lunes, 17 de septiembre de 2018

"Sociología del Verdugo" de Roger Caillois (Sur, nº56, mayo de 1939, pp 17-38)


SOCIOLOGÍA DEL VERDUGO
Muerte del verdugo
Al leer los artículos de los diarios dedicados a la muerte de Anatole Deibler, “ejecutor de altas obras” de la República, parecería que sólo por su fallecimiento descubrió la sociedad la existencia de su verdugo. Rara vez, en todo caso, suscita una muerte natural tantos comentarios sobre la vida de un hombre oscuro que se empeñaba en hacerse olvidar por los demás y que aparentemente los demás, por su parte, sólo deseaban olvidar. Este hombre había hecho rodar las cabezas de cuatrocientos de sus semejantes y, cada vez, la curiosidad se había orientado hacía el ejecutado, nunca hacia el ejecutor. Reinaba a su respecto algo más que una conspiración del silencio. Era como si una interdicción misteriosa y omnipotente prohibiera evocar al maldito; como si un obstáculo secreto y eficaz impidiera hasta pensar en hacerlo.
Muere: su muerte es anunciada por los diarios con títulos destacados, en primera plana, en varias columnas. No se regatea ni el lirismo ni la documentación fotográfica. ¿Nada ocurre en el mundo, para que se preste tanta atención a un “fait divers”? Empero, la suerte de Europa está en juego y acaso se decide: es el momento en que un triunfo sin gloria entrega a un vencedor des--honrado una provincia entera que el heroísmo de un pueblo sin armas y abandonado por todos no podía defender más tiempo; es el momento en que el jefe de una gran nación toma oficialmente partido en la querella que divide a los demás países y traslada las fronteras de su patria allende un océano cuya inmensidad —así se creía— no era menos invitación al aislamiento que garantía contra la amenaza. No importa: largos artículos refieren la carrera del muerto y de sus predecesores definiendo su, situación en el Estado, comentando sus cualidades profesionales, su forma de operar, su “doigté” no dejando ignorar cosa alguna de su vida privada, de su carácter, de sus costumbres. Ningún detalle parece indigno de interesar al lector. Causa sorpresa ese exceso de publicidad dada a un accidente que parecía normal anunciar en un modesto suelto de pocas líneas. Imputar este exceso a la curiosidad malsana del público que exige a los periodistas su pitanza cotidiana, sería una solución algo simple: en todo caso, no dispensaría de meditar sobre la naturaleza malsana de esa curiosidad, de interrogarse acerca de su causa, su función, en fin, de determinar los turbios instintos que satisfaría. Pero en este caso particular se puede hacer más: las informaciones publicadas sobre el verdugo fallecido no son, en efecto, vulgares. Muchas parecen honrar más la imaginación de los reporteros que la seguridad de sus datos. Tanto más notable resulta que, a pesar de las contradicciones que presentan en cuanto se los compara, los distintos artículos trazan del verdugo una imagen del mismo tipo. Esta, según uno u otro autor, está compuesto de elementos divergentes pero cuya organización mutua acaba en todos los casos por formar un rostro de igual expresión, como si las imaginaciones se hubieran sentido imperiosamente solicitadas por un mismo esquema, fascinadas por una misma figura, y se hubiesen aplicado a reproducirla con medios de fortuna y trazos más o menos arbitrarios. Trátase, pues, de reconstituir ese modelo ideal tan persuasivo. Tiene uno, de antemano, la certeza de que la tarea no carece de interés, pues se tropieza de pronto con la más absorbente dificultad al comprobarse hasta qué punto los autores de los artículos están menos de acuerdo sobre los hechos que sobre su halo legendario, hasta qué punto sus relatos se destruyen mutuamente cuando se trata del incidente observable, material, histórico, que constituye la muerte de un anciano, a la madrugada, en una estación del subterráneo metropolitano, y se corroboran, al contrario, por todo lo que añaden de subjetivo e incontrolable al acontecimiento puro. En general, uno no espera encontrar deleznable y difusa la realidad, resistente y neto lo imaginario.
No hay que extrañarse excesivamente de que las versiones del incidente no concuerden: sería absurdo pedir a los periodistas más de lo que pueden dar. En verdad, no tienen ni el tiempo ni los medios de obrar como historiadores. Pero no deja de ser sorprendente que hayan logrado —como por el efecto de una armonía preestablecida— semejante acuerdo en todo lo demás. Acaso han bebido en la misma fuente[1] pero —aparte de que las informaciones están lejos de referirse todas a los mismos puntos— ello no explica de ningún modo la identidad tan impresionante de los comentarios tendenciosos que acompañan.
En primer lugar, se advierte el cuidado sistemático con que parece haberse intentado oponer el carácter del verdugo a su función. Como ésta da miedo, se le describe como temeroso y asustadizo. Se compara su “villa” a una casamata de la Línea Maginot, tan provista está de dispositivos de seguridad. Se cuenta que, negándose a subir a un automóvil del Ministerio de Justicia que le va a buscar a su domicilio para un caso de urgencia, llama un taxímetro, diciendo a los enviados del Ministro: “Disculpen, pero nunca se puede confiar en desconocidos”[2]. Su función es solemne y severa: se dice que el verdugo es familiar y afable. Pasea todas las mañanas a su perrito, frecuenta por las tardes los hipódromos, se hace llevar a menudo el aperitivo a su casa, desde el café vecino, cuando su estómago se lo permite; gusta de jugar a la “manille”[3]: se le describe como un pequeño rentista[4], como un “jubilado”[5]; posee “bienes”[6]. Su vida es la de un funcionario puntual, un “buen padre de familia”[7]. En su barrio le llaman “el burgués del Point-du-Jour”[8], sin malicia, al parecer, porque el periodista que señala el detalle no parece tener conciencia del doble sentido siniestro de la expresión, ya que el verdugo opera al amanecer[9]. Ejerce la más implacable de todas las profesiones: le atribuyen un corazón sensible, siempre dispuesto a prestar servicio a sus semejantes y auxiliar a los pobres[10]. Se explican por su temperamento humanitario los perfeccionamientos que introdujo en la guillotina[11]. Se presta a su rostro una expresión dulce y melancólica[12]. Su oficio es lúgubre, brutal, sangriento: le muestran exclusivamente dedicado a tareas refinadas, delicadas. Aficionado a lo hermoso y creador de belleza, cultiva rosas raras con celoso cuidado, modela y cuece vasijas artísticas[13]. Sufre en su vida privada más tormentos que los que inflige en su vida pública: el error de un farmacéutico provoca la muerte de su hijo a la edad de cinco años. Su hija, que envejece sin encontrar marido, lleva “una existencia perseguida”. Es más de lo necesario para ensombrecer los días de ese verdugo supliciado en su vida familiar[14].
