martes, 16 de octubre de 2018

Montserrat Roig entrevista a Josep Pla (Destino, 4 de marzo de 1972)


Conversación con Pla en un día frio de finales de enero

El día es frío, dicen que es el peor de este invierno. Estamos a finales de enero y la Luna empieza a menguar. Una neblina, no demasiado espesa, nos permite ver, en difuminado, las nieves del Montseny. La discontinuidad colorística de la autopista de La Junquera se ve alterada, de vez en cuando, por e: verde preciso y autoritario de la pareja de civiles. En una de las para das obligatorias nos piden, amablemente, la documentación. Luego sabremos, por el propio Josep Pla, que se rumorea que los de la ETA han huido por la frontera de Portbou. La densidad voluminosa de las nubes nos esconde el sol. Pero se intuye. Y esperamos, no sin recelo, su aparición.
No puedo ocultar un algo de pavor ante esa entrevista con Josep Pla. ¿Por qué? No lo sé. Me pregunto si no será porque se trata de un escritor con una insondable aureola mítica, inasequible a nuestra delgadísima realidad de posguerra —luego veré que se trata de una primera impresión producida por nuestras propias leyendas literarias—, o si me corroe la incertidumbre de cómo va a recibir ese gran escritor a una persona joven y, quieras que no, representante, por la edad, de conceptos muy poco seculares. Alguien dijo, en cierta ocasión, que es mejor no conocer nunca a los escritores que se admiran. Acaso sea verdad...
Antes de llegar a Llofriu adivinamos, distante y altiva, la barrera pirenaica. Luego, la suavidad de la loma ampurdanesa, la adustez de los montes del Montgrí, la proximidad del pueblo de Pals, desértico y estereotipado, la prometedora serenidad del mar de invierno, calmado y relajante. Salir, aunque sea por un día, de una ciudad a cada instante más hostil y obsesiva y adentrarse, sin prejuicios acomodaticios, en la historia inmóvil de la naturaleza, es algo tan íntimamente reconfortante que sólo se comprende cuando se está muy harto de la estafa de la gran ciudad. El «Mas Plan», situado en Llofriu, en el Bajo Ampurdán, se ve desde la carretera. Está en un terreno en descenso. Se da la vuelta, viniendo de Palamós, a la derecha en dirección a Palafrugell, por el «Camí de la Fanga». Oímos, a lo lejos, aullidos impacientes de perros. Por el camino he visto un labrador empujando, paciente, solitario y silencioso, el arado con un caballo. Otro camina, surcos arriba, surcos abajo, mientras riega el campo. Es terreno de secano y aparcelado hasta el último extremo. Las tierras que rodean el «Mas Pla» son trabajados por un masovero. Pla ha confesado más de una vez que es el primer propietario en muchos años de su masía que no ha labrado físicamente la tierra. Ante el portalón del mas que da al sur, han tendido ropa de niño. El sol se insinúa, tenue, tras las nubes compactas. Sopla la tramontana y hace un frío pelón. Ante el mas troncos amontonados. A la izquierda, antenas y palos de telégrafos que luego sabré que molestan soberanamente al escritor Pla. Una mujer lava, restriega la ropa con fuerza en un lavadero situado a la izquierda del mas si se mira hacia el sur. Nos mira con indiferencia ancestral. Veo una vieja tartana que aún sirve, me dicen, para ir al mercado. El campo destella con tonalidades de verdes distintos. Al lado del camino de entrada de la casa, y formando ángulo recto para resguardar el mas del viento del interior, cipreses decantados por la fuerza de la tramontana. Olivares desnudos, en plena soledad. Lo que más impresiona de este conjunto es el silencio, un silencio voluble, alterado por los motores sincopados de la carretera. Cerca, el rumor de una tramontana pacífica —luego, en Pals, será más agresiva— y el canto de los gorriones. Un gallo rojo, soberbio y distanciado, se pasea por nuestro lado. Mientras esperamos a que Pla se vista observo la solidez granítica de la casa. Es un edificio recio, de proporciones arquitectónicas equilibradas, sin ostentación, de piedra amarronada y agrisada. Se refleja en ella la gama acolorística de las piedras tras el paso del tiempo. Una enredadera pelada trepa por la fachada Es un adorno triste aunque temporero Sendas ventanas, las dos cerradas, y un balcón, en el centro, con la mosquitera deshilachada, ocupan la cara que da al mediodía.
