miércoles, 29 de noviembre de 2017

"La ideología de William Blake" de Juan Eduardo Cirlot (Los cuadernos de Son Armadans, 1966)


La ideología de William Blake
No se puede otorgar la dicha de ser probado en una «existencia» sino con la solución de los problemas que dicha existencia le planteó, con la entrega de aquello que la existencia nunca le dio, o le arrebató después de concedérselo «por un tiempo». La sorpresa de una dicha infinita es incoherente con el sentido de la vida. No se hable de misterio a su propósito, pues no se creó el cerebro del hombre ni se le arrojó en un mundo dado para que esa mente le engañara y ese mundo le ofreciera sólo fantasmas del ser. La apetencia real de lo vivo, la salvación del hombre total, en alma y cuerpo, esto es lo que William Blake deseó. Y lo milagroso —y aquí tenemos que pasar al otro lado de la barrera levantada por nosotros mismos, tras estudiar su obra— es que ese mismo poeta, cantor de una irredención progresiva, de quien los analistas confirman que avanzó de lo lírico a lo trágico, de lo confiado y angélico a lo espantoso de visiones cosmogónicas ligadas siempre a tormentos inauditos; lo milagroso es que ese hombre, que, además de poeta, fue artista (dibujante, acuarelista, grabador e ilustrador incomparable), y que, como tal, plasmó un mundo de cuerpos humanos titánicos, dotados de una hermosura casi irreal a fuerza de corporeidad, murió improvisando himnos a la gloria de Dios, de un Dios cuyos poemas no nos permiten ver sino a través de una óptica tan pronto subjetiva en la interpretación (el Jesús de «El Evangelio eterno») como a través de un radical pesimismo gnóstico.
William Blake, hombre conflictual, podría definírsele. Ambivalente, hasta cierto punto. Mejor, visionario de la ambivalencia real que subyace en todas las cosas de este mundo (y del otro mundo). Sus poemas contraponen: jardín-cementerio, cordero-tigre, rosa-gusano, tiempo-eternidad, placer-padecimiento. Blake vivió en sí los conflictos cosmogónicos y los supo expresar con un arte que sintetiza tradición y revolución. Pues su idioma se mantiene en parte fiel a esa condición de la poética germánico-anglosajona, aliteración no ya de vocales sino de consonantes, que le permite, como luego a Poe, conseguir esos hallazgos de expresividad profunda en que el sentimiento es dicho, no ya por la secuencia de palabras sino por lo que Herescu, en Style et Hasard (1963) denomina «arquitecturas fónicas», valorando esa correspondencia entre el pensamiento y la expresión que ya los antiguos estudiaron, desde Platón en el Cratilo o Quintiliano. Y podemos leer, en Blake, por ejemplo: Answered the lovely maid, and said «I am a waterv weed» (Respondió a la amable doncella, soy una hierba del agua; El Libro de Thel, 1789). Blake dispuso también de la tradición del kenningar, o metáfora-cifra, que en su arte carece de la reiteración primitiva y de origen a series analógicas que transponen en varios planos de lo real el acontecimiento profundo.
William Blake, además, fue tradicionalista puro en su vida, en su modo humilde pero sacro de existir, y, mejor que tradicionalista, debiéramos decir arcaico, pues reasumió aquella antigua cualidad del poeta-profeta, el scop británico que era considerado por los demás, pero esencialmente por sí mismo, como personaje sagrado, como iniciado, como intermediario entre el mundo de los humanos y un mundo superior en el que las intuiciones flotan en espera de [que] quien puede verlas y traducirlas en un lenguaje de comprensiones siquiera esotéricas. Blake heredó en parte la «geografía visionaria» de los antiguos mitos y por sendas que, desde Jung, podrían considerarse como estrictamente introspectivas o propias del inconsciente colectivo, pero que, sin duda, se deben también a sus lecturas y en especial a la influencia de Emmanuel Swedenborg, que lo afectó justamente desde 1787, año de la muerte de su hermano Robert —que para él fue algo distinto de un hermano meramente terrenal— aunque necesitó luego años de gestación para dar sus obras más representativas, que se inician en 1793, con Las bodas del cielo y del infierno, la Visión de las hijas de Albión y América, profecía. Luego se precipita el torrente, desde 1794, con El primer libro de Urizen hasta las obras de último período, que pueden considerarse iniciadas en el Milton de 1804, en su primera fase, siendo la segunda, y final, la de los poemas de la etapa 1818-1827, año de su muerte, a los setenta de su nacimiento. Pero Blake sintetiza pasado y futuro, y si es un tradicionalista e incluso se sume, con sus mitos, en el humus primigenio, prefigurando ciertas visiones de una M. P. Blavatsky, pasando a través de una peculiar «historia de las religiones» reinventada por él para su uso —deslumbrante uso— particular, también se adelanta hacia el futuro y es justamente