El encarnizamiento con que se busca el contraste produce a veces las asociaciones más caprichosas: uno de los comentaristas se pregunta si este hombre dedicado a las tareas macabras no ha elegido, para residir en ella, la calle Claude Terasse, porque lleva el nombre de un músico alegre[15]. En general, el tema doblemente fúnebre de la muerte del verdugo da ocasión para provocar la risa por chistes de circunstancias o por el recuerdo de anécdotas relacionadas con la profesión del personaje. Se observa, por ejemplo, que el oficio de verdugo no tiene “morte-saison”, o sea períodos de merma del trabajo[16]. Entre las anécdotas cómicas relatadas, una sola, suntuosa y absurda, da el tono verdadero de este intento de liberación de una angustia, de ese recurso al sacrilegio que representa infaltablemente, en esta oportunidad, la risa. Uno de los Sansón, verdugos en la época de Luis XV, tenía la mano tan liviana que operaba sin que el reo tuviera la menor sensación. Cuando ejecutó a Lally-Tolendal, éste le preguntó con impaciencia: “Vamos, amigo, ¿qué está esperando?”. Y Sansón contestó lo que sigue, cuya comicidad nace del horror mismo y procede del hecho de que se dirigía a un cadáver: “Ya está. Monseñor; repóngase usted”[17], Pero Deibler es representado como persona sumamente indiferente, si no hostil, a las historias de verdugos y de ejecuciones. Devuelve una colección de obras sobre dicho tema a un inglés que se las había obsequiado, con estas palabras altaneras y en cierto modo solemnes: “Para todo lo que se relaciona con el ejercicio de sus funciones, el verdugo no debe saber leer”[18].
Inversamente, oponiéndose a estas patrañas, se observa una tendencia a forzar el carácter siniestro, inexplicable, del ejecutor de justicia. Apenas se ha descrito su existencia como “apacible”, se la pinta después como “espantosa”. Se le convierte así, cual lo indica el título destacado de un artículo, en el “verdugo de doble existencia”[19]. Desde la infancia es separado de la sociedad de sus semejantes. El oficio de su padre, que él desconoce —según dicen— le condena en la escuela al aislamiento. Sus compañeros le persiguen, le insultan, le excluyen de sus juegos[20]. Por ellos se entera de la “maldición” que pesa sobre él. Esto le causa una “conmoción terrible”. Pero derivando orgullo de su ignominia, juega a “guillotinar” a sus condiscípulos y se ingenia para aterrorizarlos[21]. Más tarde, cuando intenta encontrar trabajo, se declinan sus ofrecimientos en cuanto se conoce su nombre “marcado con un sello sangriento”[22]. De noche, es despertado por su padre, presa de alucinaciones, que grita: “¡Sangre!... ¡Sangre!”[23], Este, efectivamente, presenta su renuncia porque, durante las ejecuciones, se siente cubierto de sangre, aunque esté tan inmaculado como los magistrados que se hallan a su lado[24]. Nadie consiente en dar su hija en matrimonio al hijo del verdugo. Pide la mano de la hija del carpintero Heurteloup, que fabrica para el mundo entero guillotinas y cadalsos, el único hombre que, como el ejecutor, pero indirectamente, vive de la muerte ajena. Se lo rechaza: el artesano no quiere que su hija se case con un cortador de cabezas[25]. Aquí interviene lo novelesco, es decir que se convierte naturalmente al verdugo en héroe de novela: por desesperación de amor consiente en suceder a su padre[26]. También se refiere que un amor desgraciado empujó al primero de los Sansón a entrar en la carrera que habían de ilustrar sus descendientes[27]. Así resulta manifiesta la naturaleza folklórica del relato.
Se traza un cuadro dramático de la mañana en que el joven acepta su destino. Su padre va a despertarle al alba para la ejecución en que, por primera vez, le servirá de ayudante, y le dice: “Levántate, es hora”. Se hace observar que “el futuro verdugo era arrancado al sueño como un condenado a muerte”[28].
Los cronistas, por fin, se complacen en situar la muerte del verdugo en el terreno de la maravilla. Se considera que las coincidencias no son casuales, sino de una oscura necesidad. Se insiste en el hecho de que el hombre que daba la muerte súbita ha muerto súbitamente. Se subraya que perdió la vida en el momento en que partía para dar la muerte. Se advierte que la ejecución a la cual se dirigía iba a tener lugar en Rennes, su ciudad natal. La providencia —se dice— no podía hacer morir al verdugo en forma ordinaria. Es éste, acaso, el tema más constante de los cotidianos[29]: es preciso que el fallecimiento del ejecutor de justicia termine de un modo satisfactorio y homogéneo una existencia que se representa enteramente sometida a una fatalidad.
La realidad, hay que confesarlo, nada tiene que envidiar al mito. En efecto, el personaje del verdugo aparece único en el Estado. No es, propiamente dicho, un funcionario, sino un empleado directo que el Ministerio de Justicia retribuye con fondos de un capítulo especial de su presupuesto. Se quiere dar a entender que el Estado no le conoce. En todo caso, en un punto importante, está fuera de la ley: se le “olvida” en los registros de la conscripción. Los hijos de los verdugos están dispensados del servicio militar por un acuerdo tácito. El extinto verdugo, para escapar a su suerte, se presentó espontáneamente en la oficina de enrolamiento, sin convocatoria, y se plantó “ante los oficiales estupefactos”. Fue preciso enrolarlo, por falta de textos legales que oponerle[30]. Más aún: el cargo de verdugo es, prácticamente, hereditario. Cuando se quiere poner en evidencia la fatalidad que gravita sobre su vida, se le muestra como hijo, nieto y bisnieto de verdugos[31]. El carácter hereditario del empleo —escandaloso, sin embargo, en una democracia— no suscita comentario alguno. Al contrario, es puesto de relieve en los subtítulos compuestos en tipo grueso: “El último de una dinastía”[32], ‘‘una estirpe de verdugos”, “una familia de ejecutores”[33], “una trágica estirpe”. Algunos diarios admiten como natural la sucesión en la rama lateral y la transmisión automática al sobrino de M. Deibler del cargo de éste, que no tiene heredero del sexo masculino en línea directa[34]. Se señala, sin subrayar su carácter excepcional, la prerrogativa —típica del poder soberano— que permite al verdugo designar a su sucesor. Se advierte solamente que el extinto hizo uso de ella en julio de 1932 en favor del hijo de su hermana, pero nadie se preocupa de explicar cómo, en tales condiciones, otro candidato puede presentar su candidatura a la función de verdugo.