Sólo entrar en el zaguán y ya se percibe el apetitoso olor que desprende un ambiente vacuno. Aunque parezca extraño, este olor me hace entrar, siempre, un hambre desproporcionada. Subimos por una escalera blanca y fría situada a la derecha del zaguán, limpiada obstinadamente por Dolores: « ¡Miren, miren, cómo está esa escalera, tan fría!». Luego nos dirá Pla: La Dolores quiere ser burguesa. Dolores, una mujer serena, cuyo rostro sonrosado mantiene un aire entre taciturno e irónico, cuida del señor Pla. ¡Todo el día limpiando! Es como mi madre, que era feliz cuando veía una mancha de cera y se podía pasar tres cuartos de hora rascando. En lo alto de la escalera llegamos a una gran sala rectangular, distribuida con la regulación propia de todas las masías catalanas: tres habitaciones en cada lado. Las dimensiones de esta sala son sencillamente descomunales Sólo entrar, y el volumen de las personas y de los objetos adquiere un extraño aspecto, entre fantasmagórico —quizá producido por la mortecina luz diurna— e intimidador. El suelo, tapizado con una gruesa alfombra de esparto, es impresionante. Pla nos dirá que, a pesar de las apariencias, no se puede vivir en invierno en su madriguera pairal. Pero apenas rebasa esta habitación durante toda la estación fría. Un hogar típico en forma de campana y con bancos dentro parece dar algo de calor hospitalario. Delante del hogar, una mesa bastante grande en donde el escritor escribe y vive. Un tresillo, unas lámparas en hierro forjado muy bellas, un sofá, una mesa con los típicos batientes, libros viejos y nuevos. Encima del sofá, unos recortes de periódico, una carpeta y unas tijeras. En la pared de la izquierda, mirando hacia el exterior, una reproducción de un «Brueghel nevado» —me parece que es, lo veo desde lejos, Le massacre des innocents—, amarillenta, desgastada por la fuerza corrosiva del tiempo. Brueghel, que, según Pla, es uno de los pintores más grandes, más exquisitos y más humanos que han pasado por la tierra, indica, junto con las sombras de este día incierto, la traslúcida fugacidad del tiempo en que vive Pla...
Adormecido en la dulzura
Y aparece el escritor Josep Pla, caminando lentamente, por una de las puertas de la derecha, en donde está su dormitorio y en donde pasa, bajo una confortable manta eléctrica, muchas de las duras horas invernales. Pla, un hombre de insaciables tertulias, de cálidas sobremesas, llena, con su espaciosa personalidad, la gélida sala rectangular. Receptivo, infatigable «causeur», habla mientras observa, con desazonante agudeza, a su interlocutor. Tengo que admitir que me inquieta —e inquietud es una palabra amable— tener que transcribir en castellano lo que Josep Pla me ha expresado, a través de un tono provocativo y una precisión formal modélica, en catalán. Pero qué le vamos a hacer. Las cosas andan así en la vida.
¿Y usted escribe? ¿Tan joven...? ¿Qué dicen? ¿Qué vendrán los de TVE a hacerme un reportaje? No, no, no, no... Traen unas máquinas como cañones, esa gente, y no callan nunca... Dolores, trae café y whisky. Si, cada mañana, cuando me levanto, me tomo esa mezcla... Usted, señorita, está muy flaca... No me gusta la juventud asexuada de hoy, no me gusta nada. ¡Y es que en diez años ha cambiado mucho el mundo! Ahora, en Palafrugell, la gente ya no hace tertulias en los bares. Las hacen en las casas... En el pueblo hay unos 13.000 habitantes, pues con 12.900 se quedaría igual. Y usted, ¿qué escribe? ¿Sobre las personas o sobre los pájaros? Hágame caso, señorita, cobre poco por sus escritos. Es mejor cobrar poco y siempre, basta la muerte... Talleyrand decía que las grandes exageraciones no tienen ninguna importancia... No. no se ría señorita...
