La era del «pop»
De
Nueva York a California: viaje a las contraculturas americanas
Varios
ensayos recientemente publicados nos proponen una relectura, un balance, diversas
aproximaciones críticas, a los movimientos contraculturales de los años
sesenta. Revuelta estudiantil, refutación de la cultura occidental, despertar
de minorías segregadas, comunas libertarias, emancipación moral de varias
generaciones, tales son los primeros temas de aproximación. La cultura underground (Anagrama) de
Mario Maffi elabora una síntesis de estos movimientos, Las comunas en la contracultura (Kairós) de Keith Melville sitúa el
movimiento comunitarista en el marco de una vasta revuelta espiritual, La estética anarquista (Fondo de Cultura
Económica) de André Reszler estudia las corrientes políticas juveniles de los
años sesenta en el marco de la tradición libertaria, Conversaciones con los radicales (Kairos), del comité de redacción
de la revista «Actual», incluye
conversaciones con Foucault, Deleuze y otros, en relación con el neorradicalismo
de la pasada década, La banda de la casa
de la bomba y otras crónicas de la era «pop»
(Anagrama) de Tom Wolfe es una crónica de muchas de las grandes obsesiones de los
años sesenta, El arte «pop» (Labor) de Simon Wilson es una
introducción al más famoso de los movimientos pictóricos fraguados
paralelamente a las corrientes contraculturales que agitaron el mundo
Con
una virulencia nada común, durante los años sesenta estallaron en diversos
enclaves de la civilización occidental erupciones morales cuya violencia
atentaba contra todos los órdenes en que reposa nuestra cultura: revolución
sexual, droga, economía libertaria, antiautoritarismo, condena de todos los
sistemas políticos, refutación absoluta de las religiones del progreso,
equiparación de la escuela y la universidad con sistemas policiales de control
ideológico. Paradójicamente Estados Unidos, la faz más visible del cesarismo
contemporáneo, importaba a los últimos confines del planeta los bulbos de una
revuelta absoluta, total. La economía armamentista americana nos inundaba
definitivamente con electrodomésticos y cápsulas anarquistas: la ITT y
Berkeley, la revolución sexual y Vietnam, el imperio del dólar y el apocalipsis
vegetariano o antiautoritario, la matanza de May Lay y las comunas libertarias,
la conquista de la Luna y la guerrilla urbana, el genocidio y las bandas de
apátridas.
El
despertar de la nación americana, el primero de los acontecimientos políticos,
que, tras la Revolución Francesa, irrumpe en la vida de la civilización
occidental, alcanza su apogeo máximo (y quizá la derrota en Vietnam sea el
inicio de la pleamar: los bárbaros aguardan ya a las puertas de Roma: pero
¿dónde está el frenesí moral de un Marco Aurelio...?). Y la misma subversión de
valores que se alza contra el inmenso poder de los nuevos cesares nace,
precisamente, de las raíces íntimas del cuerpo físico, histórico, espiritual,
que hizo posible el nacimiento del imperio. Catulo se llama hoy Silvia Plath.
Norman Brown es una suerte de Virgilio que (después de leer la famosa novela de
Hermann Broch) ha comprendido la inutilidad absoluta de la Eneida. Esta raíz
mítica de la vida americana, esta sumisión del imperio al mito, fue desvelada
por vez primera por Thorton Wilder, que ya en 1926, al finalizar su novela «The Cabala», contemplaba Nueva York como
síntesis del infierno moderno. Roma y Babel contemporánea que el hombre de
nuestro tiempo visitaría, como Dante en su viaje iniciático, guiado por
Virgilio.
Y
es la estética romántica quien sobrevive y se alimenta tras la insumisión de
los hombres jóvenes de América y del mundo. Uno de los grandes sueños de Sheley
fue huir a América para fundar allí una comunidad libertaria. Todos los pensadores
reformistas y utópicos del XIX sueñan en América como el paraíso del futuro.
Aventureros de toda Europa viajan a los Estados Unidos para fundar allí
comunidades ácratas. Desde el siglo XVIII se suceden los experimentos de vida
comunal: los labadistas en Maryland, la colonia Epharata de Pennsylvania, entre
tantos otros. Robert Owen, en el momento fundacional de otra comuna mitológica,
«New Harmony», lanza una proclama
utópica similar a cualquier manifiesto subversivo de los artos sesenta.
