EL RETORNO DE LOS SESENTA
HAN
pasado más de veinte años desde 1968. El fenómeno «hippy», contestatario, ecológico, político, sexual de ese momento
se nos aparece no como una moda cultural más, sino como la única propuesta
seria después del existencialismo de los cuarenta. Con una distinción original:
era la primera vez que los jóvenes tomaron, la iniciativa por sí solos. El existencialismo,
el dadaísmo o el marxismo eran propuestas de pensadores angustiados, artistas
histriónicos o economistas concienzudos que necesitaban convencer a una masa
para convertirse en movimiento. El sesenta y ocho tuvo su origen y motor en los
propios jóvenes, que protestaron con su estilo de vida alternativo y sólo luego
buscaron en pensadores libertarios y tradiciones culturales exóticas el apoyo a
sus actitudes vitales.
El
sesenta y ocho no fue una rebelión de ideas, sino de vivencias: no se
protestaba con argumentos, sino con formas de vida nuevas, chocantes, incompatibles
con el «establishment»; no se invocaba
el amor libre, se practicaba; no se discutía la Universidad, se la abandonaba;
la sociedad establecida se criticaba marginándose. Obras son amores y no buenas
razones. Quizá en esta honestidad vital de los «hippies», en este su envolverse plenamente en la experiencia en
lugar de palabras, resida la fascinación que ejercieron sobre mí y el respeto
curioso que ahora despiertan en la generación siguiente, una vez superado el
natural e inevitable desprecio que cada generación siente por la de sus padres.
Entre el sesenta y ocho y el noventa y dos no ha surgido ningún movimiento que
supere a los «hippies» en originalidad,
contenido y potencial de cambio social.
El
azar quiso que ganara una beca Fullbright para doctorarme en urbanismo en la
Universidad de Berkeley, en 1968 y 1969. Me tocó vivir de primera mano, en el
centro del ciclón, aquellos años locos; gentes que lo vivieron desde aquí o que
lo han conocido luego me preguntan a menudo de qué iban los sesenta. A veinte
años vista, el sesenta y ocho se yergue como lo más importante que ha pasado
culturalmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Es
como una cima que separa dos vertientes de aguas. En el sesenta y ocho acaba la
cuenta del pensamiento materialista dialéctico que lo basa todo en el cambio
social y comienza una mentalidad individualista que da prioridad al cambio
personal. Porque quienes nacimos después de la bomba atómica no podemos mirar
al mundo como una mera lucha de clases, sino más bien como una astronave averiada
y con pilotos neuróticos.
Los
«hippies» buscaban sus raíces. Como
no podían aceptar las de su entorno, que rechazaban, debían irse hasta el
futuro, a utopías tecnológicas, tipo Buckminster
Fuller, o hacia el pasado. Pero, ¿cuál es el pasado de norteamericanos que
renuncian a la idea puritana de los colonos?: los indios. ¿Pero pueden los jóvenes
del sesenta y ocho sacar algo en claro de los apaches, los comanches, los
sioux, ni siquiera de los hopi? Ésta fue una de las barreras que
estancó la corriente «hippy». Su subconsciente
colectivo alternativo, el espíritu de la tierra que ellos buscaban lo poseían
los indios americanos. De ahí la fascinación por Las enseñanzas de Don Juan y demás libros de Castañeda. Pero, ¿cómo
conectar con los indios? Vida sana, tiendas de campaña, niños a la espalda, vestidos
de arte, sí, pero no bastaba para construir una cultura alternativa, la cultura
contracorriente o «contracultura»,
como luego se ha llamado,
Había
otra salida que se intentó, el viaje a Oriente. Buscar las raíces de la nueva
cultura en la tradición oriental. De ahí el viaje a Katmandú, el estudio del
zen, las sesiones de yoga. Pero ¡qué difícil compaginar estos elementos orientales
con el entorno tecnológico americano! Tampoco fue posible. Al final las aportaciones
del sesenta y ocho han quedado en una superficial -aunque no desdeñable-
suavización de las puritanas costumbres norteamericanas: cosas inaceptables en
los cincuenta se convirtieron en normales en los setenta. El país se relajó un
poco y supongo que ha sido positivo. Pero no es lo que pretendían los «hippies», que querían cambiado todo, «destruir el sistema» y volver a empezar
una vida sobre bases comunitarias, ecológicas, hedonistas. Phil Slater en The Pursuit of Loneliness lo explica muy
bien, comparando las ideas fuerza de las dos culturas, la establecida y la
propuesta, que chocaron en el sesenta y ocho.
