SAN
FRANCISCO Y LOS HIPPIES
HACE algunos meses las «Informations
catholiques internationales» publicaron un dossier sobre los movimientos
juveniles de protesta: beatniks, hippies, etc., y en la portada de dicho número
aparecía un hippy vestido con hábito franciscano. Era una insinuación, una
invitación a la reflexión o, quizás, una pequeña «boutade» no exenta de
ternura. Pero fray Bertrand, un franciscano de Burdeos y lector de las «I.C.I.»
se ha tomado la cosa muy en serio, porque en realidad esto de los hippies,
aunque estén ya muertos, quizá para nuestra desgracia es algo muy serio, y ha
escrito a la revista una carta realmente franciscana, pero por eso mismo llena
de firmeza y hasta de tremendas afirmaciones nada halagadoras para el mundo
cristiano.
Fray Bertrand comienza
diciendo que no es exactamente así como vestía san Francisco, tal como aparece
en la foto el muchacho hippy con un hábito franciscano, sino que Francisco
habla vestido el humilde traje de los «minores», la pobre gente de su
época, pero que «los franciscanos, para ser precisamente fieles a este otro
muchacho contestatario — Francisco de Asís —, han dejado en el armario el
hábito — por lo menos la mayor parte — para reencontrar el espíritu que hizo
abandonar a Francisco su traje burgués para tomar el de las pobres gentes. Y
Francisco contestó su tiempo, uniéndose con todos los que en toda época de la
historia hacen avanzar al mundo hacia mayor fraternidad y justicia, la masa de
los pobres. Abandonó el ideal de nobleza y dinero de la burguesía mercantil
para unirse a los «minores», que iban a volver a hacer caminar a la
historia inmovilizada por el feudalismo. Y por la Iglesia de su tiempo,
cómplice de ese feudalismo. Que los hippies miran del lado de Francisco, eso
para mí no tiene duda y el que le reencuentren mal es algo que debe de suscitar
mi crítica sobre mí mismo y la de la Iglesia, naturalmente. Antes de criticar a
estos chicos y chicas que hemos decepcionado y para los cuales nuestro lenguaje
religioso no tiene objeto de significación en el tiempo que vivimos. Sería
demasiado fácil para los cristianos emitir juicios sobre empresas manifiestamente
erróneas sin preguntarse primero si no son ellos, en gran parte, la causa de
tales tentativas desesperadas. El mundo capitalista, al que la Iglesia oficial
no cesa de aponer su apoyo, ha dado el nacimiento a estos chicos, que no saben
y no pueden vivir ya sin droga, sin fabricarse un mundo irreal que los «consuele»
del que nosotros hemos fabricado. ¿Acaso no estamos nosotros mismos drogados
por el dinero y por las ganancias? Estos muchachos no quieren ser, en el
Vietnam, los soldados del capitalismo; y de Cristo, como decía Spellman,
Francisco, cuando la cruzada, se pasó a los musulmanes. He aquí, entre otras
cosas, lo que me sugiere esta foto. Una gran ternura por este mundo y una gran
cólera por los fariseos y los usureros, y también una voluntad de recomenzar,
con Francisco, la lucha en compartía de los pobres».
Me parece que la carta de
fray Bertrand, por ser precisamente una carta, es quizá demasiado espontánea y
poco matizadora, pero da en diana y, sobre todo, muestra, en su acusadora
desnudez, el hecho de que un movimiento como el movimiento hippy ha nacido,
entre otras cosas pero de manera muy especial, de una gran decepción ante las
iglesias cristianas. Y esto nos obliga a formularnos esta tremenda pregunta: ¿De
qué credibilidad gozan, hoy, estas iglesias? ¿Será posible volver a ganar la
confianza del hombre moderno y sobre todo de las jóvenes generaciones? Los
hippies nacieron como movimiento religioso ante la insatisfacción de una
religiosidad, como la norteamericana, con aspectos demasiado visiblemente
materialistas, como en general sucede en todas las iglesias demasiado
confortablemente establecidas pero con características mucho más agudas.
Michel Lancelot, en un
excelente libro sobre el tema de los hippies, habla, por ejemplo, de la confortabilidad
americana de ciertas formas de piedad, que, en un catolicismo como el francés,
siempre un poco jansenista, causaban un singular escándalo precisamente por los
años en que, en la propia Francia, se estaba intentando, con tantos desgarros y
dramatismo, la experiencia de los curas obreros: «¿Imaginamos, por ejemplo
—escribe—, que en los «drive in churches» se puede asistir a misa sin
dejar el coche? "Ite misa est", pone en marcha el automóvil y
parten». La cosa recuerda demasiado a nuestra «misamanía», es decir,
a esta moda que entre nosotros ha hecho nada menos que de algo tan serio como
la misa una especie de decoración o quizá de aperitivo o de respetabilidad con
la que se adorna cualquier acto social: una imaginación, una feria o cualquier
otra cosa. Pero he aquí las consecuencias: «Un estudiante católico, a quien
yo estaba encuestando, me dijo: "¿Hay que asombrarse de que en estas
condiciones la Iglesia católica norteamericana no haya dado desde su fundación
ni un gran místico, ni un santo?". Finalmente, aunque la religión y el
Estado estén separados como, por ejemplo, en Francia, se va viendo cada vez más
claro, desde la guerra, que esta separación no es más que formal. A excepción
de algunas sectas importantes las otras grandes religiones cristianas apoyan,
generalmente, al Gobierno de la Casa Blanca, haga lo que haga o sea el que
fuere» El célebre discurso del cardenal Spellman de la Navidad de 1966, a
que alude fray Bertrand, está en esta línea y produjo entre la mayoría de los
jóvenes que tenían de Cristo y de Dios un concepto noble el más catastrófico de
los efectos. «¿No cree —me dijo un estudiante de teología— (y sigue hablando
Lancelot) estar oyendo uno de aquellos sermones de san Bernardo: "Golpea
con arma intrépida a los enemigos de Cristo, seguro de que nada puede separarte
de la caridad de Dios?" Es ridículo. No estamos ya en la Edad Media; si
debemos ganar, como creo y espero, será por razones políticas y económicas. Dios
es amor y no tiene nada que hacer en la lucha que debemos llevar contra el
comunismo.»
