viernes, 4 de julio de 2008

Gloria

"... la palabra con la que en este primer volumen iniciamos toda una serie de estudios teológicos es una palabra que no sirve de punto de partida a los filósofos, si bien puede constituir el término final de sus reflexiones; una palabra que, por otra parte, nunca ha tenido una voz ni un puesto garantizado y estable en el concierto de las ciencias exactas, y que, cuando alguien se atreve a tematizarla, se ve acusado de diletantismo ocioso por los superatareados especialistas; una palabra, además, de la que, en la época moderna, se ha distanciado la religión y especialmente la teología, las cuales han delimitado enérgicamente sus fronteras frente a ella; en resumen, una palabra anacrónica para la filosofía, la ciencia y la teología, una palabra de la que en modo alguno puede hacerse hoy alarde y con la que se arriesga uno a predicar en el desierto. Ahora bien, si el filósofo no puede comenzar por esta palabra, sino (en el caso de que entretanto no la haya olvidado) a lo sumo terminar, ¿no debería quizá el cristiano considerarla como su palabra inicial justamente por ésto? Y, puesto que las ciencias exactas ya no disponen de tiempo para dedicarse a ella (ni tampoco la teología, en la medida en que utiliza un método que se aproxima cada vez más al de las ciencias exactas y participa de su atmósfera), ha sonado quizá más claramente que nunca la hora de perforar la coraza de este tipo de exactitud, que sólo es capaz de comprender un ámbito muy limitado de la realidad, a fin de abrirnos nuevamente a la verdad total, a la verdad que es atributo trascendental del ser y no es una magnitud abstracta sino el vínculo vital entre Dios y el mundo. Y, finalmente, puesto que la religión de nuestra época se ha desligado de aquella palabra, quizá no sería ocioso examinar qué rostro (si es que todavía tiene alguno) puede ofrecer esta religión hasta tal punto despojada.

Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza, última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. La belleza, que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión y que, sin embargo, cual máscara desprendida de su rostro, deja al descubierto rasgos que amenazan volverse ininteligibles para los hombres. La belleza, en la que no nos atrevemos a seguir creyendo y a la que hemos convertido en una apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos. La belleza, que (como hoy aparece bien claro) reclama para sí al menos tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien, y que no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués) podemos asegurar que —abierta o tácitamente-- ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar. El siglo XIX se aferró todavía con un entusiasmo apasionado al ropaje de bellezas huidizas, a las boyas flotantes del mundo antiguo que se hundía («Helena abraza a Fausto, lo corpóreo desaparece, el vestido y el velo se le quedan entre las manos... Los vestidos de Helena se disuelven en nubes, envuelven a Fausto, lo elevan hacia las alturas y se disipan con él», Fausto II, acto 3°); el mundo iluminado por Dios se reduce a sueño y apariencia, romanticismo, y pronto será sólo música; pero, cuando la nube se desvanece, queda una imagen insoportable de la angustia, la materia desnuda; y, dado que todo se ha desvanecido y, sin embargo, se siente la necesidad de abrazar algo, el hombre de nuestro siglo corre obligado hacia ese himeneo inalcanzable que, a la postre, le hace detestar toda forma de amor. Ahora bien, aquello que revela al hombre su impotencia, aquello que le es imposible someter, le resulta insufrible; por eso no tiene otra alternativa que negarlo o rodearlo de un silencio de muerte.

En un mundo sin belleza —aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado—, en un mundo que quizá no está privado de ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. Al fin y al cabo es otra posibilidad, e incluso más excitante; ¿por qué no sondear las profundidades satánicas? En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. Los silogismos funcionan como es debido, al ritmo prefijado, a la manera de las rotativas o de las calculadoras electrónicas que escupen determinado número de resultados por minuto, pero el proceso que lleva a concluir es un mecanismo que a nadie interesa, y la conclusión misma ni siquiera concluye nada...."

Hans Urs von Balthasar. Gloria. Una estética teológica.
Vol . 1. La percepción de la forma.

