LARREA Y LOS TIEMPOS MATERIALISTAS
Cristóbal Serra
En
una reciente intervención en la televisión española, fui invitado a emitir mi
opinión sobre Larrea, y vine a decir que existía un ibérico desconocimiento de
la obra ingente de este genio de la cultura. Me reafirmo aquí en lo que allí
dije. Y este desconocimiento responde, a mi juicio, a toda una serie de causas,
que resumiría en una: Larrea ha sido un genio en fuga de España, un genio que
no admitía la vida dada, que sintió siempre impulsos de sobrepasar los
valladares de la Contrarreforma.
Por
otra parte, Larrea era un hombre de razones sapientísimas, y bien sabemos que
el sabio (y más si es poeta) no es popular en nuestra tierra donde el histrión
deja boquiabiertos a muchos de nuestros compatriotas. En España, son los
audaces de las letras y quienes saben ganarse el renombre los que alcanzan
notoriedad pública. A los recoletos, que viven para sus adentros, en este país
no los conoce ni su padre.
Larrea
es para mí un escritor muy actual. No hay nada añejo en su obra, abierta al
futuro, como ninguna otra de las que hoy cuentan en Esparta. Es el hombre que,
con más fuerza, ha roto las amarras de esta civilización utilitaria. Me atrevo
a decir que es más quijote que Pound, que de quijote tuvo lo suyo. Larrea es más
coherente que el poeta americano, y también menos dislocado, aunque parezca a
primera vista que no encaja en molde alguno. El sueña con otra civilización más
en armonía con las esencias de la cultura judeo-cristiana. Y unido a eso, ha
descubierto la religión de nuestro lenguaje español (Prisciliano, los místicos.
el Quijote, Unamuno) que, prendido a América, se revela sobre todo en Vallejo.
El
mundo de Larrea está por encima de la razón, pero, poéticamente, por su
imaginación, es un vidente. Lo ve todo en la esperanza de un mundo mejor. El
espíritu de Larrea naturalmente tiende a lo profético y parte primordialmente
del Apocalipsis y del Verbo de España. Maneja sabiamente los símbolos de la
herencia judeo-cristiana (en los que se complace) y propugna una Ciudad de Amor
que la Iglesia, deudora del judeo-cristianismo, no ha preconizado por ahora,
que yo sepa.
Larrea
no es un catastrofista al uso. Para él el Apocalipsis no se reduce a sangre y
más sangre. El Apocalipsis es el Verbo: lo que la iglesia ha torcido y que hay
que enderezar. De ahí su quijotismo.
Larrea,
después de todo, espera el triunfo del espíritu judeo-cristiano que resplandece
en el Apocalipsis, por el amor, por la espada de la paloma.
Para
los aferrados a lo inmediato, que son los más de esta civilización materialista
y opaca, esto suena a despropósito. Pero yo diría que es verdad porque es
verdad. Y perdóneseme la tautología.
Larrea
cree, y ahí radica el escándalo de su postura religiosa, que las religiones
todas del Occidente que se ha proclamado cristiano, [han llegado] al grado de
podredumbre y descomposición a que han llegado, están tocadas de muerte, porque
no sólo mantienen con miras egoístas sus símbolos, sino porque crece cada día
más en su seno el fervor por el oro
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Tras
saber por dónde discurre el pensamiento de Larrea, veamos el género de vida
organizada, más o menos, que ofrecen los tiempos materialistas.
• La gente enloquece por el dinero. El
egoísmo está entronizado. El negociante sólo va a sacar tajada y cree que el
que no la saca más le valiera quedarse en difunto o irse al infierno.
• La industria ha hecho irrespirable el
aire de la gran ciudad. Los desechos de la fábrica han hecho impotable el agua.
Los alimentos en su mayoría están adulterados. Las fibras artificiales no dejan
respirar como es debido las casas, laberínticas, estimulan la delincuencia infantil.
El campesino se ve repudiado por el mercantilismo industrial imperante que ha
modelado la vida de nuestros días.
Estos
frutos (no es de necios el decirlo) los trae al mundo moderno el burgués y el
espíritu reformado. El mundo católico latino recibirá el contagio. Pero, en
este orden, la esperanza del Occidente católico estaba separada del mundo real.
