jueves, 6 de septiembre de 2018

Julián Marías: "El Crepúsculo Industrial, S.A." (Destino, 6 de noviembre de 1954)


El Crepúsculo Industrial, S. A.[1]
EN una vieja ciudad castellana se encuentra un rótulo en el local de una modesta industria: «LA INTIMIDAD — FABRICA DE HIELO». Me he acordado de este título y de lo que sugiere al pensar en el de una sociedad recientemente establecida en los Estados Unidos, en New England, que ha iniciado sus primeros talleres en Haverhill, una pequeña ciudad de ese Estado de Massachusetts que algún tiempo ha sido mi mundo: «Sunset Industries, Incorporated», que se podría traducir algo libremente «El Crepúsculo Industrial, S. A.» o más literalmente, «Industrias de la Puesta del Sol». La originalidad de esta sociedad consiste simplemente en que «sólo» recluta su personal entre hombres y mujeres de sesenta años en adelante. Las mujeres que constituyen el primer taller tienen entre 60 y 78 años: una de ellas es bisabuela.
Esta sociedad no hace sino tomar en serio una situación característica de nuestro tiempo, cuyas consecuencias son en parte previsibles — pero hace falta molestarse en preverlas—, en parte difícilmente imaginables: el hecho de que los hombres y mujeres del siglo XX no se deciden fácilmente a morir, ni siquiera a declinar. Hasta hace pocos decenios, en efecto, la gran mayoría de los hombres habían muerto antes de cumplir les 60 años; sólo quedaban «supervivientes» de mayor edad, y esto en un doble y hasta triple sentido: 1º, eran numéricamente, muy pocos, 2º por ello, «las formaciones» que habían substituido antes estaban maltrechas y desarticuladas, 3º estaban — salvo excepciones— en franca decadencia física y, sobre todo, moral. La vejez sobrevenía muy pronto, en parte por causas fisiológicas, en parte por una cuestión de actitud; cuando se empieza a decir — en broma y sin creerlo— «yo ya estoy viejo», «a mis años», etc., al cabo de algún tiempo todo eso resulta verdad. Hace ahora ochenta años la infanta carlista doña Nieves de Braganza, llevada por los azares de la guerra civil, llega a la ciudad catalana de Ripoll; allí se hospedaba de una familia; la mujer, de gran belleza, es conocida con el nombre de «la Rubia de Ripoll», la infanta, en sus Memorias, se admirara: qué belleza, qué cutis terso, qué cabellos dorados; le dicen la edad de la guapa catalana: veintiocho años; y no puede creerlo, no puede comprender que a esa edad esté tan joven y hermosa, tenga esa piel y esos cabellos; porque a los veintiocho años, insiste, no se puede decir, de ninguna manera, que una mujer, aunque sea casada es joven. A los veintiocho años, «la Rubia de Ripoll» tenía la obligación de entrar en el crepúsculo y dar a sus cabellos áureos una luz de poniente.
Según cálculos aproximados, la duración media de la vida humana en 1500 era de 22 años, en 1700 de 34; en 1800 de 46; en 1960, de 49; en 1953 de 69. Se ve, desde luego, que el siglo XX tiene algún misterio. Pero estos datos sirven de poco, porque son demasiado complejos: no se trata, claro está, sólo de la longevidad, sino de la enorme disminución de mortalidad infantil, la desaparición de muchas enfermedades graves y de la gravedad de otras que persisten, pero domesticadas por la cirugía o los antibióticos. Es interesante ver lo que ocurre sólo con los en los viejos: en los Estados Unidos las compañías de seguros consideran que la vida medía probable es hoy de 68, 8 años para los hombres y 72,1 para las mujeres; las probabilidades de que un niño nacido en 1938 alcance los 65 se calculaban en el 53 por 100; para el nacido en 1953, el porcentaje es 64 — si es niña, 74—. Y no es sólo esto: los 65 años no son un límite, sino una edad casi se calcula casi “media” que más de la mitad de los de esa edad vivirán todavía 12 años, una quinta parte 20 años más; para las mujeres, la situación es increíblemente favorable: la mitad de las que tiene 65 años llegarán a 80, la quinta parte alcanzarán los 88, Hay ahora en los Estados Unidos 13 millones y medio de personas de más de 65 años; a finales de siglo se prevé que haya 26 millones.
