viernes, 12 de agosto de 2022

Tres artículos sobre Ucrania de Iury Lech en "La Vanguardia" ( "Ucrania: un no resuelto problema" -28 de septiembre de 1989; "Mitos en retirada" -19 de enero de 1990- y "El nacionalismo útil" -27 de marzo de 1990)

 


Ucrania: un no resuelto problema

LA reciente manifestación multitudinaria nacionalista contra la ocupación del Ejército Rojo realizada en la ciudad ucraniana de Lviw (Lvov en ruso) pone de nuevo en evidencia el absurdo histórico que todavía padecen las repúblicas soviéticas, exceptuando, claro está, a Rusia.

Es más que significativo que el acto no haya tenido lugar en la capital, Kiev, y sí en una ciudad con fuerte herencia religioso-patriótica —corre la broma de que allí hasta los agentes del K.G.B. hablan el ucraniano— en donde a finales de 1918 se conquistó por tercera vez en su historia la independencia de Ucrania, estableciéndose la República Nacional de Ucrania Occidental, privilegio que no duraría más de dos años.

Ucrania es una nación de esencia europea, con cincuenta millones de habitantes y casi un millón de kilómetros cuadrados de superficie, pero hasta el catastrófico accidente nuclear ocurrido en Chernóbil, fue prácticamente desconocida —o excluida ‘con premeditación— por la Europa ilustrada. Dos son las asignaturas pendientes que más sensibilizado tienen el pueblo ucraniano: su independencia del conjunto soviético y la libertad de excepción religiosa. Plantear la existencia de una Ucrania libre y soberana traerá consigo inevitablemente un reexamen de sus fronteras y en el supuesto caso de obtenerse, Rusia exigiría la cesión de aproximadamente nueve provincias y parte de territorios limítrofes, con lo que se quedaría sin salida al mar ni industria básica, y si a esto le agregamos las pretensiones polacas sobre las provincias occidentales, los ucranianos, ahora con una nación más grande que España y Portugal, se quedarían con un trozo de territorio reducido a la extensión de la isla de Cerdeña.

En el apartado religioso, el problema radica en poner de acuerdo a las dos mitades de Ucrania, esto es, la del este, o “rusificada”, donde la Iglesia ortodoxa es la regidora absoluta, con la del oeste, o “polonizada”, en la cual son mayoría los católicos “uniatos" adheridos al rito oriental, forzados durante la época estaliniana a integrarse a la Iglesia ortodoxa rusa, que vive en una situación de clandestinidad con menos de trescientos sacerdotes y conventos y monasterios secretos. Para los ucranianos, nación e iglesia significan lo mismo, por lo que esta escisión interna representa su talón de Aquiles al cual sus enemigos no han dejado de asaetear.

Durante la conmemoración en Lviw, el dirigente Viatcheslaw Chomovil del Grupo de Helsinki de Ucrania —la mayor parte de sus miembros más destacados ha perdido la vida en los “gulags" siberianos— no en vano manifestó que de seguirles en sus reivindicaciones Ucrania oriental “se acabará el imperio ruso". Hay que destacar que Chomovil, leninista convencido y que conoce a Marx y las leyes soviéticas mejor que sus inquisidores, fue prisionero en los campos de concentración por casi dos décadas, por el solo hecho de negarse a testificar en juicios ilegales y cerrados contra intelectuales ucranianos que pedían el reconocimiento de la soberanía de su país, y plasmar su impresionante testimonio en un libro que fue sacado de la Unión Soviética de contrabando, publicado en Canadá bajo el título de "Los documentos de Chomovil"

Las reivindicaciones de los ucranianos, así como de las demás repúblicas en cuestión, son un tema demasiado espinoso para la cúpula del PCUS, y su secretario general, Mijail Gorbachov, ya ha expresado en reiteradas ocasiones, invocando sospechosamente a la “perestroika” (lo cual tiene connotaciones de estar poniendo a punto la maquinaria del “terror preventivo”), que no tolerará el peligro de los nacionalismos ni aventuras independentistas.

No hay más que recordar los trágicos sucesos en Alma Ata o Tiblisi, lo cual supondría para Rusia, y no para la unidad del partido, al fin y al cabo la beneficiaría mayor de la URSS, una total e irremediable ruina económica. No hay que olvidar que las reformas incentivadas por Gorbachov están dirigidas a terminar con la corrupción dentro del sistema y no para acabar con el sistema comunista en sí. Un cambio en la política inmovilista soviética con respecto a los nacionalismos es más un loable deseo que una realidad aplicada a corto plazo con modificaciones trascendentes; sin una verdadera ayuda exterior todo intento separatista está destinado al peor de los fracasos. Ya Cioran llamó la atención sobre el mesianismo de los rusos y su aspiración a “salvar” al mundo, derivado de “una incertidumbre interior, agravada por el orgullo, por una voluntad de afirmar sus taras, de imponérselas a otros, de descargarse sobre ellos de un exceso sospechoso

En la actualidad, Ucrania tiene un estatus similar al de una colonia y se ve obligada a mantener un continuo y silencioso pulso con el poder central para evitar que sus raíces culturales sean extirpadas bajo el pretexto de ser cocinadas en la olla común de un trasnochado paneslavismo. La idiosincrasia ucraniana es diametralmente opuesta a la rusa, así como su lengua e historia, esta última distorsionada para no reconocer su derecho a la autonomía. ¿Está Ucrania, por lo tanto, privada de futuro?