Después
de las «summas», monumentos funerarios del saber, después de la sempiterna exégesis
de los autores antiguos, la inteligencia europea inicia un viaje peligroso,
animada por una desbordante soberbia. Las ciencias particulares afirman sus
técnicas y sus vocabularios.
Se
produce una disociación entre el cerebro y el corazón. Es razonable lo que es
percibido individualmente por los sentidos, 1a otra vía de conocimiento, la que
no se apoya sólo en los sentidos, queda cegada. Esto ha de marcar la ruina de la
civilización occidental. Blake, visionario a todas luces, lo vio claro por los
comienzos del dieciocho.
Digámoslo
con todas las palabras que sean menester: el protestantismo, esta apariencia de
religión, reducida a moralismo, se ha avenido perfectamente con la búsqueda
científica y la actividad capitalista.
Este
talante protestante ha permitido, entre otros resultados históricos, el
prodigioso desarrollo del Imperio inglés y la subsiguiente creación de los
Estados Unidos Detrás de estas dos creaciones esta la actividad burguesa,
dispuesta a amañar un cristianismo acorde con la evolución científica y las
transformaciones sociales.
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• •
Cuando
Larrea y León Felipe lanzan sus díctenos contra la vieja Albión, saben por
dónde van sus tiros. Inglaterra, desde el XVIII, se constituye en un poder
oculto que tiene al dinero como base, y que se sirve de los métodos comerciales
y financieros más dúctiles, siempre con miras a la hegemonía mundial. La ausencia
de una religión estricta, la falta de una ideología nacional (como no sea un
vago liberalismo), la fachada democrática, permiten este desarrollo y lo
aseguran con un máximo de eficacia.
Inglaterra
no es propiamente la inventora del capitalismo, pero si la primera nación que
le ha prestado una coherencia nacional y una voluntad internacional.
O
sea, que el internacionalismo materialista de los ingleses, que heredan los
norteamericanos, se ha opuesto siempre a toda unión amplia, continental y
extracontinental, basada en un plano ideológico.
Vendrá
el historiador puntilloso y me dirá que los ingleses bien que estimularon
movimientos liberales en todo el continente y que fueron fautores de las
fuerzas progresistas continentales. Y yo le preguntaré cómo actuaron con
Napoleón, con el nacionalsocialismo Al principio, hasta los estimularon.
Después, como no se acomodaban a sus intereses, había que acabar con ellos.
Hillaire
Belloc, que no oculta su odio a todo lo reformado, afirma que el calvinismo
trajo al mundo el comunismo y la reacción obrera. «Si no fuera por Calvino, no
tendríamos hoy el comunismo». asegura con suficiencia de ortodoxo.
La
Reforma realmente constituyó un antropocentrismo, en el sentido de que nació de
una voluntad de libre examen, es decir, de una rebeldía del intelecto. Por lo
tanto, desde sus comienzos, estaba contaminada por los factores mundanos y por
la necesidad de aprovechar los recursos terrestres. Pudiera hablarse de un
descenso «involutivo» o caída en un círculo de contradicciones. Erigido el
calvinismo en doctrina teocrática, había de nutrir su propia contradicción, y
derivó de él un teocentrismo invertido, reemplazando a Dios por la humanidad.
Para
el calvinismo, el ser pobre era signo de castigo, de exclusión. Ser rico era el
prólogo a la salvación. Así, la masa de los hombres de acción, que no salía
beneficiada de esta peregrina predestinación, se encontró naturalmente abocada
a una sociedad puramente terrestre, falta de dioses, y adoró pronto la
humanidad, pero una humanidad terrestre y socializada.
La
función de esta teocracia, netamente del periodo de «involución», fue acuñar
una moral social utilitaria, que fue celosamente recogida como medio de
gobierno por sus sucesores laicos.
