Theodore Roszak: La tercera tradición
Theodore Roszak
(1933) fue uno de los responsables de abrir, la pasada semana, la IV edición de
la Universitat d'Estiu de Gandia que
se desarrolló bajo el título genérico de “E1
futur a debat”. Considerado como uno de los principales teóricos del
movimiento contracultural norteamericano, la obra de Roszak es, sin embargo,
sólo parcialmente conocida en nuestro medio. En el siguiente artículo se
intenta una aproximación a algunas constantes de su pensamiento.
“No puedo decir quién eres: puede que jamás
te conozca del todo. / Pero confío en que eres una persona por derecho propio,
en posesión / de una belleza y un valor que son los más preciados tesoros de la
Tierra.”
Walt
Whitman
ENTRE
el eco liberal que se expande para diferenciarse y el eco marxista que se
colectiviza para anular al individuo existe, desde hace dos siglos, una tensa
disputa Ya no resulta simple ignorar esa batalla de “poder” sobre la cual vienen erigiéndose la mayoría de las
concepciones, a las que se adhiere o se rechaza como visión del mundo. Lo
individual y lo colectivo (en sus dogmas y derrumbes) son un par privilegiado
de ejes en que giran las ideologías como de derecha como de izquierdas. Y sin
embargo, ninguna de las dos posturas —con sus agobiantes matices— parece haber
resuelto el tercer enigma, aquello que no es ni individual, ni colectivo,
aunque participe de ambas tendencias: la persona. Sobre esta tercera vía —que,
como veremos, cuenta con una tradición dispersa y ejemplar— el teórico
norteamericano Theodore Roszak profundiza la temática global ya iniciada en los
años 60 con “El nacimiento de una
contracultura”. En su libro “Persona
Planeta” (editorial Kairós), Roszak establece una diferencia esencial entre
individuo y persona. La exaltación del primero —una de las piedras básales de
la sociedad capitalista— no resulta menos desalentadora que el fracaso de las
sociedades colectivistas para redimir esta confusión trágica entre lo
individual y lo personal, como parte de su misión revolucionaria. “Las contradicciones que han actuado en la
historia de las tradiciones individualista y colectivista —dice Roszak—, acaban por convertirse en ironías que
derrotan sus más elevadas intenciones.”
Parad
intelectual californiano, las dos tradiciones revolucionarias del mundo
moderno, el liberalismo burgués y la democracia social —los dos vehículos
esenciales de la política individualista y colectivista— han establecido una
guerra no sólo contra todas las formas de elitismo, sino contra todas las
formas de misterio, incluido el misterio de la persona. La ciencia, con su
lenguaje de objetos, no de sujetos, surge en su discurso con el instrumento
predilecto de tal reduccionismo.
En
sus opuestos políticos, económicos o ideológicos, ambas tendencias dejan
intacto el “statu quo” científico;
avalando una ciencia, algunos de cuyos mejores exponentes trabajan desde hace
décadas en el perfeccionamiento de una tecnología genocida. Según Roszak, es
precisamente la ciencia (a menudo en su forma más rígida) la que proporciona el
estilo intelectual y la visión del mundo de liberales y marxistas,
convirtiéndose en su talismán y su arma: “La
dirección que sigue la principal corriente cultural moderna es bastante
evidente. Se dirige a una irónica convergencia de individualismo burgués y
colectivismo socialista. A un lado los perros de Pavlov; al otro, las palomas
de Skinner y, entre ellos, un mundo en que el misterio humano ha sido
abolido...”.
La hipótesis Gea
Pero
¿cómo admitir tal situación cuando el “Voyager”
se aleja del sistema solar y los frutos de la manipulación del código genético brillan
en cunas de vidrio? ¿Cómo exponer los sutiles meandros del monopolio de la
verdad por parte del discurso científico en un mundo controlado por expertos?
Una
de las teorías que Roszak expone para abordar la megacrisis planetaria —y que
obviamente forma parte de foros ambientalistas y ecologistas— es el milenario
concepto de la Tierra como “madre
universal”. Lejanos los tiempos de la invocación homérica, con el rescate
del término por William Golding. “Gea”
deja de ser la más antigua de las divinidades para convertirse en una
encantadora metáfora que designa el campo de estudio ecológico. “Resulta paradójico —señala Roszak— que cuando la ecología moderna busca una
forma dinámica y global de pensaren el planeta retroceda a ese acto clásico de
personificación: la madre tierra, reina de los rebaños y las cosechas, tan
vieja como la cultura humana.”