Fourier. Saint Simón, los maestros del pensamiento utópico se ciernen sobre la
gestación de los sueños que alimentarán la vida americana. Alfonso Reyes
comentaba: «América es una utopía, es el
nombre de la esperanza humana».
Si
bien el pensamiento utópico florece en los verdes prados de la frontera, el
peregrinaje de los fundadores de la nación, y es necesario correr hacia el
viaje iniciático para ganar la gloria de la unción en los misterios de Eleusis
del paisaje mitológico americano, hay otras sendas que conducen asimismo hacia
las cavernas donde la modernidad y sus orígenes poseen el rostro único de la
palabra fundacional.
Tal
es el caso de Thoureau, que sobrevive y es alimentado por las proclamas
comunitarias, vegetarianas y antiautoritarias de la década pasada: él es el
dios padre del canto lírico a la naturaleza, el pionero del movimiento
ecológico, el inspirador de tantos poemas, cuadros y baladas que cantan el
paraíso perdido de los valles inmaculados que el progreso, como en un famoso
pasaje de Scott Fitzgerald, inunda con las cenizas de la muerte. Whitman,
evidentemente, es la otra divinidad original: su ambición fue conducir su
palabra con la vastedad de las praderas americanas. El último libro de Allen
Ginsberg (que, con la lógica de lo sagrado que siempre nos ilumina, fue
galardonado con el más grande de los premios literarios americanos), «The Fall of America», igualmente, hereda
y hace suyo el panteísmo iluminado, si bien no posee su aliento verbal, posee el
mesianismo del cantor de los espacios sin fin, los grandes ríos, las vías de
comunicación que se pierden en el horizonte.
Y
¿cómo no reconocer en la divina locura de Poe el infierno urbano que renace,
inmaculado en su satanismo, en la música de Lou Reed? El Este, para los
americanos, será el presagio de la caída, el cordón umbilical que nos une a la
muerte de Europa, a la ruina de sus valores. Ser americano, en el Este, parecen
decirnos tantos cuentos de Poe, tantos relatos de Lovecraft, es estar con un
pie en el infierno. Los grandes héroes de la literatura americana huyen hacia
el Oeste como caballeros cruzados en busca del Grial de la redención, en busca
de la pradera que nos redima del pecado de existir (y la literatura de los años
sesenta multiplica ese héroe que glorifica la ética de la huida... recuerdo
páginas de Updike, Sallinger, Kerouac, Burrougs, por no citar los textos casi
canónicos de Henry Miller).
Quizás
Henry James sea el arquetipo máximo de ese drama americano: él es el padre del
viaje iniciático a la inversa, el que nos conduce hacia el fracaso con todo el
esplendor de una derrota sin fronteras: es el caso de Daisy Miller. Y cuando
los europeos viajan hasta Boston con ellos traen la huella del pecado, el
rastro de una herencia nefanda. James nos enseña, igualmente, que la condición
americana (otro de los mitos reinstaurados por la revuelta de los años sesenta)
se confunde con la condición del exilio: ser americano es ser sin otras raíces
que el viaje, sin otra conciencia que la busca de una patria que no existe sí
no es a través de ese desencuentro. La ética de la huida es un decálogo de los
países americanos: cuando el genocidio mancha con sangre el rostro de la
nación, huir con honor es el sueño de los césares, huir es la ética del
desertor, huir es la ley del apátrida que funda comunidades libres en el
paraíso americano.
Huida
y expiación se confunden en «Moby Dick».