Por fin, se menciona una tradición “secular’ según la cual, después de la muerte del verdugo, se conmutaría la pena del primer reo que habría de subir al cadalso[35]. Todo se presenta como si la vida del verdugo rescatara la del criminal, y esta intervención de un derecho de gracia que se ejercería con motivo de la muerte del verdugo, tal como después del nacimiento de un heredero del trono, asimila nuevamente, en cierto grado, el ejecutor de justicia al depositario del poder supremo.
Tal es, en efecto, su realidad sociológica, la que explica sus privilegios singulares y su situación paradójica con respecto a la ley, la que, por otra parte, justifica la atmósfera de maravilla con que se complacen en rodearle y el carácter ambiguo que se presta a su existencia. Aprieta el botón homicida en nombre del pueblo francés[36]: sólo él puede hacerlo. Se le llama Monsieur de Paris. Este título de nobleza evidente, cuya solemnidad se comenta[37], parece haber impresionado tanto a los periodistas que éstos intentan a veces proponer explicaciones del mismo. Estas explicaciones proceden, significativamente, del racionalismo grosero, del evemerismo ingenuo en que se fundan generalmente las primeras tentativas de reducción de un mito. Aquí se habla, sin insistir, del hombre a quien llaman, en provincias, “El Señor de Paris”[38]; y la sugestión es clara. Allá, el autor no omite precisiones: en los hoteles donde paraba el verdugo —afirman seriamente— éste recomendaba al personal que no revelase su identidad. Por eso contestaban a los curiosos que preguntaban su nombre: “Es el señor de París”[39]. Aparte que esta respuesta es estrictamente imposible de dar (porque el empleo del articulo definido supone que la persona de quien se habla es conocida ya) no explica que la expresión se haya conservado y generalizado, ni —sobre todo— que se haya transformado completamente por la supresión del artículo. Cada cual, sin que sea necesario insistir, siente toda la diferencia que existe entre “el señor de París” y “Señor de París”. En realidad, se trata de una apelación oficial, paralela a las de los verdugos provinciales: Monsieur de Bretagne, Monsieur d’Alger, etc., en que Monsieur tiene el sentido de Monseigneur, y que corresponde exactamente al título protocolar que usaban antaño los altos dignatarios de la Iglesia, y particularmente los obispos. Por ejemplo, se califica corrientemente a Bossuet de « Monsieur de Meaux”, a Fénelon de “Monsieur de Cambrai”, a Talleyrand de “Monsieur d'Autun”. La tentativa de exégesis sólo es interesante por su absurdo mismo. Traduce el malestar del espíritu racionalista frente a hechos cuya naturaleza se le escapa.
Empero, el parecido del verdugo y del jefe del Estado, su situación antitética —destacada por las instituciones— se manifiesta hasta en la indumentaria: la levita, en efecto, se considera como un verdadero uniforme, casi como un traje de ceremonia que pertenece menos al hombre que a su función y se transmite con ella. En uno de los relatos de la vida de M. Deibler, para significar simbólicamente que se resigna por fin a su destino, se menciona que un día lleva a su casa la levita negra de los ayudantes[40]. Esta, agregada al sombrero de copa —en que se pretende ver un “refinamiento de gentilhombre”[41]— convierte al verdugo, para los ojos, en una especie de doble siniestro del jefe del Estado, vestido tradicionalmente del mismo modo. En igual forma, bajo la monarquía, la apariencia del verdugo era la de un gran señor: tenía obligación de enrularse y empolvarse el cabello, de llevar entorchados, medias blancas y escarpines negros. Se sabe, además, que en ciertos estados de Alemania, el verdugo adquiría determinados títulos y privilegios de nobleza cuando había cortado un número fijo de cabezas. Más extraño es que, en Wurtemberg, tenía derecho de hacerse llamar “doctor”. En Francia gozaba de ciertos privilegios: recibía una cabeza de cerdo de la Abadía de Saint Germain cuando había procedido a una ejecución en su territorio, y en el día de San Vicente marchaba al frente de la procesión de la abadía. En París, la municipalidad le destinaba cinco varas de paño para vestirse. Cobraba algunos derechos, especialmente sobre las verduras expuestas en el mercado central. Iba personalmente a exigir ese pago. Sobre todo se le reconocía el privilegio del “hâvage”, que consistía en apoderarse de la cantidad que su mano podía apresar de todos los cereales expuestos en el mercado. Más aún: una costumbre extraña, una obligación más característica que un privilegio, le convertía en sustituto del rey en circunstancias muy precisas: estaba encargado de sentar a su mesa a los caballeros de San Luis empobrecidos. Se hace observar que, en tales circunstancias, Sansón ostentaba una hermosísima platería.

El verdugo (Richard Brandon) con un hacha en la mano
y la cabeza del rey Carlos I de Inglaterra en la otra.
