miércoles, 6 de diciembre de 2017

Domingo García-Sabell: "Los intectuales y las drogas" (ABC, 16 de abril de 1978)


LOS INTELECTUALES Y LAS DROGAS
THOMAS de Quincey ingería opio en forma de láudano -extracto de opio disuelto en alcohol- para liberarse de las neuralgias y de ciertos malestares gástricos que de continuo le atormentaron. El opio era para él un excelente anodino, esto es, un calmante del dolor, y ese constituiría su «primary and immediale object». Pero el fármaco resultó una revelación además de un analgésico. Por de pronto, y según De Quincey, le defendió de la tuberculosis, contra la que constituiría un auténtico específico. (De tuberculosis había muerto el padre del escritor)
Por otra parte, la droga no tendría efectos estupefacientes, sino todo lo contrario, a saber, contribuiría de modo dicaz a abrir «las estancias del cerebro humano» para lo que es infinito, para esa extraña dimensión, apenas entrevista de la existencia. El opio haría que penetrasen, en «Los respetos de la misteriosa cámara oscura» de la muerte dormida, la capacidad de soñar, el corazón, el ojo y el oído, silentes pies de trascendencia. Así, paulatinamente, se dio un paso literario importante: el deslizamiento desde lo material -eliminar trastornos físicos- a lo anímico ampliar por vía química -el campo de la conciencia-. «Las confesiones de un inglés comedor de opio» fueron el resultado tangible de ese deslizamiento. Un libro admirable. Una obra prima de la prosa inglesa. Y, también, un precedente sugestivo. De Quincey va a tener sus seguidores. Unos, ilustres. Otros, innominados. Todos buscando, con literatura o sin ella, sabiéndolo o sólo adivinándolo, la droga que puede obsequiar con «la serenidad sin nubes» de los afectos y con la luz espléndida del «majestuoso intelecto». Ya tenemos a la gente embarcada hacia las supremas vivencias. Todo ello va a ser muy brumoso, sumamente romántico y nada racional. Pero esto, justamente esto, da a la droga -opio, morfina, éter, cocaína, etcétera- su atractivo peculiar. Nadie acierta a definir lo que ocurre, pero todos están conformes -los que se drogan y los que no se drogan- en que aquello es interesante, distinto y. en cierto sentido, valioso. Comienza la fase «snob» de los estupefacientes. La de «las llaves del Paraíso». Con unas u otras formulaciones, esta actitud ha persistido hasta nuestros días. Antes de Thomas de Quincey, en Coleridge, el opio operó una transustanciación poética, por momentos maravillosa, y el fenómeno también ayudó y preparó el terreno para las apologías posteriores.
La mesura y la indiferencia
Con todo, en esa época se inicia un cambio notable. Surge Baudelaire. Hay en el poeta una inmensa clarividencia. Sus escritos en torno a los paraísos artificiales parecen mostrar un claro designio moral No nos engañemos. Bajo las severidades aparentes yace un oculto amor a la droga. Las descripciones de la ebriedad por el haschich son estremecedoras -y atractivas-. La «exasperación de la personalidad», «los sonidos que tienen color», «la eternidad que dura un minuto», todo lo que produce la ingestión de dawamesk, una confitura de haschich preparada con azúcar y diversas sustancias aromáticas, desemboca en lo que los orientales denominan el kief, esto es, «una beatitud calma e inmóvil, una resonación gloriosa», cuya última culminación puede ser la ilusoria capacidad de sentirse divino «Je suis devenu Dieu! », grita el poseído por la droga. Y es inútil que luego Baudelaire insista sobre «el carácter inmoral del haschich». La apología ahí queda. Jordán subraya este matiz propagandístico qué «Los Paraísos artificiales» del poeta sin duda exhiben. Yo añado que hay en el afán ético del escritor una cierta petulancia, artificiosa y fría, que no nos convence ¿No cae acaso el en el vicio psicológico que tanto le molestaba el de ser uno más entre los «fanfarons de sobriété?»
