LOS INTELECTUALES Y LAS DROGAS
THOMAS
de Quincey ingería opio en forma de láudano -extracto de opio disuelto en
alcohol- para liberarse de las neuralgias y de ciertos malestares gástricos que
de continuo le atormentaron. El opio era para él un excelente anodino, esto es, un calmante del dolor,
y ese constituiría su «primary and
immediale object». Pero el fármaco resultó una revelación además de un
analgésico. Por de pronto, y según De Quincey, le defendió de la tuberculosis,
contra la que constituiría un auténtico específico. (De tuberculosis había
muerto el padre del escritor)
Por
otra parte, la droga no tendría efectos estupefacientes, sino todo lo
contrario, a saber, contribuiría de modo dicaz a abrir «las estancias del cerebro humano» para lo que es infinito, para esa
extraña dimensión, apenas entrevista de la existencia. El opio haría que
penetrasen, en «Los respetos de la
misteriosa cámara oscura» de la muerte dormida, la capacidad de soñar, el
corazón, el ojo y el oído, silentes pies de trascendencia. Así, paulatinamente,
se dio un paso literario importante: el deslizamiento desde lo material -eliminar
trastornos físicos- a lo anímico ampliar por vía química -el campo de la
conciencia-. «Las confesiones de un
inglés comedor de opio» fueron el resultado tangible de ese deslizamiento.
Un libro admirable. Una obra prima de la prosa inglesa. Y, también, un
precedente sugestivo. De Quincey va a tener sus seguidores. Unos, ilustres. Otros,
innominados. Todos buscando, con literatura o sin ella, sabiéndolo o sólo
adivinándolo, la droga que puede obsequiar con «la serenidad sin nubes» de los afectos y con la luz espléndida del «majestuoso
intelecto». Ya tenemos a la gente embarcada hacia las supremas vivencias. Todo
ello va a ser muy brumoso, sumamente romántico y nada racional. Pero esto,
justamente esto, da a la droga -opio, morfina, éter, cocaína, etcétera- su
atractivo peculiar. Nadie acierta a definir lo que ocurre, pero todos están
conformes -los que se drogan y los que no se drogan- en que aquello es interesante,
distinto y. en cierto sentido, valioso. Comienza la fase «snob» de los
estupefacientes. La de «las llaves del Paraíso». Con unas u otras
formulaciones, esta actitud ha persistido hasta nuestros días. Antes de Thomas
de Quincey, en Coleridge, el opio operó una transustanciación poética, por
momentos maravillosa, y el fenómeno también ayudó y preparó el terreno para las
apologías posteriores.
La
mesura y la indiferencia
Con
todo, en esa época se inicia un cambio notable. Surge Baudelaire. Hay en el
poeta una inmensa clarividencia. Sus escritos en torno a los paraísos
artificiales parecen mostrar un claro designio moral No nos engañemos. Bajo las
severidades aparentes yace un oculto amor a la droga. Las descripciones de la
ebriedad por el haschich son estremecedoras -y atractivas-. La «exasperación de la personalidad», «los sonidos que tienen color», «la eternidad que dura un minuto», todo lo
que produce la ingestión de dawamesk,
una confitura de haschich preparada con azúcar y diversas sustancias aromáticas,
desemboca en lo que los orientales denominan el kief, esto es, «una beatitud
calma e inmóvil, una resonación gloriosa», cuya última culminación puede ser
la ilusoria capacidad de sentirse divino «Je
suis devenu Dieu! », grita el poseído por la droga. Y es inútil que luego
Baudelaire insista sobre «el carácter
inmoral del haschich». La apología ahí queda. Jordán subraya este matiz
propagandístico qué «Los Paraísos
artificiales» del poeta sin duda exhiben. Yo añado que hay en el afán ético
del escritor una cierta petulancia, artificiosa y fría, que no nos convence ¿No
cae acaso el en el vicio psicológico que tanto le molestaba el de ser uno más
entre los «fanfarons de sobriété?»
En
el fondo, asoma aquí la quiebra de los valores religiosos. Ya Malraux lo ha
certificado cuando los dioses mueren y los sistemas de valores se hunden el
hombre no encuentra más que una cosa, su cuerpo. La droga, como el sexo y la
violencia, es uno de los sustitutos naturales de la desaparición de Dios
Pero
también ahora aparece un nuevo personaje que oscila entre la entrega incondicionada
y la repulsa sistemática. Se trata de un tipo curioso: es el de quien se acerca
al mundo de los paraísos artificiales, los ensaya y, con toda tranquilidad
vuelve al ritmo y al estilo de vida cotidiano. ¿Quién, entre los intelectuales?