El capitán Ahab es el arquetipo universal de la «desesperación activa». Quizás
en ningún otro héroe la huida conduzca de tal modo a la improbable extirpación
del mal: como en la novela de Melville, el héroe americano de los años sesenta
denunciando el terror que lo cerca habla de su propia historia; la revuelta
moral de una década recurre a los catecismos que forjaron sus orígenes para
atentar contra la vida de un gigantesco cuerpo sin vida que nos arrastra hacia
las profundidades del mar, en cuyo seno espera calmar la sed ciega de su poder;
así, pues, Ahab y Moby Dick son indiscernibles en el fondo del océano donde la
muerte gobierna los destinos del cadáver y la carne desierta poblada por idos
deseos
Una
geografía de lo sagrado
Con
el paso de los años, la revuelta única de una década se nos manifiesta con dos
rostros paralelos: Nueva York y California. Roma tiene hoy dos caras: la
apolínea de Manhattan y la dionisiaca de Los Ángeles y San Francisco. Pero Dionisos
y Apolo han muerto, y su carne ha sido troceada, multicopiada, enlatada y
vendida en supermercados, difundida (como el napalm incendia los cuerpos) a
través del bombardeo de los televisores y emisoras de radio
Nueva
York, pues, encarnaría la revuelta urbana; y California la insumisión rural. Ya
Walter Pater observó que la tragedia griega nace cuando Dionisos entra en la
ciudad. La revolución moral americana oscila entre esa dualidad: Nueva York
encarna el espíritu del progreso, y California el país por excelencia de la
aventura. Y el dualismo se generaliza: cultura urbana contra cultura rural; el
rock negro de Lou Red contra las baladas de Dylan; las drogas fuertes del «yunkie» neoyorquino contra el iluminismo
de la marihuana californiana (Ginsberg, en pleno delirio, declaró que sólo
entendió a Paul Klee tomando hierba): semanarios como «The New Yorker» o «The
Village Voice» contra «Los Angeles
Free Press» y la llamada «prensa de alternativa»: la «factoría» de Andy
Warhol, en la calle cuarenta y seis, contra «City Lighs», la famosa librería «beat» de San Francisco: los narradores de la escuela del «New Yorker» (locura urbana, soledad,
neurosis, sofisticación) frente a los «beat»
(cantos a los espacios libres, elegías sentimentales, poemas libertarios,
literatura ecológica): el satanismo sexual (películas de Paul Morissey,
recítales de Lou Reed) frente al culto, el renacimiento del cuerpo
(glorificación mística de fervorosos lectores del Reich); Dada y Surrealismo
(que la presencia física de Marcel Duchamp en Nueva York y Philadelphia hizo
más presente en el Este) frente al ruralismo, orientalismo: y las tradiciones
místicas y ocultistas (que inundan toda la costa de California, y pertenecen a
la tradición del puerto de San Francisco —con su secuela de inmigración— y que
Hollywood polariza definitivamente en los años cuarenta, incluso con la
presencie física de figuras como Huxley).
Esa
dualidad Este-Oeste, tan ligada sin duda a la mitología fundacional de
Norteamérica, tan presente asimismo, incluso en la vida de figuras arquetípicas
(el caso de Mark Twain me parece ejemplar: todo su legado libertario procede de
su diálogo con el Mississippi y sus viajes al Oeste: su boda con una señorita
del Este —¡que hace de censora de las aventuras de Huck Finn!— inicia su caída
en el infierno urbano, que lo conduciría a los abismos de soledad y amargura de
su última época); esa dualidad, repito, que durante los años sesenta se
multiplicó a través de nuevos rostros, está ligada a una sociología de lo
sagrado, a una arqueología del saber que debería mostrarnos las huellas, los
vestigios de la razón anterior a la razón que nos gobierna, una lógica de lo
simbólico que precede a la lógica económica que vampiriza nuestros cuerpos.
Así,
San Francisco, a través de sus terremotos, a través de las cíclicas invasiones
a que se ha visto sometida la ciudad (fiebre de la pradera, fiebre del oro y
del petróleo, fiebre de Hollywood; cuyos intervalos son tachados por otras
tantas catástrofes que arrasan la ciudad bien a través de terremotos
volcánicos, bien a través de terremotos económicos, no menos desastrosos) en el
marco de la historia americana posee la fisonomía de la ruta iniciática en la
aventura: patria para desesperados (el Marlowe de Chandler vive en Sausalito,
en la bahía de San Francisco) y aventureros (las colinas de Hollywood son el
país por excelencia del hombre que se lo ha jugado todo al cara o cruz de la
Babilonia contemporánea); la misma relación de universidades y «colleges» de la costa oeste, y un examen
de las enseñanzas que allí se imparten (de la cinematografía de la UCLA al
liberalismo de Berkeley) pone de manifiesto la savia que ha recorrido el cuerpo
vegetal de la costa californiana como marco donde la gran tradición americana
cumple su vida más propicia a los negocios del mito original, en oposición a la
geografía de los centro de poder de! Este. Me parece, por ejemplo,
significativo que Thorton Wilder sitúe entre Nueva York y Boston, en Newport,
en su última novela. «Theophilus North»,
el punto de partida del viaje del Ulises moderno, el centro del laberinto donde
se pierde el hombre en busca de una dudosa Ítaca.