Esto quiere decir que habrá generaciones compactas con sus cuadros firmes, con su estructura; es decir, que en lugar de supervivientes del gran naufragio de la ancianidad, «Rari nantes in gurgite vasto», dentro de poco tiempo habrá «una generación más» en el escenario histórico; y habrá que plantearse el problema de la dinámica de las generaciones en esta nueva situación, y por tanto de su duración e intervalo, posiblemente distinto al alterarse de modo perceptible ese elemento de la estructura empírica de la vida humana que es el esquema de las edades.
Pero no es este aspecto colectivo el que en este momento me interesa, sino la nueva situación que en la vida humana «individual» introduce esta longevidad estadísticamente frecuente, con la cual, por tanto, se va a empezar a «contar». que va a funcionar en nuestro horizonte. La expresión que emplean las compañías de seguros americanas, «life expectancy», expectación o esperanza de vida, tiene un sentido abstracto y estadístico, que es el que a ellos les interesa, y no el otro concreto, imaginativo y cordial: lo que cada uno de los hombres espera como probable e incierto límite de su vida terrena.
Hasta ahora se contaba con que la vida terminaba hacia los sesenta años; por lo menos, su fase activa; piénsese en las connotaciones sentimentales de la palabra «sexagenario», y en la irritación que producen a todos los sexagenarios actuales. Las formas de la vida colectiva estaban determinadas por esos supuestos, y se contaba con que los hombres, al llegar a cierta edad catre 60 y 70—, dejan de funcionar: es la edad de la jubilación o el retiro, del paso a lo hoy se llama «clases pasivas». Ahora resulta que las clases pasivas no lo son, sino que se sienten capaces de plena actividad. Pero ésta — y, por tanto, la figura de sus vidas — resulta problemática.
Caben, en efecto, dos posibilidades bien distintas, que podríamos denominar así: continuar o empezar de nuevo. En unos casos, la tendencia es aumentar la edad del retiro; en muchas universidades americanas es de 65, en otros casos de 68; en pocos se llega a la de 70, normal en Europa; se trata de establecer este tope o incluso otro más avanzado; una innovación mayor es la desaparición de la edad forzosa de retiro; desde cierta fecha, una comisión decide si el trabajador continúa en activo o debe retirarse; es decir, no es la edad, ninguna edad, la que aparta del trabajo activo, sino las condiciones del individuo.
Pero hay otra tendencia, que en los Estados Unidos se manifiesta claramente: un paradójico retiro temprano. Los amplios ingresos del norteamericano medio, la adquisición de una casa propia y otros medios desde muy pronto, el ahorro, todo ello permite a muchos, desde el punto de vista económico, retirarse a los sesenta años, tal vez antes, Y no son pocos los que lo hacen, muchos más los que lo desean.
Pero hay que preguntarse: ¿Retirarse de qué o a qué? Porque no se debe aceptar tan llanamente la interpretación negativa del retiro. Se trata de retirarse de la profesión ejercida hasta entonces, pero no para aguardar una melancólica extinción sino para iniciar nuevas actividades. Éste es el fondo de la cuestión: la idea de la “vida nueva” que empieza cuando antes se pensaba que estaba terminando la vida.
Probablemente, antes de tener formas profesionales esta actitud germinó en las mujeres americanas. Estas se casan pronto — antes de los 21 por término medio —; en un país sin servicio doméstico, trabajo de la casa y el cuidado de los hijos constituyen una pesada carga; las mujeres trabajan esforzadamente durante muchos años. Pero llega un momento en que los hijos están ya criados, son independientes, tal vez se han casado, en todo caso están en sus años de «college», casi siempre en otra ciudad; y las madres, gracias a una buena constitución racial, dieta adecuada, ejercicio y artes cosméticas, se encuentran a larga distancia de todo asomo de vejez. Entonces puede empezar la segunda vida, con tiempo libre para ellas mismas, con libertad para planear su vida sin sacrificarla al cuidada apremiante de los hijos. Muchos matrimonios, al quedarse más o menos solos, vuelven a mirarse con ojos distintos y a planear nuevos programas.