En el fondo, asoma aquí la quiebra de los valores religiosos. Ya Malraux lo ha certificado cuando los dioses mueren y los sistemas de valores se hunden el hombre no encuentra más que una cosa, su cuerpo. La droga, como el sexo y la violencia, es uno de los sustitutos naturales de la desaparición de Dios
Pero también ahora aparece un nuevo personaje que oscila entre la entrega incondicionada y la repulsa sistemática. Se trata de un tipo curioso: es el de quien se acerca al mundo de los paraísos artificiales, los ensaya y, con toda tranquilidad vuelve al ritmo y al estilo de vida cotidiano. ¿Quién, entre los intelectuales? Gautier Nada menos que Gautier, el exquisito, el estilista, el puro, Gautier acude a las reuniones donde se consume el dawamesk -el famoso hotel Pimodan- prueba la suerte y, dándole la espalda, se reintegra, modoso, burgués y efectista, a sus habituales menesteres. Gautier no cae en la trampa, no pica. Se queda extramuros de los ambientes refinados y decadentes. Claro que él era también un decadente, pero a su manera, estudiada y calculadora. Cuidaba el tipo y. en el fondo, no le empujaba hacia la droga ningún ansia profunda. Apurado en las sensaciones, era normal en las causas.
Hay, pues, todo un mundo distinto entre un Quincey, o un Baudelaire, y un Gautier. Es el grano de mesura, o de indiferencia, que separa la obsesión morbosa del empeño tranquilo.
La embriaguez a todo trance
Mas los tiempos evolucionan. De una parte, la postura quinceyana va exacerbándose y alcanza, en nuestra época, cimas de inusitada virulencia.
Al opio, a la morfina y al haschich van a suceder, entre otros, el LSD y la heroína. Una cohorte de seguidores será el máximo resonador de esta nueva agudización: la caravana extra-vagante de los hippies.
Se trata, en principio, de huir de la realidad circundante y de encontrarse con uno mismo, con la propia identidad. Para ello está, antes que nada, el amor, o quizá fuera más exacto decir, la práctica erótica. Y si el amor no llega, ahí está la droga, la que sea. La droga produce ebriedad. La ebriedad, a su vez, el salto por encima del mundo circundante. La «salida». El «despegue». En suma, el «viaje». ¿Por qué se trata, precisamente, de un «viaje»? Pues porque la experiencia que subsiste por debajo de las drogas es la del cambio en la percepción del tiempo. Parece como si el individuo tuviera el poder taumatúrgico de dominar al tiempo. De salirse del tiempo. Un movimiento de la mano, un leve gesto, y el tiempo se pone a saltar alrededor del visionario. Un mínimo pestañeo, una pequeña inclinación de cabeza y el tiempo, que se iba, remansa, quieto y extrañamente impávido como la superficie de un lago. Pero, de todas formas, la criatura humana sumergida en el difumino del estupefaciente, no es capaz de salirse del devenir cronológico. Pues el hombre es él mismo, tiempo en-carnado. Sólo cuando abandona la vida e ingresa en la muerte, el tiempo ya no está en su ser el cadáver es presencia, pero no es presente
El deseo de convertir lo transitorio en estable empuja a los jóvenes a insistir a todo trance en el uso de las drogas. Goethe ha dicho que la juventud es «la borrachera sin el vino». Ahora esta afirmación adquiere un tinte sombrío y profético. Porque ahora ser joven, para estos mozos, es aspirar a la embriaguez continua sin vino, pero con otros medios más poderosos y más letales. Inútil intento et suyo de atrapar desde lo fugitivo lo que es permanente. Y desde la pura contingencia, la dimensión transcendente. A final de cuentas, es volver a los anhelos irracionales del romanticismo literario. Ellos hacen literatura de sus especificas existencias y desprecian, con una superioridad irritante, la literatura que está depositada en los textos ilustres. Vivir, para ellos, es fundirse en la vida sin palabras de la Naturaleza. Con-fundirse. Anonadarse.
Los intelectuales fríos
Por el lado de esta agudización de la servidumbre a las drogas, asistimos últimamente a la entrega condicionada, aséptica y positiva. Los intelectuales ya no buscan la sensación absoluta y, con ella, la abolición del tiempo Para ellos, el tiempo no ha muerto.
Muchos indicios nos mueven a creer que, poco a poco, el escritor de nuestros días, contagiado de cientificismo puro, se acerca a las drogas e indaga en ellas con el espíritu y la mente de un hombre de laboratorio. Cata el estupefaciente y analiza dentro de sí los efectos anómalos. Elimina la literatura -que tantas veces se asemeja curiosamente a la declamación- y con toda objetividad intenta apresar los datos de su propia experiencia.
