LA
SUBYUGANTE TENTACION DEL CATARISMO
HE creído que puede tener
algún interés prolongar un poco más las reflexiones que vengo haciendo en estas
páginas de DESTINO sobre un cierto espíritu de pureza absoluta y angélica en el
ámbito de lo religioso, que no acepta esa humillación de la Historia que ésta
impone a cuanto está viviente y encamado en ella y, por lo tanto, a la Iglesia
y al ideal cristiano. Ese espíritu de pureza es, en todo caso, una resurrección
del viejo catarismo.
El catarismo es una
herejía extracristiana que aparece en el siglo XII en el occidente cristiano y
va a tener incalculables consecuencias. En el trasiego ideológico que llevan
consigo las guerras de cruzada contra los musulmanes, los cristianos occidentales
toman contacto con los detritus, aún vigorosos y hasta con capa cristiana, de
las antiguas religiones paganas orientales. La finalidad última de los
esotéricos cultos griegos, así como de las religiones maniquea e irania, había
sido siempre la liberación del espíritu de su cárcel corporal, de la materia y
del mundo esencialmente corruptos y corruptores. La convicción más profunda de
esas doctrinas era una fe radical en la potencia del espíritu para llegar hasta
la divinidad y en la existencia de dos clases de seres humanos, como de dos
clases de Principios Absolutos que se disputan el dominio de la especie humana
y del cosmos entero: el Bien y el Mal, los buenos y los malos, los hijos de la
luz y los hijos de las tinieblas.
A la Bulgaria del siglo X
ya había llegado esta desazón de pureza y soberbia, esta conciencia iluminada
que agitaba al pueblo. Un párroco de aldea, Bogomjl, había levantado a los
campesinos y a los curas rurales contra la alta Jerarquía de la Iglesia,
predicando la pobreza eclesiástica y la vida de sencillez evangélica, pero
también el reinado absoluto de Satán sobre la Iglesia y sobre el mundo y la
misión purificadora de «élite» de él y los suyos: los elegidos, los
puros, los hijos de la luz. Así que este programa de purificación no era la
primera vez que se ofrecía al pueblo cristiano de Occidente como un ideal, pero
en el mundo del siglo XII, surcado ya por tantas inquietudes religiosas
críticas y reformistas, iba a tener una formidable y peligrosa acogida. Estos
elegidos tratarían de reformar hasta los libros santos, desechando o
corrigiendo el Viejo Testamento y acabando con frecuencia en una especie de
incipiente racionalismo y panteísmo que favorece en algunos círculos la ciencia
médica, al equiparar al Dios Malo de su teología con las fuerzas
físico-químicas de la Naturaleza, mensurables y transformables.
Mas la creencia, cátara
fundamental, será la de la radical e insalvable contraposición entre el alma
del hombre puro y elegido y el mundo perverso; y esta magia de la pureza
trastornará ya para siempre al hombre occidental simado ante el hecho
religioso. «Una de las más puras cabezas religiosas de la Francia
contemporánea —escribe Friedrich Heer— es prueba de lo mucho que puede
aún atraer la concepción cátara del mundo a espíritus muy puros e
intelectuales. Esta mujer, en cuyo pecho arde una sed inextinguible de
absoluto, emprendió en plena Segunda Guerra Mundial una “peregrinación” para
oír a un cátaro en Toulouse.» Y lo que separa y ha separado más o menos conscientemente,
pero de manera muy profunda, a gran número de intelectuales de la Iglesia
católica es, con frecuencia también, una auténtica conciencia catara.
Las mentes altas, puras,
moviéndose en el absoluto de la metafísica y de las ideas morales, sin
compromiso alguno con la condición carnal e histórica del hombre, planteando
las opciones éticas en blanco y negro absolutos, son en realidad los Justos,
los Puros, los irreductibles a toda flexibilidad y pacto, los eternos cataros.
Su escorzo humano nos resulta subyugante. Cuando se ve a los viejos cataros
medievales subir, cantando salmos de alegría, los escalones de los cadalsos y
las hogueras inquisitoriales, nuestro corazón se siente junto a ellos. Cuando
se les contempla ensangrentados y aplastados por la terrible cruzada que se
alzó contra ellos, nuestro corazón se subleva contra sus verdugos. Se está
tentado de ver en ellos, como en otras familias espirituales afines e
igualmente sofocadas con la espada, los abuelos de esta renovación conciliar
del Vaticano II. Pero no es así, en absoluto no es así.
Sin justificar en nada y
para nada, sin pretender exculpar cómodamente los atroces repulsivos métodos de
violencia empleados contra esos «justos», hay que decir, sin embargo,
que la Iglesia, al condenarlos, no solamente defendía el depósito de su fe de
los antiguos lastres maniqueos y paganos en general, sino que defendía ese
talante de plenitud, de asunción de todo lo humano, a pesar de su ambivalencia
y del peso de la contaminación histórica, contra un afán absoluto de pureza que
no solamente prescinde de la realidad siempre mediocre y limitada de la
condición humana, sino que, además, haría del Evangelio la parcela cerrada de
unos pocos y arrojaría de la salvación y la condición cristiana a los muchos.
La idea central del
catarismo, en el plano ético, es que no hay término medio entre el Bien
absoluto y el Mal absoluto y que, por lo tanto, lo que no es perfección
absoluta equivale a absoluta maldad. Mas solamente los perfectos, los llamados
«buenos hombres» eran los únicamente obligados a esa perfección,
mientras la gran masa humana esta exceptuada de todas las imperfecciones,
excesos y vicios o excesos. División radical del género humano que la Iglesia
no podía aceptar, inclinándose, por el contrario, hacia el hombre medio, el
hombre como todos los demás, el «cristiano de tropa», que decía Péguy, el
cristiano de parroquia liso y llano, oscilando entre su mediocridad y sus nobles
aspiraciones. Porque no es que el catolicismo deje de invitar a sus fieles a la
perfección y a la santidad, pero sin separarlos de la masa de su pueblo, de la
alegría de la creación y de la Historia.
