martes, 11 de septiembre de 2018

Entrevista de José María Nadal Suau a Cristóbal Serra (Campo de Agramante, Otoño de 2010)


Cristóbal Serra, una vorágine pendular
José María Nadal Suau
En un quinto piso de la palmesana Avenida de la Argentina. En cierta pared, cuelga un retrato de Cristóbal Serra cuyo autor lo imaginó vestido con su poncho peruano —que existió— y sacando de paseo a un caimán melancólico. En la imagen, Serra anda descalzo, pero no lo imagino, a sus 87 años, dando tal muestra de imprudencia. Hace poco, José Carlos Llop confesaba que el autor de Péndulo fue su mejor universidad. Reivindicado por unos y otros, suelen exhibirse las opiniones entusiastas de Octavio Paz, Joan Perucho o Pere Gimferrer para convencer al ignorante de la enorme calidad de la obra de Serra. A caballo entre el existencialismo cristiano y el más refinado antimodernismo, este escritor ha transitado su siglo ejecutando una danza infantil, esto es, imaginativa. Habría sido colérico si no fuera tan bueno, y también tan, tan isleño. En Mallorca, todos le debemos mucho; fuera de ella, la literatura está en deuda con él.
Usted no fue un escritor muy precoz, y cuando al fin se dio a conocer lo hizo situándose al margen de cualquier moda reconocible. En consecuencia, ha recibido calificativos que remarcan siempre su excentricidad: "raro", "heterodoxo", etc. Por ello, tal vez la primera pregunta que debería hacerle es la siguiente: ¿Cuál es el origen de su literatura? ¿A qué necesidad obedece?
Es cierto, por alguna razón, he sido un escritor tardío. En todo caso, recordemos que antes de lanzar mi primer libro ya había publicado una versión del Tao que constituyó, en 1952, una verdadera novedad en nuestro país. Así que primero fui traductor, y luego escritor. Ya te puedes imaginar que, en algún momento, no ha faltado quien haya querido negarme esa segunda condición ensalzando la otra, todo para herir mi vanidad. Bueno, quienes lo intentaron dieron en hueso. O mejor, en la coraza que llevo bien puesta desde hace tiempo.
Pero hablemos de cuando tenía 30 años, porque fue entonces cuando empecé a escribir. ¿Por qué empecé tan tarde? Primeramente, porque nunca me he sentido tan capaz como otros ni he sentido el estro de la creación, al menos en la juventud, al contrario de Rimbaud. Pero sí lo sentí más tarde. Y cuando se manifestó, lo hizo de la más viva forma, como un estado interior ígneo que me impulsaba a seguir una determinada senda. Aunque, si he ser sincero, incluso en ese momento yo sentía cierto pánico a la escritura, me sentía casi como si fuera a ser objeto del ridículo si lanzaba un libro.
Eso me recuerda al modo en que el profeta Jonás, en la relectura que usted escribirá del texto bíblico, teme ser humillado por los ciudadanos de Nínive.
Bueno, sí, algo de eso hay, qué duda cabe. No vivimos una época que se tome muy en serio a los escritores, ni tampoco los asuntos del espíritu. Y desde luego, no es una época muy dada a aceptar hondas disidencias como mía.
Y es que debes tener en cuenta que, mientras Occidente se precipitaba en una civilización cada vez más mecánica y urbana, yo tuve la suerte de vivir de cara a la naturaleza; encima, se me agudizó la sensibilidad con una enfermedad que padecí en torno a los veintiún años, al término de la Guerra Civil. Fue un período terrible, el de la primera posguerra. Yo debía entrar a filas cuando acabó la contienda, pero naturalmente me dieron por inútil temporal porque yo, entonces, estaba enfermo. La tisis me ha marcado muchísimo y esa marca se deja ver en Péndulo, un libro en el que se refleja mucho quién era yo en aquellos días.
Péndulo (1956) constituye, de hecho, su "primicia literaria".
Sobre todo, Péndulo es un libro clave para entender el conjunto de mi obra. Algunos no han sabido ver que yo escribí un libro muy original en el contexto de la literatura española de los últimos tiempos. Péndulo no es una mera copia de otros modelos, aunque mantenga conexiones con Pluma de Michaux, que yo solo conocía parcialmente gracias a una antología que me proporcionaron unas vecinas francesas. No, Péndulo es hijo de circunstancias muy personales. En mis pesadillas de juventud, yo me sentía un péndulo. En la casa de Andratx en la que vivía, mi abuelo tenía un montón de relojes de péndulo, que sonaban en aquella tupida atmósfera de silencio y soledad de posguerra... Eso me provocaba pesadillas y, más aún, una cierta identificación. Yo mismo me hacía llamar Péndulo, porque padecía un desasosiego de lo más pendular.