Gautier Nada menos que Gautier, el exquisito, el estilista, el puro, Gautier
acude a las reuniones donde se consume el dawamesk
-el famoso hotel Pimodan- prueba la suerte y, dándole la espalda, se reintegra,
modoso, burgués y efectista, a sus habituales menesteres. Gautier no cae en la
trampa, no pica. Se queda extramuros de los ambientes refinados y decadentes.
Claro que él era también un decadente, pero a su manera, estudiada y
calculadora. Cuidaba el tipo y. en el fondo, no le empujaba hacia la droga
ningún ansia profunda. Apurado en las sensaciones, era normal en las causas.
Hay,
pues, todo un mundo distinto entre un Quincey, o un Baudelaire, y un Gautier.
Es el grano de mesura, o de indiferencia, que separa la obsesión morbosa del
empeño tranquilo.
Mas
los tiempos evolucionan. De una parte, la postura quinceyana va exacerbándose y
alcanza, en nuestra época, cimas de inusitada virulencia.
Al
opio, a la morfina y al haschich van a suceder, entre otros, el LSD y la
heroína. Una cohorte de seguidores será el máximo resonador de esta nueva
agudización: la caravana extra-vagante
de los hippies.
Se
trata, en principio, de huir de la realidad circundante y de encontrarse con
uno mismo, con la propia identidad. Para ello está, antes que nada, el amor, o
quizá fuera más exacto decir, la práctica erótica. Y si el amor no llega, ahí
está la droga, la que sea. La droga produce ebriedad. La ebriedad, a su vez, el
salto por encima del mundo circundante. La «salida». El «despegue». En suma, el
«viaje». ¿Por qué se trata, precisamente, de un «viaje»? Pues porque la
experiencia que subsiste por debajo de las drogas es la del cambio en la
percepción del tiempo. Parece como si el individuo tuviera el poder
taumatúrgico de dominar al tiempo. De salirse del tiempo. Un movimiento de la
mano, un leve gesto, y el tiempo se pone a saltar alrededor del visionario. Un
mínimo pestañeo, una pequeña inclinación de cabeza y el tiempo, que se iba,
remansa, quieto y extrañamente impávido como la superficie de un lago. Pero, de
todas formas, la criatura humana sumergida en el difumino del estupefaciente,
no es capaz de salirse del devenir cronológico. Pues el hombre es él mismo,
tiempo en-carnado. Sólo cuando
abandona la vida e ingresa en la muerte, el tiempo ya no está en su ser el
cadáver es presencia, pero no es presente
El
deseo de convertir lo transitorio en estable empuja a los jóvenes a insistir a
todo trance en el uso de las drogas. Goethe ha dicho que la juventud es «la
borrachera sin el vino». Ahora esta afirmación adquiere un tinte sombrío y
profético. Porque ahora ser joven, para estos mozos, es aspirar a la embriaguez
continua sin vino, pero con otros medios más poderosos y más letales. Inútil
intento et suyo de atrapar desde lo fugitivo lo que es permanente. Y desde la
pura contingencia, la dimensión transcendente. A final de cuentas, es volver a
los anhelos irracionales del romanticismo literario. Ellos hacen literatura de
sus especificas existencias y desprecian, con una superioridad irritante, la
literatura que está depositada en los textos ilustres. Vivir, para ellos, es
fundirse en la vida sin palabras de la Naturaleza. Con-fundirse. Anonadarse.
Los
intelectuales fríos
Por
el lado de esta agudización de la servidumbre a las drogas, asistimos
últimamente a la entrega condicionada, aséptica y positiva. Los intelectuales
ya no buscan la sensación absoluta y, con ella, la abolición del tiempo Para
ellos, el tiempo no ha muerto.
Muchos
indicios nos mueven a creer que, poco a poco, el escritor de nuestros días,
contagiado de cientificismo puro, se acerca a las drogas e indaga en ellas con
el espíritu y la mente de un hombre de laboratorio. Cata el estupefaciente y
analiza dentro de sí los efectos anómalos. Elimina la literatura -que tantas
veces se asemeja curiosamente a la declamación- y con toda objetividad intenta
apresar los datos de su propia experiencia.
