sábado, 25 de enero de 2025

"La subyugante tentación del catarismo" de José Jiménez Lozano (Destino, nº. 1554, 20 mayo 1967).

 


LA SUBYUGANTE TENTACION DEL CATARISMO

HE creído que puede tener algún interés prolongar un poco más las reflexiones que vengo haciendo en estas páginas de DESTINO sobre un cierto espíritu de pureza absoluta y angélica en el ámbito de lo religioso, que no acepta esa humillación de la Historia que ésta impone a cuanto está viviente y encamado en ella y, por lo tanto, a la Iglesia y al ideal cristiano. Ese espíritu de pureza es, en todo caso, una resurrección del viejo catarismo.

El catarismo es una herejía extracristiana que aparece en el siglo XII en el occidente cristiano y va a tener incalculables consecuencias. En el trasiego ideológico que llevan consigo las guerras de cruzada contra los musulmanes, los cristianos occidentales toman contacto con los detritus, aún vigorosos y hasta con capa cristiana, de las antiguas religiones paganas orientales. La finalidad última de los esotéricos cultos griegos, así como de las religiones maniquea e irania, había sido siempre la liberación del espíritu de su cárcel corporal, de la materia y del mundo esencialmente corruptos y corruptores. La convicción más profunda de esas doctrinas era una fe radical en la potencia del espíritu para llegar hasta la divinidad y en la existencia de dos clases de seres humanos, como de dos clases de Principios Absolutos que se disputan el dominio de la especie humana y del cosmos entero: el Bien y el Mal, los buenos y los malos, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas.

A la Bulgaria del siglo X ya había llegado esta desazón de pureza y soberbia, esta conciencia iluminada que agitaba al pueblo. Un párroco de aldea, Bogomjl, había levantado a los campesinos y a los curas rurales contra la alta Jerarquía de la Iglesia, predicando la pobreza eclesiástica y la vida de sencillez evangélica, pero también el reinado absoluto de Satán sobre la Iglesia y sobre el mundo y la misión purificadora de «élite» de él y los suyos: los elegidos, los puros, los hijos de la luz. Así que este programa de purificación no era la primera vez que se ofrecía al pueblo cristiano de Occidente como un ideal, pero en el mundo del siglo XII, surcado ya por tantas inquietudes religiosas críticas y reformistas, iba a tener una formidable y peligrosa acogida. Estos elegidos tratarían de reformar hasta los libros santos, desechando o corrigiendo el Viejo Testamento y acabando con frecuencia en una especie de incipiente racionalismo y panteísmo que favorece en algunos círculos la ciencia médica, al equiparar al Dios Malo de su teología con las fuerzas físico-químicas de la Naturaleza, mensurables y transformables.

Mas la creencia, cátara fundamental, será la de la radical e insalvable contraposición entre el alma del hombre puro y elegido y el mundo perverso; y esta magia de la pureza trastornará ya para siempre al hombre occidental simado ante el hecho religioso. «Una de las más puras cabezas religiosas de la Francia contemporánea —escribe Friedrich Heer— es prueba de lo mucho que puede aún atraer la concepción cátara del mundo a espíritus muy puros e intelectuales. Esta mujer, en cuyo pecho arde una sed inextinguible de absoluto, emprendió en plena Segunda Guerra Mundial una “peregrinación” para oír a un cátaro en Toulouse.» Y lo que separa y ha separado más o menos conscientemente, pero de manera muy profunda, a gran número de intelectuales de la Iglesia católica es, con frecuencia también, una auténtica conciencia catara.

Las mentes altas, puras, moviéndose en el absoluto de la metafísica y de las ideas morales, sin compromiso alguno con la condición carnal e histórica del hombre, planteando las opciones éticas en blanco y negro absolutos, son en realidad los Justos, los Puros, los irreductibles a toda flexibilidad y pacto, los eternos cataros. Su escorzo humano nos resulta subyugante. Cuando se ve a los viejos cataros medievales subir, cantando salmos de alegría, los escalones de los cadalsos y las hogueras inquisitoriales, nuestro corazón se siente junto a ellos. Cuando se les contempla ensangrentados y aplastados por la terrible cruzada que se alzó contra ellos, nuestro corazón se subleva contra sus verdugos. Se está tentado de ver en ellos, como en otras familias espirituales afines e igualmente sofocadas con la espada, los abuelos de esta renovación conciliar del Vaticano II. Pero no es así, en absoluto no es así.

Sin justificar en nada y para nada, sin pretender exculpar cómodamente los atroces repulsivos métodos de violencia empleados contra esos «justos», hay que decir, sin embargo, que la Iglesia, al condenarlos, no solamente defendía el depósito de su fe de los antiguos lastres maniqueos y paganos en general, sino que defendía ese talante de plenitud, de asunción de todo lo humano, a pesar de su ambivalencia y del peso de la contaminación histórica, contra un afán absoluto de pureza que no solamente prescinde de la realidad siempre mediocre y limitada de la condición humana, sino que, además, haría del Evangelio la parcela cerrada de unos pocos y arrojaría de la salvación y la condición cristiana a los muchos.