Entonces, ¿puede leerse el libro en clave autobiográfica? La cuestión tiene su miga, porque muchos han querido leer así buena parte de su obra, no sólo de este primer título.
Yo tengo unos cuantos heterónimos, quién lo duda, y Péndulo bien podría ser uno de ellos. Y mi literatura topa con mi biografía, esto también es irrebatible. Pero al mismo tiempo, aclaremos que no pueden confundirse, porque muchas circunstancias de mis libros son completamente hijas de mi imaginación. Creo que a mi obra la define mejor la imaginación que no mi anécdota vital.
Bueno, pues le planteo otra discusión recurrente sobre su obra: narración, diario, poesía... ¿Qué es lo que usted escribe?
No le concedamos a la estrechez de los géneros literarios más importancia de la que tiene. No sé si es tan importante distinguir el género de un libro... Hombre, de una persona sí, claro, ¡pero de un libro...! De lo que sí estoy convencido es de que en Péndulo yo me expreso con una prosa auténticamente poética, el espíritu del libro es poético. Esto debería bastar. Léete la "Autocrítica" que lo abre: allí aclaro que es necesario tener en cuenta que, desde Rimbaud, existe el versolibrismo. Bueno, pues yo me he entregado a él.
Por otra parte, hay que observar estas líneas de Baudelaire —don Cristóbal se levanta, examina su infinita biblioteca, extrae un viejo volumen, se sienta de nuevo y lee—: "No está lejos el tiempo en que toda literatura que rehúse andar fraternalmente entre ciencia y filosofía será una literatura homicida y suicida". Pues bien, a mis treinta años yo no había leído esta declaración, pero escribí una literatura que cabalga entre la ciencia y la filosofía. Cuando era joven, yo leía poca literatura pero mucha filosofía, sobre todo occidental, aunque había ya intuido, interiormente, el taoísmo. Después, claro, también lo leería a través de libros que me proporcionaron un grupo de extranjeros, los amigos del pintor Cook, que habitaban en el barrio del Terreno y tenían una formación oriental. De todas formas, este grupo se inclinaba más bien hacia otros ismos que a mí no me interesaban, como el brahmanismo.
Ya que lo cita, ¿Qué valores ha encontrado el occidental, y cristiano, Cristóbal Serra en la lejana tradición taoísta?
El taoísmo no es lejano ni inmediato, sino que es una propuesta antigua que para mí, en lo esencial, no ha sufrido deterioro alguno. En el taoísmo encontré la expresión perfecta de una convicción propia, a saber: que la raíz de todas las cosas es sutil. El Tao sostiene que no se deben destruir las cosas del universo, que es precisamente lo que más hace el humano. "Sé ilusorio", nos dice esta tradición; "aparenta no existir, sé quieto como el agua clara". El taoísta cree que la profundidad puede ser la base de una persona, y la sencillez su máxima norma de conducta.
He dicho en más de una ocasión que uno de los aspectos más importantes y característicos del taoísmo es la inacción. Hay un "no" en el taoísmo: Lao Tse, como Chuang Tse, no eran el "anti", sino el "no". Postularon siempre la inacción, el no-pensamiento y la no-moral, porque desconfiaron del frenesí a que lleva la actividad extrema. El no-pensamiento nos pone en guardia contra su reverso el pensamiento, fuente de escisiones. La no-moral es fuente de salud moral. No hay demasía que no sea mala, y la de la moral puede ser hasta dañina.
Y sobre todo, el misticismo se aviene con el humor. El Dios cristiano necesita su pulgarada de "sal", y no digamos los otros dos monoteísmos peleones, que llenan las crónicas de sangre por estar mancos de "sal".
Aparte de estas apreciaciones, no dejemos de leer a Chuang Tse. Nada hay más sutil para leer en nuestros tiempos hórridos y destemplados. En su obra, considera el mundo como irremediablemente inmerso en un embrollo, del que puedes salir gracias a sus fantasías irreprimidas y su lenguaje jocoso. Aunque su lenguaje es mudable, pasando de lo serio a lo humorístico con una facilidad sorprendente, es tan vivaz que te deja de veras saciado. Los cimientos de su pensamiento son grandes, hondos y nada corrientes...
Vuelvo a los cimientos literarios de Cristóbal Serra, que se hallan en Péndulo. Esta historia de un individuo atormentado, perdido en una ciudad despiadada, escindido entre la materia y el espíritu, ¿es una tragedia?