Por
ese camino, la secularización del calvinismo (que encontró, por otra parte, por
ósmosis, una corriente semejante en el fondo del catolicismo de los pasivos que
se dejan llevar por la corriente del mundo) condujo a la masa a divinizar el
éxito social, y abrió el camino a un pragmatismo, tan bien adaptado como le era
dado al reino moderno del dinero. Indiscutiblemente el utilitarismo del XVIII
tiene que ver con el anglicanismo: no podía nacer más que en Inglaterra. Lo
mismo el liberalismo económico, con su ferocidad implícita en la eliminación de
los débiles (léase los excluidos, los no predestinados). A esto agréguese la
utopía russoniana, tan propia del reino de la cantidad. El conjunto constituye
hoy la doctrina de Occidente. Keyserling ha tocado una vez más en el fondo
cuando ha escrito que Calvino era el padre espiritual del pragmatismo.
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El
anglosajón mercantilista ha favorecido el individualismo, el despegue de los
pueblos de ciertas comunidades históricas, pero ha impedido la constitución del
nuevo mundo. Nadie más lejos de la utopía que el anglosajón. Como dice Larrea,
los anglosajones, son mentes retardatarias. Y yo añadiría, rectoras de operaciones,
a veces del más abyecto maquiavelismo.
Las
guerras napoleónicas, alentadas por los comerciantes franceses que querían
cerrar la Revolución a su favor, se terminaron con la victoria de la casta
internacional de los comerciantes, y especialmente de su vanguardia británica,
las guerras del XIX y la guerra del 14 no fueron más que crisis de crecimiento
de la expansión capitalista. El capitalismo necesita de la casta guerrera. Esta
contradicción constituirá la fatalidad del siglo XX.
LA
GUERRA DEL 36
Con
la guerra de España del 36 se manifestó el sentido profético de Larrea. Ningún
español ha dado a aquella contienda el sentido que él le ha sabido otorgar.
La
guerra civil española constituye para él el acontecimiento sensacional que le
servirá de piedra de lo que para apreciar los diversos componentes de la
realidad colectiva de aquellos años. Aquella guerra es un fenómeno misterioso,
como misterioso es todo lo apocalíptico.
Larrea
le ha atribuido tal importancia apocalíptica, que ésta ha parecido exagerada a
los espíritus superficiales que ignoran la virtud mágica que adoptan ciertos
lugares en ciertos momentos.
La
guerra española del 36 no tuvo importancia porque fuera el más grande magnicidio
de la época. Si se tratara de contraponer cifras, la guerra del 14 ocuparía un
lugar más importante y significativo. Si atendiéramos al holocausto de mujeres
y niños, la aventura bélica de Etiopia fue, si cabe, más repugnante.
El
valor único, imprescindible, de la última contienda civil española, procede del
hecho que se presenta con una nitidez simbólica: venció el Materialismo,
vencieron las realidades inmediatas.
En
«Rendición de Espíritu», Larrea, que entiende todo poéticamente, achaca al
destierro del hombre del Paraíso la amputación de la conciencia humana y la
clausura en el recinto de las realidades inmediatas. Por ser arrojado de las
delicias del Edén a los abrojos del reino del Bien y del Mal, los hombres se
vieron circunscritos a: tierra-paraíso; reino del hombre-reino de Dios. Para
salir de la servidumbre de las realidades materiales, es preciso trasponer este
reino de la evidencia inmediata que se desprende de las cosas para penetrar en
la conciencia divina, universal del Paraíso. De aquí que el yo materialista sea
oscuro. Este yo no puede comprender nada que no se halle de acuerdo con su
constitución individual, estética, sucesiva.
El
sueño paradisíaco lleva a rechazar el materialismo en globo, ya que el
materialismo parte del hombre, animal económico. El sueño paradisiaco rechaza
la tesis materialista, fraguada en el equívoco de la apariencia y de la
esencia.
Concluye
Larrea que los valores hoy vigentes pertenecen a un plano inferior subalterno.
Pero eso sí, la conciencia del nuevo mundo no se encuentra muy distante. Y es
en la Biblia, donde, según Larrea, la conciencia de este nuevo mundo queda
señalada. Sin la Biblia — declara Larrea en «Rendición de Espíritu»— no es
posible percibir la Cuarta Dimensión o Dimensión Divina.
