LOS
HONGOS EN GALICIA
Una
riqueza sin amigos
EN
el otoño de la mano llena se condecora el epitafio técnico de las criptógamas
con la fantasía multicolor —flores de otoño sobre la breve tierra— de los
exquisitos y breves hongos.
Bajo
la cúpula de los castaños frescantes, el arpa eólica de los pinares, la intimidad
augural de las robledas o la esmeralda, intacta como un crisoberilo de los
prados. Toda una larga teoría de oscuras y deslumbrantes plantas
entonan y enjoyan la geonutricia de nuestro Finisterre. “Lepiotas proceras”, campestres sombrillas, gratas al romano de
suculenta mesa, robusto cuello y quiritario gesto; “cantharellus cibarius”, amarillo grito en forma de copa —del “cantharos” griego—, insuperable compañía
para un buen estofado o un revuelto de huevos; “psalliotas campestris”—cultivadas con amor por los franceses—,
comunes a todos los guisos; “boletus
aerus” y “edulis”, reyes por
derecho propio de la gastronomía; “clitopilus
orcella”—sombrero ladeado, en el académico griego pedante—, con su exquisito
olor a fina flor de harina; “lactarius
deliciosus”, que exudan sangre al ser cogidos; “russulas virescens”, que se deslíe bien en el paladar, con un
íntimo sabor en el que cabe toda la ecuación del bosque... Pero, cuidado.
Riesgo
y ventura
El
monje Planudio cuenta cómo Esopo, cuando era esclavo de Xanthus, filósofo
griego, fue por éste encargado de preparar la mejor mesa posible para sus
amigos dilectos. El contrahecho fabulista tan sólo presentó lenguas, aunque,
eso sí, adobadas del más perfecto modo al que podían alcanzar las culinarias
artes. Ante los reproches de su amo, respondió Esopo que, a su recto juicio, la
lengua era lo que había de mejor en el mundo; órgano de la verdad y de la
razón, permitidora de toda clase de relaciones con los semejantes al “homo sapiens”, sin ella no podrían tener
existencia cabal ni civilización ni ciencia.
Rezongante
y confuso ante la réplica, Xanthus, que no debía ser ajeno al fino humorismo,
le pidió para el día siguiente un banquete a base de las peores especies.
Tranquilamente Esopo preparó otra larga teoría culinaria de lenguas. Eran, le
dijo, lo peor de las cosas, ya que de ellas proceden todas las maledicencias,
infecciones y guerras. No sabemos lo que le contestó Xanthus, pero sí sabemos
que esto es perfectamente aplicable a los Agáricos, primera noble familia del orden
de los “Basidiomycetos”, y, dentro de
ésta, al alucinante género de los “Amanitas”.
Ya
el romano Claudio, Emperador, halló la muerte por habérsele mezclado
arteramente a su hongo predilecto —la “amanita
caesarea”— trozos de la “muscaria”,
de bello sombreo rojo salpicado de blancos manchones —grato cobijo para los
nórdicos enanos de los cuentos de Grimm, que los “Christmas” han popularizado en mil postales—, que solapadamente
brota vecina en la otoñada de los bosques. Por cierto que en el Norte de la
Siberia y en Kamchatka los indígenas preparan y comen en el largo invierno la “amanita muscaria” previamente desecada y
reducida a rollos, que engullen con salvaje gula. La “muscarina” fue el hongo guarda; actúa como un excitante salvaje,
alterando su “phisis” y “psiquis” hasta la convulsión y el
vértigo. Dicen que es una droga alucinante. Dicen...