El soberano y el verdugo
La secreta afinidad del personaje a quien más se honra en el Estado y del personaje más desacreditado se revela hasta en las imaginaciones, en donde ambos son tratados del mismo modo. Se ha visto con qué insistencia se confrontaba el horror y la sangre de la guillotina con la vida tranquila y el carácter apacible del verdugo. Simétricamente, en cada oportunidad, coronación o visita de soberanos, se complace la gente en oponer al fausto real, a la pompa lujosa que los rodea, la sencillez y la modestia de sus gustos, sus costumbres “burguesas”. En uno y otro caso, se coloca al personaje en un círculo de espanto o de seducción, pero al mismo tiempo se empeñan los comentaristas en ponerle en contradicción con ese círculo, en reducirle a la medida del hombre común. Es como si éste sintiera un doble estremecimiento al ver a los seres de excepción, a la vez muy cercanos y muy alejados de sí mismo. Tiende a identificarse con ellos y a separarse de ellos con igual movimiento de avidez y de retroceso. Se ha reconocido ya la constelación psicológica que define la actitud del hombre frente a lo sagrado, tal como San Agustín la describió, confesándose lleno de ardor al pensar en su semejanza con lo divino, y presa del horror cuando se representa su disimilitud con él[42]. El soberano y el ejecutor de justicia se encuentran, de igual modo, aproximados a la masa homogénea de los ciudadanos, y se ven al mismo tiempo violentamente alejados de ella. La ambigüedad que presentaba cada uno de ellos se manifiesta ahora también entre ellos, reuniendo uno en su persona todos los honores y todos los respetos, y el otro todas las repugnancias y todos los desprecios. Así ocupan en los espíritus como en la estructura del Estado situaciones correspondientes y sentidas como tales, únicos cada cual en su lugar y evocándose uno al otro precisamente por su antagonismo[43].           
El soberano y el verdugo desempeñan, pues, uno en la claridad y el esplendor, el otro en lo sombrío y repugnante, funciones cardinales y simétricas, uno manda el ejército, del cual el otro está excluido. Son igualmente intocables: se mancharía al primero tocándole o aun mirándole (hay que bajar los ojos ante un superior). Se mancharía uno mismo al contacto del segundo. Así, en las sociedades primitivas, ambos están sometidos a numerosas interdicciones que los apartan de la existencia común[44] y hasta hace poco, todavía, estaba prohibido al verdugo entrar en un lugar público. Es difícil casarse con el rey, y es igualmente difícil casarse con el verdugo. El primero no se une con cualquiera. Con el segundo, cualquiera no consiente en unirse. El nacimiento aísla a ambos en su grandeza o en su ignominia pero, representando los dos polos de la sociedad, se atraen mutuamente, tienden a reunirse por encima del mundo profano. Sin que sea necesario hacer aquí el estudio del verdugo en la mitología y el folklore, hay que insistir, sin embargo, en la frecuencia con que. en los cuentos, el amor une a la reina con el verdugo (o su hijo) y al ejecutor con la hija del rey. Es, en particular, el tema de una leyenda de la Baja Austria del cual sacó Karl Zuckmayer su célebre pieza teatral Der Schelm von Bergen. En otros relatos, la reina, durante un baile de máscaras, danza con un hermosísimo caballero de rojo antifaz, de quien se enamora locamente y que no es otro que el verdugo. En un tercer tipo de cuentos, el hijo del verdugo conquista a una princesa, por ser el único que logra vencer el sortilegio que la sume en mágica melancolía, que la priva de sueño o que, al contrario, le impide despertar[45]. Tal como el rey asume a veces funciones sacerdotales, y en todo caso se encuentra clasificado del mismo lado que el sacerdote y Dios, ocurre que el verdugo aparezca como el personaje sacrosanto que representa a la sociedad en todos los actos religiosos. Se le confía la consagración de las primicias de la cosecha[46]. Pero pertenece en general al aspecto irregular, siniestro, maléfico, del mundo sobrenatural. Es una especie de brujo, de sacerdote al revés; puede comulgar, pero debe recibir la hostia con las manos enguantadas, cosa que se prohíbe a todos los demás fieles: cuando los padres niegan su consentimiento al matrimonio de dos jóvenes, cuando la Iglesia, por algún motivo, no acepta bendecir su unión, van a buscar al verdugo que los casa uniendo sus manos, no sobre un libro santo sino sobre una espada. Además, vestido de rojo, el ejecutor en cierto modo es asimilado al diablo. Su arma esconde toda la contagiosidad de lo sacro: lo que se pone en contacto con ella le queda dedicado y le pertenecerá tarde o temprano. En un cuento de Clément Brentano, por inadvertencia, una joven posa la mano en el hacha del verdugo: ya está; haga lo que haga, está destinada al cadalso y, efectivamente, le corta la cabeza el mismo hierro que imprudentemente ha tocado.
Se atribuyen al verdugo, como a un personaje sobrenatural, los fenómenos meteorológicos. En Saint-Malo, cuando nieva, dicen que “el verdugo descañona sus gansos”. En un conjuro contra la niebla, se la amenaza, para hacerla huir, con la llegada del verdugo que la estrangulará “con su perra y su perro”. Desempeña el papel de personaje legendario cuyo paso ha marcado la naturaleza, el paisaje, el lugar. En el “Bocage” normando, un riacho se llama “el arroyo de las manos sucias”. Otrora, sus aguas eran puras. Pero desde que el verdugo se lavó allí las manos ensangrentadas, después de haber despellejado a un personaje local, han quedado mancilladas. En virtud de esa ley que atribuye a todo lo que causa horror un poder eficaz de curación, una vertiente de Saint-Cyr en Talmondois, llamada “Fuente del Brazo Rojo” porque —según la tradición— allí se ahogó un verdugo, tiene fama de estar dotada de virtudes curativas. Los curanderos de verrugas, de excrecencias de toda índole, van allá a pronunciar sus fórmulas, como si el ejecutor, el que hace rodar las cabezas, hubiera comunicado al agua el poder de hacer caer, ella también, todo lo que sobresale[47].
De un modo general, el verdugo pasa por brujo. En verdad está bien colocado, por sus funciones, para poseer en abundancia los múltiples ingredientes extraídos de los cadáveres de los reos, con los cuales la magia se complace en componer sus remedios. Le compran grasa de ahorcado, con que se curan los reumatismos, y raspadura de cráneo humano, que se utiliza contra la epilepsia. Sobre todo, comercia con la mandrágora que crece al pie de los patíbulos y cuya posesión procura mujeres, tesoros y poderío. Conservó durante mucho tiempo el privilegio de vender los despojos de los supliciados, que la superstición siempre considera como talismanes; el pueblo de París se disputó apasionadamente los de la marquesa de Brinvilliers. Aquí también se advierte el Vínculo que une al poder soberano las fuerzas oscuras y poderosas que residen en el verdugo y en el crimen. En el palacio del emperador de Monomotapa, estado otrora poderoso del sudeste africano, había una pieza en que se calcinaban los cuerpos de los condenados; sus restos servían para fabricar un elixir reservado para el uso exclusivo del potentado.