Estas
consideraciones le llevan a ver en la guerra civil un debute simbólico. Por eso
mismo, escribe: «No se engañaban, pues,
quienes pretendían que la guerra civil era una güeña de religión. Era la guerra
de la religión católica, apostólica, romana contra su superación natural, la
poesía. De aquí que en el bando agresor militasen los poderes eclesiásticos
mientras que en el opuesto se encontraran totalitariamente los poetas».
Larrea,
llevado de estas premisas poéticas, rechaza asimismo el sueño socialista por
materialista, y dice: «Nunca el hombre se
apoderara luminosamente del hombre por medio de una torre de Babel. El cielo se
apoderara luminosamente del hombre por medio de la escala de Jacob». Y a
renglón seguido añade: «la estructura
esencial de la ciudad habrá de ser celeste». Construir un edificio material
que permita a la mentalidad proletaria tal como es instalarse en las cumbres,
más allá de los diluvios de fuego, dueña de la religión y de la poesía cuya trascendencia
niega, es la pretensión del socialismo. El fracaso de tales propósitos es obvio
para quien no tiene los ojos cerrados. El tema poético, la solución del
problema, es de signo contrario. La ciudad baja del cielo, de la conciencia de
la Realidad, a instalarse en la tierra.
Como
se ve, la guerra civil española forma parte del misterioso orden que Larrea
escudriña, siempre en vigilia de valores. Dentro del mundo del gran vasco, los
movimientos sociales y revoluciónanos son un accidente, y por lo mismo no le
cautivan las «panaderías» cósmicas que canta el materialismo de Neruda.
Larrea
trabaja por medio de una intuición apasionada de signo milenarista, y esta
seguro, sin petulancia, que sus predicciones se darán, De hecho se dan, para
quien sepa leer los signos de los tiempos
En
el libro de José Manuel Castañón «Entre dos orillas», hallo esta anécdota que
revela que Larrea era un humorista y un corazón tierno. Hablando los dos, le
dice: «Y como postre España tiene que caer.
El Apocalipsis no es sangre y sangre. Para mí ya lo fue la última guerra mundial.
El Apocalipsis es el Verbo: lo que la Iglesia ha torcido y que hay que
enderezar».
Larrea
ha sitio el único español verdaderamente universal en este siglo, porque ha
dado a comprender al mundo, aunque este a decir verdad no le ha hecho demasiado
caso, que en la reciente deshegemonización de Europa y en la transfiguración
material del mundo, un papel singularísimo ha sido encomendado a España. Y,
además, a él se debe el haber dado sentido al asilo de los exiliados. En las
ciudades con nombres españoles, los vencidos van a llevar el inmenso peso de su
dolor y la fuerza contagiosa de la rebeldía.
Larrea
ha dicho que el éxodo hacia d nuevo continente era significativo. Es la tierra
nueva que para Dante se asociaba con el Espíritu, la cual, habría de
calificarse, al cabo de varios siglos, de «Continente
de la Esperanza».
LOS
PROFETAS DE LO ACIAGO
Los
que rechazan la ilusión racionalista sienten intensamente en su interior que
esta Ilusión debe conducir a la Humanidad a la desesperación, al abismo. Casi
todos ellos son cristianos nostálgicos del Amor
Es
realmente entre 1795 y 1850 que se han manifestado los profetas de la Gran
Crisis. Encontramos profecías maléficas a través de los siglos sobre París,
inquietantes para los parisienses. La mayoría de las profecías indican que
Francia tendrá que rendir cuentas, que pasara por una liquidación mundial de
cuentas.
La
famosa visionaria alemana Ana Catalina Emmerick profetizo que Lucifer seria desencadenado
en fechas precisas, 50 ó 60 años antes del 2.000. «Si no me engaño», añadía al
poeta Brentano, que recogió puntualmente día por día sus visiones, desde el
otoño de 1818 hasta el febrero de 1824.
Según
la madre Ràfols, la época del azote tenía que empezar en el año de la fuga del
rey de España. Y según Palma-Marta Maturelli, el año de la proclamación de la
república española (1931).
