Aquella revolución sexual
NO
es sólo hoy cuando la sexualidad se ha situado en el centro de nuestras
preocupaciones. En todos los tiempos y a través de todas las épocas de la
historia de la humanidad, la sexualidad ha representado un problema difícil de
resolver por la propia ambigüedad de la naturaleza humana. Por una parte
tenemos, como los animales, instintos e impulsos sexuales; por otra parte,
nuestra vida tiene un aspecto espiritual cuyas exigencias son incompatibles con
un abandono puro y simple a nuestros instintos. La tensión creada por estos dos
aspectos de nuestra naturaleza es tanto mayor cuanto que, en el plano animal,
nuestra vida del sexo no está naturalmente regulada como en la mayoría de los
mamíferos. En éstos, la hembra es sexualmente activa sólo en ciertos periodos
determinados, mientras que la hembra humana lo es de manera constante. Razón de
más para que los humanos se hayan esforzado por reglamentar la vida sexual.
La
experiencia demuestra, me parece a mí, que cuando las relaciones entre los
sexos no están reguladas, el hombre y la mujer son desgraciados Esta
reglamentación puede adoptar formas muy diversas; puede ser un matrimonio monogámico,
poligámico o poliándrico, pero lo esencial es que haya uno. Esto es necesario
no sólo para los adultos, sino también y sobre todo para los niños. Es notorio
que una de las causas del comportamiento desordenado de muchos jóvenes de hoy
es el clima de inseguridad en que han crecido, motivado por una falta de
armonía en las relaciones entre sus padres. Esto puede tener repercusiones
psicológicas devastadoras sobre los hijos, que pueden quedar traumatizados para
toda la vida. Ésta es la razón de que todas las sociedades humanas hayan
sentido la necesidad de codificar las relaciones entre los sexos, pero como
nuestros instintos son muy fuertes, las reglas han sido siempre más o menos mal
soportadas, y de ahí ha resultado mucha hipocresía. Nunca se puede juzgar sobre
el estado real de las relaciones sexuales fiándose de las normas oficiales,
sino procurando ver lo que sucede de hecho.
Ahora
bien, en el siglo XIX, en los países anglosajones y en menor grado en Francia,
la moral sexual oficial era muy estricta, pero, en la práctica, era burlada a
menudo, y la contradicción entre la teoría y la práctica era en definitiva muy
desmoralizadora. Desde este punto de vista, creo que el movimiento presente a
favor do una mayor libertad en el terreno sexual es -en parte, al menos- una
sana reacción contra la hipocresía «victoriana». Los jóvenes de hoy dicen; «Nuestros predecesores no eran mejores que
nosotros, pero pretendían serlo. Nosotros no pretendemos nada; hacemos
abiertamente lo que ellos hacían en secreto».
Los
precedentes históricos
PERO
esta rebelión tiene también un aspecto negativo. No es sólo la hipocresía lo
que se rechaza, sino, en definitiva, toda reglamentación de la vida sexual.
Pienso incluso que la rebelión contra la hipocresía puede convertirse en una
excusa para la rebelión contra toda regla que imponga un cierto dominio de uno
mismo. Si abandonamos toda reglamentación cesamos casi de ser humanos sin
convertirnos por ello mismo en inocentes animales. ¿En qué nos convertimos? En
una especie de monstruos que no son ni hombres ni animales. Lo deplorable en
este dominio es que todo exceso en un sentido acaba por desencadenar
indefectiblemente una reacción excesiva en sentido contrario. Si busco
precedentes históricos a la situación actual, veo inmediatamente dos en la
historia de Gran Bretaña: la época de la Restauración (Carlos II), cuya extrema
licencia de costumbres es una reacción contra la dictadura puritana de
Cromwell, y la época llamada de la Regencia (Jorge IV), cuya relajación explica
la reacción victoriana que siguió.
Fuera
de la historia de Inglaterra no puede evitarse la comparación con la época del
Imperio Romano. Basta leer las Epístolas de San Pablo para advertir, a través
de las dificultades que tuvo con los convertidos que no eran judíos de viejo
abolengo -especialmente en Corinto-, lo que era la libertad sexual greco-romana
a comienzos de la Era Cristiana. San Pablo tenía en la mente el modelo judío de
estabilidad en el matrimonio y debo decir que, en este punto, admiro mucho a
los judíos. Creo que su sentido muy fuerte de la familia, su solicitud hacia
los hijos, que llega hasta el espíritu de sacrificio, es una de las causas de
su supervivencia, no sólo bajo el Imperio Romano, sino también en otras épocas
más recientes.
