domingo, 20 de abril de 2008

Del amor a los animales

LOS DOS CEMENTERIOS

La constelación del Can Menor, ¿no se halla, acaso, en el hemisferio austral?

Del primero casi no vale la pena de hablar. Es el de los pobres, la fosa común, el carro de los muertos, el volquetero, las blasfemias. Y las basuras de los sepultureros inmundos que no esperan propina. Cuando los muertos afluyen, es el descombro rápido, hasta profanando a los enterrados provisionalmente, cuyas osamentas ya no tienen derecho a un simulacro de sepultura, y se les echa en montón, como escombros o inmundicias, en un agujero cualquiera.

Algunas veces, es verdad, es el Crematorio, que los cristianos pudieron creer exclusivamente reservado para los ateos cuya voluntad formal es el ser quemados después de muertos. Es un error que hay que corregir. La Administración no se niega a calentar su horno para los restos despedazados de los indigentes a los que se asesina en los hospitales y que ningún pariente reclama. Hay que librarse de ellos y ya no vivimos en los tiempos bárbaros en que existían cofradías para el entierro y la cesión de sepulturas en caridad a los abandonados.

Volvamos al cementerio llamado parisiense, extramuros, necrópolis de los pobres multiplicada alrededor de París: Bagneux, Pantin, Ivry, etc., pues los muertos son vomitados como los vivos. Sodoma no los quiere y los aleja tanto como puede. Por lo menos, esos durmientes gozan el beneficio de la sociedad, En primavera o en otoño, cuando se es muy desgraciado, esos puntos lejanos, pueden a pesar de todo, parecer amables.

La administración, que ha condenado el uso, tan antiguo, de la Cruz monumental en el mismo momento en que ella misma multiplicaba irrisoriamente su signo en la cuadratura sistemática de los cementerios suburbanos, ha consentido que se plantase, a lo largo de las avenidas, un buen número de árboles. Al principio, esa llanura geométrica sin verdor desesperaba. Ahora que los árboles, ya crecidos, han podido hundir sus raíces en el corazón de los muertos, dejan caer, con su sombra melancólica, una grave dulzura...

Demos un paseo entre las tumbas. Muchas de ellas son incultas, abandonadas por completo, áridas como la ceniza. Son las de los paupérrimos, que no han dejado un amigo entre los vivientes y de los que nadie se acuerda. Los echaron allí, cierto día, porque había que echarlos en alguna parte. Un hijo o un hermano, a veces un abuelo, ha pagado una cruz, y después los tres o cuatro de la comitiva han ido a beber y se han separado emitiendo sentencias perogrullescas. Y todo ha terminado. Una vez llenado el agujero, el enterrador ha plantado la cruz a golpes de pico y pala, y luego se ha marchado también para beber. Ninguna cerca ha sido ni será nunca puesta por nadie para señalar el sitio donde duerme ese pobre que quizá se sienta a la diestra de Jesucristo... Bajo el peso de las lluvias, la tierra se ha hundido y las piedras han brotado en tal cantidad que ni los cardos pueden crecer ahí. Pronto la cruz se cae, se pudre en el suelo, el nombre del miserable se borra y ya sólo existe en un registro de la la nada ...

Lo que aflige de caridad es la muchedumbre de pequeñas tumbas. Basta este espectáculo para saber la cantidad de niños que son sacrificados en los mataderos de la miseria. Se ven alineaciones casi enteras de esos pequeños lechos blancos decorados con absurdas coronas de perlas de vidrio y de medallones de bazar afirmativos de sentimentalismos execrables. Las hay que son ingenuas. En algunas de ellas, en una especie de nicho fijado a la cruz, están expuestos, junto con la fotografía del pequeño difunto, los humildes juguetes que le divirtieron durante unos días. A veces se arrodilla ante alguna ellas una anciana acongojada. Es tan vieja, que ya no puede llorar. Pero su lamentación es tan dolorosa que los extraños lloran por ella.

Después de visitar el cementerio de los pobres, causa una sensación más que rara visitar el cementerio de los perros. Muchas personas probablemente ignoran que existe. Ni que decir tiene que se trata del cementerio de los perros ricos, pues a él no tienen derecho los perros pobres.

No será inútil cierto esfuerzo para acostumbrarse a pensar que existe una necrópolis para perros. Y, sin embargo, existe en Asniéres, en una isla, antaño deliciosa, del Sena. Sí, los perros poseen un cementerio, un verdadero y hermoso cementerio, con propiedades de tres a treinta años, nicho provisional, monumentos más o menos suntuosos, y hasta rosa común para los idólatras económicos, pero sobre todo, ya se supone, para que los pobres que pertenecen a la especie humana sean más y mejor insultados.

El artículo 5 del reglamento es admirable:

"Todos los emblemas religiosos y toda clase de monumento que copien la forma de las sepulturas humanas quedan absolutamente prohibidas en el cementerio zoológico."