La conversación con Pla continúa. Las palabras brotan fluidas, densas, de una rigurosa amenidad. Incide frecuentemente con coletillas en las frases como, ¿sabe?, ¿me entiende?, ¿comprende?, ¿qué le parece a usted? Precisa las afirmaciones, las redondea, las pule, y busca con insistencia la conformidad y el convencimiento de quien escucha. No pretendo caer en la ingenuidad de que su verbo, desbordante y avasallador, es absolutamente nuevo y original. Para un lector fiel a sus postulados, tradicionales e inmovilistas, pero profundos y transparentes, la transcripción de nuestro diálogo le puede parecer trigo molido. Es posible. Pero, para mí, sus palabras resultaban fehacientes, fecundas, vivas, por el solo hecho de oirías pronunciar en su ronca y matizada entonación. Josep Pla habla despacio y nos traspasa con su mirada socarrona, mientras lía, con displicencia, un cigarrillo «Ideal». Bajo una boina de plato que se compró en Bilbao aflora el cabello. Pla ya aseguraba en El quadern gris que su cabeza se mantendría poblada hasta la muerte. Parece que lo predijo, cuando él era un niño, un barbero de la calle de Cavallers de Palafrugell y parece, también, que su profecía va en camino de cumplirse. Mira de reojo, con recelo y parsimonia, y sus ojos se cierran en una estrechísima y vivaz rendija. Sus labios son delgados y siempre sonríen; es curioso cómo se mueven armónicamente con el vaivén de los ojos. Estos, bajo unas cejas cortas y arqueadas, estallan a veces llenos de pasión. Su cara es gatuna, con un algo de selvático y misterioso. Contempla las cosas con una pasiva pero tenaz agudeza. La boca, si Pla ríe, llena en profundidad todo el rostro, cuyas facciones se contraen de manera ostensible. Creo que a Pla le debe de costar mucho disimular —si admitimos que alguna vez lo ha hecho— su desagrado ante las personas que no le gustan. Porque los rasgos de su faz se mueven indistintamente, traidores con sus sentimientos, nunca ajenos a la vida exterior. ¿Las manos de Pla? Creo que sus manos denuncian, al contrario de la cara y del cuerpo, el lento y arduo camino de un escritor. Son finas, pequeñas y sumamente expresivas. Pero alguna vez, ignoro por qué extraño motivo, parece querer esconderlas...
Sobre el progreso y otras frivolidades
Josep Pla afirmaba, en el prólogo de La vida amarga, que era un hombre personalmente desconocido por las generaciones que lo leían. Puede que sea cierto. Mientras observaba su aparente crueldad verbal, me preguntaba qué extraña sensibilidad se escondía tras esa máscara de cinismo y de escepticismo. Pla no es petulante, ni frívolo, ni agresivo. Es llano como el Bajo Ampurdán, pero refinado como sus lomas. Adormecido, como él mismo ha dicho, en la tolerancia y la dulzura de Montaigne, no sé, a ciencia cierta, qué insondable misterio vital amagan sus ojos irónicos y sagaces. Qué tradición ancestral me priva de reconocerlo o definirlo. Es evidente que Pla es un escritor que produce miedo, que resulta difícil de conocer; quizá por esa fachada acusatoria, por esa enraizada pasión, tantas veces absoluta y parcial, por esa faceta conservadora. Pero nadie podrá negar que sus setenta y cinco años traslucen una radical curiosidad, un profundísimo interés una continuada obsesión por saber cómo va la humanidad, destructora y destruida, alarmantemente caótica. No es un observador glacial, pero tampoco es un protagonista apasionado; yo diría que acaso es un observador apasionado de las cosas de la vida. Y un gran y envidiable contemplativo. Pla decía, en Aigua de mar, que la gente se habla vuelto «llepafils i primmirada», y que pronto todo el mundo haría de peluquero o llevaría smoking como los camareros de café. Esta ironía, de exactitud sociológica, le lleva a azotar, a veces con decimonónica vehemencia, y otras con indiscreción literaria, tres cuartas partes del universo.