Más bien, es una tragicomedia. Y es que, en el fondo, yo siempre he tenido el concepto de que era un tanto humorista. Por eso, dudo que el libro sea tan serio como tú planteas, aunque al mismo tiempo es tremendamente serio porque el humor puede serlo, especialmente el humor negro. Recuerda que elaboré una Antología del Humor Negro Español para la editorial Tusquets. Ese trabajo lo abordé porque me parecía que André Breton carecía de sentido del humor. Yo se lo dije a Octavio Paz, que discrepó de mi idea porque, a fin de cuentas, era amigo de Breton. Pero en fin, desde luego Breton no entendió la tradición literaria española, que rebosa un humor tan negro que es más bien puro amarguismo. Y por eso elaboré esa Antología, para contrarrestar los silencios que la Antología del humor negro bretoniana mantiene sobre la literatura española. Y es que los surrealistas a menudo eran muy distintos de lo que creían ser. Por ejemplo, en el fondo no entendían de verdad la tradición oculta, porque eran demasiado racionales, aunque creyeran lo contrario.
Pero vuelvo al tragicómico Péndulo. El humor, insisto, siempre está presente en mi obra. En el caso que nos ocupa no es un humor mecánico, sino que nace de la tragedia del personaje y de la mía propia. Yo he tenido experiencias y estados en los que he vivido con una conciencia dolorida, con una sensibilidad muy lacerada... En fin, mira, soy un ser lastimado, en Péndulo; un ser bastante herido... Cuando escribí el libro, yo ya había estudiado en Barcelona y Madrid, ya había conocido la vida de la posguerra, y todo ese bagaje tremendo lo llevaba a cuestas.
A mí Péndulo me parece, como usted sabe, un libro existencialista. Ya lo he dejado escrito en algún sitio.
Y es una lectura aceptable, claro... ¡Aunque pueden darse varias! Pero sí, en aquella época, escribí un libro que puede considerarse existencialista antes que surrealista o dadaísta. Eso sí, el existencialismo no había tenido ningún humorista. Kierkegaard tiene humor, de acuerdo, pero es otra cosa. Camus ofrece, como ya he dejado escrito, "máximas de buena salud moral", pero no humor. ¡Y piensa en Gabriel Marcel! ¡Qué tío tan macizo y molicio!
Por otra parte, mi libro tiene matices intransferibles, me parece. Por ejemplo, la niebla que en él aparece es un concepto muy interesante ajeno a la obra de los existencialistas. La niebla le da una característica propia de poesía crepuscular. Recuerde que, según el Eclesiastés, la vida no es vanidad, como suele traducirse, sino humo o niebla. En mi obra, la presencia de ese fenómeno indica sencillamente que el ser no puede alcanzar un pleno conocimiento de ninguna forma. Tal vez por ello, el libro incluye una serie de aforismos, género que ya no me abandonará jamás.
Ni tampoco lo abandonará esa condición "crepuscular", ya que lo cita.
Exacto.
Si miramos más allá de Péndulo, su literatura luego crece, se ramifica, pero hay una línea conductora. Esto me parece curioso en alguien que afirma llegar tarde y casi accidentalmente a la literatura. Tan accidental no será esa llegada, si luego una misma sensibilidad se mantiene coherentemente a lo largo de cincuenta años.
¡Pero todo esto es inconsciente, irracional! ¡No juzgues de tan racional a alguien como yo, que no soporta a Hegel! —ríe; y cuando yo respondo con una carcajada, don Cristóbal me señala, divertido, y aún ríe más—. Bueno, seamos más concretos: yo escribo racionalmente, pero creo irracionalmente. Mi estilo tiene mucho que ver con la rebeldía de los concisos, tanto en lo filosófico como en lo literario. ¿Qué entiendo por ello? Toda la vieja filosofía de Heráclito, Lao Tse o Confucio se nutre de la soledad, de la concisión... también Marco Aurelio se abreva en esa fuente. Soledad y concisión están en la entraña del aforismo poético. Ahora mismo recuerdo que, en una de sus versiones de los libros confucianos, Ezra Pound pone en boca de Confucio lo siguiente: "los concisos no incurren en error".
Y si bien lo miras, el mismo Péndulo tiene un poco que ver con el Wozzeck de Büchner, que también se nutre de esa concisión: ¡cuando conocí esa obra, me sorprendió mucho el parecido! E incluso hay algo de Péndulo en los cuentos jasídicos. ¿Ves? A medida que vamos hablando, voy advirtiendo que soy un escritor singular dentro de la literatura española, o al menos me permito creerlo así. Muchos críticos no han reparado en ello porque... Hombre, pues porque algunos no tienen una mirada crítica muy aguda. Claro.