Al hacer los nuevos proyectos para la segunda etapa, se produce también una crisis en el hombre. ¿Por qué seguir haciendo lo mismo? Hay que advertir que los americanos tienen mayor propensión a cambiar de trabajo, puesto o residencia que los europeos — una de las razones es la mayor semejanza entre las ciudades de los Estados Unidos que las de Europa: la diferencia que existe entre vivir en Providente o en Baltimore no es comparable a la que significa vivir en Granada o en Oviedo, en Múnich o en Heidelberg—. Tal vez la pareja ha vivido años y años en no clima duro e inhóspito, en Iowa o en North Dakota; ¿por qué no intentar California o Florida? Todo lleva a la actitud de «volver a empezar».
Pero esto tiene algunos supuestos delicados. Uno de ellos, la capacidad de modificar sustancialmente el proyecto vital; lo cual implica una cierta insolidaridad con el pasado, por una parte; una elasticidad juvenil, por otra. Además, pone al descubierta con una sinceridad que no es frecuente, el hecho de que los hombres no suelen vivir de acuerdo con su vocación. Existen en el mundo infinitas tareas para las que los hombres no se sienten «llamados»; las realizan, sin embargo porque son necesarias — colectivamente —; porque tienen que vivir — individualmente—; pero la ilusión que producen es muy moderada. Muchos hombres aceptan que las cosas sean así; algunos acaban por sentir la ilusión de la tarea cotidiana, la realizan con «amore», ponen en ella una buena parte de sí mismos, y al quererse, la quieren; otros se amargan, se agrian, fermentan en descontento y rencor; bastantes jamás piensan en ello, porque ni siquiera se les ocurre que la vida pueda ser de otra manera. Muchos americanos, al llegar a los sesenta años, tal vez antes, abandonan el «trabajo» en sentido estricto, impuesto, profesional, forzoso, penoso, aburrido, sin interés, y se dedican a iniciar lo que Ortega llama «ocupaciones felicitarías»; que, por lo general, consisten en otro trabajo, tal vez de tanto esfuerzo.
Trabajo, pero «otro». El elegido, no automáticamente designado por las circunstancias. Esto hace que el impulso vital se renueve, como un proyectil al que se hace seguir avanzando con un nuevo cohete. La trayectoria, que iba ya de vencida, que pronto tocaría el suelo, vuelve a tenderse y avanzar hacia un horizonte más lejano: es una nueva forma del elixir de la juventud.
Porque lo que quiero decir es esto: el aumento de la vida media humana y de la conservación del hombre a edades avanzadas es la causa de que se esté llegando a nuevas estructuras sociales, de que se vuelva a empezar, de que los profesores legalmente jubilados por las Universidades sean contratados por otras, que organizan una espléndida «faculty» de «viejos oficiales», que juvenilmente despliegan las velas de su segunda navegación, de que en otra Universidad de Massachusetts se den cursos «exclusivamente» para mujeres de más de 65 años. Pero esta reacción positiva a la longevidad estadística va a incrementarla. El reajuste de las vidas individuales les va a dar lozanía y frescura por unos cuantos decenios más. No va a ser simplemente que hombres y mujeres «no se mueren», que siguen sobre el suelo más años de los que se esperaban, sino que van a tener más vida, un suplemento de vitalidad, lo cual implica una segunda parte del programa, del programa vital en qué consisten. Un gran maestro español, al cumplir los 80 años, pedía a su médico dieciséis más de vida: los necesitaba —dieciséis, ni más ni menos— para acabar los trabajos que tenía entre manos. No dudo de que Dios se los conceda; ya lleva cinco más, y no hay en él señal de decadencia. Y estoy seguro de que al cumplir 96—ya se sabe lo que es el trabajo intelectual — le faltarán aún muchas cosas; y se le habrán ocurrido nuevos temas incitantes; necesitará una prórroga. La puesta del sol es a reces muy lenta y larga; espero cambios decisivos en la estructura de la sociedad y de la historia, sólo a causa de la moral que implican esas «Industrias del Crepúsculo» que acaban de nacer en Massachusetts.
Julián Marías, Destino, Año XVIII, Núm. 900 (6 nov. 1954), pp-34-35


[1] Este artículo está incluido en: Julián Marías, Los Estados Unidos en escorzo (artículos escritos entre 1951 y 1955), Emecé Editores, Buenos Aires, 1964.

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