Ahora
nace el estilo positivo frente al estilo romántico de los predecesores. Coleridge
pretendía hacer prosélitos. Quincey aclarar ciertas vivencias superiores.
Gautier fabricaba una conducta hedonista. Baudelaire, era, a su modo, un metafísico
-y esto ha sabido verlo muy bien Laín Entralgo-. Coleridge tenía miedo, un miedo
feroz a morirse durante el sueño. Y esto le indujo, según propia confesión, a
consumir grandes cantidades de láudano
Pero
ahora viene Aldous Huxley, se traga cuatro decigramos de mescalina disueltos en
agua y, más tarde, registra con todo cuidado los cambios que en su interior se
desarrollan. El resultado son dos pequeñas monografías en las que hay finísimas
observaciones, autoprospecciones sutilísimas -y, a pie de página, citas
bibliográficas muy exactas-. Ambas monografías constituyen ensayos bien
formalizados y bien expuestos. De una claridad tan soberana que casi nos hace
sospechar si realmente Huxley se drogó o imaginó que se drogaba. Yo no dudo, ni
por un instante, de su honestidad. Lo que acontece es que algunas de sus más
pertinentes testificaciones ya están, más o menos expresas, en los predecesores.
Recuérdese, si no. la intensidad de la contemplación de cualquier objeto de
unas simples rayas coloreadas, bajo el efecto de la mescalina. Entonces, todo
en la Naturaleza se torna locutivo, inmensamente expresivo, con un lenguaje que
va más allá de cualquier estructura verbal. Es lo que el novelista inglés
denomina «the sacramental visión of the
reality». Esa visión, por ejemplo, en Gautier, le encamina a favor de la
ingestión de haschich a «escuchar el ruido de los colores». Y a afirmar esto
tan de nuestro tiempo: «Sonidos verdes,
rojos, azules, amarillos me llegaban por ondas perfectamente distintas».
La
«percepción sacramental», de revelación y purificación totales, alcanzaron,
pues, a los dos escritores. Pero la diferencia es ostensible: Gautier compone
textos literarios, fantasías de base química más o menos transfigurada.
Desdoblamientos estéticos, estilizaciones de raras vivencias, y nada más.
Huxley, por el contrario, somete a neutra disección lo que ha experimentado y,
con paciencia de entomólogo, va clavando sobre el cartón los restos de sus
específicas, personales alucinaciones. En uno vibra la pasión. En el otro, el
conocimiento.
Esta
postura de Huxley no es ninguna casualidad, ni constituye ninguna excepción.
Hace pocos años, el alemán Ernst Jünger (escritor magistral que está pidiendo a
gritos un estudio sobre su obra y su contradictoria persona) publicó un libro
dedicado a las drogas. Su título, « Annäherungen»,
«Aproximaciones». Es una obra espléndida,
sin duda fundamental para el entendimiento en profundidad de la significación
antropológica de las drogas y de la ebriedad que producen. Un libro extenso, de
quinientas páginas, que hay que leer con calma y someter a meditación reposada.
No voy a entrar en su estudio.
Solamente
me interesa subrayar que la actitud del germano es pareja a la del inglés.
También Jünger hinca el diente intelectivo en su propia carne experimentalmente
drogada y también él accede a conclusiones similares. Jünger, más amplio que
Huxley, usó el haschich, la cocaína, el opio y el LSD. Este último, probado en
compañía del descubridor de la droga, Albert Hofmann. Concede Jünger que
cualesquiera de estas sustancias tiene poder revelador suficiente para
permitirnos columbrar, siquiera sea de un modo transitorio, la cara inaccesible
de la transcendencia. Entonces nos encontramos con que la droga despierta,
suscita unas posibilidades que van más allá de ella misma, o lo que es igual,
que es la llave de reinos cerrados a la percepción normal, pero no es la única.
Jünger, precavido y sumamente intelectualizado, duda siempre. Duda incluso
contra sí mismo. Contra los testimonios que el fármaco levanta en su alma
inquisidora. Pero, con todo, la inquisición persiste y. de alguna manera, da
sus frutos. Quizá el mayor, el de la curiosidad acrecida. El de la sed de saber
y de existir. No la sed de imaginaciones, sino la sed de certezas.
En
esto radica la esencia del cambio que vengo exponiendo. Un cambio riguroso,
ceñido y necesario. Los excesos románticos quedan atrás, a pesar del incidental
rebrote en la mocedad. La mocedad protesta y aspira a una nueva perfección
moral. A la que se oculta tras los tabúes y las convenciones al uso.
