viernes, 13 de enero de 2017

Cristóbal Serra sobre Juan Larrea (II)

LARREA Y LOS TIEMPOS MATERIALISTAS

Cristóbal Serra

En una reciente intervención en la televisión española, fui invitado a emitir mi opinión sobre Larrea, y vine a decir que existía un ibérico desconocimiento de la obra ingente de este genio de la cultura. Me reafirmo aquí en lo que allí dije. Y este desconocimiento responde, a mi juicio, a toda una serie de causas, que resumiría en una: Larrea ha sido un genio en fuga de España, un genio que no admitía la vida dada, que sintió siempre impulsos de sobrepasar los valladares de la Contrarreforma.
Por otra parte, Larrea era un hombre de razones sapientísimas, y bien sabemos que el sabio (y más si es poeta) no es popular en nuestra tierra donde el histrión deja boquiabiertos a muchos de nuestros compatriotas. En España, son los audaces de las letras y quienes saben ganarse el renombre los que alcanzan notoriedad pública. A los recoletos, que viven para sus adentros, en este país no los conoce ni su padre.
Larrea es para mí un escritor muy actual. No hay nada añejo en su obra, abierta al futuro, como ninguna otra de las que hoy cuentan en Esparta. Es el hombre que, con más fuerza, ha roto las amarras de esta civilización utilitaria. Me atrevo a decir que es más quijote que Pound, que de quijote tuvo lo suyo. Larrea es más coherente que el poeta americano, y también menos dislocado, aunque parezca a primera vista que no encaja en molde alguno. El sueña con otra civilización más en armonía con las esencias de la cultura judeo-cristiana. Y unido a eso, ha descubierto la religión de nuestro lenguaje español (Prisciliano, los místicos. el Quijote, Unamuno) que, prendido a América, se revela sobre todo en Vallejo.
El mundo de Larrea está por encima de la razón, pero, poéticamente, por su imaginación, es un vidente. Lo ve todo en la esperanza de un mundo mejor. El espíritu de Larrea naturalmente tiende a lo profético y parte primordialmente del Apocalipsis y del Verbo de España. Maneja sabiamente los símbolos de la herencia judeo-cristiana (en los que se complace) y propugna una Ciudad de Amor que la Iglesia, deudora del judeo-cristianismo, no ha preconizado por ahora, que yo sepa.
Larrea no es un catastrofista al uso. Para él el Apocalipsis no se reduce a sangre y más sangre. El Apocalipsis es el Verbo: lo que la iglesia ha torcido y que hay que enderezar. De ahí su quijotismo.
Larrea, después de todo, espera el triunfo del espíritu judeo-cristiano que resplandece en el Apocalipsis, por el amor, por la espada de la paloma.
Para los aferrados a lo inmediato, que son los más de esta civilización materialista y opaca, esto suena a despropósito. Pero yo diría que es verdad porque es verdad. Y perdóneseme la tautología.
Larrea cree, y ahí radica el escándalo de su postura religiosa, que las religiones todas del Occidente que se ha proclamado cristiano, [han llegado] al grado de podredumbre y descomposición a que han llegado, están tocadas de muerte, porque no sólo mantienen con miras egoístas sus símbolos, sino porque crece cada día más en su seno el fervor por el oro
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Tras saber por dónde discurre el pensamiento de Larrea, veamos el género de vida organizada, más o menos, que ofrecen los tiempos materialistas.
          La gente enloquece por el dinero. El egoísmo está entronizado. El negociante sólo va a sacar tajada y cree que el que no la saca más le valiera quedarse en difunto o irse al infierno.
          La industria ha hecho irrespirable el aire de la gran ciudad. Los desechos de la fábrica han hecho impotable el agua. Los alimentos en su mayoría están adulterados. Las fibras artificiales no dejan respirar como es debido las casas, laberínticas, estimulan la delincuencia infantil. El campesino se ve repudiado por el mercantilismo industrial imperante que ha modelado la vida de nuestros días.