Bueno, debe decirse que el nombre de Cristóbal Serra va ganándose un lugar propio en nuestra literatura, ¿no? La miopía va corrigiéndose
Bueno, no sé... Tampoco sé si importa... Ha habido críticos muy amables, como Ignacio Soldevila o Rafael Conte. Claro. Y muchos otros.
Volvamos a su confesión: es usted un escritor singular, no cabe duda. Hablar de Cristóbal Serra es hablar de originalidad. ¿Y dice usted que no ha sido deliberada tanta originalidad y heterodoxia?
No, yo no he pretendido originalidad alguna. Si hubiese pretendido ser original, no lo hubiese logrado. Quienes pretenden serlo y se manifiestan muy originales, acaban por no serlo tanto. Hay muchos en nuestra literatura de la posguerra que han jugado a ser originales, y a mi juicio no lo son en absoluto.
¿Algún nombre en particular?
(Riendo) Hombre, hombre, no tenemos que meternos en líos... Bueno, por ejemplo: últimamente he vuelto a leer a Giménez Caballero... Pues fíjate que su forma resulta bastante original, pero su creación no. Le falta imaginación. Yo me he caracterizado por tener una prosa imaginativa, y eso es así porque me apoyo en la imaginación.
El ejemplo perfecto de lo que dice son los dos viajes quiméricos a Cotiledonia que ha escrito, ¿no?
¡Ah, Cotiledonia es un informe sobre los hombres! ¡Más aún, es un informe flagelador! Verás, la creación de mi feudo cotiledón nació de un deseo de evasión. El mundo que me rodeaba no era nada prometedor, y encima trabajaba como profesor, que es un oficio de gran dureza... Así que los alumnos hacían ejercicios y yo inventaba palabras.
Cotiledonia aclara muchas cosas acerca de mi visión crítica de nuestra civilización. Viaje a Cotiledonia es más feérico, más maravilloso, y se nutre de una experiencia mediterránea. Muchos quisieron ver en ese "albaricoque terrestre" que yo describo una parodia de mi isla, pero por supuesto el libro precisa una lectura mucho más amplia. Por otra parte, es un libro que tiene una plasticidad mayor que el segundo viaje, Retorno a Cotiledonia. Lo que ocurre es que este otro tiene una acritud tremenda.
Hay más aforismo en Retorno. Pero no hay tanta poesía narrada como en el primero. El primero me parece eminentemente poético, el segundo solo relativamente, aunque más incisivo. En todo caso, ambos viajes me permiten descubrir en la inexistente Cotiledonia todas las fallas de nuestro propio mundo: el dinerismo, el materialismo, la fe absurda en el progreso indefinido...
Disculpe, pero toda esa parte lúdica de estos libros, con la creación de topónimos y nombres de lo más imaginativos Todo eso puede parecer en una primera lectura, como usted mismo decía, un ejercicio de evasión más que otra cosa.
Es ambas cosas, ambas cosas. Sobre todo en el primero, porque en el segundo ya no quiero evadirme. Allí quiero asentar más el pie sobre el suelo, y entonces ¿qué me encuentro? Pues me encuentro con una civilización que está maldita. La nuestra.
En esos libros, sigo la tradición de los viajes imaginarios, que son un arquetipo marcado por Swift y el Erewhon de Samuel Butler. Como sabes, a ambos los he traducido: El cuento de un tonel de Swift y los Cuadernos de Butler. Bueno, pues sus viajes imaginarios son magníficos, y demuestran que la imaginación puede entender el mundo mucho mejor que la razón.
El género del viaje quimérico es fascinante, y más amplio de lo que la gente cree. Hay obras que no se tienen por tales y yo creo que lo son: el Infierno de Dante, el Quijote, El Criticón de Gracián, Los Sueños de Quevedo e incluso La Odisea son viajes quiméricos. Además, Quevedo y Gracián son los únicos españoles que han hecho una prosa un poco surrealista sin saberlo, me recuerdan incluso a la Alicia de Carroll. Son, desde luego, mucho más surrealistas que Breton y sus amigos, que de quimeras entendían poco.
En sus memorias Las líneas de mi vida, explica usted que leía El Criticón durante la Guerra Civil. ¿Es un libro importante para usted?
Es importante, claro, como tantos otros. Pero sobre todo, El Criticón es uno de los libros geniales de la literatura española, una obra poética cuya alegoría me interesa menos que la sorprendente originalidad que obtiene sin pretenderlo. Qué observaciones, qué poético me resulta. Y El Crotalón, que tanto gustaba a Cela, está casi a la altura. Gracián tiene hasta humor negro, y un pesimismo terrible que parece provenir del Eclesiastés. Pero claro, como es un libro hermético, en consecuencia es impopular.