considerado como un antecesor directo de Nietzsche en varios puntos ideológicos, cual el titanismo del superhombre soñado por el filósofo de Sils  Maria, ciertos presentimientos de un «eterno retorno» cuya fábula reducida al ciclo biológico sería el Libro de Thel antes mencionado. En Blake hallamos una mezcla (acaso la más extraña de su ideología) de felicidad y desgracia hondísimas. Si responde a la trayectoria que M. M. Dubois, en su libro sobre La Litterature anglaise du Moyen Age (1962) atribuye al fondo germánico, de gusto por la meditación, alindo a un pesimismo, a una desilusión sobre el sentido general de toda forma de existencia, también se percibe en sus obras un gozo intensísimo que se basa acaso en su creencia en que «la obra de la imaginación es obra de la eternidad», aunque la de la fecundación y la fertilidad sean sólo obra del tiempo.
Pero sus comentaristas han hallado una profundizaron progresiva del pesimismo en su arte. En sus primeras obras, señala Caracciolo, en William Blake, Poemas y profecías (1967), cuyas traducciones muy justas utilizamos —en los Songs of Innocence and of experience— el «mal es exterior» (social, natural, humano); pero en los «Prophetic Books» (transición entre 1793 y 1794) el «mal es ya interior» (metafísico, consubstancial, gnóstico). Por ahí preconiza Blake al Nietzsche que cree al hombre una «criatura errónea», dotada de demasiada inteligencia y sensibilidad para el destino que la existencia, en su implacable, vidente o ciego, programa, le ha asignado. Pero Blake se esfuerza constantemente por encontrar un punto de sutura. Dice haberlo hallado, y en esto se adelanta al Bretón del Second manifesté du surréalisme, pues afirma que «hay un punto en que los contrarios son iguales». ¿Qué padeció Blake para encontrar ese punto? ¿Podemos decir que no nos importa? ¿que no nos interesan los dramas de su vida personal, do sus sentimientos, de su equilibrio entre su necesidad de convertirlo todo en religión y en ceder a la violencia de unos instintos que se adivina formidables, tanto por el ideal titánico de los cuerpos que pintó y grabó como por la vehemencia inigualada de sus versos, que recorren todos los registros de los metros, de los ritmos y de las extensiones amétricas? En el hombre superior, y Blake lo fue, cualquier emoción tiene un poder que, a falta de mejor denominación, hemos de calificar de satánico. El «punto de sutura» es el punto de inversión. Y si, en él, el martirio puede ser éxtasis, también el éxtasis pasa a ser tortura. Cuando Blake poseía el cuerpo amado, cantado, pintado, exaltado como centro de un mundo de «incontables edades», no ignoraba que, a pesar suyo, ese cuerpo estaba trabajando misteriosamente ya para arrebatarle su bien, es decir, para envejecer, deformarse y morir. Y si Blake encontró el ser perfecto que algunos bailan en su paso por la tierra no pudo ignorar que era un encuentro fugaz en una selva de llamas y torbellinos, instante destinado a la destrucción, a la pérdida, al interior quebrantamiento, pues el instinto do muerte, presintiendo y sabiendo desde siempre la orientación de esa realidad «exterior», la virtualiza en lo interior y la convierte en actividad tremendamente dolorosa, en hierro al rojo aplicado a la frente, a las manos, a la boca y al corazón del hombre.
Blake intentó «distraerse» de sus problemas fundamentales implicándose en ideologías revolucionarias de la política y de la sociedad de su tiempo que, en el fondo, le importarían relativamente. Pues el tenia del amor libre, del amor a los niños, de la glorificación de las cosas son lo que verdaderamente le obsesionó hasta convertirlo en un «excéntrico», es decir, en uno de esos hombres que sus «semejantes» (?) ven así, desde fuera, cual explica, justamente a propósito de su relativa abundancia en las Islas Británicas, Arnold Schröer en su Historia de la Literatura inglesa (1935). Pero el «fool» es el hombre de la fachada extraña, no el minero prodigioso cuya locura avanza en espiral terrible hacia el interior de la historia del alma. El propio Blake hablaba de sí, al respecto, cuando en sus famosos proverbios de Las bodas del cielo y del infierno afirma: «Si el loco insistiera en su locura, se convertiría en sabio»; y confirma: «El camino del exceso conduce ni palacio del saber». ¿A qué exceso, a qué insistencia se refiere Blake? No a los meramente mecánicos, que no darían sino un monótono giro en tomo a unos mismos problemas y a unas mismas angustias. El exceso es lo que supera el esfuerzo, es el sobresfuerzo que da, en el movimiento de giro, la transformación necesaria para cambiar la orientaciónla incrementar el conocimiento. En la insistencia se advierte un factor de orden menos lógico, no por ello irracional, sino mágico (y por tanto psicológico). La insistencia se fundamenta en In fe (confesada o no) de que el tiempo es discontinuo y aporta «momentos privilegiados». Sólo por la insistencia se puede encontrar uno de esos momentos, garantizado a su vez por el sobresfuerzo de salvación. Así Blake fue traspasando los círculos de su infierno, ciertamente más vivido que el de Dante, o vivido más en la carne y en la sangre, menos en la inteligencia pura (desencarnada casi) del poeta italiano.