Es inútil hacer conjeturas —como se ha venido haciendo— sobre la práctica de supercherías para explicar tal situación. Puede admitirse que los verdugos hayan empleado subterfugios en ciertas ejecuciones, practicando, debajo de la cuerda, una abertura en la arteria del cuello del ahorcado, y dejando de dar a éste la patada en las vértebras cervicales, destinada a acabarlo[48]. Pero es preciso negarse a ver en eso nada que haya podido hacer atribuir al verdugo la capacidad de resucitar a los muertos. Si el engaño se intentó jamás, era conocido y no pudo servir para que Se atribuyera al ejecutor un poder que, por otro lado, en ninguna parte se atestigua. Al contrario, es patente que los conocimientos médicos que se les atribuyen provienen de la naturaleza misma de su oficio, de la facilidad que de él deriva para procurarse las sustancias que requiere la composición de los diversos ungüentos, y del género de vida que estaban obligados a llevar. Aun en el siglo XIX, el verdugo desempeña el papel de curandero y hace una competencia solapada al médico diplomado. El de Nimes es célebre. Un inglés que padecía una tortícolis rebelde, abandonado por los profesores de la Universidad de Montpellier a quienes —cruzando al Canal de la Mancha— había ido a consultar, acaba por confiarse a sus cuidados. El verdugo simula ahorcarle y le cura. La anécdota habla por sí sola. Tal como los jóvenes que desesperan de recibir la bendición regular de las autoridades eclesiásticas se hacen casar por el maldito, los pacientes que desesperan de la ciencia oficial van a golpear a su puerta para lograr la curación. Así, en forma constante, se ve al verdugo oponerse y sustituirse a las instituciones que reconoce, respeta y sostiene la sociedad, y que, en cambio, reflejan sobre ella la veneración y el prestigio de los cuales son rodeadas. Quienes pierden la fe en estos organismos todopoderosos, quienes ya no esperan de ellos la realización de sus esperanzas, se vuelven hacia su contrapartida siniestra y despreciada, que no está constituida en cuerpo como la Justicia, la Iglesia, la Ciencia, que vive apartada, al margen, que se huye y se persigue a la vez, que se teme y que se maltrata: cuando Dios no responde, se dirigen al Diablo, cuando el médico es impotente, al curandero, cuando los Bancos se niegan, al usurero. El verdugo abarca ambos mundos. Tiene mandato de la ley pero es su último servidor, el que se halla más cerca de las regiones oscuras, periféricas en que se mueven o están ocultos aquellos a quienes combate. Parece emerger de una zona turbia y terrífica a la luz del orden y de la legalidad. Aparentemente, se disfraza con la ropa que viste para oficiar. La Edad Media no le permitía residir en el interior de las ciudades. Su casa estaba edificada en los baldíos de los suburbios, tierra de elección de los criminales y las prostitutas. Durante mucho tiempo, la condición de verdugo, disimulada al alquilar un inmueble, era causa valedera de anulación del contrato. Aún hoy, en París, el transeúnte observa con sorpresa, en la Place;-Saint Jacques, miserables casuchas bajas, perdidas al pie de altos edificios de renta: allí vivían antaño el verdugo y sus ayudantes, y se depositaban los palos de la horca. Casualidad o prejuicio, nadie hasta hoy las ha adquirido para derribarlas y edificar en ese sitio. En España, la casa del ejecutor se pintaba de rojo. El mismo debía llevar una casaca de paño blanco orlada de escarlata y cubrirse la cabeza con ancho sombrero. Porque importa señalar su antro y su persona al horror de sus semejantes.
Todo vincula al verdugo a la parte no asimilada del cuerpo social. La más de las veces es un criminal perdonado. En otros tiempos, era el último habitante instalado en la ciudad: en Suabia, el último concejal elegido: en Franconia, el último casado. Desempeñar las funciones de ejecutor se convierte así en una especie en un cargo confiado a la persona que se encuentra en un período marginal y que debe asumirlo hasta que un recién venido ocupe su sitio de último en llegar[49] y lo suelde definitivamente a los demás miembros de la colectividad.
Hasta las rentas de los verdugos parecerían condenadas a ser inconfesables. Alquilaba los puestos de la plaza de la Picota. Es dueño —o se le atribuye la administración— de los prostíbulos. Bajo el antiguo régimen, cobraba un derecho a las prostitutas. Rechazado por la sociedad, comparte la suerte de todo lo que ella reprueba y mantiene apartado. Es nombrado por carta de la Gran Cancillería, rubricada por el rey mismo. Pero se le arroja el documento bajo la mesa, a donde debe ir a recogerlo, arrastrándose. Es, ante todo, el hombre que acepta matar a los hombres en nombre de la ley. Tan sólo el soberano del Estado tiene el derecho de vida y muerte sobre los ciudadanos de una nación, y es el verdugo, tan sólo, quien aplica este derecho. Deja al soberano la parte prestigiosa, y se encarga de la parte infamante. La sangre que mancha sus manos no salpicará al tribunal que pronunció la sentencia: el ejecutor toma sobre sí todo el horror de la ejecución. Por el mismo hecho se encuentra asimilado a los criminales que sacrifica. Aquellos a quienes están destinados a proteger los terribles ejemplos cuyo artesano es, se apartan de él, le miran como a un monstruo, le desprecian y le temen en la misma medida que temen a aquellos de los cuales está encargado el verdugo de librarlos definitivamente. Llega esto hasta el punto de que su muerte, aparentemente, rescata la vida de un criminal. Es anexado por el mundo de perdición en cuya frontera se halla colocado como centinela vigilante e implacable, a la vez que se ve abrumado y rechazado por quienes le deben su seguridad. Javier de Maistre, al final del retrato impresionante que hizo del verdugo, del terror que inspira, de su aislamiento entre sus semejantes, ha señalado justamente que ese colmo viviente de abyección es, sin embargo, la condición y el sostén de toda grandeza, de todo poderío, de toda subordinación. “Es el horror y el vínculo de la asociación humana” concluye. No podía manifestar con fórmula más feliz hasta qué punto el ejecutor constituye el “pendant” solidario y antitético del “honor y el vínculo” de esa asociación, del soberano cuya majestad supone la mitad de oprobio que asume su abyección.
