PRELUDIO A NAVIDAD.
En una cena de amigos y familiares, el pasado
verano, se inició la conversación por las acostumbradas rutas de la política
local. Para evitar una estéril y tediosa incursión en los tópicos de siempre,
que en los últimos tiempos pueden dar lugar a viscerales enfrentamientos, se me
ocurrió dar un giro a la conversación suscitando un tema diferente -y algo
exótico-, un tema que a todos nos importa (tanto o más que el pronóstico
respecto a elecciones próximas).
[...]
Quería evitar un posible choque de
sensibilidades que degenerase en airadas proclamas. En torno a la mesa se
encontraban lectores de distintos rotativos nacionales, que es tanto como
decir: de diferentes panfletos políticos de derechas o de izquierdas. Me daba
grima pensar que acabaríamos todos hablando en tono bronco, repitiendo los conocidos
tópicos que pueden leerse, cada día, en ese insólito espectáculo, único en
Europa, que hace de nuestra prensa un florilegio de intoxicaciones diarias de
posiciones partidistas. Por no hablar de las emisoras de radio, por lo general
no aptas para cardíacos.
[...]
Les dije que deseaba proponer un tema de
conversación menos coyuntural. «Quería preguntaros -les dije- qué opinión
tenéis sobre lo que sucede tras la muerte». Alguien manifestó extrañeza ante
tamaña extravagancia. Pero con sorpresa me di cuenta de que había sembrado una
interesante semilla que no tardó en crecer y madurar. Poco a poco se fue
animando la conversación. Se fue produciendo una conflagración de opiniones
distintas. Algunos confesaron que habían pensado en profundidad en el asunto,
otros seguían mirándome extrañados y sorprendidos. Pero todos quedaron
intimidados y concernidos.
William Blake. "The soul hovering over the body reluctantly parting with life " |
Pude comprobar una cosa: el número de personas
que creían en alguna forma de supervivencia tras la muerte era, por lo menos,
tan relevante y significativo como el de aquéllos que, o bien habían optado por
creer que la muerte significa el fin final definitivo de nuestra existencia
personal, o los que profesaban, bajo forma de agnosticismo, una radical
suspensión de juicio. Pero hice también otra interesante averiguación: quienes
creían en formas de supervivencia, fuese en términos de reencarnación, de
fusión con la energía cósmica, o de resurrección de la carne en términos
escatológicos, no eran necesariamente personas confesionales, o creyentes de un
credo religioso.
Incluso advertí formas de larvado agnosticismo
en algunos de quienes se confesaban pertenecientes a la comunidad católica
vaticana. Como si en su profesión de fe se hallase inscrita la necesidad de no
ahondar en estas cuestiones relativas a nuestra posible supervivencia tras la
muerte.
Chiste gráfico de Chumy Chumez. ¿Diario Madrid? |
Al final sólo se hablaba de este tema. La cena
circuló a través de un interesantísimo cruce de argumentos, algunos basados en
la extrapolación de teorías científicas actualmente vigentes, otros cifrados en
la interpretación de pasajes de la literatura cristiana, especialmente del
Nuevo Testamento.
Fue una cena con una conversación apasionante.
En lugar de hablar de Montilla, de Mas, de Zapatero, de Rajoy, de Piqué, de
Acebes, de Pepe Blanco, de Otegi (o de Bush y de Blair), se hablaba de Darwin,
de la teoría del Big Bang, del Apocalipsis de Juan de Éfeso, del descenso de
Jesucristo a los infiernos, o de las cartas de Pablo. O bien de la teoría
oriental de la trasmigración de las almas. O del nirvana budista.
Ahora mismo se acercan las Navidades, que son,
en gran medida, un gigantesco potlatch anual que nos recuerda que el regalo, el
don, expresión poética de lo escatológico (según la genial apreciación
freudiana), constituye la razón de ser misma del homo aeconomicus.