Aunque, con todo, Blake se muestra partidario del irracionalismo, del vitalismo, y ahí es acaso donde se prueba como mayormente afirmativo. Pues ve los seres como expresiones, discierne en ellos cualidades y se atreve a decir: «Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber». Dicho de otro modo, en la rebelión interior, contra sí mismo, el hombre puede entrar, en un instante de esa «furia sagrada» —que fue uno de los primeros valores del surrealismo— más que con el trabajo paciente de elaboración. Y dicho de otro modo, aún: la intuición en agresiva; el raciocinio es sólo lentamente trabajador. Y que Blake justificó la muerte, la destrucción como factores necesarios para el equilibrio cósmico, aunque esto le desgarrara a él las entrañas (como se ve en sus grabados), lo atestigua su proverbio: «El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la ira del mar tempestuoso, la espada destructora, son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo humano». Es decir, Blake retorna aquí al sistema trinitario hinduista: creación-conservación-destrucción. Y ve que los hombres «reprimen» el lado destructor, el lado «volátil» de su ser —para usar de un término alquímico— y desearían ser siempre el «fijo» —dentro de la misma disciplina. Pero no es posible: el mundo avanza por unidades discontinuas, mortales, que se renuevan. Y la conciencia es el hilo que cose esa destructividad perfecta inherente a todo. «Pues la metafísica es fácil (el ser es) si se aparta de ella el tiempo. Pero ni se introduce el Tiempo (con su grave mayúscula terrible) en el ser, Heráclito resulta más verídico que Parménides (el ser es y no es) y Heidegger (la nada en un componente del ser) nos aterra con su verdad, que creemos a pesar nuestro.
Pero Blake casi nunca expresó conceptualmente estas intuiciones y prefirió (tuvo que) transfigurarlas en mitos. ¿Nos garantiza algo esta transfiguración? Tal vez sí. No deja de haber quien diga, quien baya dicho que, al final, «el Tiempo será vencido por la Eternidad». Pero hemos hablado demasiado del Blake pensador y poco del Blake poeta. Siendo el mismo no son lo mismo. Blake es el afortunado creador de imágenes en que la consistencia no es reticencia («La Tierra irguió su cabeza, de las tinieblas lóbregas y temibles») y en las que un sentimiento —por ejemplo el de la ambivalencia del amor, antes citado— puede ser escrito con frases lapidarias, cual ya en los Cantos de Inocencia: (El amor) «construye un cielo en la desesperación del infierno». / «Y un infierno construye a despecho del cielo». Aunque le persigan siempre las visiones, en el sentido de la Seraphita de Balzac -de «un joven y una doncella, brillantes / A la luz sagrada / Desnudos se deleitaban bajo los rayos del sol», no puede evitar que «abracen con zarzas» / «sus deseos y alegrías». Llega incluso a mezclar lo opuesto en géneros monstruosos e híbridos (otro lado de su inspiración peculiar, quizá el más extenso, simbólico y profundo), como esos ángeles «erizados de negras escamas» que describe en América, o, más espantoso aún, «esas almas de las muertas, consumiéndose en los lazos de la religión» y aspirando, todavía en las tumbas, a una liberación total de los sentimientos instintos. Gnóstico, Blake declara en el Primer libro de Urizen que «la eternidad permaneció apartada (igual que lo están las estrellas) de la tierra». «Eternidad que se estremeció al ver al hombre procreando su imagen / de su propia imagen dividida».
Hombre conflictual, poeta atormentado y atormentador (como en música ha podido decirse de un Schoenberg), y a la vez místico iluminado o lo largo de toda su vida, desde que en la infancia viera ángeles posados en el árbol de cerca de su casa, hasta que en la agonía hubo de ver algo que nosotros todavía no sabemos ver, aunque busquemos en sus libros —y en todos los libros de la tierra— esa luz que queremos celeste y humana, porque no somos aún capaces de ser solamente ángel ni de olvidar la «residencia en la tierra», morada que Rilke pedía «grabásemos profundamente» en nosotros para luego no olvidarla. Los griegos, tan sabios en la invención de mitos como en la del pensamiento filosófico, desdoblaron a la diosa del amor en una Afrodita-Urania y una Afrodita-de-los-jardines. Blake no intentó, en toda su obra de poeta Y de artista, en todos sus padeceros e inspiraciones sino juntar, en su interior, esas dos imágenes. ¿Podremos hacerlo nosotros?
JUAN-EDUARDO CIRLOT