En fin, yo creo que Los Sueños y El Criticón son lo mejor de la literatura española, aunque no creen un arquetipo tan universal como el Quijote. Borges, por cierto, no entendió El Criticón. No es lo único que no entendió, por otra parte: a veces se me hacía enfadoso Borges, con sus opiniones tan arbitrarias y su manía de menospreciar la literatura española. ¿Ves? Borges es otro autor que pasa por cultivar la literatura fantástica, cuando menos fantasioso no puede ser. Todo esto no quita que fuera un conversador genial y, a trechos, un buen escritor.
Volvamos a usted. Su obra abunda en el fragmentarismo, el uso de recursos de vanguardia y la libertad absoluta, rasgos propios de un moderno, de un romántico. A cambio, a veces su formación puede parecer más bien clásica. ¿Qué etiqueta le resulta más cómoda?
Sin duda, soy más romántico que clásico. A lo mejor parezco clásico en el estilo, pero en el fondo soy mucho más romántico que clásico. O mejor, más arcaico que clásico. Porque muchos de los clásicos no son arcaicos. Fíjate en los romanos, no son nada arcaicos y son la fuente del clasicismo. Hay períodos románticos y otros clásicos. Casi toda la literatura latina es clásica, los trovadores no. A los poetas del Trobar-clus los caracteriza la concisión. Se podría trazar, insisto, una genealogía de mi estilo, que viene de todos los concisos. Me encuentro con una cosa esencial para expresarme siempre: el aforismo, al que no he llegado voluntariamente, me ha llamado él.
¿Cómo definiría el aforismo?
El aforismo tiene por base que hay dos clases de pensamiento: el continuo (profesoral, racional), y el discontinuo, en el que aparece la necesidad del fragmento. Este último es el mío, el que da lugar a la idea del fragmento, al quintaesencialismo.
Mi tradición es la de los concisos, los de expresión espartana o lacedemónica: la literatura salteada y el pensar solitario. Ahora bien: puede haber una expresión lacedemónica que no tenga un fondo poético, como la máxima. La máxima es otra cosa, más filosófica o ética. No nos confundamos.
A mí lo que me gusta es el aforismo, algo que se refleja en un libro que no tuve que elaborar de forma paulatina, Efigies. Era un caudal que se había ido acrecentando, una nómina de los aforistas que más me han gustado. Por mi parte, creo que no he escrito muchos aforismos, más bien he dejado muchas nótulas, un género al que yo he dado nombre, que se toca con la nota y linda por el aforismo. Comparte con la primera el gusto desenfrenado por la autonomía y la libertad, y se confunde con el segundo en lo que tiene de aerolito, de caída irremisible. La nòtula pretende ser típicamente literaria y veladamente expresiva, y apenas deje entrever lo que va a decir, es un balbuceo. Al lector incumbe darle remate, porque queda un poco inconclusa. El lector ha de participar dándole ese remate.
Así que vamos a la definición de aforismo. En Tanteos crepusculares he escrito que el aforismo es una elocuencia muda. Los mudos hablan un poco, ¿no? El aforismo ha de tener un fondo poético, ha de tener haz y envés. Por tanto, es muy distinto a la máxima, que es unilateral, que no necesita ciertas calidades internas que tiene el aforismo. La Rochefoucaul, por ejemplo, no es aforista: escribe máximas. La máxima se trabaja, el aforismo es un cortocircuito. Y está el aforismo relampagueante de Blake, aunque ya aparece en Heráclito.
Antes ha calificado El Criticón de "libro hermético". Pero, para hermético, el Apocalipsis. Usted escribió una Guía para descifrar ese texto tan complejo, y nos sorprende intentando descifrar la Historia a partir de las palabras del Vidente. ¿Qué lugar ocupa este ensayo en el conjunto de su trayectoria?
Para responder, tal vez primero debería explicar por qué me interesé por el Apocalipsis. La respuesta es que ese libro entra dentro de lo maravilloso, de lo numinoso en el sentido que Otto le dio al término. De hecho, toda la Biblia tiene muchos sucesos maravillosos, por eso es tan interesante literariamente, especialmente los libros de los profetas. Y el Apocalipsis está dentro de esta onda, es maravilloso, hermético, se presta a que te devanes los sesos para poder entenderlo. Tiene algo de pieza teatral, como todo lo hebreo. Es como una tragedia griega. El Apocalipsis es apacible en las cartas —que son muy herméticas y casi irreductibles a una interpretación total-, pero luego tiene otra parte más catastrófica, en la que anuncia algo que supone una gran inquietud, un germen revolucionario: el Milenio. El término alude a una transformación terráquea. No es que estas páginas anuncien exactamente el final del mundo, sino más bien el final de los tiempos. Se trata de un libro plenamente dentro de la Historia.