Se comprende, en estas condiciones, que la ejecución capital del rey llene de asombro y espanto al pueblo, y aparezca como el punto culminante de las revoluciones. Reúne los dos polos de la sociedad, para hacer sacrificar a uno por el otro, para asegurar una victoria momentánea de las fuerzas de desorden y de tinieblas sobre las potencias de orden y de luz. Este triunfo sólo dura el instante en que cae el hacha, porque el acto no es menos sacrificio que sacrilegio. Atenta a una majestad, pero este atentado sirve para fundar otra, y de la sangre del soberano nace la divinidad de la nación. Cuando el verdugo muestra al pueblo la cabeza del monarca, atestigua la perpetración de un crimen, pero al mismo tiempo comunica a la concurrencia, bautizándola con sangre real, la virtud santa del soberano decapitado.
Sea cual fuere el carácter paralizante de tal gesto, no hay que esperar que haya recibido jamás en la historia una significación más precisa, en cuanto se sale de las sociedades en que la ejecución periódica del rey forma parte del juego regular de las instituciones, entra en su funcionamiento normal a título de rito de rejuvenecimiento o de expiación. Tales representaciones no tienen relación alguna con la ejecución del soberano, tal como ocurre en el curso de una crisis de régimen o de dinastía, cuando se presenta como episodio de naturaleza y función puramente políticas, aun si ha suscitado en cierto número de personas, como es normal, reacciones individuales de carácter netamente religioso. Lo cual no impide tener por seguro que, en la conciencia popular, la decapitación del rey aparece infaltablemente como la cima de la revolución. Es para la multitud el espectáculo sangriento y solemne de la transmisión de poderes, la ceremonia que santifica al pueblo en nombre de quien se realiza.
Muy significativa, a este respecto, es la actitud de la Revolución Francesa con respecto al ejecutor. Se asiste a numerosas manifestaciones claramente destinadas a integrarle en la esfera noble, justa, respetada del mundo social. El Padre Maury le discute aún el 23 de diciembre de 1789 los derechos de ciudadano activo. La Convención irá más lejos que acordárselos. No hay marca de honor que no se le prodigue. Lequinio, representante del pueblo en misión, abraza públicamente al verdugo de Rochefort después de haberle invitado a comer y sentado a la mesa frente a él; le hacen abrir el baile en las fiestas oficiales. Un decreto de la Convención da a los ejecutores de justicia el grado de oficiales en los ejércitos de la República. Un general hace grabar la guillotina en su sello. La Asamblea refuerza la prohibición de darles el nombre infamante de verdugos. Se discute el nuevo título que ha de dárseles. Se propone el de “Vengador del Pueblo”. En el curso del debate, Mathon de la Varenne hace su apología: se indigna de que el castigo del culpable sea “deshonroso para quien se lo hace sufrir”. Por lo menos, según él, la ignominia debería ser repartida entre todos los que colaboran en la obra de justicia, desde el presidente del tribunal hasta el último escribiente.
A esta promoción del verdugo corresponde la destitución del rey. Se hace entrar a uno en la legalidad en el momento en que se hace salir de ella al otro. El discurso pronunciado por Saint-Just el 13 de noviembre de 1792, y que causó tal sensación en la opinión pública que los historiadores lo consideran como el acto mismo que determinó la condena de Luis XVI, está consagrado enteramente a legitimar la exclusión del monarca de la protección de las leyes. La fría e implacable lógica del orador muestra que no hay término medio: Luis debe “reinar o morir”. No es ciudadano, no puede votar, no puede llevar las armas. Las leyes de la ciudad no están hechas para él. En una monarquía, está por encima de ellas: en una República, está fuera de la sociedad por el simple hecho de haber sido rey. ‘‘No se puede reinar inocentemente”. Del mismo modo hemos visto al verdugo escapar a las leyes: él tampoco podía llevar las armas y querían quitarle el derecho de votar, como si no se pudiera ser verdugo inocentemente. La situación está invertida. La comunidad rechaza al rey de su seno y convierte al ejecutor en mandatario honroso de la soberanía popular. Saint-Just no oculta que la muerte del rey será la fundación misma de la República y constituirá para ella “un vínculo de espíritu público y de unidad”[50].
Si la decapitación de Luis XVI se ofrece así como prenda y símbolo del advenimiento de un nuevo régimen, si su destitución aparece tan precisamente simétrica con la ascensión del verdugo, se comprende que la ejecución del 21 de enero de 1793 puede ocupar, en el curso de la Revolución, el sitio correspondiente a una especie de paso por el cénit. Representa verdaderamente el punto culminante de una curva y provee la ilustración más densa, más apretada, más vigorosa de la crisis entera, y la que la resume más completamente en la memoria.
Al contrario, la ejecución de María Antonieta no fue, de ningún modo, asunto de Estado. No hizo renacer la majestad de un rey en la majestad de un pueblo. La “Viuda Capeto” comparece ante el Tribunal Revolucionario y no ante la Convención, es decir ante jueces y no ante los representantes de la nación. Se encarnizan con su vida privada. Se persigue en ella tanto a la mujer como a la reina. Se ingenian para deshonrarla. La multitud la insulta mientras la carreta la conduce al cadalso. Un diario, al informar sobre la ejecución, observa que fue preciso que “bebiera largamente la muerte”.
Incontestablemente, esta vez, un componente sádico desempeña su papel en los aplausos de la asistencia que ve a la reina entregada al verdugo. La escena parece la contraparte de los cuentos en que la soberana se enamora del ejecutor. El amor y la ejecución acercan extrañamente a los representantes de los dos polos de la sociedad. El beso de la reina y del maldito parece un rescate del mundo de las tinieblas por el de la luz. La caída de la real cabeza, la ejecución ignominiosa de la reina, manifiesta la victoria de las potencias de la condenación. Más que la muerte del rey, suscita generalmente el horror y la reprobación, causa mayor estremecimiento, suscita las reacciones más violentas. Porque, en los patíbulos de la historia o en los bailes de máscaras de la leyenda, el encuentro de la reina con el verdugo confiere la significación más accesible, la más directamente conmovedora —al trasponerla al terreno pasional— a los instantes en que las fuerzas opuestas de la sociedad se miden y se cruzan y, como los astros, entran en conjunción para alejarse inmediatamente y volver a ocupar su lugar a distancia respetuosa unas de otras.