Una de las teorías que Roszak expone para
abordar la megacrisis planetaria —y que obviamente forma parte de foros
ambientalistas y ecologistas— es el milenario concepto de la Tierra como “madre universal”. Lejanos los tiempos de
la invocación homérica, con el rescate del término por William Golding. “Gea” deja de ser la más antigua de las
divinidades para convertirse en una encantadora metáfora que designa la más
antigua de las divinidades para convertirse en una encantadora metáfora que
designa el campo de estudio ecológico. “Resulta
paradójico —señala Roszak— que cuando
la ecología moderna busca una forma dinámica y global de pensar en el planeta
retroceda a ese acto clásico de personificación: la madre tierra, reina de los
rebaños y las cosechas, tan vieja como la cultura humana.” Sin embargo, el
retomo de la diosa no sólo estaría justificada por las hipótesis de trabajo de
la inteligencia verde sino que sobre todo se manifiesta en una serie de
reivindicaciones que las propias mujeres se han encargado de promover. Un matiz
de este radicalismo feminista es expresado por Barbara Starret cuando
sentencia: “Víctima: ese es el sustantivo
más descriptivo de que disponemos para designar el papel que las mujeres (junto
con los homosexuales, el medio ambiente, la naturaleza, la gente del Tercer
Mundo, etc.) deben representaren el drama generalizado de pautas mortíferas”.
Este síntoma elocuente de los nuevos tiempos y que Roszak define como un “neopaganismo de corte femenino” genera —en
algunos casos— un collage antropológico de mitos y rituales que sugiere más una
“investigación” que una experiencia religiosa y que no obstante contiene la
importante intuición de que los males que asolan a nuestro medio ambiente no
pueden curarlos la reforma económica y la sensibilidad estética por sí solas.
Si
bien las referencias a la contracultura norteamericana son una constante de
“Persona/Planeta", al fundamentar la línea central de su pensamiento. Roszak
recurre a una peculiar genealogía. Su crítica radical en las áreas del hogar,
la escuela, el trabajo y la ciudad se inspira en figuras tan disímiles como Nietzsche
y Tolstoi, William Blake y Gandhi o Walt Whitman y Sócrates. Todos exponentes
de esa tradición dispersa preocupada por la inocencia de la persona. Desde este
enfoque la legitimidad de la responsabilidad intelectual no se basa en el rol
imprescindible adjudicado a las élites pensantes a lo largo de la historia sino
en la formulación y el compromiso con un “ethos”
crítico que pueda asumir la experiencia de su radicalidad.
Límites
En
este sentido, el discurso de Roszak plantea permanentemente sus propios
límites. La paradoja en la cual se ejecuta la tarea intelectual. Por un lado,
estimula cambios, modas y tendencias y por otro “traficar con ideas en el imperio de las ciudades”. Allí es
precisamente donde Roszak sitúa el dominio intelectual por excelencia: “La ciudad es, de un modo intrínseco, una
central de energías depredadoras. Si quienes pertenecemos a su cultura y
economía pudiéramos vemos en la plena perspectiva de la historia urbana,
reconoceríamos que constituimos el más antiguo interés imperial del mundo, el
imperio de las ciudades, imponiéndose sin cesar a lo tradicional, lo rural, la
naturaleza en general”.
El
mundo absorbido por el orden urbano de las cosas, “el colosalismo” desmesurado planteado reiteradamente por economistas
como Leopold Kohr y F. Schumacher, es para Roszak la marca de Caín que sigue en
nuestra frente, pero que llevamos como una corona llamada civilización.