Entonces, a su modo de ver, ¿qué se nos está anunciando? ¿Nos tenemos que ir preparando para una lluvia de fuego?
No hagamos caricatura, que luego nos llaman chiflados —ríe—. Insisto, el fin del mundo no aparece en el Apocalipsis, en mi opinión, sino el fin de nuestro ciclo judeocristiano, en el que estamos queramos o no. Lo que viene es un cambio de ciclo. Por cierto, que el socialismo es una concepción parecida a la del Apocalipsis, pero basado en el materialismo. Tengo la opinión de que no todos los judíos son mágicos: algunos tienen una inclinación materialista, otros la tienen mágica. Jesús era un judío mágico. En cambio, otros no me lo parecen: Marx no era un hombre mágico. De ahí que aparezca hermanado con el materialismo. El socialismo es toda una contradicción, me parece a mí. El socialismo utópico o científico es un milenarismo venido a menos. El Milenarismo era algo que mantenía la patrística, pero después ha tenido brotes completamente revolucionarios: la guerra de los campesinos en Alemania... el libro de Larrea trata detenidamente este tema.
Si le quitas el milenio, el Apocalipsis queda completamente falto de su peligrosidad. El hecho de que anuncie una transformación terráquea es prácticamente revolucionario. Se ha de producir una catarsis. Ha de haber un proceso histórico violento. Ahora, visto desde el ángulo ortodoxo, el Milenio fue considerado por San Jerónimo y San Agustín una fábula judaica... ¡pero no lo es! No puedes eliminar el milenarismo de este documento. No puedes, por más que quieras. Pero la Iglesia se declara antiporvenirista, y ha tenido hacia el futuro una mirada que con el tiempo se ha revelado huérfana de finalidad social.
¿Por qué?
La Iglesia tácitamente ha querido considerarse el Reino de Dios en la tierra, ¿entiendes? Ella considera que, con su existencia, ya resplandece el Reino de Dios en la tierra. Pero no es así. Leyendo los Evangelios, ves que eso no es cierto. Esta es mi opinión. El Apocalipsis dice bien claro que ha de venir la época del Milenio, que es una especie de metáfora. Esto es lo que da una gran tensión al libro, y al cristianismo en general: que no puede desentenderse de la vida social; sin embargo, y dicho entre nosotros, la Iglesia se recluyó en cierta manera. Se distanció, tuvo dominio sobre la sociedad pero no supo conceder una concepción de la vida que esa misma sociedad pudiera aplicar.
El cristianismo, en su esencia, no tiene nada que ver con el mundo, es casi de esencia romántica, es como la poesía, y además en sus textos hay mucho de cifrado y de lenguaje figurado. Lo que pasa es que este libro concreto, el Apocalipsis, tiene mucha importancia: en él entendemos que el pueblo judío es el que tiene la clave. A él debemos el concepto de Historia. Judaísmo y cristianismo son religiones históricas.
Este es un discurso complejo...
Es que, no es por vanidad, pero yo soy muy complejo. Hay mucha complejidad en mi literatura.
Sin duda. De la lectura de su Guía del Apocalipsis y de su relato La noche oscura de Jonás, cuyo paralelismo autobiográfico comentábamos antes, extraigo una pregunta: ¿Se da una veta profética en la persona y la obra de Cristóbal Serra?
Leyendo a William Blake o a los profetas, me he hecho la idea de que un profeta es un hombre honrado, un denunciador, un hombre que está un poco a contracorriente. Una cosa es la profecía, y otra el pensar de los rabinos. Leyendo la Biblia, te das cuenta de que los profetas tienen un lenguaje que no es el de la ogma, el del pensamiento convencional que pueda tener un rabino respecto de la tradición, la fe... Los profetas van por otro camino: ellos tienen un estilo propio. Son unos justicieros, tienen un sentido muy vivo de la justicia. Pero además, se dan cuenta de que dentro de la tradición en que viven hay muchas fallas... Piensa que los profetas eran considerados locos, como los poetas. Los llamaban meshugas: los indómitos, los que no gustaban a las mujeres porque no tienen pensar doméstico ni están domesticados. Y no eran ni mucho menos hombres formados como los rabinos: el mismo Oseas era pastor, por ejemplo. No pertenecían a la ogma. Un meshuga era alguien como Ramon Llull, "lo foll", el loco... Llull posiblemente tenía algo de profético, más incluso que el Dante. En el fondo, el profeta es un hombre honrado que denuncia los vicios sacerdotales, sociales, del pueblo judío. Les amenazan con lo que les va a ocurrir por culpa de su conducta. Son críticos.
