CRISTÓBAL
Serra es un escritor mallorquín desconocido por el gran público. Es un autor
anticonvencional, críptico, absolutamente independiente, despreocupado por el
éxito material que en vano encontraríamos en las pedestres estadísticas de los
«libros más vendidos del mes». Eso
demuestra, entre otras cosas (la pérdida del gusto, como en el siglo XVIII),
que la calidad se opone a la cantidad. Serra trata temas inusuales, turbadores,
inesperados, y lo hace de una manera acerada, entre incisiva y aparentemente
ingenua. Sorprende. Viaja hacia el país de Cotiledonia y extrae de él
consecuencias alarmantes. Estamos en un país extraño. Investiga la
significación de los signos y en ellos encuentra declaraciones insospechadas,
como por ejemplo que los gatos no consienten la inmovilidad, pues les irrita
que alguien se presente, no siendo ellos, como si fueran una esfinge.
Un
día lo descubrió Octavio Paz. Sobre él dijo que «lo separan del mundo la melancolía, la timidez y el humor. Habita el
secreto con la misma naturalidad con que otros nadan en el ruido. No es ni
dragón, ni caballero andante, ni filósofo gimnosofita, ni hechicero. Sabe
sonreír, y esa sonrisa lo aparta de los hombres modernos. No escribe para
publicar (aunque no rehúye la publicación) ni para explorarse ni para saber
quién es o qué cosa es el mundo». ¿Por qué escribirá, pues, Cristóbal
Serra? Supongo que para no aburrirse, como un acto que sustituye a la
felicidad.
Esto
le ha llevado a una cierta marginación, de tal manera que mi amigo, el escritor
José Carlos Llop, hace constar que Serra ha sido un escritor olvidado. Es un
escritor «ascético, individualista
acérrimo y configurador de un misticismo intransferible, con un único lujo de
sociedad -aparte de la inteligencia- que es el humor». Llop conoce
perfectamente las técnicas detectivescas de la investigación literaria, como lo
demostró en el caso de Lorenzo Villalonga en la exploración sinuosa y
clarividente del «Pousse-Café».
Gracias
a madame Flower (acuarelista literaturizada) avanzó Serra en el conocimiento de
la endiablada pronunciación inglesa (recuerdo unos «limericks», cómicos, literalmente sensaciones) y mantuvo una larga
relación epistolar con Juan Larrea, de quien admira los escritos más proféticos
del exilio y la posguerra. («Muy estimado amigo Cristóbal Serra: Yo también me
interesé hace ya muchísimos años por las visiones de la madre Emmerich, como la
llamaba la mía. Conmovedor caso parapsicológico».) Aproxima el rostro a los
espejos de Henri Michaux y no le suena mal el arpa de Francis Ponge. Es libre y
puede «voltlger» rápidamente por
encima de las cabezas obtusas de los habitantes de Cotiledonia.
Eduardo
Jordá cuenta que en invierno Serra le recibía enfundado en un grueso poncho de
lana que le llegaba hasta las rodillas. Cuando venía la hora de sentarse, la
escena degeneraba en un acto hilarante de «Las
sillas», de Ionescu, pues dudando de la bondad del lugar escogido,
titubeaba repetidamente y le hacía cambiar una y otra vez de sitio. Solía hacer
preguntas como ésta:
-¿Qué
pasa con estos militares? Entonces sonreía como el gato de Cheshire y se
embarcaba en una disertación sobre política aplicada.
Este
mismo autor, en «El hombre que espera»,
dice que un vasto repertorio de aspectos de su vida «pueden explicarse como gestos simbólicos que escapan a la simple
coincidencia o a las jugarretas del destino. En su juventud, por ejemplo,
Cristóbal Serra fue objeto de una pequeña revelación en forma de Arca. Sin que
nadie sepa cómo ni por qué, esa Arca fue a encallar a principios de los años
cuarenta en el muelle del puerto de Andratx donde vivía». Estas extrañas
noticias nos lo presentan todavía más enigmático, envuelto en la bruma de su
poesía. Es un tejer y destejer de pistas que acaban por aparecer todas falsas,
sin comienzo ni fin.
En
una carta fechada en 10 de agosto de 1977, Juan Larrea le dice a Serra que, con
el tiempo, la conciencia hispánica no tendrá más remedio que rendirse a la
evidencia hasta aceptar que la vida de nuestro mundo se proyecta hacia un
estado de humanidad superior en el que los desarrollos materiales estén
presididos por un estado de Espíritu inmanente, como se ha profetizado para la
especie a través del judeo-cristianismo. Luego le dice que «una pequeña errata se le ha deslizado a la
mecanógrafa en la primera línea de la página 8. Es probable que usted la haya
advertido, mas se la señalo: “la de la planta” ha de ser "la del planeta".
Y ya en el capítulo de las erratas le prevendré que...» Y sigue así de
difuso.
Serra
es concreto. Cuando escribe aforismos, le salen enunciados exactos.
Por
ejemplo:
«Puede que sea una la verdad, pero no es una
la mentira.»
«Si llegas a viejo y no estás aleccionado,
mereces a todas luces la condenación.»
«El que se aterra a la fama suele morir
infame.»
Este
escritor sin duplicado ha escrito una biografía de Cristo ayudándose de las
revelaciones de la monja vidente alemana Catalina Emmerich. Aún no está
publicada esta biografía, pero conozco el original. Descubre cosas
extraordinarias. Por ejemplo, de Magdalena dice que «en el repartimiento familiar le había correspondido el castillo de
Magdala. Hacia esta mansión demostró siempre una especial predilección. Desde
los once años vivió allí, acostumbrándose a tener numerosos criados y pompa
señorial. Todos los pretendientes la festejaron en este lugar, pero estos
mismos que en el principio la sedujeron y participaron en su vida disipada y
voluptuosa, se enojaron con sus infidelidades y caprichos, y pasaron a ser sus
enemigos y difamadores».
Son
éstas unas visiones de un violento claro-oscuro, altamente fascinadoras. Nos
revelan un mundo escondido y misterioso.
Juan
PERUCHO
ABC,
24 de agosto de 1990, p.3
No hay comentarios:
Publicar un comentario