sin embargo, el Cántico espiritual.
Creo que cuanto estoy tratando de decir se puede entender, y admitir, mejor mediante la aclaración de un problema de terminología. Yo he distinguido siempre entre interpretación y traducción (y de ahí mis reservas ante la mencionada frase de Steiner), teniendo en cuenta que, para traducir, es preciso haber interpretado. Interpretar sin más es, por ejemplo, trasvasar a otro idioma un código de circulación, en el que todo es denotación y, en consecuencia, en el que, si está bien escrito, todo tiene un sentido preciso y único. Es un texto denotativo. Ahora bien, cuando lo que se trasvasa a otro idioma es un texto literario, en el que la connotación juega un papel de primer orden, las cosas cambian y la operación lingüística llevada a cabo es muy diferente, y mucho más compleja, que la propia de la interpretación. Es a lo que llamo —para entendemos y entenderme a mí mismo— traducción propiamente dicha, la cual ha de tener en cuenta, no sólo las connotaciones de carácter lógico y discursivo del texto, sino también las propias de los ritmos, de las rimas, de los símbolos y de todos y cada uno de los elementos y caracteres de la obra trasvasada. Claro está que, a veces, lo que se llama traducción, y se imprime en la página opuesta a la del original, es una interpretación —pues no hay en ella connotaciones paralelas a las del original que hayan sido buscadas por el autor de la versión— que sólo pretende ser un auxiliar de la lectura del original. Pero si la versión es una traducción, su confrontación, en un mismo volumen, con el original puede ser interpretada, en el mejor de los casos, como una curiosidad o una invitación a la doble lectura y, en el peor de ellos, como una desconfianza hacia la labor del traductor al que, de ser así, se le confundiría con el intérprete de una obra connotativa.
No sólo la traducción, sino también el resto de mis intereses culturales, han tendido espontáneamente, sobre todo a partir del principio de mí periodo americano, a agruparse en torno a la poesía. Para tratar de profundizar, aunque sólo sea un poco, en el fenómeno poético, se precisa algo que no depende de uno, intuición y sentido artístico, pero también algo que sí se nos puede exigir, estudio y reflexión. Siempre he procurado reflexionar sobre la poesía y me he creído en el deber de poner los resultados de mis reflexiones a disposición de los demás para que los acepten o los rechacen, pues en ambos casos —y fue se justo o no lo uno y lo otro— me enriquecerían sus reacciones. Esos resultados se encuentran, no sólo en mis trabajos críticos —de los que no voy a ocuparme ahora—, sino también, creo, en mi poesía.
Si he leído y sigo leyendo textos filosóficos, es porque la filosofía tiene, como es bien sabido, mucho que ver con la poesía, sobre todo en los aspectos metafísicos y gnoseológicos, más que en el lógico y en el ético. Por otro lado, las filosofías no occidentales han despertado en mí, especialmente durante los dos o tres últimos lustros, un gran interés en la poesía oriental, y a través de ellas en las religiones, y vuelta a la metafísica y a la poesía. De manera que, aunque puedan parecer muy distintos, se trata de varios caminos que convergen en un centro, que es el fenómeno poético como medio de conocimiento, no lógico ni erudito —y sin excluir a ninguno de ambos—, sino de conocimiento desde la asimilación de la realidad para consustanciarse con ella. 

Ángel Crespo, Anthropos, nº 97, 1989, pp. 19-34.

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