viernes, 7 de septiembre de 2018

A la muerte de Martin Heidegger (I): "Heidegger y el cadáver de nuestra civilización" de Juan Pedro Quiñonero y "En la muerte de Martin Heidegger" de José Jiménez Lozano (Destino, 10 de junio de 1976)


Heidegger y el cadáver de nuestra civilización
El proyecto de una filosofía que nos propone revocar veinte siglos de cultura.
Nietzsche, en «El origen de la tragedia», inició la demolición de los fundamentos de la civilización cristiana. La obra de Martin Heidegger culmina en una indagación etimológica que refuta los cimientos donde ha reposado, durante veinte siglos, la metafísica platónica, la teoría de las ideas expuesta en el «Fedro», raíz de la moral cristiana e inflexión ética y lingüística que la religión ascendente, desde Orígenes, se apropió en un acto de vampirismo cultural de vastas proporciones.
A partir de la «Carta sobre el humanismo» (1946) a Jean Beaufret y «El retorno al fundamento de la metafísica» (1949), Heidegger inicia el desarrollo de tal impugnación. Sus escritos sobre Hölderlin y el origen de la obra de arte, su rescate de los presocráticos, los dos gigantescos volúmenes de su «Nietzsche». desarrollaran su teoría del nuevo humanismo que. tras la muerte de la metafísica, la imposibilidad verbal de continuar «Sein und Zeit», tiene un objetivo único: proyectar los cimientos de la civilización poscristiana, imaginar los fundamentos de otra civilización, aquella que pudo ser, pero que la metafísica platónica abortó en la ética y la estética cristianas. Tal proceso incluirá, pues, un análisis de las imposturas verbales, las falacias y malentendidos verbales en que reposa nuestra civilización. La etimología nos conduce hasta los orígenes de nuestra cultura, y el discurso desmonta los mecanismos a través de los cuales las palabras, los usos verbales, erigieron los templos vacíos don de adoramos a las divinidades perdidas.
No es un azar que Heidegger nos recuerde la actualidad del politeísmo: su búsqueda de unas raíces para la vida del hombre tras la muerte de Dios lo conduce a Heráclito y los presocráticos. Vacía la casa del hombre que se llamó metafísica, hueca la caja que dio cobijo a la existencia del hombre occidental, Heidegger advierte que hubo otras sendas posibles: pero se perdieron pisoteadas por la tropa de filósofos que siguieron a Platón.
Los títulos con que Heidegger jalona su propio discurso son bien elocuentes: HolzwegeCaminos del bosque», 1935-46), Der Satz vom Grund¿Qué significa pensar?», 1954), Unterwegs zur Sprache En camino hada el lenguaje», 1959). El lenguaje será el fundamento donde la existencia se engarza, crece y se multiplica. La etimología, desenredando, como Penélope, la madeja con que las palabras tejieron el paño de la civilización, nos enseña nuevos usos, variaciones, de tan equívocos utensilios. Y así, haciendo oscilar la traducción de las palabras, Heidegger inicia lo que habrá de ser el humanismo poscristiano.
Su legado oscila, pues, entre dos variantes de una pregunta única: la interrogación de las palabras y la interrogación de lo que él llama «el acontecer de la verdad» Desvelar una arqueología de las palabras y la metáforas desemboca en la metafísica anterior a Platón (que había sustituido la diversidad de los mitos originales por el mito por excelencia de la civilización cristiana: «yo», divinidad única que el antropomorfismo cristiano lleva a sus última consecuencias de todo tipo). El devenir de la verdad, tras la interrogación etimológica, nos advierte de un hecho elemental: la verdad no coincide con el concepto de verdad fraguado por nuestra civilización, que entronizó el crimen, la mentira, como normas de conducta, santificándolas en un nuevo concepto, una nueva divinidad, la «historia» (tejido de palabras y leyendas, que es necesario revocar, refutar.
