“¿Yo
absurdo?, ¡Qué absurdo!”
El dramaturgo Eugene
Ionesco, uno de los más insignes creadores de nuestro tiempo, expresaba el
viernes su alegría por el derrocamiento de Ceaucescu y pedía el retorno de la
Monarquía constitucional a Rumania. «La
hora del comunismo -afirmaba desde su exilio parisino- ha sonado en todas partes. Es el fin del comunismo». Ionesco, quien
ha indagado a lo largo de su trayectoria el vacío existencial del hombre y su
búsqueda de Dios, nunca cayó en la tentación de olvidar que la espiritualidad
es una fuerza esencial en los destinos del hombre. Esa fuerza que el
materialismo se jactaba de haber barrido del horizonte de la Historia, hoy, sin
embargo, ha contribuido al derrumbamiento del imperio de Stalin. «ABC Literario» ofrece esta entrevista
con el escritor rumano por cortesía de la revista mexicana «Vuelta», en la que el autor de «La cantante calva» confirma su incesante
búsqueda del Absoluto desde la soledad radical del mundo contemporáneo.
***
Stefano
María Paci: Y bien, señor Ionesco, usted ha sido el fundador del teatro del
absurdo, frecuentemente identificado por los críticos con el teatro del
sinsentido, de la vida privada de significado. Luego escribió una obra sobre
Maximiliano Kolbe, puesta en escena por Zanussi, en la que se habla de
conversión. ¿Qué sucede?
-Esta
búsqueda de la espiritualidad, de lo absoluto, se inicia hace mucho tiempo,
desde mi juventud. Porque el mío no es un teatro del sinsentido: el teatro del
absurdo es una invención del crítico inglés Martin Esslin, que ha utilizado
esta categoría para un tipo de teatro que se hacía a fines de los cincuenta.
Esslin llega influido por autores como Camus, Merleau-Ponty, Sartre, que en
aquellos años hablaban mucho del absurdo; sin embargo, ninguno o casi ninguno
ha leído con atención lo que yo he escrito. Yo no soy un escritor de lo
absurdo: para escribir textos del absurdo debería saber lo que no sé. Al
contrario, busco, de modo tal vez muy aventurado, un significado, un sentido.
Rechazo
categóricamente la etiqueta del «teatro
del absurdo»: mi teatro siempre ha querido decir algo. Es la gente que no
lo ha leído, o que no ha entendido nada de lo que ha visto, la que se acoge a
esta fórmula. El libro de Esslin se ha difundido por todo el mundo y ahora
todos se acercan y repiten esta definición suya. Y es así como entré a la
historia literaria con una falsa etiqueta, a través de un crítico vicioso. Y
ahora el término se ha difundido tanto y se ha utilizado tanto, hasta en las
enciclopedias, que me resulta molesto.
Es
un error fundamental. Los errores y la incomprensión nacen siempre del deseo de
simplificar.
-El
suyo, como el de Beckett, por ejemplo, en «Esperando
a Godot», me parece más cabalmente un teatro de ausencia, la ausencia de
Dios, y de la desesperada búsqueda de su revelación, y del significado que ésta
daría a nuestro mundo y nuestra existencia.
Ausencia y búsqueda
-Sí,
ciertamente. No se ha comprendido que el tema de nuestro teatro es justamente
éste: la ausencia de Dios y su búsqueda. La obra de Beckett es un SOS lanzado a
Dios, un grito permanente. Cuando por primera vez se puso en escena «Esperando a Godot», los actores no
querían aceptar que el protagonista estuviera esperando a Dios y a su
revelación. El director de Beckett, Roger Blin, hizo todo para embrollar los
papeles y engañar a los espectadores. En aquel momento histórico no se podía
hablar de Dios o de religión: era vergonzoso. Con todo, se trataba de eso y de
nada más. El teatro de Beckett -como, espero, el mío- es un teatro metafísico
por excelencia, no un teatro político y social, como se ha dicho. Expresa las
penurias de la condición existencial del hombre separado de la Trascendencia. Y
es ahí donde nace la expectativa y la esperanza de que, algún día, Él se
manifieste.