«La reflexión sobre el
tremendo episodio de los cátaros —ha escrito Jean Guitton— debe hacernos
comprender lo que hay de ambiguo en esta palabra tan bella, sin embargo, tan
simple y transparente como es la palabra “puro”... Todos nosotros debemos
buscar la pureza que es la transparencia y la simplicidad supremas. Pero la
pureza puede separarse de la fecundidad y de la humildad. La verdadera pureza
no se conoce a sí misma como pura. Los santos tienen conciencia de que son
pecadores, al mismo tiempo que los pecadores tienen conciencia de que pueden
llegar a ser santos. Al condenar el catarismo, la Iglesia ha salvado no
solamente la conducta religiosa, sino también vida social, el amor de la
creación, la investigación científica, el ideal humano». Y, sin embargo, el
espíritu cátaro sigue acechándonos cada día. Sigue tentando al cristiano de «élite»,
por ejemplo, que quisiera una religión de ideas y conductas puras, despreciando
el coloreado, imaginativo catolicismo popular, o pidiendo cuentas a su Iglesia
de ciertos compromisos con la realidad histórica. Sigue condicionando en gran
parte, como digo, la postura del intelectual, más o menos heterodoxo, que juzga
a la Iglesia de hoy.
Sería interesante hacer
una lista de los «justos», de los incorruptibles, de los puros que los escritores
modernos han opuesto a la Iglesia como el paradigma de cristianos que ellos han
concebido desde la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoyewsky, heredera directa
del evangelismo herético medieval (cátaros, waldenses, bogomilitas, espirituales
franciscanos de izquierda, etc.), hasta Los justos de Camus o, en el
plano histórico, la pureza ya totalmente laica y un tanto retadora y molesta de
nuestros hombres de la Institución Libre de Enseñanza y sus epígonos
espirituales. Y así, por ejemplo, el cura Nazarín, de Galdós, no es católico en
absoluto. Es una «buena persona», pero un cristiano herético, sin duda; y no
precisamente por su anómala situación disciplinaria : tiene demasiada soberbia
en su aparatosa humildad, demasiada poca alegría, demasiada pureza condenadora
de los demás, demasiada fanática rebeldía.
Sería curioso ir
recorriendo en la Historia este fanatismo de la verdad y de la bondad frente a
la Iglesia de Roma. «Buenas personas» se llamaron los cataros frente a
los demás; «buenas personas» los pertenecientes a los focos iluministas
y judaicos españoles del XVI y del XVII; y, en el lenguaje corriente de
liberales e izquierdistas españoles del XIX y del XX, llamar a alguien «buena
persona» es indicar también que profesa esas ideas. Son los años en que, en
los círculos republicanos y demócratas del país, teñidos de un socialismo
sentimental y cristiano, se siente también ese orgullo de pureza frente a la
Iglesia de los ricos: la Iglesia católica. Su espejo es don Francisco Pi y
Margall, el integérrimo, «el hombre de hielo», de quien se dice que su
mayor voluptuosidad y compromiso con la condición humana era el saborear un
terrón de azúcar con unas gotas de coñac. En esos círculos, como en el «Centro
de Lectura» de Reus, estaba proscrito el juego, la bebida y el tabaco y los
obreros cursan lecciones de ética y buenas costumbres o se les predica la
colaboración entre capital y trabajo o se llora de sincera emoción ante la
evocación de la figura de Cristo —el Cristo de Lamennais y de Víctor Hugo, el
Cristo de los Pobres que los campesinos medievales ya alzaban en sus
reivindicaciones— como la que, un día de 1863, hace Emilio Castelar.
Algún día habrá que
mostrar qué honda religiosidad se refugia en estos ambientes con frecuencia
sedicentes ateos y, desde luego, enfrentados a la Iglesia y al innegable
materialismo de los que eran apellidados los neocatólicos. A sus ojos, a los
ojos del pueblo entero en ese siglo XIX, como testimonia Gil de Zárate, mucho
antes de la llegada del anarquismo fanático y místico, la Iglesia era una
Babilonia de pecados, de corrupción y dinero, de maquiavelismo político, de
sucios compromisos con la Historia. La idea profundamente cátara de purificarla
a sangre y a fuego llegará a inspirar el más sangriento y brutal de los
anticlericalismos.
¡Cuántos de estos
sentimientos mesiánicos y cátaros no quedan todavía! Y me parece entonces que
una meditación sobre este problema de la pureza no resultará ocioso. Para
captar bien que sentir ese afán de pureza es sin duda imprescindible para ser
cristiano —Dios nos libre de darnos a la promiscuidad intelectual y espiritual
o histórica con la mentira, la injusticia, el dinero o el poder político,
justificando todo esto con sofismas—, pero para entender, a la vez, que la
pretendida absoluta pureza de las manos humanas es solamente soberbia o carencia
de manos; que éstas no deben rechazar ni el calor ni el contacto con las otras
manos, con la humildad y la mediocridad y la transación de la Historia y de la
vida, aunque se contaminen un tanto de su condición y de su peso, que también
es nuestra gloria.
José Jiménez Lozano Destino,
nº. 1554 (20 mayo 1967), p. 29.
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