Es bien evidente que «Dios», a partir la revolución industrial, será una categoría que es sustituida, dócilmente, por «Naturaleza» e «Historia»: vocablos tan generales y omnímodos como la divinidad a quien sustituyen, y de quien toman todos sus atributos. La frialdad asesina con que el genocidio y los campos de concentración se justifican en nombre de la «Historia» es bien evidente que tiene su contrapartida en tribunales de inquisición que se sienten iluminados y representantes de los derechos y poderes de la ley divina. El culto a la personalidad de los tiranuelos contemporáneos posee una iconografía y un talante dogmático paralelo al santoral cristiano, con sus mártires, doctores y policías. Las «leyes» de la historia, como las de Moisés, componen un decálogo de prohibiciones y normas de conducta, y aseguran el funciona miento de nuevos códigos militares con qué alimentar a los ejércitos y el derecho a matar, siempre que la sangre derramada lo sea en nombre de la ley.
Así, el legado de Heidegger, en suma, en su fundamentación de un nuevo humanismo, nos enseña, básicamente, los valores negativos de nuestra cultura: cómo despojarnos de la mentira que somos y huir de la palabras que nos suplantan con su cuerpo vacío; cómo escapar a la cárcel que nos habita, fundando nuestra vida en fraudes verbales y tautologías; cómo vivir, cuando los ejércitos de palabras han transformado nuestra vida en un erial tachado por los restos de batallas perdidas.
Quizá, sin duda, Heidegger no nos enseña a responder tales cuestiones; su mérito ha sido muy otro: mostramos que son esas cuestiones que debemos responder, y no otras; enseñamos el camino que nos permita formular, con exactitud, las preguntas esenciales.
Tal proyecto, evidentemente, implica una gramática y una economía de los signos. Una etimología, una arqueología de la palabra, que nos permita conocer con exactitud el carácter verbal (legendario, mitológico) de las arquitecturas que rigen la vida de los pueblos. Y una economía de lo sagrado que nos permita comprender los mecanismos a través de los cuales el intercambio de las mercaderías espirituales reglamenta el comercio de los cuerpos.
Wittgenstein y Bataille, en la historia de las ideas modernas, aportan materiales decimos para comprender, y materializar, tal proyecto. El «Tractatus» es el primer pronto de gramática-filosófica. «La parte maldita» partiendo del célebre «Estudio sobre el Don» de Marcel Mauss, sienta las bases antropológicas para una economía de lo sagrado (la profunda incultura de las escuelas de economismo clásico todavía no han descubierto a Bataille, poniendo bien en evidencia su ignorancia).
Asistimos, nada más cierto, a la caída de civilización cristiana, prolongada y sustituida por las nuevas sectas religiosas (el economismo y la dictadura de la estrategia política). Heidegger nos enseña que nuestra civilización pudo ser otra, que existen cimientos perdidos (Hölderlin los rastrea en «El Archipiélago», y nosotros en nuestra nostalgia del paraíso perdido: la angustia contemporánea es la del hombre que perdió el rumbo de su existencia, de ahí la actualidad de Stevenson: todos buscan un John Silver que nos conduzca a la isla del tesoro), los rastros inolvidables de otra cultura, que nos hace posible imaginar la verdad, la justicia, el deseo: palabras sagradas para nombrar aquello que anhelamos y nuestra civilización ha perdido en la más vil ignominia. La conquista de nuestra libertad, ahora lo sabemos, pasa pues, por la revocación de las palabras que alimentan con nuestras venas el sin vida de una civilización que sólo se sostiene como un cadáver en un hospital de sangre.
Juan Pedro Quiñonero