Ahora nace el estilo positivo frente al estilo romántico de los predecesores. Coleridge pretendía hacer prosélitos. Quincey aclarar ciertas vivencias superiores. Gautier fabricaba una conducta hedonista. Baudelaire, era, a su modo, un metafísico -y esto ha sabido verlo muy bien Laín Entralgo-. Coleridge tenía miedo, un miedo feroz a morirse durante el sueño. Y esto le indujo, según propia confesión, a consumir grandes cantidades de láudano
Pero ahora viene Aldous Huxley, se traga cuatro decigramos de mescalina disueltos en agua y, más tarde, registra con todo cuidado los cambios que en su interior se desarrollan. El resultado son dos pequeñas monografías en las que hay finísimas observaciones, autoprospecciones sutilísimas -y, a pie de página, citas bibliográficas muy exactas-. Ambas monografías constituyen ensayos bien formalizados y bien expuestos. De una claridad tan soberana que casi nos hace sospechar si realmente Huxley se drogó o imaginó que se drogaba. Yo no dudo, ni por un instante, de su honestidad. Lo que acontece es que algunas de sus más pertinentes testificaciones ya están, más o menos expresas, en los predecesores. Recuérdese, si no. la intensidad de la contemplación de cualquier objeto de unas simples rayas coloreadas, bajo el efecto de la mescalina. Entonces, todo en la Naturaleza se torna locutivo, inmensamente expresivo, con un lenguaje que va más allá de cualquier estructura verbal. Es lo que el novelista inglés denomina «the sacramental visión of the reality». Esa visión, por ejemplo, en Gautier, le encamina a favor de la ingestión de haschich a «escuchar el ruido de los colores». Y a afirmar esto tan de nuestro tiempo: «Sonidos verdes, rojos, azules, amarillos me llegaban por ondas perfectamente distintas».
La «percepción sacramental», de revelación y purificación totales, alcanzaron, pues, a los dos escritores. Pero la diferencia es ostensible: Gautier compone textos literarios, fantasías de base química más o menos transfigurada. Desdoblamientos estéticos, estilizaciones de raras vivencias, y nada más. Huxley, por el contrario, somete a neutra disección lo que ha experimentado y, con paciencia de entomólogo, va clavando sobre el cartón los restos de sus específicas, personales alucinaciones. En uno vibra la pasión. En el otro, el conocimiento.
Esta postura de Huxley no es ninguna casualidad, ni constituye ninguna excepción. Hace pocos años, el alemán Ernst Jünger (escritor magistral que está pidiendo a gritos un estudio sobre su obra y su contradictoria persona) publicó un libro dedicado a las drogas. Su título, « Annäherungen», «Aproximaciones». Es una obra espléndida, sin duda fundamental para el entendimiento en profundidad de la significación antropológica de las drogas y de la ebriedad que producen. Un libro extenso, de quinientas páginas, que hay que leer con calma y someter a meditación reposada. No voy a entrar en su estudio.
Solamente me interesa subrayar que la actitud del germano es pareja a la del inglés. También Jünger hinca el diente intelectivo en su propia carne experimentalmente drogada y también él accede a conclusiones similares. Jünger, más amplio que Huxley, usó el haschich, la cocaína, el opio y el LSD. Este último, probado en compañía del descubridor de la droga, Albert Hofmann. Concede Jünger que cualesquiera de estas sustancias tiene poder revelador suficiente para permitirnos columbrar, siquiera sea de un modo transitorio, la cara inaccesible de la transcendencia. Entonces nos encontramos con que la droga despierta, suscita unas posibilidades que van más allá de ella misma, o lo que es igual, que es la llave de reinos cerrados a la percepción normal, pero no es la única. Jünger, precavido y sumamente intelectualizado, duda siempre. Duda incluso contra sí mismo. Contra los testimonios que el fármaco levanta en su alma inquisidora. Pero, con todo, la inquisición persiste y. de alguna manera, da sus frutos. Quizá el mayor, el de la curiosidad acrecida. El de la sed de saber y de existir. No la sed de imaginaciones, sino la sed de certezas.
El fin de los excesos
En esto radica la esencia del cambio que vengo exponiendo. Un cambio riguroso, ceñido y necesario. Los excesos románticos quedan atrás, a pesar del incidental rebrote en la mocedad. La mocedad protesta y aspira a una nueva perfección moral. A la que se oculta tras los tabúes y las convenciones al uso.