El público queda advertido, con esa última palabra, de que el fundador o la fundadora es una persona sabia, que no habla en vano. No somos perros ni sentimentales imbéciles, sino zoólogos, pensadores. Y eso aclara singularmente la prohibición, algo jesuítica, de los emblemas religiosos. Parecería, en efecto, que esa prohibición tiene por objeto evitar las profanaciones, cuando basta con una mirada sobre los monumentos para tener la certeza de un ateísmo voluntario y sólidamente decidido. Ejemplo:

Si Tu Alma, oh Safo, acompaña a la mía,
oh querida y noble Amiga de estadías ignoradas,¡yo no quiero el cielo! Suceda lo que suceda yo quiero dormirme como tú, sin despertar, para siempre.

Esos versos, heroicamente inspirados, de un viejo sentimental millonario, sobre la carroña de su querida perra, hablan claro, y hasta demasiado. Pero la zoología lo salva todo. Queda para el gusto de los visitantes creer o no que se encuentran en un jardín. En cuanto a "la forma absolutamente prohibida de las sepulturas humanas", sólo puede decirse que esa cláusula es una broma muy elegante. Un miope, incapaz de descifrar las inscripciones, y no advertido antes, creerá necesariamente que se encuentra en un cementerio, seguramente pagano y muy extravagante, pero humano, y no vemos en él nada que pueda indicar lo contrario. Hay allí monumentos grotescos y costosos, cuya ridiculez no resulta excesiva ni humillante para las personas más honorables y que se adaptarían muy bien a los esqueletos de los caballeros más distinguidos. Los epitafios, hay que confesarlo, no ofrecen duda alguna, pero solamente los epitafios.

La monotonía de los "recuerdos eternos" es algo fatigosa. La fórmula de fidelidad, más canina que los propios perros: “Te lloraré siempre y nadie vendrá a ocupar tu puesto", sobreabunda penosamente. No obstante, el paciente visitante queda recompensado.

"Ponnette mía: protege siempre a tu ama." "Kiki: eras demasiado buena para vivir." "Drack: nos amaba demasiado y no podía vivir." "Linda: moriste de apego, de fidelidad, de inteligencia y de originalidad" Debajo de dos nichos "El destino, que los unió sobre la tierra, los reúne en la nada." Debajo de una tienda militar, producto de una colecta de artilleros: "Sobre tu cuerpo, la primavera deshojará sus rosas." "Ella era toda nuestra vida." "A Loquita: ¡Oh mi querida tan adorada, tú fuiste la sonrisa de mi vida! ¿Qué epitafio podría decir cuánto te ha llorado mi corazón?" "La brutalidad de los hombres ha puesto fin a nuestro amor". Y ésta, ¡Oh, esta!: "Mi cuquito; tu madrecita que desea estar junto a ti"

No queremos dejar de recomendar un monumento glorioso, que podría creerse dedicado a un Desaix o a un Kleber, y no sé qué capitel colosal, en cuyo centro se ve un enorme corazón en exvoto blasonado con el nombre de un perro en letras de oro. Hay también coronas de marqueses. de condes, de vizcondes, un tortil (insignia de barón) y hasta una corona cerrada rematada por la cruz, que como sabemos. está prohibida. Pero a los príncipes no se les rehúsa nada, y nos hallamos entre la podre aristocrática de los perros, a muchos millones de leguas de los proletarios.

Uno se ve obligado a preguntarse si la tontería, decididamente, no es más odiosa que la misma maldad. No creo que el desprecio hacia los pobres haya sido nunca sacado a luz de un modo más descarado e insolente. ¿Es la resultante de una idolatría demoníaca o de una imbecilidad trascendental? ¡Hay allí monumentos que valen la subsistencia de veinte familias! Yo he visto, en invierno, encima de algunas de esas tumbas de animales, ramos de flores con cuyo precio se habría podido dar de comer a cincuenta pobres durante todo un día! ¡Y esos recuerdos eternos, esos enternecimientos líricos de los granujas de uno y otro sexo, incapaces de dar un céntimo a uno de sus hermanos que se muera de hambre! "Cuanto más conozco a los hombres, más, quiero a mi perro". dice el monumento a "Jappy", miserable chucho bastardo, cuya innoble efigie de mármol clama venganza al cielo. La mayoría de esas perreras sin ladridos están adornadas, para consuelo de los supervivientes, con una fotografía del putrefacto animal. Casi todas son repelentes, probablemente de conformidad con las fétidas almas de sus amos o amas. "Las atracciones -ha dicho Fourier- son proporcionales a los destinos."

No he podido tener el gusto de asistir a un entierro de primera clase. ¡Lástima de espectáculo que he perdido! Los largos velos de luto, los bosques de flores, los sollozos y los gritos de desesperación, hasta quizá los discursos. ¡Lástima que no haya capilla!

Con un poco de música, la "Marcha fúnebre", de Beethoven, por ejemplo, me habría sido fácil evocar el recuerdo de las lamentables criaturas, imagen de Dios, trasladadas después de su muerte a los depósitos de la Asistencia, Y enterrados en la fosa común, a puntapiés, por sepultureros borrachos.

"Toda caja que contenga un animal muerto -dice el artículo 9 del reglamento citado- será abierto. para su comprobación, a su entrada en el cementerio." Ese muy cuerdo artículo ha previsto el caso, indudablemente, de que alguna cortesana riquísima intentase hacer enterrar allí a su padre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es indignante, sí, como tantas cosas...la única nota de color es la genialidad de Bloy, su genialidad de siempre.