Civilización:
he allí un debate sustancial que Roszak delinea y sugiere como la identidad
corporativa básica a la cual todo occidental pertenece. Vivimos en una sociedad
civilizada, pero lo sucedido en Bruselas, el número creciente de tragedias
aéreas, el terrorismo o el sida, son apenas nuevos detalles de una patología,
largamente expuesta. La crisis —que es una megacrisis— ya no admite nihilismos
y otras extravagancias. Estas actitudes sólo pueden resultar, para Roszak, el “affaire” de inteligencias
descomprometidas o la errática postura de aquellos intelectuales que, desde
posiciones privilegiadas, no aceptan ser incluidos en la paradoja, la
arbitrariedad (la doble mirada) en que se desgrana su discurso.
Todo
esto es expuesto por el pensador norteamericano junto a elementos evolutivos de
su propia experiencia. Su encrucijada es, sobre todo, la de un intelectual de
clase media, un testigo radical en el seno de un imperio, que cada mañana debe
contemplar el paisaje en que ese imperio se desmorona, intuyendo sin embargo
que, en medio de tan fastuosos desperdicios, algo se puede realizar por la
preservación del misterio que nos vincula a este planeta.
“Persona/Planeta” es, después de todo,
una postura del límite: el discurso intelectual escudriñándose en su función
genuina y su supervivencia. Pero no hay duda de que no sólo se trata de una
racionalidad ecológica u holística enfrentada a una razón cartesiana y a un
empirismo objetivista. No son solamente las fisuras detectadas en los propios
paradigmas científicos, sino también la comprobación continua de una crisis a
escala global que afecta los cimientos mismos de la vida biológica en la
Tierra. Para Roszak, los intelectuales sólo tienen una posibilidad: aliarse a
los intereses del planeta, admitiendo el carácter inédito de tal aventura y sin
embargo, por una vez más, confiando en el “promocionado”
amanecer interior —“la Thule ignota”—
oculta en el misterio de la persona.
Juan
C. Insua, La Vanguardia, 1 de
septiembre de 1987, p. 35
El autor de “El nacimiento de una contracultura” participa en la Universitat d’Estiu
de Gandía
Theodore
Roszak: “La herencia de los 60 vive”
Su libro “El nacimiento de una contracultura”
recogió las agitaciones intelectuales y estudiantiles de los años 60 e influyó
en muchas de las que vinieron después. Ahora, en una América conservadora,
Theodore Roszak cultiva el ecologismo y teme por un hipotético colapso natural
del mundo. El escritor ha hablado en Gandía sobre la proyección de la
tecnología.
Gandía.
(De nuestro corresponsal). Estamos ante un mito, un profesor, de historia, de la
legendaria universidad norteamericana de Berkeley, en el estado de California.
Estamos en pleno mes de agosto junto a la costa valenciana con Theodore Roszak,
uno de los teóricos más influyentes del movimiento contracultural de los 60,
cuyos libros aparecen en las notas bibliográficas junto a Kerouac, Allan Watts
o Timothy Leary. Roszak, ahora ecologista, guarda buen recuerdo de “la década prodigiosa”.
Roszak
parece ya sexagenario. Es alto, enjuto y locuaz. Se encuentra en Gandía,
invitado por el Ayuntamiento para participar en los cursos de la Universitat d'Estiu. Cuando habla ante
los cursillistas se produce un silencio sepulcral. Acaba de lanzar tres
preguntas a su auditorio sobre el porvenir de las nuevas tecnologías, un lema
que le preocupa sobremanera: “¿Puede la
tecnología garantizar en un futuro la privacidad de las personas, una mayor
participación política o la creatividad del hombre?”
Bancos de datos
Según
el viejo profesor californiano de momento las cosas no van bien. “Quienes poseen y controlan la tecnología no
están permitiendo que se desarrollen estos tres puntos”, dice. En los
Estados Unidos, según confiesa, “ya no
existe la privacidad, nadie tiene secretos de ningún tipo, hay bancos de datos
para lodo a los que acceden sólo unos pocos y que de paso sirven para
centralizar las decisiones del poder”.
—Señor Roszak, ¿qué queda hoy en día de la
vieja contracultura, qué ha sido de sus protagonistas?