12 comentarios:

Joaquín dijo...

De momento podemos afirmar que el pensador que prescinde de la teología, es un pensador incompleto. Se quiere arrinconar a la teología como especulación fantasiosa (incluso como género "de ficción") y realmente es el núcleo del saber, como evidencia este texto de H.U.v. Balthasar.

.

Don Cogito dijo...

... hombre, como mínimo está claro que von Balthasar pensaba exactamente eso....

... de todas maneras lo que me interesa del texto es la forma como el teólogo subraya la importancia del trascendental de la belleza para la cultura en general y para la cristiana en articular...

Muchos saludos

Fco. Javier Blázquez Mena dijo...

"En un mundo sin belleza —aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado..."

Ansioso espero que von Balthasar me muestre el modo correcto de utilizar palabra tan compleja...

Don Cogito dijo...

Ahí lo tienes... al principio del segundo párrafo...

"La belleza...es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión"

Muchos saludos y a ver si nos podemos ver esta semana..

Fco. Javier Blázquez Mena dijo...

¡La leche...!

Antonio dijo...

Hombre, don joaquín: si el núcleo del saber es la teología y el que prescinde de ella es un pensador incompleto, se carga usted de un plumazo a toda la corriente de pensamiento ateístico y agnóstico que la historia de la filosofía contempla.
Y con ella a tantos y tantos que hemos intentado aclararnos con dicho pensamiento, que de esta manera nos vemos convertidos en poco menos que tarados.

Pero la cuestión de fondo —pienso— es creer o no creer en Dios (¿o hay ateos teólogos?).

Un servidor, por ser de los que no creen y por ello mismo, no tiene nada que demostrar. Usted primero, caballero: le toca.

Saludos cordiales.

Joaquín dijo...

Hombre, don Antonio, contestaré de entrada, "a la gallega": ¿por qué piensa que la inexistencia de Dios no hay que demostrarla?

Antonio dijo...

Porque "demostrar" siempre es "demostrar algo". El ateo no tiene que demostrar nada (dicho sea en su más prístino sentido literal).

Créame, don Joaquín; el nihilismo es, además de cómodo, divertido.

No le voy a pedir que me demuestre la existencia de Dios, pero sí que reconozca la robustez de mi razonamiento.

¡Saludos!

Joaquín dijo...

Es que está usted dando por supuesto que Dios no existe. Por eso dice que no tiene que demostrar nada. A eso se le llama una petición de principio.

Antonio dijo...

Al final don Cógito nos va a echar a la calle por acaparar el espacio con esta disputa.

Doy por supuesto que ni Dios, ni nada de lo que nos imaginamos que existe, existe. Ahogado placenteramente en mi mar de dudas, espero que todo aquel que esgrima la existencia de algo, lo demuestre fehacientemente.

Y mientras, vivo "...sin horas ni días, sin sexo ni edad, y es mi risa fría, serena, astral".

Le invito a este lugar, don Joaquín: se está en él francamente bien... jaaa jaaaaa jaaa ja ja.

Un abrazo cordial.

Joaquín dijo...

Gracias, pero prefiero compartir la suerte de los que sufren. El mundo ya es demasiado injusto para que añadamos injusticia sobre injusticia.

Decía usted más arriba: se carga usted de un plumazo a toda la corriente de pensamiento ateístico y agnóstico que la historia de la filosofía contempla.
Y con ella a tantos y tantos que hemos intentado aclararnos con dicho pensamiento...


Por mi parte, no soy proselitista, o no según el caso, pero, dado que la mayoría de los filósofos creyeron en la existencia de Dios, ¿por qué no intenta ahora "aclararse con ese pensamiento"?

Por mi parte aquí lo dejo. (Perdón a Don Cogito por la paciencia demostrada).

Don Cogito dijo...

Joaquín...
Antonio...

Por mi nos os preocupeis... por aquí lo único que pido es respeto y educación... por lo demás... "estáis en vuestra casa"

Muchos saludos