Por
el contrario, y recurramos ahora a la mitología cinematográfica de Raul Walsh o
John Ford, el Oeste será siempre el país de la libertad, la ruta del exilio que
debemos emprender cuando todo ha sido perdido. Y no es un azar que los
movimientos políticos de las minorías oprimidas, tras estallidos sangrientos en
Harlem o Chicago, encuentren sus detonadores más alarmantes, sus catapultas y
multiplicadores más llamativos, en las praderas de California se ahí que, así
mismo, cuando, durante la década de los sesenta, los movimientos subversivos se
entronizan en la vida pública americana. San Francisco se convierte en rival de
Nueva York; de ahí, igualmente, que Los Ángeles sea la capital del sueño
americano, la fabulosa urbe que elabora, maniata, construye, censura, malversa,
dilapida las montañas de sueño confeccionado con que el cine o la tele visión alimenta
nuestra sed de imágenes, nuestra voracidad de un gasto improductivo e inútil
con el que alimentamos lo único que hay vivo en nosotros: Hollywood ¿no es la
capital del sueño industrializado, el fabuloso hospital de sangre que irriga
con sueño o imágenes las venas vacías del planeta?
Las
bandas de anarquistas residentes en California que durante los años sesenta
pusieron a punto tácticas de guerrilla urbana utilizando cámaras portátiles de
televisión conocían bien la herencia de Hollywood; es más: muchos estudiaron
tales técnicas en los platos de la UCLA. De igual modo, otra de las técnicas
por excelencia de Hollywood, el «comic».
fue utilizada eficazmente por los movimientos subversivos como arma de combate:
el «comic» «underground» ha pasado ya a la historia como un síntoma que,
catapultado durante los años sesenta, se transforma en mecanismo de agitación;
no podía ser de otro modo en un espacio geográfico donde «Dysneylandia» es uno de los grandes monumentos de la cultura local.
Esta
geografía de lo sagrado, que tan rudimentariamente expongo, adquiere, por
supuesto, sus facetas históricas y mitológicas sólo iluminando aspectos
concretos que deseemos examinar. San Francisco, así, es la piedra sacrificial
donde debe inmolarse la vida y la muerte: los terremotos de la ciudad, las
bandas de anarquistas que protegían a Patricia Hearst. El cementerio de
Hollywood es el altar por excelencia donde los héroes de la mitología
contemporánea reposan en el sagrado limbo de la muerte compartida (como los
antiguos dioses, las divinidades contemporáneas necesitan vivir en la soledad
del rebaño para adquirir la fuerza de la maldición frente al atemorizado
-voyeur» que contempla su existir) Una lógica oculta rige estos destinos:
cuando Hitchcock desea rodar una obra que nos hable del terror de la bomba
atómica, y hacernos patente la más horrible de las maldiciones de nuestro
tiempo, la más siniestra debido a su poder gigantesco, sitúa su obra,
precisamente, en las inmediaciones de San Francisco, en Bodega Bay; el
resultado de ese trabajo. «Los pájaros», es una de las grandes parábolas del
terror, filosófico, moral, físico, de la cinematografía contemporánea
Paralelamente, uno de los actos más sangrientos que haya podido filmar una
cámara fueron retransmitidos, en directo, por una cadena privada de televisión,
con motivo del exterminio de la banda de terroristas que protegía a Patricia
Hearst, en un suburbio de Los Ángeles.