Si, la alta cultura no es nada más que chismografía e indiscreción. En el sentido más alto de la palabra, se puede hacer chismografía sobre Jesucristo, Sócrates o Platón. No me refiero a los chismorreos de pueblo, que procuran hacer daño. La erudición, que es la forma más alta de cultura, también es chismografía. No señora, la cultura no sirve para que el mundo adelante. He visto tal cantidad de cosas en este mundo que yo no puedo creer en nada... No, no, la única cosa que se puede hacer exactamente es el inmovilismo... El mundo sólo ha progresado en cosas como el wáter, la ducha, el teléfono. La invención del wáter es de Jefferson, un ex presidente de los Estados Unidos... Al contrario, el hombre es más insensato y más cruel que nunca... No. No, no se trata de irracionalismos. La palabra es demasiado fuerte. Todo el mundo es irracional. La definición de que el hombre es un animal racional no es cierta, el hombre es acaso sensual... No, no. no, no creo que la cultura pueda resolver nada. La mayoría de niños por más que estudien nunca sabrán nada... ¿Que se cree que todos los hombres son iguales? ¡Hombre! De cuando en cuando sale una persona que vale, muy pocas. Todo lo que se hace es copiar; los arquitectos copian catálogos, generalmente nórdicos, de las casas que hacen; los ingenieros también copian... Este país no tiene ni la más mínima consistencia científica… ¡Cómo quiere que crea en el progreso! ¿Después de haber visto lo que he visto en esta época? Después de nuestra guerra civil y de la quema de tres o cuatro millones de judíos en Alemania, ¿cómo quiere que crea en el progreso? ¿Yo, que he vivido el momento más álgido de Europa, con tanto sabio que ha tenido que marcharse a los Estados Unidos? ¿Qué dormimos, señorita? Yo soy un hombre serio, sabe. Las cosas de propaganda no me interesan nada... ¿El progreso científico? ¡Es cosa de cuatro gatos! No hay más gente que antes con capacidad para pensar... ¿Se acuerda del rebaño de Panurgo, en el Pantagruel de Rabelais...? Todo el mundo obedece como ovejas. ¿Qué quiere que crea yo? No creo en nada. No creo en nada, sólo que el hombre es un animal absolutamente grotesco, parado y exhibicionista... No, no soy pesimista. Sólo objetivo, un hombre indiferente, de la naturaleza. No creo en el progreso de los que gobiernan. Tengo una idea del mundo, el cual está formado por grupúsculos que funcionan, que son los hombres y las mujeres. Creo que en el mundo no se ha arreglado nunca nada. Sólo le han puesto parches. ¿Cómo quiere que crea en un mundo mejor? Al contrario: lo han estropeado toda la naturaleza, mientras, va funcionando indiferente de nosotros y del mundo ¿Sabe? A base de unas leyes perfectamente racionales y mecánicas... La felicidad consiste en la limitación. Fíjese, dos hombres colosales, Goethe y Schiller, vivían en poblaciones como Palafrugell y mire las cosas extraordinarias que han hecho. Todo el mundo les ha copiado, empezando por su correspondencia... ¿Qué esperanza quiere que tenga? ¿La esperanza de ver que un señor ha inventado el microscopio o el wáter? ¿Se pensaba que el mundo estaba arreglado? Se tiene que aceptar lo que hay: la naturaleza, el paisaje. Y eso que le digo no es ni pedante ni exhibicionista. El progreso material no interviene en las cosas decisivas, que son las relaciones entre los hombres y las mujeres, las criaturas, la cultura. Los jóvenes son las víctimas de este caos. ¡Claro que no lo han creado ustedes! Pero han quedado escarmentados. En un sentido general, la mujer de este país que quiere independizarse viene de otras frustraciones. Las muchachas son partidarias del papá y la mamá y de la fortuna que tiene. ¿Que qué me parece que la mujer trabaje? No me parece nada. Si quiere trabajar que trabaje, y, si no, que no trabaje. Me es igual. Pero si una mujer está realmente enamorada no tiene tiempo para hacer nada.  «Donne in amore», dicen los italianos... Si, me gusta ver el mundo exterior. Eso es la felicitad. Esa miseria humana, hiperbólica. Por estrategia —egoísmo, si usted quiere— y sentido del ridículo, soy un espectador, individualista puro. ¿Si los que mueren o van a la cárcel por una causa no tienen sentido del ridículo? Probablemente. Los más superiores son los más inconscientes. Si lo meditaran, no lo harían. Se estarían cerca del fuego, en invierno, y bajo un árbol durante el verano. Pero todo eso para usted debe de ser antisocial.   