Un
espíritu que siempre fue joven y que también utilizó el opio y a él sucumbió
cierto tiempo. Cocteau, ha dejado escrito esto que bien podría considerarse
como el lema de las nuevas generaciones: «Una
cosa permitida no puede ser pura». O dicho de otra forma: en toda
prohibición hay siempre un elemento de pureza. Una pureza que la vieja sociedad
occidental, gastada, deteriorada y escéptica, ve con miedo, con disgusto, con «temor y temblor».
Para
vencer este desvío de los mayores, fueron los demás tras la huella engañadora
de las drogas. Las usaron, procuraron obtener de ellas rendimiento sustancial.
Al comienzo, ese caminar de cara a la posible transcendencia en la que toda
identidad se realiza, tiñó la peregrinación con los sombríos colores de lo
romántico, de lo inefable, de lo inasible. En consecuencia, la incomprensión se
abrió entre nosotros, entre los adultos, como una flor maligna y letal.
Después,
y sin la aprobación tácita de los intelectuales, a los que los jóvenes
menospreciaban, siguió la procesión de la droga, deshilachada y descompuesta,
un tanto decepcionada. Siguió y sigue por pura inercia, por mimetismo, por
rutina, por aburrimiento.
Más
todo esto se ha acabado. Los escritores se alejan del mundo de la ebriedad
artificial o, cuando a él se dirigen, cuando ejercitan ciertas «aproximaciones»
para dejar en el trayecto la cabeza fría y la sensibilidad agotada, sin rumbo,
maltrecha. Los mensajes no están en ningún fármaco, en ningún anodino. Están, a
lo sumo, dentro de nosotros mismos. Y los expedientes para descifrarlos también
de nosotros mismos dependen. De nuestro poder de introspección, de nuestra
capacidad de encontrarnos, en soledad, con nuestra específica persona secreta.
De nuestro poder para destilar conocimiento del aislamiento creador
Los
intelectuales como alertadores
Los
suscitadores de belleza, los escritores, los artistas plásticos, los músicos,
los artesanos de toda índole, han comenzado ya su cuenta atrás. Han comenzado
el nuevo juego partiendo de cero. Sin ayudas artificiales, a cuerpo limpio.
Ahora inauguran la inédita actitud. Ellos han te nido el valor suficiente para
ofrecerse como posibles víctimas y entregar, vivo, el certificado de la
aventura. Nada hay que el hombre no pueda alcanzar si atina a no violentar, a
no distorsionar sus energías creadoras.
He
aquí el nuevo fenómeno cultural. En este momento es apenas un atisbo. Pronto
será una plenitud. Soy optimista. Una mentalidad nada irracional inicia su
formación germinativa. Contra toda apariencia, contra todo exceso, la vieja
«llamada al orden» de los intelectuales recobra sus efectividades. Y, cuando
esto sea una gozosa realidad, cuando esto sea una realidad plenaria, ya no
hablaremos gratuitamente de salvaciones milagrosas, sino de ordenaciones
inteligentes, de tablas de valores dignas de ser seguidas y respetadas. La
fisura de las drogas, que no tardará en verse, será uno de los primeros
síntomas de la recuperación. Ahora, en estos momentos, caen fulminados por las
drogas «duras» infinidad de adolescentes. Son los penúltimos. Quizá los
últimos.
¿Por qué? Porque cuando los intelectuales se alejan de esos Edenes, algo nuevo
comienza a oírse. Sí, los colores pueden hablar y los objetos más humildes
pueden emitir rayos comunicadores de hermosuras jamás sospechadas. Ciertamente.
La visión sacramental de la realidad seguirá siendo un hecho innegable. Pero
entonces, esa sacra contemplación saldrá de nuestro interior sin necesidad de
extraños arbitrios. Pues antes, los hombres de la cultura la han extraído de sí
mismos ofreciéndose a las drogas y, al final de todos los esfuerzos, han
rematado por darse cuenta de que el procedimiento no valía la pena. Hay otras
llaves para abrir el reino de lo sobrenatural, de la sobre-naturaleza. Baudelaire
habló incluso de la danza como un medio para lograrlo. O, repito, la soledad
fecunda. La soledad a la que nuestros intelectuales nos invitan, desde sus
valiosas pesquisas, para que podamos abrirnos a la comunicación incondicionada
y al amor, también incondicionado del prójimo.
Domingo
GARCÍA-SABELL
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