Estos frutos (no es de necios el decirlo) los trae al mundo moderno el burgués y el espíritu reformado. El mundo católico latino recibirá el contagio. Pero, en este orden, la esperanza del Occidente católico estaba separada del mundo real.
Después de las «summas», monumentos funerarios del saber, después de la sempiterna exégesis de los autores antiguos, la inteligencia europea inicia un viaje peligroso, animada por una desbordante soberbia. Las ciencias particulares afirman sus técnicas y sus vocabularios.
Se produce una disociación entre el cerebro y el corazón. Es razonable lo que es percibido individualmente por los sentidos, 1a otra vía de conocimiento, la que no se apoya sólo en los sentidos, queda cegada. Esto ha de marcar la ruina de la civilización occidental. Blake, visionario a todas luces, lo vio claro por los comienzos del dieciocho.
Digámoslo con todas las palabras que sean menester: el protestantismo, esta apariencia de religión, reducida a moralismo, se ha avenido perfectamente con la búsqueda científica y la actividad capitalista.
Este talante protestante ha permitido, entre otros resultados históricos, el prodigioso desarrollo del Imperio inglés y la subsiguiente creación de los Estados Unidos Detrás de estas dos creaciones esta la actividad burguesa, dispuesta a amañar un cristianismo acorde con la evolución científica y las transformaciones sociales.
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Cuando Larrea y León Felipe lanzan sus díctenos contra la vieja Albión, saben por dónde van sus tiros. Inglaterra, desde el XVIII, se constituye en un poder oculto que tiene al dinero como base, y que se sirve de los métodos comerciales y financieros más dúctiles, siempre con miras a la hegemonía mundial. La ausencia de una religión estricta, la falta de una ideología nacional (como no sea un vago liberalismo), la fachada democrática, permiten este desarrollo y lo aseguran con un máximo de eficacia.
Inglaterra no es propiamente la inventora del capitalismo, pero si la primera nación que le ha prestado una coherencia nacional y una voluntad internacional.
O sea, que el internacionalismo materialista de los ingleses, que heredan los norteamericanos, se ha opuesto siempre a toda unión amplia, continental y extracontinental, basada en un plano ideológico.
Vendrá el historiador puntilloso y me dirá que los ingleses bien que estimularon movimientos liberales en todo el continente y que fueron fautores de las fuerzas progresistas continentales. Y yo le preguntaré cómo actuaron con Napoleón, con el nacionalsocialismo Al principio, hasta los estimularon. Después, como no se acomodaban a sus intereses, había que acabar con ellos.
Hillaire Belloc, que no oculta su odio a todo lo reformado, afirma que el calvinismo trajo al mundo el comunismo y la reacción obrera. «Si no fuera por Calvino, no tendríamos hoy el comunismo». asegura con suficiencia de ortodoxo.
La Reforma realmente constituyó un antropocentrismo, en el sentido de que nació de una voluntad de libre examen, es decir, de una rebeldía del intelecto. Por lo tanto, desde sus comienzos, estaba contaminada por los factores mundanos y por la necesidad de aprovechar los recursos terrestres. Pudiera hablarse de un descenso «involutivo» o caída en un círculo de contradicciones. Erigido el calvinismo en doctrina teocrática, había de nutrir su propia contradicción, y derivó de él un teocentrismo invertido, reemplazando a Dios por la humanidad.
Para el calvinismo, el ser pobre era signo de castigo, de exclusión. Ser rico era el prólogo a la salvación. Así, la masa de los hombres de acción, que no salía beneficiada de esta peregrina predestinación, se encontró naturalmente abocada a una sociedad puramente terrestre, falta de dioses, y adoró pronto la humanidad, pero una humanidad terrestre y socializada.
La función de esta teocracia, netamente del periodo de «involución», fue acuñar una moral social utilitaria, que fue celosamente recogida como medio de gobierno por sus sucesores laicos.