Y
sobre el fino matiz y la joya del color, el veneno mortal que aguarda a los
imprudentes. A los que creen que basta con un conocimiento empírico para la
clasificación de los hongos —como en las películas del Oeste— entre buenos y
malos, cuando sólo cabe para poder distinguirlos, en el cara y cruz de la vida,
la muerte o el retortijón, en el más benévolo de los casos, un elemental
conocimiento científico. Como la tonta conseja, causa de tantas desgracias, de
la cuchara de plata puesta en contacto con el hongo en cocción y su gratuita
bondad a éste, o sin maldad en trueque, si la plata no se ennegrece. Pero no
ennegrezcamos, por nuestra parte, demasiado la perspectiva. Las especies cuya
toxicidad es temible no son, afortunadamente, numerosas. Pertenecen todas al
género “amanita”, del que hemos
hablado, y, con un poco de atención, resultan fácilmente reconocibles. La temible
“phalloides”—ante la que apetece
colocar, como en los postes de alta tensión, calavera y tibias cruzadas—, con
su sombrero verde amarillento, cual agua pérfida de pantano absorbente; la “citrina”, con sus verrugas blancas —restos
de volva— sobre el limón de la cabeza; la “pantherina”,
moteada como la piel de un ágil felino saltante, que no debe confundirse con la
“spissa”, que es, como la “rubescens”, la “vinosa” o la preclara “caesarea”,
excelente manjar; la citada, peligrosa y bella, “muscaria”...
Las
especies mortales son, afortunadamente, escasas; como decimos, son fácilmente
reconocibles con un poco de atención y estudio a través de un manual
científicamente responsable y de una observación atenta sobre el terreno: color
de las láminas, existencia o no de volva, etcétera. Otros hongos,
apresuradamente recogidos, pueden producir cólicos o indigestiones, pero no
situaciones mortales. Incluso algunos, estimados por ciertos manuales como
venenosos, tales como el “boletus luridus”
o la “volvaria speciosa”, podemos
afirmar, a través de nuestra personal experiencia, que resultan perfectamente
comestibles.
Una
cosecha abandonada
La
campesina gente gallega es, por sistema, enemiga de las setas. El calificativo
mejor que éstas le merecen es el de “pan
de cobre” o “pan de sapo”,
considerándolas como alimento tan sólo idóneo para los repelidos ofidios o
batracios. Resulta particularmente sensible esto en una tierra en la que por
sus condiciones de humedad y específica composición orgánica proliferan los
hongos de tan singular manera.
“Boletus” —los famosos y buscados “cèpes”, regalo de gourmets para la dulce Francia— y “cantharellus”—perfumados y exquisitos compañeros de la carne, a la
que ennoblecen con su proximidad y amiganza— se muestran en primaveras y
húmedos otoños con generosa abundancia. En tal cantidad a veces, que pudieran
ser cargados sin hipérbole alguna auténticos carros. Las exquisitas plantas —tan
ricas, por otra parte, en albuminoides e hidratos de carbono—, cotizadas “et pour cause”, como dicen en Francia, a
alto precio en los mercados, quedan abandonadas en Galicia, hasta su
desaparición, como simple ornato de bosque o prado. Son bellas estas flores del
humus de otoño, pero, como las rosas, merecen ser recogidas “in tempore oportuno”. Desde el ángulo
económico, la simple recogida de su espléndida oferta espontánea, sin que
hablemos ahora de un utilísimo y lógico cultivo racional, brinda amplias
posibilidades de consumo interno y exportación. Una ayuda orientadora sobre el
valor real del “pan de cobre”, que en
ingentes cantidades se pierde en nuestro Finisterre, nos atreveríamos a opinar
que resultaría conveniente. Existen bastantes entidades oficiales, en relación
con el agro, que pueden decir sobre esto la palabra.
José María
Castroviejo
ABC, 25 de noviembre
de 1958, pp. 43 y 19.
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M. R. Gordon Wasson con María Sabina |
LOS
HONGOS ALICINÓGENOS
Un
poco de historia
SUBIENDO por la Serranía Oaxaqueña,
a la sombra de las coníferas de Huantla, un breve hongo, el “psilocybe mexicana”, encierra bajo la
fragilidad de su sombrero de escasos centímetros, una capacidad tal de alucinación
coloreada que ha conmovido a los micólogos y químicos del mundo de hoy.
Su historia, sin embargo,
es precolombina. Los españoles que arriban a la gran Tenochitlán, oyen ya de un
hongo, semejante a los oaxaqueños, cuyo nombre; azteca —“Teonanacati”— significa, “carne
de Dios”, y que crece entre los pinos y cedrales de las montañas volcánicas
que rodean el valle de México.