—Aquellos
que fueron jóvenes han envejecido, la gente se ha hecho mayor, ha ocurrido obviamente
lo que yo ya me pregunté entonces: ¿qué pasará cuando estos jóvenes abandonen
la universidad? Hicieron lo que todos, buscar un empleo, crear una familia, se
unieron a la corriente principal de la sociedad americana. Pero lo importante
es saber qué ideales quedaron atrás, porque en definitiva lo importante de la
contracultura no eran sus aspectos biográficos si no la renovación del
pensamiento que supuso. Y a ese respecto, la herencia de los 60 todavía se
puede encontrar, sigue viva, por ejemplo, en las opciones de la mujer o de los
grupos marginales, que tienen más oportunidades ahora. El contraste entre la
América de los 50 y la de los 70 es enorme.
—¿Y la América actual?
—Bien,
los 60 provocaron a su vez una reacción muy fuerte por parte de los elementos
conservadores, y Reagan es una expresión de esta reacción. Es una gran ironía
que el éxito de Reagan y los conservadores haya sido posible gracias a la
década de los 60, como reacción al radicalismo pero también como aprendizaje de
la principal lección de la contracultura, que enseñó a los norteamericanos a no
fiarse del Gobierno.
—¿Qué piensa de los actuales campus
universitarios?
—Los
jóvenes universitarios principalmente están preocupados con ganar dinero, pocos
se acuerdan en Berkeley de lo que allí sucedió. La contracultura ya no existe,
no quedan estudiantes en la calle, manifestándose. Todo eso ha desaparecido,
pero ha habido profundos cambios de mentalidad porque hoy en día el medio
ambiente, el feminismo, la lucha de los homosexuales, son facetas permanentes
de la política norteamericana.
—Aquí
en Europa se habla incluso del paso de muchos radicales a las filas del
conservadurismo, de jóvenes contraculturales que han terminado siendo ideólogos
del movimiento de los “new conservatives".
—No
soy sociólogo, no puedo decir cuántos eligieron una u otra línea. No obstante
hay que pensar que muchos de aquellos estudiantes radicales se convirtieron en
abogados, en médicos, en políticos... y lo hicieron cargados de ideales a pesar
de lodo.
—Lo
conservador, sin embargo, parece haberse hecho dominante en su país.
—Hay
un movimiento conservador más abierto y vociferante. Hay elementos de la vida
norteamericana que nunca se habían politizado y ahora lo han hecho. Los
evangelistas, por ejemplo, que han reaccionado contra los radicales, y han
terminado apoyando muy fuertemente a Reagan.
—Tras
la contracultura, usted ha tomado la vía del ecologismo y ha escrito un libro,
“Persona, planeta", al respecto.
—
“Persona, planeta” toma la crisis del
planeta muy en serio. Se ha sobrecargado el orbe, y esto puede ser letal para
las distintas formas de vida, para preservar la biosfera. La cuestión es que se
puede hacer, si tenemos que esperar a que todo el mundo se haga ecologista
profesional. Ese tiempo nunca llegaría, sería tarde, pero puede producirse otra
cosa, una nueva psicología.
—¿Qué tipo de “nueva psicología”?
—Hay
mucha gente en busca de lo que yo llamo “el
reconocimiento personal”, y que no lo encuentra porque estamos ante una
sociedad de sistemas industriales gigantescos. No habrá más remedio que
descentralizar, hacer más pequeños los sistemas, y entonces podrán servir para
las personas. Mi tesis es que esta transformación psicológica tendrá su efecto
sobre la ecología: la vida interior de las personas transformará la ecología.
—Y,
en su opinión, esta transformación ocurrirá sin que medie ninguna instancia
política.
—No
tengo una idea muy clara de cómo esos intereses personales se traslucirán en
una política, pero si tengo claro que la futura política sólo podrá ser
personalizada, a escala humana, y que resolverá la crisis ecológica. Si nos
fuéramos al siglo XVIII y le preguntáramos a Voltaire cómo sería una política
democrática no nos lo podría haber dicho; él sabía lo que se necesitaba, pero
la labor la tuvieron que hacer los políticos y los revolucionarios. Yo ni tan
siquiera ofrezco una solución, simplemente veo lo que demanda la gente, y
aunque creo que tendemos poco a poco hacia ello, igual las cosas no salen así
porque las fuerzas que están en contra son muy fuertes. Y quizá no se cambie lo
bastante rápido como para evitar el colapso ecológico.
Juan
Lagardera, La Vanguardia, 27 de
agosto de 1987, p. 26
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