Ambos
somos víctimas de un terrible equívoco. Cuando mi texto «Las sillas» se estuvo representando en Polonia, los dos
protagonistas fueron convertidos en pobres obreros desdichados. Yo no lo hice
así; se trata de dos personas que habían extraviado el camino humano hacia Dios
y que lo estaban buscando. Y, de tanto en tanto, se les presentaba en la
memoria el recuerdo de un paraíso perdido. Sin embargo, nadie ha puesto
atención a este aspecto. Y cuando en la escena aparece el Emperador, en
realidad se trata de Dios, un Dios a la bizantina. Algunos idiotas escribieron
que se trataba de una nostalgia napoleónica, y se han escrito muchas otras
estupideces. En realidad. «Las sillas»
pone en escena la desesperada búsqueda de un sentido; es una obra sobre el
vacío ontológico. Como usted ha dicho, el mío es un teatro de la ausencia; y
así quisiera que fuera recordado: la gente está y no está allí, la realidad es
verdadera o irreal, y yo me pierdo en esta búsqueda.
Teatro político
-Junto
al suyo, en los cincuenta y sesenta, se afirmó otra clase de teatro,
considerado «político», que tenía en Brecht a su profeta. Un teatro con el que
usted no quiere compartir nada. ¿Por qué?
-El
teatro «político» fue mi gran
enemigo, y los daños que hizo los padecemos aún. Es un teatro ametafísico, sin
profundidad. Cuando la política se separa de la metafísica, no expresa los
problemas fundamentales del hombre. Erradicada de las cuestiones últimas, es un
«divertissement» que sirve como
distracción; constituye una actividad secundaria. La vida tiene una dramaticidad
propia; mi teatro no quiere dejar fuera a la angustia. Quiere hacérnosla
familiar para poder superarla. Busca permanecer ante la pregunta sobre el
sentido sin dejarse desviar. La pregunta es ya, de algún modo, una respuesta.
Comoquiera,
el teatro político varias veces intentó reclutarme. En vanos de mis «debuts»
tuve discusiones con un conocido crítico, Kenneth Tynan, que me decía: «Usted podría ser, si lo deseara, si lo
quisiera, el más grande autor contemporáneo.» «Con lo que escribe -afirmó- podría,
a lo más, llegar a ser otro Strindberg (eso no está mal, pensé), pero sea
brechtiano y será el mejor del mundo.» «No
es verdad; sería el segundo, porque ahí está Brecht», repliqué.
Se
nos decía: «¡comprométanse!» Pero
comprométanse quería decir inscribirse al Partido Comunista, el gran Moloch de
los intelectuales.
-En
aquellos años, el ejemplo de intelectual comprometido, escritor de teatro, como
usted, era Jean-Paul Sartre. ¿Tendría usted algo que reprocharle?
-¿Algo?
Sartre ha sido el ejemplo más aclamado del tipo de intelectual que detesto. «Sartre, la conciencia del mundo», decía
la publicidad de uno de sus libros. En realidad ha representado la inconciencia
del mundo. Era uno de los que no habían entendido nada, que marchaba detrás de
todos los eslóganes para «estar en el
sentido de la Historia». En el sesenta y ocho agitaba a los jóvenes y luego
corría detrás de ellos. No hizo otra cosa en toda su vida. Era la repercusión
de toda la estupidez, los eslóganes, las desinformaciones posibles.
Era
el más célebre intelectual marxista, pero cuando los nuevos filósofos
desmitificaron el marxismo, para no perder el tren de la Historia, dijo: «Pero si hace ya dos años que no soy
marxista.» Él, que poco antes sostuvo que «el marxismo es la filosofía perfecta a la cual nada le falta».
Recuerdo del 68
-Usted
fue uno de los pocos intelectuales que ofrecieron una posición crítica ante los
desenvolvimientos de los sucesos del sesenta y ocho, lo cual le fue ásperamente
reprochado por la intelectualidad que entonces cabalgaba en aquella embriaguez
ideológica. ¿Qué juicio haría hoy de aquellos sucesos?
-El
sesenta y ocho ha sido una estupidez, y aquellos que hicieron la «llamada» revolución del sesenta y ocho
se han convertido en notables, en burgueses. Yo lo sabía, lo sentía. Era una
revolución de bajo perfil, una especie de carnaval. Retardó nuestro proceso
cultural, con su repulsión por la cultura difícil.
-Sin
embargo, los jóvenes del sesenta y ocho vieron en usted, con su teatro de
vanguardia y de ruptura con la tradición, un modelo...