Los dos estamos de acuerdo, por lo menos, en una cosa: que la estupidez humana no depende de la edad…
El país
Salimos del «mas» y vamos, en un corto recorrido, tras algunas de las huellas de la vida de Pla con Pla. De Pals a Calella... Luego, Palafrugell, Palamós... Todos esos lugares, que parecen tan limitados por el espacio geográfico, se convierten ahora, gracias la literatura penetrante de un escritor que se llama a sí mismo —no sin paradoja— «localista», singularmente atractivos. El país es para mí exactamente la casa y las tierras que la rodean, y basta. Todo lo demás interesa menos. Todo lo que conozco es el país, lo que no conozco... ¡yo que sé lo que es...! Pla observa —mientras el coche trepa hacia Pals y vemos, al fondo, la sombra recortada de las Medas— la naturaleza como si la quisiera fundir con su intensa crítica visual. Sus ojos desgastados de payés que ha renunciado a la elegancia vacía de los cosmopolitas analizan estos retazos de paisaje que, para él, son todo un mundo. O son el mismo mundo. El paisaje, de joven, me gustaba mucho. Ahora no me dice nada. Pídale algo y verá cómo no se lo da. El cielo se está despejando y las rayas azuladas del mar se perfilan más nítidas. Recuerdo que Pla ha dicho que Cataluña había dejado de ligarse al mar y se había convertido en un país de «terrestres estiracordetes sedentaris» Lleva razón: pienso en Barcelona, por ejemplo, esa especie de «Cafamaúm catalano-cosmopolita y murciano-aragonesa», que vive, tan feliz y contenta, de espaldas al mar. Hablamos de Barcelona. Ahora en Barcelona se habla menos castellano [¿sic?] que hace diez años... Cuando yo empecé a escribir, en Barcelona había 600.000 personas y todo el mundo hablaba catalán. Ahora hay dos millones y hay muchos que hablan castellano porque son castellanos, y esto ha creado una especie de sociedad bilingüe... ¿No lo cree? ¡Seguro! Lo han hecho de una manera deliberada y sin ningún éxito, porque los «xamegos» se acostumbran mucho al país. Por lo menos por aquí, en el Ampurdán, donde hay bastantes; si se pueden quedar, se quedan y se atan al país... Pero en Barcelona no sé lo que pasa.
Cuando llegamos a Pals el viento arrecía fuerte, pero la atmosfera, gracias al traspaso de las nubes, es más clara. Pla me explica que Pals, un pueblo con cimientos medievales, ha sido totalmente reconstruido por la voluntad de una sola persona, propietaria de medio pueblo. Pla, como buen payés o kulak, que así lo definiera con tino genial Joan Fuster, posee un sentido inmovilista de la propiedad. Durante el viaje, los comentarios de Josep Pla traicionaban una secular admiración ante la propiedad de la tierra. Pals presenta un aspecto teatral, de cartón-piedra. Las piedras de las casas restauradas son demasiado pulidas, no engañan. Pla me invita a compartir con él la vista del espléndido paisaje, sensual y luminoso, de la llanura ampurdanesa que se ve desde El Pedró. La tramontana es cortante y, a pesar de ello, la nitidez lineal del paisaje, su suave curvatura, sus colores sosegados, dan la sensación como si el tiempo y el espacio se hubieran condensado en una sola y esplendorosa realidad. El campanario románico, La torre de les hores, situado lejos de la iglesia, de piedras auténticas que contrastan con la sofisticación de las cosas restauradas, y la iglesia, que mira a poniente y cuya fachada arrastra nueve siglos de contacto solar, son dos símbolos de la deseada mediocridad horaciana. Pla me dice que la gente del país se ha vuelto «babau» a fuerza de contemplar tanta belleza natural. Creo que la sensualidad de este paisaje, que es capaz de los más llamativos contrastes sin vanagloriarse de sus mutaciones, ha conformado este carácter individualista, rebelde, desordenado y algo histriónico que me parece a mí que es el ampurdanés.