Sin
embargo, el cristianismo llegó más lejos que el judaísmo en el ascetismo.
Debido a la licencia sexual que reinaba entre los primeros convertidos, se
cargó pesadamente el acento en la pureza de las costumbres en materia sexual, y
por esta causa el cristianismo ha tendido en ciertas ocasiones y en ciertos
lugares a confundir la moral con la moral sexual. Y se ha tendido excesivamente
con posterioridad a pensar que si el comportamiento sexual era conformista,
todo iba bien, mientras se permitía actuar muy mal en otros dominios. Hay
muchos aspectos, sin embargo, del Bien y del Mal que no están vinculados a la
sexualidad.
Una
reacción de tipo fascista
LA
comparación con el Imperio Romano está autorizada también por el hecho de que
una gran licencia sexual es signo de decadencia de una determinada sociedad o
civilización. Los romanos del siglo III a. de J. C. y los griegos del siglo V
a. de J. C. eran mucho más virtuosos que los contemporáneos de San Pablo. La
reacción cristiana va a la par con la secesión del proletariado interior del
Imperio que facilitará las invasiones bárbaras. De hecho, esas invasiones procedentes
del exterior son lo más visible en la caída del Imperio Romano, pero no lo más
importante. El fenómeno esencial es, me atrevo a decirlo, la invasión «desde
abajo», por la cual las clases dominantes son sumergidas por nuevas capas
sociales. Las invasiones bárbaras fueron facilitadas por este fenómeno, y lo
facilitaron al mismo tiempo. Hubo un encuentro entre un proletariado interior y
un proletariado exterior. Asimismo, la reacción -victoriana- contra la
desvergüenza de la época «Regency» va a la par con el acceso al poder político
y económico de una nueva clase media, endurecida en el trabajo, dura en los
negocios y muy apegada a las tradiciones puritanas en cuanto a su vida privada.
Y en cuanto esta clase se hizo rica y poderosa conservó su fachada puritana,
pero, en secreto, comenzó a traicionar poco a poco el ideal de rigor que
exhibía.
Creo
que la liberación sexual actual marca el fin de una determinada sociedad
burguesa liberal. ¿En beneficio de quién? Veamos lo que sucede en Estados
Unidos. Los «hippies», cuya libertad
sexual es bien conocida, pertenecen en su mayor parte a familias que son ricas
desde hace más de una generación. Y quienes los detestan más son los «cuellos
azules», es decir, la capa superior de los obreros industriales que acaban de
conquistar la vida cómoda, El mundo de los trabajadores norteamericanos está
dividido hoy en dos categorías muy diferentes: una capa de gente pobre, como
los negros y los blancos pobres del Sur, y una capa de obreros que ascienden a
la categoría de pequeños burgueses. Estos obreros representan la nueva clase
ascendente, la de las personas que alcanzan por fin el desahogo económico y que
no tienen ningún deseo de poner en tela de juicio esa «American way of live» de que comienzan justamente ahora a
disfrutar.
Era
de renovación cristiana
SI
la liberación sexual de hoy marca la decadencia de una determinada sociedad
burguesa liberal, marca también la entrada en una era de renovación del
cristianismo. Algunas creencias cristianas se discuten ahora por una gran
mayoría de nuestros contemporáneos y se adaptan a los nuevos tiempos. Se trata
de una gran revolución porque, desde el siglo IV en Occidente y en Rusia desde
el siglo XI, el dogma cristiano y las reglas morales que a él se vinculan han
constituido el marco de nuestra vida. Yo diría: un marco demasiado rígido para
la vida actual, mal proporcionado, con una importancia excesiva dada a la
represión de la sexualidad, que tuvo por consecuencia la hipocresía.
Pero
no se puede rechazar este marco impunemente sin experimentar una impresión de
vacío.
Plutarco
nos cuenta que en el siglo I d. de J. C., al llegar un navío a Grecia, los
marineros oyeron un grito lanzado por los espíritus de los dioses que se iban: «
¡El gran Pan ha muerto!» Creo que hoy el gran Pan ha resucitado... por poco
tiempo. Pero esto no es el fin de la Historia. En esta resurrección provisional
de Pan -y también de Dionisos- veo una revuelta, una protesta contra una vida
cotidiana cada vez más reglamentada por las exigencias de la técnica; es del
mismo orden que las «huelgas salvajes» en las empresas, que son una protesta
más o menos inconsciente contra la monotonía de un trabajo mecanizado y
reglamentado. Esta reglamentación se extiende hoy a toda la vida cotidiana. Y nos encontramos apresados en una contradicción: por una parte, la gente se queja
de ser esclavizada por los imperativos de la técnica: por otra parte, no se
puede concebir ya la vida sin las comodidades que la técnica permite obtener.