Soledad y desesperación maquilladas con anuncios publicitarios
Durante
toda una década. América exportó al mundo sus teorías de la subversión. «Times» narraba a todo color las
aventuras del primitivismo libertario de las comunas del Oeste. Los sucesivos
movimientos estudiantiles fueron presentados al mundo con profusión de datos e
iconografía. Norteamérica es la más potente constructora de mitologías de los
tiempos modernos (quizá sólo el genio de los pintores renacentistas impuso al
mundo, con tal violencia, sus construcciones mitológicas: y el contemplar a
Durero disfrazándose de príncipe renacentista, para sus contemporáneos, debió
ser algo tan bárbaro como mezclar vino de Rioja con Coca-Cola); era, pues,
lógico, que exportase, cumplidamente, las manifestaciones más vivas de sus
tradiciones originales.
En
última instancia, la imposición (incluso involuntaria: el irracionalismo también
vertebra el hipotálamo de los cuerpos sociales) de normas de conducta, la
ambigua pero férrea transmisión de modos de pensar, o la producción de imágenes
con que interpretar el mundo, en última instancia, repito, forman parte de la
colonización mitológica del planeta Roma sobrevivió mientras tuvo fe en las
creencias que alimentaron el Imperio; cuando nuevos dioses suplantaron a los
consagrados por la tradición, la ruina asoló el Imperio.
En
este sentido, el Imperio americano goza de una férrea salud en el hemisferio
occidental. La equiparación, en todo Occidente, de normas de conducta y moral,
de la juventud más viva e inquieta (repitamos el lugar común de la divinización
de un tiempo en la vida del hombre donde la estupidez no deja de ser igualmente
voraz), supone, al paso que el triunfo déspota del gregarismo idiota que nos
gobierna, el éxito absoluto y sin antecedentes de la creación (voluntaria o
involuntaria, tanto da) de nuevos misterios e incertidumbres que, respondiendo
a las necesidades más inmediatas (físicas, espirituales, psicológicas.
sexuales, sociales) de sus consumidores, crean nuevos estímulos, nuevas razones
por las que vivir y morir impunemente (no en vano, un teólogo de talento de la
contracultura, Norman O. Brown, explicaba así las razones del gigantesco
recrudecimiento de la revuelta universitaria durante los años sesenta: «Hay momentos, y creo que atravesamos uno de
ellos, en que la civilización debe renovarse mediante el descubrimiento de
nuevos misterios»).
Así,
el recrudecimiento en las creencias que fundaron la nación americana, durante
los años sesenta, en América, quizás en todo Occidente (ya que tales
mandamientos morales fueron bastante comunes, y están ligados al neoclasicismo
de la Revolución francesa y el romanticismo literario), tuvieron como correlato
inmediato un renacer del politeísmo, semejante al atravesado por la
civilización helenística, pero a la inversa. Luciano descreyó de todos los
dioses del pasado, pero desdeñó el mofarse de las divinidades que usurparían
sus sitiales mitológicos. Los nuevos apóstoles, por el contrario, descreen de
todas las divinidades del futuro (progreso. bienestar, y sus nubes de
diosecillos: de la divinidad del futuro al dios televisor, a quien cada noche
ofrendamos nuestra cena de sopas de sobre), para afianzarse en las fisonomías
sagradas del pasado (en este caso, las religiosas invocaciones con que nuestro
tiempo desea ejercer cualquier exorcismo contra la historia: «revolución», «comunidad», «colectivo»,
«fraternidad», etc.). En una palabra:
los movimientos subversivos de la pasada década se escudaron en las dos
nociones clave que, datando apenas de dos siglos atrás, se han convertido en
figuras centrales del fresco donde se dibuja el tejido de relaciones que
nosotros habitamos. Me refiero, claro está, a las nociones de «hombre» y «naturaleza» («vivir» «en la naturaleza»
es el gran sueño romántico, ¡como si pudiera «vivirse» en un ataúd!).
Y
sin embargo nada menos «natural» que abandonar el confort civilizado para
marcharse a cultivar cardos a un desierto de Nevada. Y nada menos «humano» que vivir en una comunidad pobre
de la bahía de San Francisco (donde el mero sobrevivir es ya una «lucha» contra una «naturaleza» hostil).