El mismo Jesús, visto como profeta, era crítico. Jesús es una figura muy interesante, cada palabra suya es misteriosa. Y no es verdad que fuera tan serio: le pasa como a mí, que a mi manera suelo reír. Pero cuando se le ha sacralizado se ha tratado de ocultar esta verdad, porque la risa desacraliza las cosas. Si hablamos de mi obra, por la risa, soy un desacralizador que habla de cosas sacras. Esta es la ambigüedad y sutileza de mi obra, me parece. Ahora bien, yo tampoco iría diciendo que soy un profeta...
Lo que pasa es que la profecía es una especie de engañifa. Muchas no se cumplían, eran más las incumplidas que las que se cumplieron. Por tanto, el profeta era un hazmerreír. La figura de Jonás está marcada por la ironía, porque el profeta tiene mucho miedo a convertirse en profeta. De hecho, y ya que preguntas por mi veta profética, diré que yo he tenido mucho miedo a convertirme en profeta, que es un clown, el payaso al que dan bofetadas en todas partes. Jonás es el clown de la Biblia. Coleridge decía por esto que ese libro era "un monodrama y una burlería". En La noche oscura de Jonás, yo hago su historia más dramática porque le concedo una mujer que seguramente tuvo. Y si no la tuvo, yo se la concedo.
¿Un drama, concederle una mujer? Hombre...
Es que es una mujer incordiadora. Además, debo decirte que entonces, y tal vez también ahora, la mujer estaba contra los profetas, lo mismo que ocurre en mi libro. La mujer era más doméstica. Cuanto más indómito, más profético, más loco, más alucinado era el profeta, menos gustaba a la mujer. Jonás, en todo caso, también me interesó porque la brevedad del libro original me permitió, mira por dónde, ofrecer más detalles de su vida. Yo, todo un defensor de lo breve. Eso sí, la famosa ballena servicial de Jonás a mí no me hizo ningún servicio, porque en ningún lugar del texto se habla de ballena alguna...
Esa ballena escupe a Jonás en su periplo a Nínive. El profeta siempre tiene que ejercer su condición ante la ciudad. ¿La civilización urbana es pecadora por naturaleza?
Sin duda, la ciudad es siempre cainita. Piensa precisamente en la Nínive de mi libro. Es difícil regenerar a la ciudad. Caín es el constructor de ciudades, el hombre urbano; el nómada era Abel. La profecía es propia del desierto, del nómada, del sin techo, del desamparo. ¿Comprendes? Esa lucidez profética nace en soledad, y la ciudad no es solitaria.
Debo decir que en los profetas hay mucha poesía: el libro de Isaías, por ejemplo, es muy artístico. Y luego hay en ellos una hostilidad contra la casta sacerdotal. Jesús también estuvo contra la casta sacerdotal y contra el templo. Su madre, en cambio, no creo que lo estuviera tanto; y sus hermanos lo querían dar por loco, recordemos a San Marcos. Los Evangelios son muy interesantes, por sus recovecos. También me ha interesado mucho la figura de Anna Catalina Emmerick.
La Vidente del XIX cuyas visiones recogió Brentano. ¿Por qué le interesa tanto?
¡No debes haberla leído si me lo preguntas! Sus visiones son extraordinarias, de una lucidez maravillosa. Solo ingería café durante semanas enteras, y desde su celda supo ver cada detalle de la vida de Jesús. Yo, a las visiones de Anna Catalina Emmerick les concedo un absoluto valor histórico. ¡Cuántas cosas habré entendido a través de ese libro!
¿Les concede "valor histórico" ? Comprenderá que los más racionales se sorprendan ante esa declaración
Pfff... —se encoge de hombros y sonríe—. Tampoco es tanta la luz que ofrece la razón. No me preocupa lo más mínimo...
Jesús lo ha fascinado, a usted, hasta el punto de dedicarle dos libros.
Probablemente el Zohar tenga la explicación. Ya sabes que en ese libro se lee que "el nombre influye en la vida del hombre". A mí me pusieron el nombre de Cristóbal, y es una gran carga: me ha exigido mucho. Yo soy "el que lleva a Cristo". Es difícil llevar a Cristo.