Así, el verdugo y el soberano forman pareja. Aseguran de consuno la cohesión del cuerpo social, uno llevando el cetro y la corona, y atrayendo sobre su persona todos los honores adscriptos al poder supremo; el otro, llevando el peso de los pecados que arrastra necesariamente su oficio, por justo y moderado que sea. El horror que suscita es la contrapartida del esplendor que rodea al monarca, cuyo derecho de gracia supone, a la inversa, el ademán mortífero del ejecutor. La vida de los hombres está en manos de ambos; por consiguiente, no es extraño que sean objeto de sentimientos de horror o de veneración cuya naturaleza sagrada se advierte claramente. Uno protege todo lo que se respeta, todo lo que constituye los valores y las instituciones en torno de las cuales gravita la sociedad entera; el otro parece contaminado por las máculas de aquellos de quienes libra a la sociedad, extrae su provecho de las prostitutas, tiene fama de brujo. Le rechazan hacia las tinieblas exteriores, hacia el mundo sombrío, hormigueante, inasimilable, espantoso que persigue la justicia y de la cual es, sin embargo, ministro. Por consiguiente, puede considerarse que no hizo mal la prensa en dedicar artículos tan extensos a la muerte de Anatole Deibler. Permitió reconocer hasta qué punto el verdugo sigue siendo un personaje de leyenda, hasta qué punto conserva en las imaginaciones las grandes líneas desaparecidas de su ser de antaño. Ha mostrado que no hay sociedad tan totalmente conquistada por las potencias de abstracción como para que el mito y las realidades que le dan vida pierdan en ella, completamente, sus derechos y sus poderes.
Roger Caillois, Sur, n.º 56, mayo de 1939, pp. 17-38



[1] Probablemente en las Memorias de Deibler publicadas otrora por Paris-Soir. Estas mismas memorias, por otra parte, ya están estilizadas desde un principio, pues fueron redactadas por un periodista que alquiló una pieza en la casa del verdugo para recoger sus confidencias por cuenta de su diario.
[2] Le Figaro (no cabe duda de que se trata de un infundio: no se decapita “con urgencia”).
[3] Excelsior.
[4] Le Figaro.
[5] Paris-Soir.
[6] L'Intransigeant.
[7] Paris-Soir (título).
[8] Paris-Soir (subtítulo).
[9] El Point-du-Jour es un sector del barrio de Auteuil. Su nombre significa casi literalmente “despuntar del alba”. — (N. del T.).
[10] Le Figaro.
[11] Le Figaro, L'Intransigeant, etc.
[12] Le Figaro
[13] Excelsior.
[14]Paris-Soir.
[15] La Liberté.
[16] L'Ordre.
[17] Le Figaro (Les Echos, p. 2).
[18] Le Figaro.
[19] Paris-Soir.
[20] Paris-Soir, Ce Soir.
[21] Paris-Soir (demás esta señalar el carácter “gratuito” de estos detalles),
[22] Paris-Soir.
[23] Le Progrès de Lyon.
[24] L’Intransigeant.
[25]  L’Intransigeant, Ce Soir, Le Progrès de Lyon.
[26] Ce Soir.
[27] Le Figaro.
[28] Paris Soir.
[29] 1 L'Epoque.
[30] L'Intransigeant.
[31] Le Figaro.
[32] Ce Soir.
[33] Paris-Soir.
[34] 5 L'Humanité, L´ Action Française, L´ Ere Nouvelle.
[35] L'Humanité, Le Petit Parisien, Paris-Soir.
[36] L'Intransigeant.
[37] La Liberté.
[38] Excelsior.
[39] Le Jour.
[40] Ce Soir.
[41] L´Ordre.
[42] Confesiones XI, 9, 1: “Et inhorresco, et inardesco. Inhorresco in quantum dissimilis ei sum. Inardesco in quantum similis ei sum.
[43] Siéntese uno tentado de interpretar así algunos detalles aberrantes de los artículos dedicados a la muerte de M. Deibler. Acaso sea temerario, pero la ausencia de toda explicación es una excusa para proponer una. Se dice que el verdugo se consoló de sus amores desgraciados con la hija del carpintero Heuteloup con “la petite reine” (L'Intransigeant), expresión que, al parecer, designa a los concursos ciclistas. Hay motivo de preguntarse si el ejemplo de esta extraña metáfora no ha sido provocado por el sentimiento más o menos consciente de la situación homologa, en toda sociedad, del jefe del estado y del verdugo. Un periodista pregunta quién es el funcionario francés, único en su género, cuyo nombre contiene las letras L. E. B y R y pretende que el hombre de la calle contestará que se trata de M. Lebrún. Sin duda no hay que pedir a tales chistes más de lo poco que son susceptibles de aportar, pero por lo menos esto último atestigua que el magistrado supremo y el verdugo de la República tienden a formar pareja en el espíritu.
[44] En cuanto al rey es cosa harto conocida: en cuanto al verdugo, ver, por ejemplo, Frazer “Tabou et les périls de l'âme”, trad. francesa, París, 1927, p. 150-51.
[45] Estos datos me fueron comunicados por M. Hans Mayer a quien agradezco aquí muy vivamente.
[46] 2 Frazer: Le Bouc émissaire, trad. francesa, Paris, 1925, ps. 158 y 407 (n* 440).
[47]  P. Sébillot: Le Folklore de la France, Paris 1906, I, 86; I, 119; II, 282; II. 374.            ,              
[48] Charles Durand, en un manuscrito inédito citado en el artículo “Bourrau” del Grand Larousse.
[49] “Dernier venu”: esta expresión tiene un sentido netamente peyorativo francés. — (N. del T.).
[50] Saint Just: Obras Completas, París 1908, t. I, ps. 364-372.

[Nota del autor:] Parecen prestarse muy particularmente las circunstancias actuales a un trabajo crítico referente a las relaciones mutuas del ser del hombre y el ser de la sociedad, lo que él espera de ella, lo que ella exige de él.