Para
mí, que venía de Europa, el problema se complicaba aún más, pues encontraba el
ruralismo pionero de los «hippies»
demasiado primario. Si lo americano normal nos parece ya un tanto burdo y
carente de refinamiento, aquella búsqueda hacia una mayor naturalidad de los «hippies» me lo ponía francamente
difícil. La pregunta era: ellos buscan sus raíces en los apaches, pero ¿dónde
las busco yo? Supongo que así fui a parar a los trovadores -nuestra cultura «underground» abortada por los bárbaros
del norte- y a la tradición hermética de Ramón Llull y San Juan de la Cruz,
equivalente europeo al zen y al hinduismo. ¿Se logrará algún día integrar en la
actual cultura europea la tradición hermética y el sueño de los trovadores?
Para mí es un proyecto pendiente. Aquí, en el Mediterráneo, no podemos buscar
en Cochise o Jerónimo, sino en la poesía fresca y humana de Ramón Vidal y Beatriu
de Día, próximos al solaz de la alondra y al gozo de los pájaros, cuyo misterioso
lenguaje evocan los místicos.
Los
sesenta nos obligan a hablar inevitablemente de la Beat Generation. Es un término que se le ocurrió a Jack Kerouac: en
1948 te estaba contando a John Clellon Holmes el modo cómo andaban por Times
Square los «hipsters» y dio con el
término Beat Generation, «beat» significa ritmo, en el sentido que
marca el ritmo el batería de «jazz».
Era natural que la generaron se definiera por un término musical, pues todos
ellos debían mucho al «jazz» no sólo
como música oída, sino como pretexto de lugares y ambientes donde se encontraban
a gusto. Y no tenían muchos lugares donde encontrarse a gusto estos poetas que
detestaban el materialismo conformista de la victoriosa América de la
posguerra.
En
Barcelona, los progres de los cincuenta nos teníamos que meter en la cava de la
calle Parlamento y en el Jemboree de
la plaza Real a oír «jazz»; en Nueva
York en los cuarenta y en San Francisco en los cincuenta, los poetas se refugiaban
en las cavas de «jazz». Era un último
mimetismo -que América ya no repetiría después- hacia los intelectuales,
existencialistas en este caso, de corte europeo. Aún Rimbaud influye en
Ginsberg y Lamantia es discípulo de André Bretón en Nueva York durante la
guerra. Los «beats» son un «remake» de las cavas existencialistas
parisienses. Es la última vez que América copia de Europa: los «hippies» serán ya un fenómeno americano
que copiaremos los europeos.
Los
«hippies» nacen del «rock» como los «beats» del «jazz». Si lo
uno se nace al aire libre y en festivales multitudinarios, lo otro es un ritual
intimista para pocos, en oscuras cavas entumecidas de humos diversos. Si el «beat» se evade en alcohol, el «hippy» lo hace con hierba; y la fuentes
de estímulo distintas, maneras distintas de manifestarse, que en ambos casos
conocieren en protestar contra el materialismo del «american way of live». En ello reside el parentesco, de padres a
hijos, entre «beats» y «hippies».
Los
«beatniks» son los últimos bohemios
urbanos, literarios, tertulianos de café, cenáculo y lectura poética; los «hippies» son vagabundos, bohemios en el
sentido gitano: variopintos, faranduleros, viajeros, decidores de suertes,
portadores de amuletos, hijos de la antigua sabiduría hermética deformada y
aprendida de memoria. Los «beatniks»
-Ginsberg, Snyder, Kerouac- dieron carta de naturaleza al movimiento «hippy» en el histórico «be-in» de Golden Gate Park en San
Francisco en 1966, donde, para solemnizarlo, aparecieron los Beatles y Dylan.
Dylan
es el eslabón perdido entre «beatniks»
y «hippies», el mediador de dos
generaciones, porque, por edad e influencias, está entre ambas. Nutrido en los
poetas, se expresa con los «rockeros»;
toma lo mejor de dos sensibilidades y las aúna en letra y música. Lennon también
lo intenta, pero le sale mejor el elemento musical que el poético. Lennon ya
habla con el surrealismo del LSD, Dylan aun protesta con la indignación moral
de los existencialistas. Esa indignación, en América, estalla a la luz pública
con la lectura de Howl, por Alan Ginsberg,
el 13 de octubre de 1956 en la Six Gallery de San Francisco, con tumultuosas
respuestas. En este acto leyeron poesía Ginsberg, Snyder, Lamantia, Whalen.