Fray Bernardino de
Sahagún, aquel fabuloso franciscano que no se cansó de aprender, inquirir y
curiosear, y que vivió en México desde 1520 y 1590, en el libro X de su “Historia General de las cosas de Nueva
España”, escrito en lengua mexicana y traducido luego por él mismo al
castellano, nos habla de unos honguillos negros llamados “nanacatl”, que comían los indios en sus convites, con los cuales se
emborrachaban, veían visiones y aun provocaban a lujuria. Los tomaban con miel,
dice, “y cuando se comenzaban a calentar,
unos bailaban, cantaban o lloraban, y otros, que no querían cantar, se sentaban
en sus aposentos y allí se estaban como pensativos”. Veían grandes y extraordinarias
visiones —unos que vivirían y morirían en paz, otros que se ahogaban en el agua
o caían de lo alto, otros que habían de ser ricos y tener muchos esclavos,
otros que habían de matar y adulterar “y
por ello les habían de machacar la cabeza...”—. Después, pasada la
borrachera de los honguillos, hablaban entre ellos de las visiones
contempladas. “Al día siguiente lloraban
todos mucho y decían que se limpiaban y lavaban los ojos y caras con sus
lágrimas”; y más adelante, en el Libro XI, anota: “los que los comen, sienten bascas del corazón y ven visiones a las
veces espantables y a las veces de risa: a los que muchos de ellos provocan a
lujuria y aunque sean pocos”.
Por otra parte, Francisco
Hernández el protomédico de cámara de Felipe II, enviado por el Monarca en 1570
para que clasificase y estudiase las plantas medicinales de la Nueva España,
tras seis años de afanosas investigaciones nos deja, en su magna obra “Historia Plantarum Novae Híspaniae”, detalles
precisos al respecto. “Otros (hongos)
cuando son comidos no causan la muerte
pero causan una especie de hilaridad irresistible. Se les llama comúnmente “Teyhninti”. Son de color leonado, amargos al gusto y
paseen una cierta frescura que no es desagradable. Otros más, sin provocar
risa, hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases, como combates o
imágenes de demonios. Otros más, siendo temibles y espantables, eran los más
buscados por los mismos nobles para sus fiestas y banquetes, alcanzaban un
precio extremadamente elevado y se les recogía con mucho cuidado; esta especie
es de color oscuro y de cierta acritud.”
Estudia asimismo el tema
Juan Badiano, traductor al latín de una singular obra —existe una maravillosa
edición contemporánea— escrita originariamente en “náhuatl” por Martín de la Cruz, que porta el título de “Libellus de medicinabulís indorum herbis”.
Estas extrañas
criptógamas excitan la repulsa del vehemente fray Toribio de Motolinia, cuyos “Memoriales” son fuente primordial para
el conocimiento de la historia de Méjico. El buen fraile las asocia
directamente con el diablo, viendo en el rito indígena de ingerir los hongos
sagrados una semejanza con el cristiano de la Sagrada Comunión: “Tenían otra manera de embriaguez: era con
unos hongos o setas pequeñas, que en esta tierra las hay como en Castilla: mas
las de esta tierra son de tal calidad, que comidas crudas y por ser amargas,
beben tras ellas y comen con ellas un poco de miel de abejas; y de allí a poco
rato veían mil visiones”... "A
estos hongos, termina, llámandolos en
su lengua “teunamacatlh”, que quiere
decir carne de Dios o del Demonio que ellos adoraban y de dicha manera con
aquel amargo manjar su cruel dios los comulgaba.”
Luego comienza a
descender sobre las drogas mágicas —lo mismo los hongos que la raíz del peyotl— el olvido. El Santo Oficio
persigue su uso y sólo se ocupan de ellas las brujas y curanderas, que las
ingieren en secreto en un ambiente religioso y mágico, en el que entran la
comunión con la naturaleza y la evasión de la realidad circundante en
alucinantes visiones coloreadas. Las referencias a los hongos terminan en 1726.
El
nuevo descubrimiento
Un banquero y etnólogo
norteamericano, M. R. Gordon Wasson y su mujer, la doctora Valentina Pavlovna
Wasson, son los que, en nuestros días, sacan a luz y ponen en circulación de
nuevo los hongos alucinógenos mejicanos. Acaba de nacer una nueva ciencia: La
etnomicología que Roger Heim, director del Museo de Historia Natural de París y
observador sobre el terreno de los extraordinarios pequeños hongos, hace
destacar exaltando la obra de los dos etnólogos neoyorquinos, llegados a Méjico
en 1953 para reanudar la notable investigación emprendida por nuestros frailes
y naturalistas del XVI.