En el fondo, si usted quiere hacer novelas, tendrá que observar lo que hay en el país. En el país hay tres clases de personas: los payeses, los comerciantes de las poblaciones de mercado como Palafrugell o Torroella de Montgrí, La Bisbal o Figueres, y los burgueses de las poblaciones industrializadas. Usted no tiene que moverse de ahí: tiene que hacer o una novela de payeses, o de pequeños burgueses de las poblaciones de mercado, parásitos en general, burgueses. Todos tienen una mentalidad diferente. Hace falta observar a esa gente. Es absurdo presentar a un burgués con las ideas de un payés, que son tan cautos y prudentes, o con las ideas de un comerciante de pueblo, que son tan extraordinariamente vivos... Todo ello implica una gran dosis de observación. Presentar a un comerciante o a un payés con ideas burguesas llevaría tanta confusión que nadie le entendería, ¿comprende lo que quiero decir? ¿Lo ve? Yo ya he hecho un libro sobre los payeses, ahora publicaré una especie de novela sobre el pequeño comerciante y me gustaría mucho escribir uno sobre la burguesía, pero creo que no tendré tiempo, ni paciencia, ni humor para hacerlo... Otra cosa la creencia de que la burguesía es universal y siempre es igual es falsa, es una tontería. Cada país tiene su burguesía y la de aquí se caracteriza por su «plasticidad»; el burgués del país siempre tiene la incertidumbre de que el encargado de su fábrica se apoderará del negocio, por eso las familias no duran, ¿comprende? Fíjese que no hay ni una sola familia de fabricantes que se haya perpetuado más allá de tres generaciones Sólo duran las familias payesas, éstas son inmóviles e inmortales. ¿Lo ve? Es muy sencillo. ¿Diga, diga, qué más?
De literatura catalana
Bajamos hacia Calella pero antes atravesamos Palafrugell y nos paramos un momento para fotografiar a Pla ante la casa donde nació. Josep Pla se fija constantemente en lo que ve por el camino. Me enseña lo que conoce, que es todo el paisaje ampurdanés hasta el mínimo detalle, hasta la más pequeña molécula de materia visible. Toda una «imago mundi» archivada en su fabuloso catálogo mental. Una «imago mundi» precisa y, gracias a su pluma, fascinante. Pero yo he visto a Pla sorprenderse también por cualquier pormenor no catalogado, y le he oído comentar detalles banales de los transeúntes de Palafrugell: ¡Pero miren qué abrigada va esa señora! Pla no para de asombrarse por cualquier cosa que otro espectador, más sujeto a las normas visuales, es incapaz de percibir. Pasamos por la calle de la Tarongeta y de Cavallers y nos paramos un instante ante el portalón de la vieja casa de la calle Nueva, o del Progreso, núm. 25, hoy número 39. Esta calle, como ha escrito Pla, es larga como un cirio. El edificio es alto, y como la fachada —sigo la descripción de Pla—, fría y siniestra, daba al norte, las habitaciones eran, en invierno, glaciales. Esta casa no conserva para el escritor ningún signo evocativo trascendente, al contrario de la casa de la calle del Sol, a donde fue a vivir cuando tenía siete años y en donde pasó parte de su adolescencia y juventud. Distinta es la nostalgia que debe de producir en Pla el pueblo de Calella, este rincón marino que vive a cubierto del ímpetu de la tramontana. Cuando llegamos, el sol ya ha salido por completo. El pueblo está silencioso. Sólo se oye el apacible oleaje del mar invernal Pla tiene debilidad por Calella. Para él, los arcos y los porches del Port Bo —«les voltes»—, a pesar de su modestia extremada, son el retazo de arquitectura más notable de toda esta parte del litoral. Casi no quedan pescadores. Y presiento un aire, casi imperceptible, de tristeza en el tono de Pla...
Luego, Palamós. Vemos la bahía, tan elegante como la describe Pla en boca de un pariente en El quadem gris, el mar, el puerto, la calle mayor, descritos miles de veces por Pla, lugares vivos y fulgurantes en días de calma, pletóricos de libertad en días de viento. Cansado de estar hierático con tanta fotografía. Pla quiere ir a comer. Unos capellini o tortellini deliciosos —Pla prefiere los platos sencillos, casi prehistóricos— y un vino exquisito. Come despacio, con cierta desgana y un algo de ascetismo. Pero saborea lo que sabe de antemano que le gustará, como las «faves i pèsols». En torno a la mesa, el diálogo, en algunos puntos discusión, continúa.