Por ese camino, la secularización del calvinismo (que encontró, por otra parte, por ósmosis, una corriente semejante en el fondo del catolicismo de los pasivos que se dejan llevar por la corriente del mundo) condujo a la masa a divinizar el éxito social, y abrió el camino a un pragmatismo, tan bien adaptado como le era dado al reino moderno del dinero. Indiscutiblemente el utilitarismo del XVIII tiene que ver con el anglicanismo: no podía nacer más que en Inglaterra. Lo mismo el liberalismo económico, con su ferocidad implícita en la eliminación de los débiles (léase los excluidos, los no predestinados). A esto agréguese la utopía russoniana, tan propia del reino de la cantidad. El conjunto constituye hoy la doctrina de Occidente. Keyserling ha tocado una vez más en el fondo cuando ha escrito que Calvino era el padre espiritual del pragmatismo.
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El anglosajón mercantilista ha favorecido el individualismo, el despegue de los pueblos de ciertas comunidades históricas, pero ha impedido la constitución del nuevo mundo. Nadie más lejos de la utopía que el anglosajón. Como dice Larrea, los anglosajones, son mentes retardatarias. Y yo añadiría, rectoras de operaciones, a veces del más abyecto maquiavelismo.
Las guerras napoleónicas, alentadas por los comerciantes franceses que querían cerrar la Revolución a su favor, se terminaron con la victoria de la casta internacional de los comerciantes, y especialmente de su vanguardia británica, las guerras del XIX y la guerra del 14 no fueron más que crisis de crecimiento de la expansión capitalista. El capitalismo necesita de la casta guerrera. Esta contradicción constituirá la fatalidad del siglo XX.

LA GUERRA DEL 36
Con la guerra de España del 36 se manifestó el sentido profético de Larrea. Ningún español ha dado a aquella contienda el sentido que él le ha sabido otorgar.
La guerra civil española constituye para él el acontecimiento sensacional que le servirá de piedra de lo que para apreciar los diversos componentes de la realidad colectiva de aquellos años. Aquella guerra es un fenómeno misterioso, como misterioso es todo lo apocalíptico.
Larrea le ha atribuido tal importancia apocalíptica, que ésta ha parecido exagerada a los espíritus superficiales que ignoran la virtud mágica que adoptan ciertos lugares en ciertos momentos.
La guerra española del 36 no tuvo importancia porque fuera el más grande magnicidio de la época. Si se tratara de contraponer cifras, la guerra del 14 ocuparía un lugar más importante y significativo. Si atendiéramos al holocausto de mujeres y niños, la aventura bélica de Etiopia fue, si cabe, más repugnante.
El valor único, imprescindible, de la última contienda civil española, procede del hecho que se presenta con una nitidez simbólica: venció el Materialismo, vencieron las realidades inmediatas.
En «Rendición de Espíritu», Larrea, que entiende todo poéticamente, achaca al destierro del hombre del Paraíso la amputación de la conciencia humana y la clausura en el recinto de las realidades inmediatas. Por ser arrojado de las delicias del Edén a los abrojos del reino del Bien y del Mal, los hombres se vieron circunscritos a: tierra-paraíso; reino del hombre-reino de Dios. Para salir de la servidumbre de las realidades materiales, es preciso trasponer este reino de la evidencia inmediata que se desprende de las cosas para penetrar en la conciencia divina, universal del Paraíso. De aquí que el yo materialista sea oscuro. Este yo no puede comprender nada que no se halle de acuerdo con su constitución individual, estética, sucesiva.
El sueño paradisíaco lleva a rechazar el materialismo en globo, ya que el materialismo parte del hombre, animal económico. El sueño paradisiaco rechaza la tesis materialista, fraguada en el equívoco de la apariencia y de la esencia.
Concluye Larrea que los valores hoy vigentes pertenecen a un plano inferior subalterno. Pero eso sí, la conciencia del nuevo mundo no se encuentra muy distante. Y es en la Biblia, donde, según Larrea, la conciencia de este nuevo mundo queda señalada. Sin la Biblia — declara Larrea en «Rendición de Espíritu»— no es posible percibir la Cuarta Dimensión o Dimensión Divina.