Con
una precisión más atenuada, pero con una clara preocupación por la exactitud,
Jeanne Le Royer, religiosa francesa que vivió en el siglo dieciocho, afirmaba
que el Juicio (final de la Crisis) llegara en el siglo XX, no vendrá hasta sus acabijos,
y que, si no se da en éste, no pasará el XXI sin que advenga.
En
fin, Stormberger, profeta bávaro del siglo XVIII, fue uno de los pocos que, al
parecer, asoció el Cataclismo con el Progreso técnico. La Gran Limpieza
acaecerá -decía- cuando los hombres viajarán en coches no tirados por caballos
y cuando viajarán en una dase de pájaros que volaran sobre los bosques, cuando
los hombres no se podrán soportar unos a otros, cuando se vestirán de mujeres y
las mujeres de hombres, y cuando la fe sea tan pequeña que pueda colocarse
debajo de un sombrero.
Stormberger
calculaba que esto sucedería dentro de cinco generaciones. Sabemos que una generación,
en lenguaje profético, equivale a treinta años.
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• •
Es
sabido que este puñado de profecías (algunas de esencia divina) no quitaron el
sueño a la mayoría de los europeos. Pero ahí están. Como están las de los
astrólogos del Antiguo Egipto, quienes grabaron en la Gran Pirámide las
predicciones sobre la longevidad del mundo y se pararon en el año 2000
Sera
coincidencia o puro azar, pero tales fechas coinciden con las del lenguaje de
Fátima (que el Vaticano bien que tiene en cuenta) y que fija un plazo de
vencimiento para esta letra que a corto plazo, según nos conmina, tenemos que
pagar. El término del vencimiento está en la segunda mitad del siglo veinte.
Sin
ir más lejos, lo que contienen las escamoteadas revelaciones de Fátima son las
mismas revelaciones que se encuentran en el Apocalipsis, los mismos violentos
ataques contra los falsos pastores. Dice el texto in extenso que reveló un tal Emrich y que comentó una revista
alemana de Stuttgard: «En Roma habrá
grandes cambios. Lo que está podrido cae y lo que cae no debe ser mantenido, la
Iglesia quedara y el mundo se hundirá en el desconcierto.»
Lo
de Fátima remite al Apocalipsis, que no oculta que la cólera de Dios se dirige
en particular contra «Babilonia la Grande», es decir, contra la Roma apostólica y
romana y el resto del mundo.
Larrea,
con otras palabras, ha dicho que el Amor volverá con la profecía cumplida,
acompañado de Roma muerta. En la «Espada de la Paloma», los muchos párrafos que
se dirigen a la iglesia son netamente apocalípticos.
Larrea
compagina sus sentir y su pensar con el Apocalipsis, en el que ve (porque así
se nos aparece) una espeluznante profecía contra Roma y su iglesia. Este
documento extrañísimo no fue admitido por la iglesia griega durante cuatro
siglos -sólo en el cuarto se admite. Fue el Concilio de Cartago quien lo
incorporó el año 397 a las sacras escrituras. Las objeciones que se levantaron
contra este libro airado pueden deberse a que ya entonces vieron claro que
anunciaba una caducidad de la iglesia en beneficio de una ciudad espiritual que
ha de superar el templo. No ha de extrañar que aquí diga eso tan rotundamente,
porque el Apocalipsis tuvo que sortear muchos inconvenientes hasta conseguir la
plena canonicidad. Según Larrea, si ocupa el último lugar es por ser la
revelación escatológica por antonomasia, correspondiente al fin de los tiempos
(adánicos).
Larrea
nos alucina con su interpretación que está lejos de ser descabellada. Que no
digan por ahí que es ciencia-ficción. Taxativamente, según Larrea, el
Apocalipsis anuncia la destrucción de la Bestia Europa de siete cabezas y diez
cuernos, en contraste con las siete iglesias de Asia. Por consiguiente, en la
actual coyuntura histórica, cuando haya llegado la conciencia humana al borde
de la universalidad y del nuevo mundo del Espíritu, el vigor de la sentencia
emitida en la remota profecía se dispone a ejecutar su sanción.
Conferencia en el
Club Diario de Mallorca, 31 de octubre de 1980.
Los Cuadernos del Norte. Número 4.
Octubre-Diciembre 1980. pp. 60-63.
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