Los últimos veinte años han asistido, en efecto, a uno de los más considerables tumultos intelectuales que se puedan imaginar. Nada duradero, nada sólido, nada que funde; todo se pulveriza y pierde sus aristas, aunque el tiempo apenas haya dado un paso más. Pero existe una extraordinaria y casi inconcebible fermentación: los problemas de la víspera se plantean de nuevo cada día y un sinnúmero de otros —nuevos, extremos, desconcertantes— son incansablemente inventados por espíritus de prodigiosa actividad y no menos prodigiosa incapacidad de paciencia y continuidad. En resumen: una producción que inunda realmente el mercado, sin proporción con las necesidades y la capacidad misma del consumo.
De hecho, muchas riquezas, muchos espacios vírgenes bruscamente abiertos a la exploración y, a veces, a la explotación: el sueño, lo inconsciente, todas las formas de lo maravilloso y del exceso (lo uno definiendo a lo otro), un individualismo furioso, que convertía al escándalo en valor, daba al conjunto una especie de unidad efectiva y como lírica. Era, en verdad, pasarse de la meta: en todo caso, es mucho dar a la sociedad eso de complacerse tanto en provocarla. Quizá deba verse ahí el germen de una contradicción cuya amplitud creciente tenía que acabar por dominar, bajo un cierto registro, la vida intelectual de la época: intentando los escritores, con torpeza o soberbia, participar de las luchas políticas, y viendo acordarse tan mal sus preocupaciones intimas con las exigencias de su causa, que pronto debían someterse o abandonar la empresa.
De esas dos determinaciones opuestas, investigación de los fenómenos humanos de gran profundidad, solicitación imperativa de los hechos sociales, ninguna puede ser dejada de lado sin que muy pronto se lo lamente. En cuanto a sacrificar a la una por la otra o esperar que sea posible seguirlas ambas paralelamente, la experiencia no ha dejado de mostrar a qué graves errores exponían tan falsas soluciones. De otro lado debe venir la salvación.
Ahora bien, desde hace medio siglo, las ciencias del hombre han progresado con rapidez tal que aún no se tiene suficientemente la conciencia de las posibilidades nuevas que ofrecen, muy lejos de haberse tenido el tiempo y la audacia de aplicarlas a los múltiples problemas que plantea el juego de los instintos y de los mitos que las componen o movilizan en la sociedad contemporánea. Resulta naturalmente de dicha carencia que todo un aspecto de la vida colectiva moderna, su aspecto más grave, sus capas profundas, escapan a la inteligencia. Y esta situación no sólo tiene como efecto volver a! hombre a las vanas potencias de sus sueños, sino alterar la comprensión del conjunto entero de los fenómenos sociales y viciar en su principio las máximas de acción que en ella encuentran referencia y garantía.
Esta preocupación de volver a encontrar, traspuestos en la escala social, las aspiraciones y los conflictos primordiales de la condición individual, es la base del Colegio de Sociología. Es la conclusión del texto que notifica su fundación y define su programa. Necesitamos transcribirlo aqui sin demora:
1.             En cuánto se atribule una importancia particular al estudio de las estructuras sociales, se advierte que los pocos resultados obtenidos por la ciencia en este dominio no sólo son generalmente ignorados, sino que, además, están en contradicción directa con las ideas corrientes acerca de estos temas. Esos resultados, tales como se presentan, parecen sumamente promisorios y abren perspectivas insospechadas para el estudio del comportamiento del ser humano. Pero siguen siendo tímidos e incompletos, por una parte, porque la ciencia se ha limitado demasiado al análisis de las estructuras de las sociedades llamadas primitivas —descartando las sociedades modernas— y, por otra, porque los descubrimientos realizados no han modificado tan profundamente como debería esperarse los postulados y el espíritu de la investigación. Aun parece que obstáculos de naturaleza particular se oponen al desarrollo de un conocimiento de los elementos vitales de la sociedad: el carácter necesariamente contagioso y activista de las representaciones que el trabajo pone de relieve parece ser responsable de ello.
2.             Por consiguiente, hay motivo de desarrollar entre quienes se proponer, llevar lo más lejos posible las investigaciones en ese sentido, uno comunidad moral, en parte distinta de la que une habitualmente a los sabios, y vinculada precisamente al carácter virulento del terreno estudiado y de las determinaciones que en él se revelan poco a poco.
Esa comunidad no es por ello menos libremente accesible que la de la ciencia constituida, y toda persona puede aportarle su punto de vista personal, sin consideración de la preocupación particular que la induce a tomar conocimiento más preciso de los aspectos esenciales de la existencia social. Sean cuales fueren su origen y su meta, se considera que esta preocupación es suficiente por si sola para fundar los vínculos necesarios para la acción común.
3.             El objeto preciso de la actividad contemplada puede recibir el nombre de sociología sagrada, por cuanto implica el estudio de la existencia social en todas aquellas manifestaciones en que se manifiesta la presencia activa de lo sagrado. Se propone así establecer los puntos de coincidencia entre las tendencias obsesivas fundamentales de la psicología individual y los estructuras dirigentes que presiden la organización social y ordenan sus revoluciones.
El hombre valora al extremo ciertos instantes raros, fugitivos y violentos, de su experiencia intima. El Colegio de Sociología parte de ese dato y se esfuerza por descubrir movimientos equivalentes —en el corazón mismo de la existencia social— en los fenómenos elementales de atracción y de repulsión que la determinan, así como en sus composiciones más acusadas y significativas, tales como las iglesias, los ejércitos, las cofradías, las sociedades secretas. Tales problemas principales dominan este estudio: el del poder, el de lo sagrado, el de los mitos. Su solución no es tan sólo materia de información y de exégesis: es necesario, además, que abarque la actividad total del ser. Por cierto, necesita una labor emprendida en común con una seriedad, un desinterés, una severidad crítica capaces no sólo de acreditar los resultados eventuales, sino de imponer respeto desde el principio de la investigación. Empero, oculta una esperanza de orden muy distinto que da todo su sentido a la empresa: la ambición de que la comunidad así formada se desborde de su plan inicial, se deslice de la voluntad de conocimiento a la voluntad de potencia, se convierta en núcleo de una más vasta conjuración. Oculta el cálculo deliberado de que ese cuerpo encuentre un alma.


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