Estas consideraciones le llevan a ver en la guerra civil un debute simbólico. Por eso mismo, escribe: «No se engañaban, pues, quienes pretendían que la guerra civil era una güeña de religión. Era la guerra de la religión católica, apostólica, romana contra su superación natural, la poesía. De aquí que en el bando agresor militasen los poderes eclesiásticos mientras que en el opuesto se encontraran totalitariamente los poetas».
Larrea, llevado de estas premisas poéticas, rechaza asimismo el sueño socialista por materialista, y dice: «Nunca el hombre se apoderara luminosamente del hombre por medio de una torre de Babel. El cielo se apoderara luminosamente del hombre por medio de la escala de Jacob». Y a renglón seguido añade: «la estructura esencial de la ciudad habrá de ser celeste». Construir un edificio material que permita a la mentalidad proletaria tal como es instalarse en las cumbres, más allá de los diluvios de fuego, dueña de la religión y de la poesía cuya trascendencia niega, es la pretensión del socialismo. El fracaso de tales propósitos es obvio para quien no tiene los ojos cerrados. El tema poético, la solución del problema, es de signo contrario. La ciudad baja del cielo, de la conciencia de la Realidad, a instalarse en la tierra.
Como se ve, la guerra civil española forma parte del misterioso orden que Larrea escudriña, siempre en vigilia de valores. Dentro del mundo del gran vasco, los movimientos sociales y revoluciónanos son un accidente, y por lo mismo no le cautivan las «panaderías» cósmicas que canta el materialismo de Neruda.
Larrea trabaja por medio de una intuición apasionada de signo milenarista, y esta seguro, sin petulancia, que sus predicciones se darán, De hecho se dan, para quien sepa leer los signos de los tiempos
En el libro de José Manuel Castañón «Entre dos orillas», hallo esta anécdota que revela que Larrea era un humorista y un corazón tierno. Hablando los dos, le dice: «Y como postre España tiene que caer. El Apocalipsis no es sangre y sangre. Para mí ya lo fue la última guerra mundial. El Apocalipsis es el Verbo: lo que la Iglesia ha torcido y que hay que enderezar».
Larrea ha sitio el único español verdaderamente universal en este siglo, porque ha dado a comprender al mundo, aunque este a decir verdad no le ha hecho demasiado caso, que en la reciente deshegemonización de Europa y en la transfiguración material del mundo, un papel singularísimo ha sido encomendado a España. Y, además, a él se debe el haber dado sentido al asilo de los exiliados. En las ciudades con nombres españoles, los vencidos van a llevar el inmenso peso de su dolor y la fuerza contagiosa de la rebeldía.
Larrea ha dicho que el éxodo hacia d nuevo continente era significativo. Es la tierra nueva que para Dante se asociaba con el Espíritu, la cual, habría de calificarse, al cabo de varios siglos, de «Continente de la Esperanza».

LOS PROFETAS DE LO ACIAGO
Los que rechazan la ilusión racionalista sienten intensamente en su interior que esta Ilusión debe conducir a la Humanidad a la desesperación, al abismo. Casi todos ellos son cristianos nostálgicos del Amor
Es realmente entre 1795 y 1850 que se han manifestado los profetas de la Gran Crisis. Encontramos profecías maléficas a través de los siglos sobre París, inquietantes para los parisienses. La mayoría de las profecías indican que Francia tendrá que rendir cuentas, que pasara por una liquidación mundial de cuentas.
La famosa visionaria alemana Ana Catalina Emmerick profetizo que Lucifer seria desencadenado en fechas precisas, 50 ó 60 años antes del 2.000. «Si no me engaño», añadía al poeta Brentano, que recogió puntualmente día por día sus visiones, desde el otoño de 1818 hasta el febrero de 1824.  
Según la madre Ràfols, la época del azote tenía que empezar en el año de la fuga del rey de España. Y según Palma-Marta Maturelli, el año de la proclamación de la república española (1931).