Un espíritu que siempre fue joven y que también utilizó el opio y a él sucumbió cierto tiempo. Cocteau, ha dejado escrito esto que bien podría considerarse como el lema de las nuevas generaciones: «Una cosa permitida no puede ser pura». O dicho de otra forma: en toda prohibición hay siempre un elemento de pureza. Una pureza que la vieja sociedad occidental, gastada, deteriorada y escéptica, ve con miedo, con disgusto, con «temor y temblor».
Para vencer este desvío de los mayores, fueron los demás tras la huella engañadora de las drogas. Las usaron, procuraron obtener de ellas rendimiento sustancial. Al comienzo, ese caminar de cara a la posible transcendencia en la que toda identidad se realiza, tiñó la peregrinación con los sombríos colores de lo romántico, de lo inefable, de lo inasible. En consecuencia, la incomprensión se abrió entre nosotros, entre los adultos, como una flor maligna y letal.
Después, y sin la aprobación tácita de los intelectuales, a los que los jóvenes menospreciaban, siguió la procesión de la droga, deshilachada y descompuesta, un tanto decepcionada. Siguió y sigue por pura inercia, por mimetismo, por rutina, por aburrimiento.
Más todo esto se ha acabado. Los escritores se alejan del mundo de la ebriedad artificial o, cuando a él se dirigen, cuando ejercitan ciertas «aproximaciones» para dejar en el trayecto la cabeza fría y la sensibilidad agotada, sin rumbo, maltrecha. Los mensajes no están en ningún fármaco, en ningún anodino. Están, a lo sumo, dentro de nosotros mismos. Y los expedientes para descifrarlos también de nosotros mismos dependen. De nuestro poder de introspección, de nuestra capacidad de encontrarnos, en soledad, con nuestra específica persona secreta. De nuestro poder para destilar conocimiento del aislamiento creador
Los intelectuales como alertadores
Los suscitadores de belleza, los escritores, los artistas plásticos, los músicos, los artesanos de toda índole, han comenzado ya su cuenta atrás. Han comenzado el nuevo juego partiendo de cero. Sin ayudas artificiales, a cuerpo limpio. Ahora inauguran la inédita actitud. Ellos han te nido el valor suficiente para ofrecerse como posibles víctimas y entregar, vivo, el certificado de la aventura. Nada hay que el hombre no pueda alcanzar si atina a no violentar, a no distorsionar sus energías creadoras.
He aquí el nuevo fenómeno cultural. En este momento es apenas un atisbo. Pronto será una plenitud. Soy optimista. Una mentalidad nada irracional inicia su formación germinativa. Contra toda apariencia, contra todo exceso, la vieja «llamada al orden» de los intelectuales recobra sus efectividades. Y, cuando esto sea una gozosa realidad, cuando esto sea una realidad plenaria, ya no hablaremos gratuitamente de salvaciones milagrosas, sino de ordenaciones inteligentes, de tablas de valores dignas de ser seguidas y respetadas. La fisura de las drogas, que no tardará en verse, será uno de los primeros síntomas de la recuperación. Ahora, en estos momentos, caen fulminados por las drogas «duras» infinidad de adolescentes. Son los penúltimos. Quizá los últimos.
¿Por qué? Porque cuando los intelectuales se alejan de esos Edenes, algo nuevo comienza a oírse. Sí, los colores pueden hablar y los objetos más humildes pueden emitir rayos comunicadores de hermosuras jamás sospechadas. Ciertamente. La visión sacramental de la realidad seguirá siendo un hecho innegable. Pero entonces, esa sacra contemplación saldrá de nuestro interior sin necesidad de extraños arbitrios. Pues antes, los hombres de la cultura la han extraído de sí mismos ofreciéndose a las drogas y, al final de todos los esfuerzos, han rematado por darse cuenta de que el procedimiento no valía la pena. Hay otras llaves para abrir el reino de lo sobrenatural, de la sobre-naturaleza. Baudelaire habló incluso de la danza como un medio para lograrlo. O, repito, la soledad fecunda. La soledad a la que nuestros intelectuales nos invitan, desde sus valiosas pesquisas, para que podamos abrirnos a la comunicación incondicionada y al amor, también incondicionado del prójimo.
Domingo GARCÍA-SABELL 
ABC, 16 de abril de 1978, pp.118-121.



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