-Se
equivocaban; estaba en contra. Un día, mientras estaba con mi editor,
Gallimard, en la calle de la Universidad, un cortejo de estudiantes desfiló
bajo la ventana: los insulté. «Llegarán a
ser burgueses», les gritó. Me arrojaron piedras. Es cierto que muchos que
no comprendían mi teatro, o que lo comprendían mal, sostenían que yo era una
especie de anarquista, cuando, al contrario y a pesar de mis momentos de
olvido, estaba en la búsqueda de la fe y una espiritualidad. De cualquier modo,
durante el sesenta y ocho, todo parecía de valor; refutar el aburguesamiento o.
lo que es igual, la muerte espiritual. Sin embargo, fue como dar una patada al
agua: aquellos jóvenes lograron agitarla, y luego ellos mismos se convirtieron
en burgueses. En el fondo fue una revolución hecha por burgueses que deseaban
permanecer en la burguesía, porque eran unos mediocres.
Una nueva ideología
-Un
hecho poco notado es que usted, en los años cuarenta, cuando regresó de Rumania
a París, tuvo la oportunidad de entrar en relación y estrecha amistad con el
movimiento «Esprit», con Mounier, y
después con Maritain, Berdíaev, Gabriel Marcel... ¿Qué han representado para
usted?
-Una
especie de familia espiritual. Yo venía de Rumania, donde se estaba llevando a
cabo una monstruosidad inaceptable, el fascismo rumano de los Guardias de
Hierro. En mi país estaba solo, con tres o cuatro amigos. Pero, aunque sea en
pequeñas dosis, ellos comenzaron a aceptar la ideología fascista. «Cierto que a pesar de los hebreos...»
empezaban a decir. Mas cuando se acepta, aunque sea una pequeña parte de la
ideología, ésta se aferra a nosotros, nos engulle. En aquella soledad no supe
cómo defenderme. Me decía: «¿Cómo es
posible que yo tenga razón, en contra de todos?» Era la época en que se
inventaba toda una nueva sociología, una nueva biología, nuevas teorías sobre
las razas. El mundo parecía subyugado por la nueva ideología, totalmente
anticristiana. Y era muy difícil resistir las argumentaciones difundidas y
compartidas por los profesores, los periodistas, los escritores, los estudiantes.
¿Y cómo responder? No tenía argumentos, sólo una pequeña, frágil y muy débil
rebeldía; una especie de resistencia moral. El grupo que se reunía en torno a
la revista «Esprit», como Mounier,
Berdiaev (a quien, sin embargo, no conocí personalmente), Marcel, fueron
quienes me «socorrieron».
Mi
último libro, «La búsqueda intermitente»
-continúa lonesco-, es el recuento de lo que he buscado en el curso de la vida.
He estado dividido entre el deseo de la gloria literaria, esa inmortalidad
falsa y provisional, y la búsqueda del absoluto. Y toda mi vida ha transcurrido
entre estos dos polos. Porque la estupidez literaria y todas estas historias de
política, adulterio y demás asuntos que ocupan tanto tiempo de la vida humana,
igualmente ocupan el espíritu de los escritores. Son lo que llamamos
preocupaciones, son los «divertissements».
Al igual que la guerra es un «divertissement»,
no obstante la crueldad que muestra. Sirven para olvidar las cuestiones
fundamentales.
Yo
me he visto en el estupor de la existencia: pascaliano por naturaleza, y por
haber leído a Pascal, estaba aterrorizado por la infinitud de los espacios:
¿por qué existe algo, en vez de nada?, me preguntaba con Leibniz. Estoy
estupefacto ante la inmensidad infinita del cosmos, que quiero comprender, pero
me supera la angustia; quiero penetrar en la creación de Dios con su misma
inteligencia, quiero concebir lo inconcebible... Y, tras la pregunta por la
existencia, viene otra, fundamental: ¿por qué existe el mal? He escrito para
preguntarme a mi vez sobre estas preguntas, sobre estos místenos.
El
problema del mal me hizo dudar, hace tiempo, de la existencia de Dios. Estudié
libros sobre la gnosis y fui tentado. Sufrí mucho espiritualmente. Los gnósticos
sostenían que el mundo no había sido creado por Dios sino por los ángeles
rebeldes que le habían robado algún secreto de fabricación. Ésta sería la razón
por la que el mundo es imperfecto. El mal fue el tema de mi texto «Asesino sin móvil».