McLure y Rexroth y se dio a conocer la sensibilidad «beat», que venía
formándose en el Este desde el final de la guerra mundial.
Ginsberg,
en el poema Howl, y Kerouac, en la
novela On the road, escrita en 1951 y
publicada en el 57, expresan la protesta y el anhelo vital de la nueva
generación americana. Detrás de ambos hay un inquietante personaje, graduado de
Harvard en el 36, iniciado a la morfina, macilento, de aspecto insano y alerta,
una especie de cura relapso, inquisidor, con su jersey de cuello alto y ridículo
sombrerito. Isaiah Berlín dice que en el trasfondo de Tolstoi deambula el
pensamiento de Joseph de Maistre, detrás de Ginsberg y Kerouac está la sombra
de William Burroughs, que los conoció en el 44 y les animó a ser escritores. En
1953 Burroughs publicó Junkie o las
confesiones de un adicto irredento. Marcho a Lousiana y luego a México, donde,
borracho, mató a su mujer de un tiro. De allá se fue a Tánger, donde escribió Naked Lunch, publicado en 1959.
Kerouac
escribió On the road para contarte su
vida a su segunda mujer, en tres semanas a base de bencedrina y café, en un
rollo de teletipo de 40 metros. Era abril de 1951; no encontró quien se lo publicara
hasta 1957.
Hay
solamente otros dos personajes que me interesan en esta generación: Gary Synder
y Lawrence Ferlinghetti, aparte de Kenneth Rexroth, introductor de embajadores
y comadrona de todos ellos. Hay otros dos, notables, pero de los que no he
sacado gran cosa: Gregory Corso y Michael McClure. Supongo que de Corso sí sacó
algo Quim Monzó, pues en 1958 Corso publicó Gasolina
(nuestro desfase cultural se ha reducido, por tanto, a solo veinticinco años).
McClure
me cae bien por sus buenos modales y aspecto distinguido en medio de todos estos
exagerados pioneros. Además, y característicamente, ha envejecido bien, como Ferlinghetti,
cosa que no se puede decir ni de Corso ni de Kerouac, que murió alcoholizado en
1969.
Gary Synder |
A
Gary Snyder no le conocí personalmente, porque vivía, y vive aún, en las montabas
de la sierra californiana. De todos es quien más me interesa. Snyder aparece en
esta generación de la mano de Rexroth, que se lo presenta a Ginsberg en 1955,
cuando éste estudiaba en el departamento de literatura inglesa en Berkeley: A bearbed interesting Berkeley Cat, lo
describió Ginsberg. Snyder leyó sus poemas el día de la Six Galery y Kerouac lo
incorporo, con el nombre de Japhy Ryder, a su novela Los vagabundos del Dharma. Snyder se doctoró en Berkeley con una
tesis sobre el mito en la literatura, se interesó en el zen y se fue a Kioto a practicar
za-zen durante doce años. De regreso a California en 1969, se instaló en las
sierras, donde vive y compone poemas que le valieron en 1977 el premio
Pulitzer. Su libro de ensayos Earth
Household me impresiona tanto o más que sus versos.
Snyder
es un tipo enjuto, ojos claros, aspecto de trampero del Canadá, larga cabañera
recogida como el legendario Wetzel o Davy Crocket; es como un Allan Watts en
pionero. Snyder, quizá por vivir en las Montañas Rocosas y aplicar en su vida
las ideas que escribe, es una figura digna, muestra viviente de les ideales de
una generación que ya está desapareciendo, si no ha desaparecido del todo.
Ken
Kesey jugó un papel destacado en el nacimiento de la contracultura. Con un
grupo de amigos que se autodenominó The
Merry Pranksters compraron un autobús de colegio, lo pintaron de modo psicodélico
y cruzaron USA desde California hasta Nueva York para saludar a Jack Kerouac.
Por el camino repartían ácidos e incitaban al desmadre. Kesey, que fue arrestado
y juzgado para que se le pasaran las ganas de incordiar, escribió un libro
excelente, Alguien voto sobre el nido del
cuco, del cual Jack Nicholson hizo una interpretación cinematográfica
memorable. Kesey se esfumó de la escena en 1970 y se retiró a una granja de
Oregón.