Con una precisión más atenuada, pero con una clara preocupación por la exactitud, Jeanne Le Royer, religiosa francesa que vivió en el siglo dieciocho, afirmaba que el Juicio (final de la Crisis) llegara en el siglo XX, no vendrá hasta sus acabijos, y que, si no se da en éste, no pasará el XXI sin que advenga.
En fin, Stormberger, profeta bávaro del siglo XVIII, fue uno de los pocos que, al parecer, asoció el Cataclismo con el Progreso técnico. La Gran Limpieza acaecerá -decía- cuando los hombres viajarán en coches no tirados por caballos y cuando viajarán en una dase de pájaros que volaran sobre los bosques, cuando los hombres no se podrán soportar unos a otros, cuando se vestirán de mujeres y las mujeres de hombres, y cuando la fe sea tan pequeña que pueda colocarse debajo de un sombrero.
Stormberger calculaba que esto sucedería dentro de cinco generaciones. Sabemos que una generación, en lenguaje profético, equivale a treinta años.
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Es sabido que este puñado de profecías (algunas de esencia divina) no quitaron el sueño a la mayoría de los europeos. Pero ahí están. Como están las de los astrólogos del Antiguo Egipto, quienes grabaron en la Gran Pirámide las predicciones sobre la longevidad del mundo y se pararon en el año 2000
Sera coincidencia o puro azar, pero tales fechas coinciden con las del lenguaje de Fátima (que el Vaticano bien que tiene en cuenta) y que fija un plazo de vencimiento para esta letra que a corto plazo, según nos conmina, tenemos que pagar. El término del vencimiento está en la segunda mitad del siglo veinte.
Sin ir más lejos, lo que contienen las escamoteadas revelaciones de Fátima son las mismas revelaciones que se encuentran en el Apocalipsis, los mismos violentos ataques contra los falsos pastores. Dice el texto in extenso que reveló un tal Emrich y que comentó una revista alemana de Stuttgard: «En Roma habrá grandes cambios. Lo que está podrido cae y lo que cae no debe ser mantenido, la Iglesia quedara y el mundo se hundirá en el desconcierto.»
Lo de Fátima remite al Apocalipsis, que no oculta que la cólera de Dios se dirige en particular contra «Babilonia la Grande», es decir, contra la Roma apostólica y romana y el resto del mundo.
Larrea, con otras palabras, ha dicho que el Amor volverá con la profecía cumplida, acompañado de Roma muerta. En la «Espada de la Paloma», los muchos párrafos que se dirigen a la iglesia son netamente apocalípticos.
Larrea compagina sus sentir y su pensar con el Apocalipsis, en el que ve (porque así se nos aparece) una espeluznante profecía contra Roma y su iglesia. Este documento extrañísimo no fue admitido por la iglesia griega durante cuatro siglos -sólo en el cuarto se admite. Fue el Concilio de Cartago quien lo incorporó el año 397 a las sacras escrituras. Las objeciones que se levantaron contra este libro airado pueden deberse a que ya entonces vieron claro que anunciaba una caducidad de la iglesia en beneficio de una ciudad espiritual que ha de superar el templo. No ha de extrañar que aquí diga eso tan rotundamente, porque el Apocalipsis tuvo que sortear muchos inconvenientes hasta conseguir la plena canonicidad. Según Larrea, si ocupa el último lugar es por ser la revelación escatológica por antonomasia, correspondiente al fin de los tiempos (adánicos).
Larrea nos alucina con su interpretación que está lejos de ser descabellada. Que no digan por ahí que es ciencia-ficción. Taxativamente, según Larrea, el Apocalipsis anuncia la destrucción de la Bestia Europa de siete cabezas y diez cuernos, en contraste con las siete iglesias de Asia. Por consiguiente, en la actual coyuntura histórica, cuando haya llegado la conciencia humana al borde de la universalidad y del nuevo mundo del Espíritu, el vigor de la sentencia emitida en la remota profecía se dispone a ejecutar su sanción.

Conferencia en el Club Diario de Mallorca, 31 de octubre de 1980.
Los Cuadernos del Norte. Número 4. Octubre-Diciembre 1980. pp. 60-63.


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