Como fruto de esta investigación surge un notable libro prologado por Heim —“Les Champignons Hallucinógenes de Méxique”. Editions du Museum
National d'Histotire Naturelle. París, 1956— que despierta la curiosidad de la
ciencia moderna y que hace que en el pabellón de Francia de la Exposición Internacional
de Bruselas figuren, al lado de los estudios sobre el uso pacífico de la energía
atómica, los hongos de Oaxaca[1]. Aldous Huxley y Antoain
Artaud investigan a su vez sobre la materia y el doctor Albert Hoffman, de los
laboratorios Sandoz, de Basilea, demuestra que el principio activo de estas
criptógamas, la “psilocibina”, produce
efectos similares al ácido lisérgico.
En la sierra Mazateca
vivía desde hacía años una lingüista y misionera también norteamericana, Eunice
Victoria Pike, con la que se ponen en contacto los esposos Wasson, acompañados
por su hija Masha y el ingeniero Robert Weitlander, guiándoles a su vez aquélla
en el mundo misterioso de los indios oaxaqueños y de los hongos sagrados.
Comienza la gran aventura.
El
éxtasis coloreado
Fernando Benítez, en un
recientísimo y sugestivo libro —“Los
Hongos Alucinantes”, Ediciones Era, Méjico D. F., 1964—, nos relata, día
por día, los contactos de estos redescubridores con la india María Sabina, que
desde el ámbito de la magia es la principal introductora de los visitantes en
el extraño mundo de los éxtasis y las visiones alucinantes.
¿Qué tremendos ritos y
dioses antiguos se mezclan en la comunión de estos hongos con devociones
cristianas hasta transformarse el mismo que las ingiere también en un dios? ¿De
dónde deriva el estado de absoluta pureza de que debe estar impregnado el que
se aproxima al altar en el que se pasan, como una custodia, los hongos sobre el
plato, rodeados de flores y estampas católicas, de la Virgen, de San Miguel o
del Señor Santiago? Confusión de confusiones, en esta extraordinaria y
auténtica medicina mágica, en la que sus oficiantes, como en los siglos, bucean
a través del espíritu y la naturaleza en los abismos más insondables del alma
humana.
Todos están de acuerdo en
que María Sabina es una mujer extraordinaria. El doctor Roger Heim nos habla de
su “poderosa personalidad” y Gordon
Wasson, al relatamos su primer encuentro con ella nos dice: “La señora está en la plenitud de su poder y
se comprende por qué Guadalupe nos dijo que era una señora sin mancha,
inmaculada, pues ella sola había logrado salvar a sus hijos de todas las
espantables enfermedades que se abaten sobre la infancia en el país mazateco y
nunca se había deshonrado utilizando su poder con fines malévolos. Nosotros
hemos comprobado que se trata de una mujer de rara moral y de una
espiritualidad elevada al consagrarse a su vocación.”
Pero ya comienzan las
preces, ese lenguaje esotérico llamado por los sacerdotes “navaltocaitl”, que es el idioma de la divinidad. Su traducción no
es fácil: Alerta al éxtasis:
“Soy una mujer que llora — Soy una mujer que
habla — Soy una mujer que da la vida...”
Cambia el ritmo:
“Soy Jesucristo — Soy San Pedro — Soy un
Santo — Soy una Santa — Soy una mujer del aire — Soy una mujer de luz — Soy una
mujer pura — Soy una mujer muñeca.
Soy
el corazón de Cristo — Soy el corazón de la Virgen — Soy el Corazón del Padre.