¿De literatura catalana actual? Se lo tengo que decir francamente: todo esto no lo conozco demasiado. Hay personas importantes... Espriu es un hombre importante. Es muy amigo mío, ¿sabe? Y yo le tengo un gran afecto y un gran respeto. Me sabe muy mal que esté enfermo... Después han salido eses muchachos. Porcel y Moix. ¿Le gusta Moix a usted? Yo he contribuido a formarlo... El tipo es divertido, ¿no le parece? ¿Qué estoy contra los jóvenes? No, no... Yo también, cuando era joven, me pensaba que era muy importante. Son cosas de la juventud... No lo digo en un sentido despectivo, pero como no se ha luchado demasiado, muchos creen que todo es fácil. Y escribir es muy difícil, en fin. ¿Usted ha leído mucho? Stendhal era todo un tipo, sabía mucho. Yo le tengo una admiración indescriptible. Pero sólo hay 10 o 12 novelas. Yo no le aconsejaría a usted escribir novelas, me dedicaría a hacer muchas cosas más. Viajes, paisajes y retratos. La novela si no se hace bien es fatal. ¿Que el periodismo también es fatal hoy en día? ¡Y tanto! Cuando se pierden las guerras las cosas van así. Por eso no se ha de perder ninguna guerra, ¿entiende? Eso que ya sabe todo el mundo: que al final de la guerra nos dijeron: «Eso del catalán se ha terminado, pues, de momento, a escribir castellano». Bueno, creo que lo he hecho con bastante éxito... No para mí, sino para ustedes, que son muy jóvenes. A mí, todo lo que he hecho es igual, no tiene ningún valor... Lo que pasa es que la gente de escuelas como el «noucentisme» ha alejado la literatura del pueblo y yo la he acercado. Espriu mismo ha fallado: ha escrito un teatro ininteligible. ¿Le gusta Espriu a usted? Tiene unas narraciones extraordinarias, como «Tres sorores»... Claro que la culpa de que su teatro no se entienda la tienen esos primarios indecentes que corren por Barcelona y estropean todo el teatro de Espriu... Dónde va a parar... Si, parece que la gente joven es consciente de una continuidad. La literatura catalana está mejor que nunca. En la posguerra se han hecho cosas que nunca se habían hecho. Se venden más libros, hay más propaganda. La lástima es que caigan editoriales y se produzcan tantos ridículos. Y es que el país es demasiado hiperbólico, retórico, no se sabe nunca dónde está... Desastres de enciclopedias que han fallado por ofrecer sueldos demasiado altos... Hay excepciones como Fuster que es un hombre inteligentísimo, del siglo XVIII, o Castellet, inteligente y brillante. Y es que todo el mundo tiende a la erudición. Hacer artículos o libros sin erudición es más difícil. Saber describir un árbol o decir lo que piensa la gente... Yo he hecho esto de una manera perentoria. Con la esperanza de que ustedes lo continuarán. Si no, es mejor darse de baja del país...
El oficio de escribir
Escribir, para Pla, es una nimiedad tan complicada que llega a devastar. Despojado, el oficio de escribir, de toda vaciedad romántica, Pla ha demostrado que, a pesar de su aparente facilidad y espontaneidad, escribir es uno de los oficios más duros, menos agradecidos, más descorazonados de todos los que existen. Mercé Rodoreda, el otro día, citándome a Pla y sus momentos divinos, me dijo que sospechaba que para el escritor de Palafrugell no le debía resultar nada fácil escribir. A mí, la verdad, me intriga cómo se ha desenvuelto este escritor mediterráneo y conservador liberal, quizás inseguro, tímido, solitario, candente, escéptico, cómo ha llegado a dominar realmente la voluptuosidad fascinadora del «oficio de escribir».
