domingo, 26 de noviembre de 2017

"Cristóbal Serra, la significación de un escritor" por Juan Perucho (ABC, 24 de agosto de 1990)


CRISTÓBAL Serra es un escritor mallorquín desconocido por el gran público. Es un autor anticonvencional, críptico, absolutamente independiente, despreocupado por el éxito material que en vano encontraríamos en las pedestres estadísticas de los «libros más vendidos del mes». Eso demuestra, entre otras cosas (la pérdida del gusto, como en el siglo XVIII), que la calidad se opone a la cantidad. Serra trata temas inusuales, turbadores, inesperados, y lo hace de una manera acerada, entre incisiva y aparentemente ingenua. Sorprende. Viaja hacia el país de Cotiledonia y extrae de él consecuencias alarmantes. Estamos en un país extraño. Investiga la significación de los signos y en ellos encuentra declaraciones insospechadas, como por ejemplo que los gatos no consienten la inmovilidad, pues les irrita que alguien se presente, no siendo ellos, como si fueran una esfinge.
Un día lo descubrió Octavio Paz. Sobre él dijo que «lo separan del mundo la melancolía, la timidez y el humor. Habita el secreto con la misma naturalidad con que otros nadan en el ruido. No es ni dragón, ni caballero andante, ni filósofo gimnosofita, ni hechicero. Sabe sonreír, y esa sonrisa lo aparta de los hombres modernos. No escribe para publicar (aunque no rehúye la publicación) ni para explorarse ni para saber quién es o qué cosa es el mundo». ¿Por qué escribirá, pues, Cristóbal Serra? Supongo que para no aburrirse, como un acto que sustituye a la felicidad.
Esto le ha llevado a una cierta marginación, de tal manera que mi amigo, el escritor José Carlos Llop, hace constar que Serra ha sido un escritor olvidado. Es un escritor «ascético, individualista acérrimo y configurador de un misticismo intransferible, con un único lujo de sociedad -aparte de la inteligencia- que es el humor». Llop conoce perfectamente las técnicas detectivescas de la investigación literaria, como lo demostró en el caso de Lorenzo Villalonga en la exploración sinuosa y clarividente del «Pousse-Café».
Gracias a madame Flower (acuarelista literaturizada) avanzó Serra en el conocimiento de la endiablada pronunciación inglesa (recuerdo unos «limericks», cómicos, literalmente sensaciones) y mantuvo una larga relación epistolar con Juan Larrea, de quien admira los escritos más proféticos del exilio y la posguerra. («Muy estimado amigo Cristóbal Serra: Yo también me interesé hace ya muchísimos años por las visiones de la madre Emmerich, como la llamaba la mía. Conmovedor caso parapsicológico».) Aproxima el rostro a los espejos de Henri Michaux y no le suena mal el arpa de Francis Ponge. Es libre y puede «voltlger» rápidamente por encima de las cabezas obtusas de los habitantes de Cotiledonia.
Eduardo Jordá cuenta que en invierno Serra le recibía enfundado en un grueso poncho de lana que le llegaba hasta las rodillas. Cuando venía la hora de sentarse, la escena degeneraba en un acto hilarante de «Las sillas», de Ionescu, pues dudando de la bondad del lugar escogido, titubeaba repetidamente y le hacía cambiar una y otra vez de sitio. Solía hacer preguntas como ésta:
-¿Qué pasa con estos militares? Entonces sonreía como el gato de Cheshire y se embarcaba en una disertación sobre política aplicada.
Este mismo autor, en «El hombre que espera», dice que un vasto repertorio de aspectos de su vida «pueden explicarse como gestos simbólicos que escapan a la simple coincidencia o a las jugarretas del destino. En su juventud, por ejemplo, Cristóbal Serra fue objeto de una pequeña revelación en forma de Arca. Sin que nadie sepa cómo ni por qué, esa Arca fue a encallar a principios de los años cuarenta en el muelle del puerto de Andratx donde vivía». Estas extrañas noticias nos lo presentan todavía más enigmático, envuelto en la bruma de su poesía. Es un tejer y destejer de pistas que acaban por aparecer todas falsas, sin comienzo ni fin.
En una carta fechada en 10 de agosto de 1977, Juan Larrea le dice a Serra que, con el tiempo, la conciencia hispánica no tendrá más remedio que rendirse a la evidencia hasta aceptar que la vida de nuestro mundo se proyecta hacia un estado de humanidad superior en el que los desarrollos materiales estén presididos por un estado de Espíritu inmanente, como se ha profetizado para la especie a través del judeo-cristianismo. Luego le dice que «una pequeña errata se le ha deslizado a la mecanógrafa en la primera línea de la página 8. Es probable que usted la haya advertido, mas se la señalo: “la de la planta” ha de ser "la del planeta". Y ya en el capítulo de las erratas le prevendré que...» Y sigue así de difuso.
Serra es concreto. Cuando escribe aforismos, le salen enunciados exactos.
Por ejemplo:
«Puede que sea una la verdad, pero no es una la mentira.»
«Si llegas a viejo y no estás aleccionado, mereces a todas luces la condenación.»
«El que se aterra a la fama suele morir infame.»
Este escritor sin duplicado ha escrito una biografía de Cristo ayudándose de las revelaciones de la monja vidente alemana Catalina Emmerich. Aún no está publicada esta biografía, pero conozco el original. Descubre cosas extraordinarias. Por ejemplo, de Magdalena dice que «en el repartimiento familiar le había correspondido el castillo de Magdala. Hacia esta mansión demostró siempre una especial predilección. Desde los once años vivió allí, acostumbrándose a tener numerosos criados y pompa señorial. Todos los pretendientes la festejaron en este lugar, pero estos mismos que en el principio la sedujeron y participaron en su vida disipada y voluptuosa, se enojaron con sus infidelidades y caprichos, y pasaron a ser sus enemigos y difamadores».
Son éstas unas visiones de un violento claro-oscuro, altamente fascinadoras. Nos revelan un mundo escondido y misterioso.
Juan PERUCHO

ABC, 24 de agosto de 1990, p.3

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