A
partir del siglo XVIII, la Naturaleza adquirió los atributos de un dios
todopoderoso, sabio y definitivo. Sin embargo, de Lucrecio a Shakespeare, de
Montaigne a Borges, de Pla a los sofistas, el pensamiento de nuestras culturas
nos recuerda a cada instante lo escasamente «natural» de ese artilugio fraguado por nuestra imaginación, en sus
delirios, embelleciendo; sin gracia, el desierto botánico y mineral. El Hombre,
igualmente, es otra invención filosófica que ni ha dado grandes frutos ni
parece tener un futuro muy cierto. («No
obstante —dice Foucault en su célebre ensayo «Les Mots et les choses»— es
un consuelo pensar que el hombre no es más que una invención reciente, una
figura que aún no tiene dos siglos, un simple pliegue de nuestro saber, que
desaparecerá cuando éste encuentre una forma nueva».)
Máquinas
deseantes programadas por el pasado, los movimientos contraculturales de la
pasada década, al menos, pusieron de manifiesto que no somos del todo culpables
de los desarreglos que nos aquejan: vivimos vampirizados por el tiempo, caídos
en la historia, como figuras a quienes la lluvia no lava el barro que las
mancha.
Tal
es, también, el drama de todo el arte «pop»
que floreció durante los años sesenta (para transformarse en una nueva escuela,
el «hiperrealismo»), Warhol, Roy
Lichtenstein, Claes Oldenburg, elevan el «cómic»,
el póster, el «affiche» publicitario
hasta el santuario del arte: muere lo sublime, pero sobrevive el artificio. No
asistimos a la defunción del arte (la suprema ambición de Dada), por el
contrario: descubrimos el «misterio»
que cerca al rostro de Marilyn, o la marca de unas latas de sopa, un paquete de
cigarrillos, unas manchas en una sucia pared, en un urinario público. Tal ha sido
la miseria y la gloria del «pop»
pictórico.
Duchamp
nos enseñó que el Museo no existe: es nuestra mirada quien confiere su
existencia a los pigmentos de las Estancias de Rafael. De ahí que lo sublime no
esté en la materia, sino en nuestra contemplación: cuando Turner y Corot
inventan el paisaje moderno aprendemos que la naturaleza también es un estado
de ánimo, un desarreglo de nuestro cuerpo, un ataque de hipocondría, una
filosofía de la existencia. Serán nuestros ojos quienes confieran al paisaje la
neurastenia de nuestros sentidos. El «comic»
«underground», los pintores «pop»,
las grafías que iluminan la década de los sesenta, instalan lo sublime en la
vía pública. Duchamp ya lo había hundido todo. Ellos llevan el acto de mirar
hasta los rincones de la cloaca universal: el confort, la miseria urbana, la soledad
y la desesperación que tapamos con anuncios publicitarios que rigen nuestro
aparato nervioso salvándonos así de la desesperanza, ellos son los callados
testigos de esta fiesta de la contemplación, el erotismo solitario, la
voluptuosidad en el desierto que descubrimos en la belleza de esa mujer desnuda
evocada con la pobre caligrafía del grafismo publicitario.
De
ahí la amargura de Marcel Duchamp cuando los artistas «pop» lo reclamaron como padre de la nueva pintura. En efecto, con
toda justicia podía reclamarse tal paternidad, pero ¡qué degradación para
nuestra cultura!... Ya que, como buenos demiurgos, los «pop» no hicieron suyo el cinismo, la ironía de Duchamp: su burla,
el látigo de su sarcasmo fue sustituido por el adocenamiento más trivial. Donde
Duchamp había instalado la ruina de todas las escuelas, ellos aprendieron
copiosamente, y de la ruina del arte descubrieron el más impúdico cinismo (el
caso Warhol me parece bien elocuente).
En
definitiva, tras el discurso moral, de sus ruinas nace una nueva espiral: el
espíritu, la conciencia, esas sagradas y usadas pasamanerías, quedaron ya
caídos para siempre en la vía pública, en el supermercado, y lo sublime se
vende cada día envuelto en bolsas de plástico, iluminado con anilinas; lo bello
es un recurso para vender bragas o medias de seda; y lo único es algo que ya
vendimos al precio de nuestra alma, también subastada cada día al precio barato
de letras mensuales en cualquier anuncio por palabras; así, también,
industrializando la soledad, es posible tapar con pañuelos de fibras
artificiales los regueros de sangre por donde se nos vacían las venas, y los
artistas creen que tomando el autobús bajan a los infiernos.
Juan
Pedro Quiñonero
Destino,
5 de junio de 1975, pp. 30-33
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