Soy
la mujer creadora — Soy la mujer que se esfuerza — Soy la mujer estrella — Soy
la mujer del cielo,”
María es analfabeta y su
sensibilidad así como sus predicciones —Wasson relata emocionado lo que
certeramente predijo acerca de su hijo residente en Estados Unidos y a quien no
conocía de nada— radica absolutamente en el mundo de la magia. La magia azteca
que hunde sus raíces en Quetzacoatl, Tlaloc y los dioses crueles, y que llega,
en extraña metamorfosis, a empaparse de emoción cristiana. Los hongos se
presentan ahora ante María como niños: Niñas con violines y trompetas, niños
que cantan y bailan a su alrededor. El tema de la pureza sigue obsesionante.
“Soy una mujer limpia — El pájaro me limpia —
El libro me limpia — Flores que limpian mientras ando — Agua que limpia —
Porque no tengo basura — Porque no tengo saliva — Porque no tengo polvo —
Porque él no tiene — Porque ésta es la obra de los santos — No tengo oídos — No
tengo pezones.”
De pronto en el éxtasis,
una afirmación rotunda:
“Soy conocida en él cielo
Dios me conoce.”
Para
terminar con poética y desgarrada tristeza indiana:
“Oye luna
Oye
mujer-cruz del Sur
Oye
estrella de la mañana.
Ven.
Cómo
podremos descansar
Estamos
fatigados
Aún
no llega el día...”
Las
palabras, como los remedios y los avisos, brotan creadas por hongos, como
brotan éstos en el “humus” tras las
redondas lluvias del otoño. Existe un lado místico y otro concreto y real de “viaje al cielo” que lleva a los trances
aberrantes, en palabras de Mircea Eliade, que también estudia este fenómeno[2].
Al
final será la Invocación al Espíritu Santo, “su guía y su fuerza, que la conducirá a la reglón de las muertes y le
descorrerá el velo que oculta el porvenir”.
El
doctor Fernando Benítez nos relata en el apasionante libro, ya citado, “Los Hongos Alucinantes”, su personal
experiencia con el 'ntl1 sí3 tbo3 “el que brota” en metáfora mística (en
lengua mazate 1 es el sonido más elevado y 4 el más bajo, el apóstrofe
representa una pausa glótica).
Fue
una experiencia atroz, de la que salió dolorido y deslumbrado, azotado y
lúcido, cargado de electricidad y ligero como una paloma. ¡Qué extraordinaria
nueva “Pipa de Kif” escribiría don
Ramón del Valle Inclán de haber conocido esta experiencia, o, mejor, qué nueva
“Lámpara Maravillosa”! Benitez vio en
color el mundo pasado y presente. El futuro se le presentó terrible, como
visión de Patmos. Viajó por espacios siderales entre músicas lucidísimas. Se
vio, temblando, dentro del punto Omega del P. Teilhard de Chardin. Vio el “Aleph”, de Borges, desvelando
tremendamente el secreto de la vida en segundos. Vio jardines y lagos de
ensueño. Estuvo en las más altas cumbres del éxtasis y descendió a Infiernos
abominables, con viboritas onduladas de ojos verdes y rojos que pinchaban como
alfileres: Un mundo filiforme, de gelatina blanca, de pólipos, de gusanos entre
un hervidor de podredumbre.
Los
mismos gusanos que nos describe fray Toribio de Motolinia en el XVI, al hablar
así de estos hongos: “y de allí a poco
veían mil visiones y en especial culebras; y como sallan fuera de todo
sentimiento, parecíales que las piernas y el cuerpo tenían llenas de gusanos
que los comían vivos”.
Conoció
los volcanes y las estrellas más remotas y hermosas, el Cielo y el abismo, la
pureza y la abyección. Amó en las cimas que el éxtasis invade, rió, lloró y
sufrió inmensamente. Nos lo cuenta aún temblando...
José María Castroviejo
ABC,
10 de octubre de 1965, pp. 39, 43 y 47.
[1] Valentina Pavlovna Waason y R.
Gordon Wasson, son autores de otra monumental obra en dos tomos: “Mushrooms,
Russia and History”, publicada en 1957 por el Pantheon Books de Nueva York. Los
aspectos etnológicos y lingüísticos de los hongos de México se encuentran ya
tratados en dos capítulos de este extraordinario libro al estudiar las posibles
migraciones de Siberia.
[2] Mircea Eliade, “El chamanismo y las técnicas arcaicas del
éxtasis”. Fondo de Cultura Económica. México. 1960.
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