CIENTÍFICAMENTE
no esta en absoluto excluido que el embarazo sea pronto extrauterino, que los
niños crezcan en frascos: así se llegaría al «mundo feliz» de Aldous Huxley.
Puede concebirse que la evolución de la ciencia y de la sociedad sean tales que
la mujer ya no pueda hacer frente a su embarazo desde el punto de vista
económico e incluso desde el social; las comadronas desaparecerían como
especies anticuadas. Si se añade a esto las posibilidades de la inseminación
artificial, se podría en definitiva fabricar a voluntad hijos sin padre ni
madre conocidos, bajo el pretexto de mejorar la especie humana.
Pero,
¿qué podrían ser tales hijos? ¿No se hallarían en un estado peor que el de los
huérfanos, porque el huérfano sabe, por lo menos, que ha tenido padres7 Esto
plantea ya problemas en el caso de los hijos adoptados cuando hay que decirles
la verdad. Pero me parece que si no hubiera padres en absoluto, seria
terrorífico. Sin raíces, sin antecesores personalizados, sin sucesores... Ya en
los Estados Unidos los negros sufren por no saber de qué región de África
proceden, por sentirse aislados de un fondo histórico, y muchos de ellos,
debido a su extrema promiscuidad, no tienen prácticamente padre, al haber tenido
la madre hijos de varios hombres. Los resultados son desastrosos en el plano
psicológico.
Sin
llegar a la solución extrema del bebe-probeta, existe el riesgo de que la
emancipación de la mujer vaya acompañada de cierta masculinización de ésta, lo
que iría en detrimento de los hijos, por atrofia o represión del sentimiento
maternal. Conozco los casos de dos mujeres que hicieron carreras brillantes, se
entendían muy bien con sus maridos, aparentemente se ocupaban bien de sus hijos
y, sin embargo, éstos sufrieron psicológicamente porque su madre no estaba
bastante disponible para ellos, no estaban en el centro de sus preocupaciones.
Sin embargo, no creo que el sentimiento maternal pueda suprimirse
verdaderamente por unos progresos cualesquiera de la ciencia: creo que puede
desviarse y reprimirse, y que esto puede provocar grandes frustraciones en las
mujeres porque se trata de un instinto innato.
Los
nuevos ascetas
HAY
en el hombre cosas innatas que el progreso no suprime. Tomemos, por ejemplo, el
sentido del pecado, el sentimiento de culpabilidad. La presente liberación sexual
no suprime el sentido del pecado, sino que provoca su desplazamiento hacia otros
sectores. Los «hippies», por ejemplo, tienen un sentimiento de culpabilidad en
to que respecta a la guerra de Vietnam, al problema negro, a la contaminación
de la Naturaleza. De la misma manera me parece que el ascetismo reaparece tal
voz en Norteamérica, no ya en el dominio del sexo, sino en el del dinero, con
esos estudiantes que se niegan deliberadamente a entrar en los negocios,
rechazan las proposiciones seductoras de las mayores empresas y optan por
carreras más humanitarias, como la de Medicina, por ejemplo.
En
el siglo II, la gente se burlaba aún de las tendencias ascéticas de los
cristianos. Pero dos siglos más tarde, tos anacoretas del desierto se habían
convertido en verdaderas «estrellas»
cuyos nombres eran tan célebres como los de las grandes cortesanas y los
campeones de las carreras de carros. En Siria. Simeón el Estilita y sus émulos,
que permanecieron encaramados durante años en sus columnas, atraían una
multitud de peregrinos y suscitaron toda una industria hotelera. Aún no hemos
llegado a tanto. Tenemos nuestras figuras del cine, de la canción y del
deporte; los campeones del ascetismo han de venir todavía. Pero vendrán. El
difunto padre Pio, el sacerdote de la aldea de San Giovanni Rotondo, en Italia
del Sur, fue tal vez el precursor. Y como en nuestros días la historia se
desarrolla mucho más deprisa gracias a la rapidez de los medios de
comunicación, no creo que haga falta esperar dos siglos para asistir a este
cambio de costumbres
Arnold
J. TOYNBEE, ABC Literario, 15 de
abril de 1989. pp VIII-IX
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