Pero todavía hay más, lo
religioso en Estados Unidos ha perdido de tal manera su carácter de
trascendencia y seriedad, y conceptos como los de Dios o Cristo han
experimentado una tal inflación —la televisión anuncia a Dios y el «Playboy»
lo sitúa tan tranquilamente junto a su mercancía erótica, ni siquiera
lujuriosa— que ya no quieren decir gran cosa. Por lo menos nada que merezca la
pena. Apenas solamente que por aceptar esos nombres se es buen americano, que
se adhiere uno a lo que Will Herberg ha llamado el «triple melting pot»
o curiosa mezcla de catolicismo, protestantismo y judaísmo, que, por no ser, no
es ni explosiva. No es nada. No es de extrañar, pues, que en estas condiciones
y circunstancias haya nacido allí la teología de la muerte de Dios y,
desde luego, el desencanto de los hippies, que quieren encontrar la razón de su
ser hombres y han constatado que las iglesias les hablan de la anticoncepción o
de política. Han querido ver «la cara de Dios», cómo cantan, y se les ha
señalado el LSD como sacramento para ese encuentro. Es trágico.
El templo hippy es muy
heterogéneo y pintoresco si se quiere, pero no podemos reírnos de este
pintoresquismo. Ni siquiera sonreímos. Nos muestra, muy a las claras, cuál es
la zona del corazón y de la inteligencia de los hombres y mujeres de hoy, a
cuyas preguntas no hemos respondido, o cuyas ilusiones hemos decepcionado
cruelmente En ese templo están Jesús, Buda, el Bardo Thödol, Aldous Huxley, Thoreau, Whitman, Hesse y Emerson; y Gandhi, por supuesto. En cierto sentido, también
Teilhard y san Francisco. Los hippies han tratado de forjar una religión de la
vida y de la alegría, del amor y de la no-violencia; y han buceado en todas las
religiones históricas y en el pensamiento de unos cuantos espíritus humanos de
nuestro tiempo, realmente excepcionales como Huxley, para levantar una nueva
religión irónica y universal. Han pretendido volver a la naturaleza y, desde
luego —hay que quitarse el sombrero, amigos míos—, han pisoteado el becerro de
oro, al dinero, nuestro dios y señor. Este es un pecado irremisible que no les
va a perdonar nuestro mundo.
Desde luego su aventura,
más, digamos, carismática y cardiaca que intelectual y sistematizada, mostró,
desde el principio, su lado menesteroso y, sobre todo, esa su debilidad
filosófica. Así han podido ser liquidados como movimiento en poco más de dos años.
Por un lado, la sociedad consumista, contra la que protestaban, les ha
convertido en espectáculo y en irrisión y, por el otro, han sido barridos por
otros grupos de jóvenes sin su inquietud mística y con una clara filiación marxista.
Y luego ha estado, además, la tragedia de la droga, con su peligrosidad
individual y social. Pero ¿no nos dice nada el que miles de jóvenes espiritualmente
inquietos —esa misma juventud que a través de toda la historia occidental ha
llenado los monasterios de vida más rigurosa y espiritualidad más amplia y que
ha estado a la cabeza de todos los movimientos de reforma cristiana—, tratando
de buscar a Dios, hayan considerado muerta nuestra fe?
Habrá que hacer buena
cuenta de lo que Huxley, Gandhi, Thoreau o Whitman han dicho a estos muchachos
para conquistarlos tan plenamente. Habrá que percatarse de su propia esperanza
en Cristo y comparar esta esperanza con el Cristo que les hemos presentado. Y
habré que aceptar, en fin, con fray Bertrand, de Burdeos, que hemos levantado
un mundo tan inhumano y hemos hablado de un Dios tan extraño, asociándole,
además, a nuestros propios odios y negocios, que hemos forzado a huir de ese
mundo y de ese Dios a miles de hombres y mujeres, confiados en las promesas del
LSD. Porque también hemos sido impotentes para ofrecerles, como algo vivo y
excitante, las vías del maestro Eckhart, de san Juan de la Cruz o de Pascal. Y
hemos tenido temor en mostrarles las de Francisco de Asís, el realmente
terrible «contestatario» del siglo XII, que destruyó tranquilidades y
provechos o «status» secularmente viciados, fustigó a la sociedad y a la
Iglesia de su tiempo y se desposó con la pobreza Una cosa que parece poética
pero que en verdad es horrible; es una crucifixión, la cercanía del Dios Vivo,
que diría el Huxley de The Perennial Philosophy, ese breviario del
hombre moderno a quien no calman los alimentos de este mundo y decepcionan las
iglesias.
José Jiménez Lozano Destino:
Año XXXII, No. 1687 (31 enero 1970), p.17.
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