BIBLIOGRAFÍA
BLAKE, Poems. Londres. The W. Scott Publishing, s, f.
WILLIAM BLAKE, Poet, Printer, Prophet. Londres, Methuen & Co. Ltd. 1964 (con texto de Geoffrey Keynes).
WILLIAM BLAKE, Poemas y Profecías. Versión de Enrique Carocciolo Trejo. Ediciones Assandri. Córdoba (Argentina), 1957.
M.-M. DUBOIS, La Litterature anglaise au Moyen âge. Parir, P.U.F. 1962.
I.-N. HERESCU, Style et Hasard. Max Hueber Verlag. Munich, 1962.
ARNOLD SCHRÖER, Historia de la Literatura inglesa. Barcelona, Editorial Labor, S. A. 1955.

 Los cuadernos de Son Armadans, Año XI, Tomo XLIII, Núm. CXXVIII, 
Madrid-Palma de Mallorca, 1966, pp. 166-176

1 comentario:

L.Manteiga Pousa dijo...

"Si un loco persistiera en su locura se volvería un sabio". No se lo que quiso decir. Porque dicho así, a simple vista, parece una tontería, una boutade. Ha habido y hay muchos locos que han persistido, básicamente involuntariamente, en su locura y que de sabios tienen casi nada, o nada.Es verdad que a veces la genialidad y la locura están muy próximas, incluso van mezcladas, puede ser el caso del mismo Blake, pero no hay que confundir la genialidad con la sabiduría, pueden ir juntas o no, pero son dos cosas muy distintas. Y en cuanto a la versión en la que en vez de loco se dice necio aun me parece más absurda, no le veo sentido ninguno. Y también ha habido y hay muchos necios que han persistido en su necedad, más o menos voluntariamente, y que de sabios también tienen casi nada, o nada. Y aun hay versiones de esta frase más absurdas.