"Ascensión al Empíreo". Segundo postigo de la Visión del Más Allá de El Bosco. |
Esas fiestas son, sobre todo, una cita anual
para revisar nuestras propias convicciones sobre ese asunto que nos atañe e
importa como ninguno. Se celebra con la Navidad el don de existir, el milagro del
nacimiento (y del renacimiento). Como sabía Franz Liszt, la tumba es quizás la
cuna de una vida futura. Es suya la siguiente frase hermosa: «Nuestras vidas
son preludios; preludios de una desconocida canción cuya primera nota es la
muerte». Liszt encabezó su referencia a un poema de Lamartine, en uno de susmás conocidos poemas sinfónicos, con esta memorable definición.
Propongo a todos los que se den cita en estas
fiestas familiares una conversación a fondo sobre temas religiosos y
escatológicos. De este modo se podrán evitar innecesarios conflictos sobre
temas políticos, o de coyuntura política española. Estas fiestas pueden ser
lugar de encuentro o de desencuentro: en ellas estallan, con frecuencia,
rivalidades y odios fraternos. Las cosas pueden terminar muy mal en Navidad,
como lo muestra el estupendo final del Retrato de un artista adolescente de
James Joyce.
Pero pueden generarse reveladores
esclarecimientos sobre el tema que más debería importarnos a todos, por mucho
que desconcierte a la mayoría. Un tema sobre el que la ciencia no tiene
legislación alguna, aunque algunos falsos divulgadores se empeñen en decirnos,
en sus burdas homilías, que la ciencia abona la idea de que con la muerte
termina nuestra vida. Es importante no hacer decir a la ciencia lo que no está
en condiciones de afirmar.
Mi respeto por agnósticos y ateos es grande
siempre que sustenten sus creencias (o sus suspensiones de juicio) en una
sólida argumentación. También lo es en relación con quienes forman parte de una
confesión, o de una comunidad de culto, siempre que lo sean de manera
responsable.
Lo que se llama fe y creencia, como sabían los
romanos, tiene siempre el sentido de la confianza. Yo, por mi parte, confío, en
términos luteranos, en ciertas escrituras cuyo sentido, cada vez que se acerca
la fecha de cambio de año, se me ilumina: textos de los Salmos, de Isaías, de
Pablo, de Mateo, del Discípulo Amado, de Juan de Éfeso. Cada año que pasa me
siento más confiado en esas escrituras sagradas.
Pero lo que me ha reforzado esa confianza ha
sido, sin duda, mi dedicación, durante más de cinco años, a una personal
interpretación de los argumentos musicales. Para mí la música es mucho más que
arte; o es arte sagrado, como dice el compositor Flamand en la inmensa ópera testamentaria Capriccio de Richard Strauss. La música es mi materia revelada.
La compañía de compositores ha sido para mí el mejor camino para vivir una
suerte de poética de la conversión, en registro filosófico y religioso, y sobre
todo en vena existencial y vital, en línea semejante a la vivida en su día por
gloriosos antepasados respecto a los cuales soy el más modesto y tardío de los
seguidores: Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Dante Alighieri, Francisco de
Asís, Juan Sebastián Bach, Antón Bruckner, Gustav Mahler, Arnold Schönberg.
El problema de Dios constituye una inferencia
de la cuestión, existencialmente más acuciante, relativa a la posible forma de
vida que puede postularse tras la muerte, en la modalidad oriental, cristiana,
judía o islámica. O, por el contrario, a la extinción de la vida personal en
una Nada absoluta sin remisión (al estilo del «creo en un Dios cruel» de la inmensa aria de Yago en la ópera de Arrigo Boito y Giuseppe Verdi).
En este punto tenía razón Unamuno, el más
hondo de nuestros pensadores, que, sin embargo, extremó hasta el absurdo la
contraposición entre razón y corazón, sin reconocer una suerte de razón
fronteriza que sirviera de mediación. Advirtió con insólita lucidez que la
verdadera cuestión filosófica y teológica es la relativa a lo que sucede en y
después de la muerte. El tema de Dios es una importantísima derivación de un
asunto existencial de inmenso calado. En él se decide quizás el sentido de
nuestra vida.
EL MUNDO, Tribuna libre, 19/12/2006
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