Yo le vi aún en una conferencia multitudinaria que pronuncio en el estadio de la
Universidad en el verano del 69. En esa época aún deferida el ácido y la
marginación. Luego pasó de todo y se metió a granjero, otra víctima del subconsciente
pionero que pervive en un trasfondo de muchos americanos.
A
mí, que quien realmente me gusta es Proust, ¿cómo va a gustarme Kerouac? Ni me
interesa lo que cuenta, porque es sórdido, ni cómo lo cuenta, porque es abrupto
y desaliñado. Está claro que el estilo de Proust va mejor al tipo de refinados
sentimientos que preocupaban a gentes como él, y que estas sutilezas no existen
ya en la gente de ahora ¿Se puede contar la tristeza de la morfinomana mexicana
y prostituta con el estilo elegante y cadencioso de Los placeres y los días? No. ¿Se puede narrar algo que no sea
sórdido y brutal? Sí, pero a una minoría. No me interesa el tema ni el estilo
de Kerouac; menos lo segundo que lo primero. Flaubert tomó el caso banal de un
ayudante de su padre para demostrarse a sí mismo que un tema, que no le gustaba
y le parecía sórdido, podía narrarse en estilo elegante hasta conseguir belleza,
como Baudelaire con sus Flores del mal.
¿Por qué no es posible hacerlo ahora?
La
voz de Kerouac es un eco de Joyce, pero un eco descafeinado, de From drains, clefts, cesspoots, middens,
arise on all sides stagnant fumes del Ulises,
el tono baja a Pretty girls are dashing
over gutters full of pods. La voz es perentoria, enérgica, pero abusa del
juego consonarte en aliteración constante (como ésta), así: Never dreamed to redeem, o peor aún Warning efect and warm affect. Es un
estilo entre telegrama y apóstrofe, «Breathless»,
«Á bout de souffle», que arrastra al
lector y le lleva en volandas, lo cual no es nada fácil -véase Larva-y es un
mérito que no le negare a Kerouac. Pero para eso prefiero tomorrow and tomorrow and tomorrow.
Where
have all the flowers gone?, se preguntaba la canción de
protesta en los años sesenta. Eso nos preguntamos todos veinte años después. De
«hippies» hemos llegado a «yuppies», pasando por los «punks»: bandazos culturales en el mar
revuelto de los países posindustriales. Nada se sedimenta. El entusiasmo «hippy» se marchitó porque chocaba
frontalmente con el estilo de vida y los valores de la sociedad de consumo, del
mismo modo que su exuberancia sensualista repugnaba al materialismo estajanovista
soviético. Los «hippies» quedaron
como una propuesta no realizada que sólo sirvió para suavizar en alguna manera
las costumbres puritanas de la cultura industrial. El excederte de represión,
innecesario en los opulentos sesenta, se redujo para pasar a una sociedad algo
más permisiva, menos agresiva, un poquito más hedonista. Muy poca cosa
comparada al proyecto global de los «hippies»
que tenían propuestas alternativas en todos los aspectos, desde la forma de
trabajo, hasta como hacer el amor, pasando por casa, comida, familia, religión,
arte, filosofía. Todo se marchito a partir de los setenta, por presión de la
sociedad, persecución del Gobierno, envejecimiento de los «drop-outs», fracaso de las comunas, comercialización y cansancio.
No hay cosa más penosa que un «hippy»
viejo. Pero creo que los problemas vitales y filosóficos planteados por la
contracultura «hippy» seguirán vigentes
durante décadas para los adolescentes de nuevas generaciones. Su rebelión fue
un rechazo acompañado de alternativas positivas, cosa que no aportan los
descontentos «punk», los apáticos
pasotas, ni los integrados «yuppies».
Los «hippies» son una protesta pendiente,
no superada. Fueron años que marcaron a muchos. De mí se decir que sin ellos no
hubiera quemado las naves para retirarme a Cinc
Claus dedicado al sanguinario oficio de escritor.
Ahora
hay quien afirma que vuelven los años sesenta; la idea me parece tan hermosa que
me resisto a creerlo. Quizá se está confundiendo la forma con el fondo, y
quizá, por el vaivén generacional, lo que se aborrecía en los ochenta, se
acepta con interés en los noventa Si es cierto que vuelven los sesenta y
vuelven con todo eso que llevaban dentro, quizá estamos ante la posibilidad de
una alternativa potente al árido y descorazonador proyecto de la modernidad.
Luis Racionero
Blanco
y Negro,
3 de enero de 1993, pp. 4-7.
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