Desde
hace tiempo, no mucho, a decir verdad, me resigno a no ponerme en el mismo
plano de la existencia divina. Me he dicho que era imposible que pudiera
comprender, y que no debía dudar. Sin embargo, dudo igual, a pesar de mis
esfuerzos.
El santo Kolbe
-¿En
qué punto de su búsqueda se inscribe su obra sobre Maxilimiano Kolbe?
-Un
ilustre colega mío de la Académie
Française, el padre Carré, me propuso escribir un texto sobre Kolbe, hace
ocho o nueve años. De Kolbe me han fascinado el amor, el sacrificio, su inmensa
caridad que justamente ha merecido los honores de la Iglesia, que lo ha
reconocido como santo. Fue el músico Dominique Probst, aunque él también
influido por el padre Carré, quien quiso hacer una ópera. Así que nos pusimos
de acuerdo, yo escribí el libreto y él la música. Escribimos un solo acto,
porque queríamos hacer una ópera breve, que durase treinta minutos. Terminaba
con el ingreso de Kolbe al pabellón de los condenados. Nuestro trabado fue
aceptado por el director de la Opera de París, con el que firmamos un contrato.
Sin embargo, cuando dejó la dirección, nadie quiso ponerla en escena.
El
filósofo Adorno ha dicho que después de Auschwitz el hombre no puede ser el
mismo, y la filosofía debe necesariamente cambiar. Kolbe es la respuesta: no
hay más que la fe, la caridad y la súplica que pueden sostenernos en nuestra
propia existencia.
Para
mí es la fe la virtud teologal suprema. Una vez me confesé con un monje del
Monte Athos. «¿Has cometido incesto, has
matado, has robado?», me preguntó. «Si
has hecho algunas de estas cosas, no te preocupes. Todo es perdonable. Sólo un
pecado no es perdonable: no creer, no tener fe.» «Padre -le respondí-es ahí
donde se necesita sanar.» Las obras que los cristianos edifiquen, incluida
la caridad, son vanas sin la fe.
-Usted
fue bautizado ortodoxo, pero ha recibido una educación católica. ¿Existe algún
peligro de que se confundan las Iglesias en el mundo actual?
-Si.
La Iglesia tiene tanto miedo de quedar fuera de la Historia que parece querer
disolverse en ella. Ha entrado de tal forma en la Historia que se confunde con
ella. De estar inmersa en la Historia, acaba sumergida por la Historia. La
Iglesia debe estar por encima de la Historia para poder influir en ella. Y ha
sucedido lo contrario, especialmente en los países del Este, donde la Iglesia
ortodoxa está completamente al remolque de los poderes del Estado. Rogar por
los hombres está bien, rogar por las naciones es excesivo. Aunque también la
Iglesia católica de Francia ha hecho cosas difíciles de olvidar.
Pensador solitario
-Una
de sus obras más conocidas, «Rinocerontes»,
es la historia de un contagio ideológico en el que todos los hombres de la
ciudad se transforman en rinocerontes, es decir, en hombres que reciben las
ideas hechas. Todos, excepto uno que ofrece una valiente resistencia. ¿Hay un
lugar, en la inteligencia o en el corazón del hombre, al cual acogerse para
oponer resistencia a los rinocerontes que nos circundan?
-Sí,
son las verdades fundamentales y permanentes que existen en el hombre y que no
pueden ser extirpadas, sino, en todo caso, encubiertas. En ciertos hombres,
estas exigencias originarias aparecen de modo evidente: son aquellos que tienen
el valor de pensar por sí mismos.
En
«Rinocerontes» evoqué la experiencia
de los Guardias de Hierro en Rumania. Escogí esos animales porque tienen la
piel tan gruesa que no es posible hendirla y es imposible cualquier diálogo.
Yo
daría un consejo a los hombres: el de pensar por sí mismos y. sobre todo, elegir
las minorías, no la turba. Yo fui considerado, primero, un intelectual de
izquierda y, después, de derecha. Y. en cambio, siempre he sido un pensador
solitario. Pensar a solas hace sufrir; aísla, pero vale la pena. Produce
hombres.
ABC Literario, 24 de diciembre de 1989,
pp. VIII-X
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