La idea central del catarismo, en el plano ético, es que no hay término medio entre el Bien absoluto y el Mal absoluto y que, por lo tanto, lo que no es perfección absoluta equivale a absoluta maldad. Mas solamente los perfectos, los llamados «buenos hombres» eran los únicamente obligados a esa perfección, mientras la gran masa humana esta exceptuada de todas las imperfecciones, excesos y vicios o excesos. División radical del género humano que la Iglesia no podía aceptar, inclinándose, por el contrario, hacia el hombre medio, el hombre como todos los demás, el «cristiano de tropa», que decía Péguy, el cristiano de parroquia liso y llano, oscilando entre su mediocridad y sus nobles aspiraciones. Porque no es que el catolicismo deje de invitar a sus fieles a la perfección y a la santidad, pero sin separarlos de la masa de su pueblo, de la alegría de la creación y de la Historia.

«La reflexión sobre el tremendo episodio de los cátaros —ha escrito Jean Guitton— debe hacernos comprender lo que hay de ambiguo en esta palabra tan bella, sin embargo, tan simple y transparente como es la palabra “puro”... Todos nosotros debemos buscar la pureza que es la transparencia y la simplicidad supremas. Pero la pureza puede separarse de la fecundidad y de la humildad. La verdadera pureza no se conoce a sí misma como pura. Los santos tienen conciencia de que son pecadores, al mismo tiempo que los pecadores tienen conciencia de que pueden llegar a ser santos. Al condenar el catarismo, la Iglesia ha salvado no solamente la conducta religiosa, sino también vida social, el amor de la creación, la investigación científica, el ideal humano». Y, sin embargo, el espíritu cátaro sigue acechándonos cada día. Sigue tentando al cristiano de «élite», por ejemplo, que quisiera una religión de ideas y conductas puras, despreciando el coloreado, imaginativo catolicismo popular, o pidiendo cuentas a su Iglesia de ciertos compromisos con la realidad histórica. Sigue condicionando en gran parte, como digo, la postura del intelectual, más o menos heterodoxo, que juzga a la Iglesia de hoy.

Sería interesante hacer una lista de los «justos», de los incorruptibles, de los puros que los escritores modernos han opuesto a la Iglesia como el paradigma de cristianos que ellos han concebido desde la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoyewsky, heredera directa del evangelismo herético medieval (cátaros, waldenses, bogomilitas, espirituales franciscanos de izquierda, etc.), hasta Los justos de Camus o, en el plano histórico, la pureza ya totalmente laica y un tanto retadora y molesta de nuestros hombres de la Institución Libre de Enseñanza y sus epígonos espirituales. Y así, por ejemplo, el cura Nazarín, de Galdós, no es católico en absoluto. Es una «buena persona», pero un cristiano herético, sin duda; y no precisamente por su anómala situación disciplinaria : tiene demasiada soberbia en su aparatosa humildad, demasiada poca alegría, demasiada pureza condenadora de los demás, demasiada fanática rebeldía.

Sería curioso ir recorriendo en la Historia este fanatismo de la verdad y de la bondad frente a la Iglesia de Roma. «Buenas personas» se llamaron los cataros frente a los demás; «buenas personas» los pertenecientes a los focos iluministas y judaicos españoles del XVI y del XVII; y, en el lenguaje corriente de liberales e izquierdistas españoles del XIX y del XX, llamar a alguien «buena persona» es indicar también que profesa esas ideas. Son los años en que, en los círculos republicanos y demócratas del país, teñidos de un socialismo sentimental y cristiano, se siente también ese orgullo de pureza frente a la Iglesia de los ricos: la Iglesia católica. Su espejo es don Francisco Pi y Margall, el integérrimo, «el hombre de hielo», de quien se dice que su mayor voluptuosidad y compromiso con la condición humana era el saborear un terrón de azúcar con unas gotas de coñac. En esos círculos, como en el «Centro de Lectura» de Reus, estaba proscrito el juego, la bebida y el tabaco y los obreros cursan lecciones de ética y buenas costumbres o se les predica la colaboración entre capital y trabajo o se llora de sincera emoción ante la evocación de la figura de Cristo —el Cristo de Lamennais y de Víctor Hugo, el Cristo de los Pobres que los campesinos medievales ya alzaban en sus reivindicaciones— como la que, un día de 1863, hace Emilio Castelar.

Algún día habrá que mostrar qué honda religiosidad se refugia en estos ambientes con frecuencia sedicentes ateos y, desde luego, enfrentados a la Iglesia y al innegable materialismo de los que eran apellidados los neocatólicos. A sus ojos, a los ojos del pueblo entero en ese siglo XIX, como testimonia Gil de Zárate, mucho antes de la llegada del anarquismo fanático y místico, la Iglesia era una Babilonia de pecados, de corrupción y dinero, de maquiavelismo político, de sucios compromisos con la Historia. La idea profundamente cátara de purificarla a sangre y a fuego llegará a inspirar el más sangriento y brutal de los anticlericalismos.

¡Cuántos de estos sentimientos mesiánicos y cátaros no quedan todavía! Y me parece entonces que una meditación sobre este problema de la pureza no resultará ocioso. Para captar bien que sentir ese afán de pureza es sin duda imprescindible para ser cristiano —Dios nos libre de darnos a la promiscuidad intelectual y espiritual o histórica con la mentira, la injusticia, el dinero o el poder político, justificando todo esto con sofismas—, pero para entender, a la vez, que la pretendida absoluta pureza de las manos humanas es solamente soberbia o carencia de manos; que éstas no deben rechazar ni el calor ni el contacto con las otras manos, con la humildad y la mediocridad y la transación de la Historia y de la vida, aunque se contaminen un tanto de su condición y de su peso, que también es nuestra gloria.

José Jiménez Lozano Destino, nº. 1554 (20 mayo 1967), p. 29.

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