En la muerte de Martin Heidegger
La memoria del pensamiento y de la propia biografía del filósofo en esta hora puede ser una llamada a la teología católica de hoy.
Por razones eminentemente políticas o incluso de cambio de decorado en la comedia de la historia y de una cultura sometida ella misma al ritmo del consumismo y de la moda, se ha hecho en los últimos años un silencio pesado en tomo a Heidegger, un silencio «en la feria que se tiene por el foro del espíritu», como ya decía el P. Rahner en el homenaje que a Heidegger tributó como maestro en su ochenta cumpleaños. Pero la muerte es necesaria que libre ahora al hombre de todos los juicios provisionales y nos permita enfrentamos con su pensamiento muy lejos de haber sido explotado en toda su riqueza, de modo muy especial en ese ámbito de lo teológico y de lo religioso, que el propio Heidegger dejó, una y otra vez, en blanco en su pensamiento.
En último término, Heidegger no tenía por qué llenar esos blancos, y la incitación que debe recibir el pensador religioso del pensamiento de Heidegger le viene precisamente de esos silencios y del énfasis puesto por el propio Heidegger, en que en todo y en cada ser se debe rastrear un misterio que nos interroga En este sentido es como ha influido en lo mejor de la teología católica del siglo XX y como se ofrece aún a más profundas reflexiones por parte de esa teología en cuanto ésta vuelva a recuperar la confianza en sí misma.
La teología católica de este momento, en efecto, atraviesa por una especie de vergüenza de sí misma o, mejor diríamos, por la oscurísima noche de sentirse inútil, vacía, reducida a nada. En realidad está atravesando por la experiencia de «el nihilismo a las puertas», que el mismo Heidegger describió como una experiencia ineludible para el mundo del pensamiento y de los valores del mundo de después de Nietzsche. Sí Dios, como fundamento suprasensible y como fin de todo lo real está muerto —escribía a propósito del «Dios ha muerto» nietzscheano—, si el mundo suprasensible de las ideas ha perdido su fuerza obligatoria y sobre todo despertadora y constructiva, ya no queda nada a que el hombre pueda atenerse y por lo cual pueda guiarse. De ahí que en el pasaje leído (el pasaje de «Dios ha muerto») figura la pregunta: ¿No vagamos como si fuera por una nada infinita? La frase «Dios ha muerto» contiene la comprobación de que esa nada se ensancha. Nada significa en este caso ausencia de un mundo suprasensible, obligatorio. El nihilismo, «el más inquietante de todos los huéspedes», está a la puerta.
La teología católica, por otra parte, ha quedado muy resentida y marcada por la utilización que de ella se ha lucho en el plano político para la sustentación de las más crueles dictaduras, exactamente como el nazismo aprovechó el pensamiento heideggeriano para apuntalar el mito nacionalista y racial, y teme que la reflexión en tomo al misterio y a lo inefable la lleve a apoyar nuevas irracionalidades políticas. Ha preferido, en amplias zonas al menos, proporcionar una reflexión para la liberación política y económica de los oprimidos y para la protesta contra toda alienación. Hada hay que reprocharla por ello. La teología, desde luego, no puede andar por ahí con su túnica impoluta mientras miles de hombres son sacrificados en sus vidas o en su humanidad, pero para eso no necesita convertirse en antropología ni en puro discurso político. El discurso teológico tendrá que seguir siendo sobre Dios y sobre la ligazón misteriosa que existe en cada cosa con el ser.
También la teología católica tiene que reprocharse, en mayor medida aún que Heidegger, el no haberse levantado contra la idolatría hitleriana o el haber suministrado categorías teológicas a otras dictaduras, pero ahora tampoco puede hacerse cómplice de otras visiones totales y totalitarias del hombre y de la historia, aunque ostenten un rostro de racionalidad, de eficacia o incluso de renuencia ética: el marxismo o la civilización tecnológica, por ejemplo.
La muerte de Heidegger, la equivocidad del pensamiento de Heidegger y del mismo pensamiento católico con la irracionalidad política —el nazismo— es, sin duda, otra urgencia para plantearse la lucidez ante la fascinación de nuevas equivocidades o la fascinación de la derrota y del nihilismo.
José Jiménez Lozano
Destino, Año XXXVIII, No. 2019 (10 jun. 1976), pp. 30-31

2 comentarios:

unatemporadaenelinfierno.net dijo...

¡¡¡Cómo agradecerte el rescate de ese texto...'????!!!!!
Graciassss

Q.-

Don Cogito dijo...

No hay que agradecer nada. Es un gran artículo. De lo mejorcito que se escribió en España a la muerte de Heidegger.