En una época de buena literatura, se tiene que observar qué cosa es el genio de la lengua, e imitarlo y continuarlo. Lo más importante de la vida es continuar. Cada lengua tiene su genio. En catalán las frases se construyen así; artículo, más sustantivo, más verbo, más adjetivo. Ahora bien esa frase puede ser escrita de varias maneras, ¿comprende?, ¿lo ve? Con uno o dos adjetivos basta para definir el color o la forma de un objeto… y cuantos menos adjetivos, mejor. ¿Ésta conforme? Sin retórica, quiero decir. Es más fácil escribir que nadie te entienda Se debe ser sencillo y las frases, desnudas. ¿Lo entiende? Escribir con la máxima naturalidad, ¿comprende? Bueno, todo ya sabe... Fíjese, un detalle: Cadaqués es grandioso, retórico. Es colosal poder describir un pequeño caracol de mar, la cara de una muchacha, una barca, un erizo de mar... Nada de romanticismos ni barroquismos. Soy muy premioso escribiendo. Hay artículos que los he meditado tres cuatro cinco, seis años. Nunca he sido feliz escribiendo. Escribo para ganarme vida, soy un profesional. En literatura nada es gratuito. Usted escribe pensado que ese papel será válido al cabo de diez años. Si no, todo se pierde; ahora la gente no escribe más que gacetillas. Se debe poner cierto trascendentalismo. Que es lo que no tiene Picasso en sus pinturas. No basta reproducir un objeto. No siempre se puede aprovechar todo, pero si lo suyo dura 30 años en literatura ya puede estar segura que es realmente importante lo que escribe. Si al cabo de cinco meses es ilegible, mejor es no empezar. Hay otros oficios más satisfactorios. Yo no conozco ni las vacaciones. He trabajado cada día. ¿Si estoy contento con mi obra? Sí, porque hace falta cierto sentido de la responsabilidad. Yo en mi vida no he hecho más que trabajar. No he tenido tiempo de nada ni de tratar nunca a nadie. Ni a ninguna mujer. Soy incapaz de enamorarme de nadie por un profundo sentimiento de ridículo. Aquí todo el mundo es mentiroso, barroco e hipócrita. No sé si está conforme… La mejor relación entre hombre y mujer es la cama, no el amor. Y en la cama siempre hay momentos de odios…
Ha visto dos manuscritos de la obra de Pla: El quadern gris y En mar. Las dos en cuadrillas recortadas, con letra menuda, de mosca, uniforme, limpia, sin apenas correcciones y dificilísima de transcribir. Las 350 cuartillas de En mar ocupan 600 páginas de un libro. Dos mecanógrafas sólo se dedican a pasar a máquina sus manuscritos. No sé si es uno de los últimos escritores que escriben a mano. Pla me pregunta qué he leído de su obra. Le respondo que casi todo, entre las ediciones viejas y las revisadas. Aunque me faltan lagunas importantes. Le hablo en seguida de El quadern gris, del impacto que me produjo y de cómo me impresionó su inalterable tendencia hacia el oficio de escribir, su delirio ante las dificultades concretas, su afán por localizar el verbo exacto, el adjetivo justo. A él le extrañó mi pasión por El quadern gris y me dijo, con cierta displicencia, que sólo se trataba de una obra de juventud. Puede ser. Quizá mi elección se supedite más a una necesidad de recibir influencias de alta cualidad a mi espíritu crítico... «Pla ser un escritor tan conservador como se quiera. Pero es extraordinario cuando leo sus descripciones de 1ugares me apasionan, me subyugan tanto, que me entran ganas de visitarlos. Me fascina su dominio, su agilidad lingüística. Creo que todos los que nacimos en la dura y rígida posguerra y nos muerde el gusano de las letras tenemos la santa obligación de empaparnos, de impregnarnos, de su sabiduría literaria. ¡Quién pudiera escribir como él!» Estas líneas las escribí en la última página de la segunda edición de El quadern gris, en 1969. Espero que el lector perdonará una intromisión tan personal y espero también que comprenda mi interés por el Pla de los libros no empezó ni terminó un día de frío de finales de enero. Dicen que el peor de este invierno.

Montserrat Roig, Destino, nº 1796, 4 de marzo de 1972, pp. 25-28.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bien lo paso escuchando a Josep Pla