Yo me interesé por los Evangelios desde muy joven, los he leído mucho. Quizá en demasía. Y también a San Pablo, aunque eso ya es otro cantar. Es muy difícil salvar la diferencia que existe entre el Cristo y San Pablo. Cristo es más misterioso que todo lo que haya podido decir San Pablo, que también tiene su misterio porque es una personalidad genial de los judíos. San Pablo ha dicho cosas muy tremendas, y ha influido para que existiera la Iglesia Católica. Si algo de profundidad tiene la Iglesia, es por apoyarse en lo que dijo San Pablo a través de Cristo. No es el Cristo histórico, el de San Pablo: es el hijo. San Pablo crea otro pergenio de Jesús, dándole otro fundamento y vigor a la teología católica. Que es una teología sutil, sin duda. No me extraña que, salvo por la sexomanía vaticana y su fe en la resurrección corporal, Blake tuviera tanto respeto por la Iglesia Católica.
¿Es sexómana la Iglesia Católica?
Se ha mostrado demasiado sexómana, sí. Porque, hombre, el sexo es merecedor de tenerle cierta prevención, que no tienen los optimistas del sexo como Whitman, o los que admiten la homosexualidad como un hecho intrascendente. Pero la sexomanía es otra cosa igualmente peligrosa. Al fin y al cabo, el hombre está presa del sexo, en general, y presa de la materia. No puedes anatematizar tanto la materia, ni tampoco puedes entregarte a ella, porque la materia está injertada de Mal, es un injerto del Mal.
Eso es muy tremendo.
Tengo una visión pesimista del mundo: Whitman se me cae de las manos: es un señor de barbas blancas y pechera blanca, muy americano, muy optimista. El optimismo americano ha prevalecido: de ahí que haya aparecido la generación beat, que es muy mala. Gente que se deja barbas de chivo, y dicen cuatro gansadas americanas. Nada que me interese.
Toquemos un último tema, don Cristóbal, creo que muy relacionado con lo matérico: ¿En qué consiste la famosa asnomanía que usted abandera con tanto ardor?
¡Vaya, así que al final de mi vida resultará que soy un abanderado de algo! —ríe—. Bueno, al menos la mía es una bandera un poco disparatada. Pues bien, quienes conocen mis escritos saben que mi arco tiene una cuerda muy especial: soy un tanto experto en cuestiones asininas. O sea, me declaro asnólogo, o asnomaníaco. Este es uno de mis asuntos favoritos, has escogido como última pregunta una cuestión sobre la que podría hablar horas.
Esta manía me viene de lejos, porque siempre he visto que no son pocos los significados del componente "asno". Lo primero que nos ofrece este ser singular es su malditismo, que Papini puso ya al descubierto en su Diario. El asno representa, como el taoísmo, un no categórico, un empecinamiento sabio. "Más pudo el asno oponer que el filósofo resolver", reza un viejo adagio que suscribo. Mi asnología, como no podía menos de ser así, está ligada al Viejo y al Nuevo Testamento, porque en ambos encontré un venero inaudito de conclusiones asininas.
¿Es verdad que una vez contó cuántas veces citaba la Biblia al asno?
En efecto, y eran más de 200, ya no recuerdo la cifra exacta —observa en mí un gesto que le divierte—. Bueno, bueno, no diré que haya pensado noche y día sobre la condición del asno, pero de seguro que he reflexionado más sobre las cosas del asno que sobre temas filosóficos o históricos.
Lo creo. A fin de cuentas, yo pertenecí a la Hermandad Asnológica que usted fundó y sé cómo le divierte este asunto...
¡Ah, la Hermandad! En el libro que escribí sobre el asno, El asno inverosímil, hay un final que no puede ser más explícito. A todos aquellos que puedan pensar como pienso yo, les advertiría que el Asno fue en tiempos pasados (y quién sabe si volverá a serlo en tiempos futuros) un arquetipo animal instructivo. La Hermandad que allí dibujo, como sabes, está presidida por una afirmación categórica: "sin reverencia al Asno, decae toda civilización, pierde ésta su carácter sacro y se hace vertiginosa y alocada". ¡Casi nada!
¡Todo un aforismo!
Paralelamente, subrayo que se ha hecho intolerable el dinamismo de la civilización actual, realmente frenética. En los Estatutos de la Hermandad que dibujo, se pueden leer estas palabras definitivas —tiene el libro a mano y lo abre por la página pertinente, pero apenas necesita consultarlo—: "La Hermandad nace con el objeto de enaltecer al maldito solípedo, que los siglos han maltratado hasta extremos que reclaman justicia. Se erige, pues, en justiciera, y delata a la plebe y a las castas cultas que han demonizado al asno junto con el murciélago, el Cuervo, el Lobo y la Holoturia". ¡Hay que tenerle un respeto al asno, hombre!
Campo de Agramante nº14, Otoño 2010, pp. 19-38.

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