En toda época de despotismo, la verdadera patria de los pueblos ha sabido transmitirse mediante su memoria colectiva. En el caso de la nación ucraniana, ésta sufre de una anestesia local sobre su sentimiento de pertenencia. Al igual que el caduceo de Mercurio, insignia del obispo católico ucraniano, que es una vara entrelazada con dos serpientes y un yelmo alado en la parte superior, Ucrania corre el riesgo, en su anhelo por expandirse hacia la identidad propia, de ser aprisionada en esa doble corriente de evolución e involución.

La Vanguardia, 28 de septiembre de 1989, p.5.

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Mitos en retirada

Mientras devoramos imágenes dramáticas, restos del lenguaje y sonidos crepusculares, el decenio ha terminado dejándole bien claro al hombre que cualquier supuesta estabilidad de que goza puede desaparecer en el momento menos esperado. Estamos frente al doble rostro de Jano, esa deidad romana asociada al destino, el tiempo y la guerra, que mira hacia el pasado y el futuro, cuya dualidad hoy configura en una cara el repliegue de las ideologías, mientras que en la otra se refleja el progresivo interrogante de la autodeterminación. El primer debate se centra en la liquidación del dogma comunista y el polémico apéndice sobre la existencia o no de un comunismo real, sostenido inevitablemente por quienes en su hora apoyaron regímenes afines sin hacer tal distinción y que, aquejados de amnesia, todavía no tienen el valor de analizar y reconocer públicamente la falsedad que les llevó a decir, años atrás, que todos los exiliados y disidentes del Este no eran más que fascistas o burgueses contrarrevolucionarios; o su complicidad criminal al alentar la proliferación de semejante sistema en cualquier sociedad que se les pusiera a tiro. El ser humano nombra a las cosas para poder comprenderlas y de ahí que la especulación acerca de la faceta noble del comunismo es fútil debido a que, y empleando la retórica marxista, aquello que fue es lo que debía haber sido. Resulta azaroso desandar el camino que ha dado forma a una idea mesiánica y estéril sostenida únicamente en un incalculable sacrificio espiritual y material, una concepción del mundo redentorista cuyo utopismo no ha forjado más que el culto a Leviatán; aunque es verdad que el comunismo, además del ingrediente tiránico de los pueblos de Oriente, se alimentó de enfervorizadas teorías occidentales, hecho que parece suscitar en el mundo libre el deber moral de compensar económicamente a los países sometidos al delirio bolchevique y demuestra, una vez más, la astucia troyana asentada en el poder del Kremlin al traspasar su pesada responsabilidad, y por qué no, bomba de tiempo, a los liberales europeos siempre tan aficionados a un “mea culpa” oficioso.

Ahora que es irreversible el fin de las dictaduras, autarquías y tiranías, Europa asiste indolente a un nuevo despertar de un viejo Volksgeist, esa esencia cultural que a través de los siglos ha conformado un irreductible mosaico de pueblos y naciones. Sin ánimos clarividentes, este resurgir del separatismo trae a la memoria las circunstancias que condujeron a la I Guerra Mundial, considerada por algunos como una salida a los conflictos políticos internos y a una dificultad por dar un cauce conciliador a las actividades de las distintas organizaciones nacionalistas, en particular las de la multiétnica zona de los Balcanes.

Para poder entrar en el próximo siglo en paz, es indudable que debe haber un replanteamiento por parte de los estados contenedores y de las naciones contenidas del significado de la autodeterminación, cuya actual tendencia pasa más por la autoafirmación de principios, la necesidad de mostrarle al mundo el espíritu de lucha patriótico apoyado en la explotación de las reservas del sentir colectivo, olvidándose en el camino la fuerza simbólica de la independencia y mermando en consecuencia el inconsciente personal de cada habitante. Al debate sobre la autodeterminación habría que anteponerle el proceso de individualización, que reconcilia los conceptos de “patria” y de “matria”, elaborando la conciencia de cada individuo antes que someterle a una concienciación forzada.

No está de más recordar las desapasionadas palabras del pensador rumano Cioran al respecto: “¡Cuánto más trágico el problema nacional para los pueblos pequeños! No hay irrupción súbita en ellos, ni decadencia lenta. Sin apoyo en el porvenir ni en el pasado, se apoyan gravosamente sobre sí m ismos; de ello resulta una larga meditación estéril. Su nacionalismo, que suele ser tomado a broma, es más bien una máscara, gracias a la cual intentan ocultar su propio drama y olvidar en un furor de reivindicaciones, su ineptitud para insertarse en los acontecimientos; mentiras dolorosas, reacción exasperada frente al desprecio que creen merecer, una manera de escamotear la obsesión secreta por si mismos”. Comparar la problemática local con la soviética no sólo resulta una aseveración poco informada, sino que minimiza, como ya ocurrió gracias a la avaricia intelectual de cierta intelectualidad izquierdista, el verdadera dilema de las repúblicas de la URSS, en donde se ha perseguido a cualquier coste la desaparición de las diferencias nacionales. Con un considerable atraso hoy se comienza a reconocer la envergadura social y cultural del territorio soviético, del que comúnmente se suponía un bloque sin fisuras ni divergencias internas, gracias a una maquinaria propagandística antinatural que divulgó la mentirosa existencia de una dicotómica constitución que incluía el derecho a la secesión o de una invisible fuerza representativa republicana en la ONU.

La realidad acallada es mucho más compleja y patética, y las tensiones que hoy se revelan en el conjunto de la Unión Soviética no son más que consecuencia de la política intolerante del etnocentrismo ruso, con lo cual resulta retorcido por parte de Gorbachov decir que el PCUS representa una garantía a la solución de las reivindicaciones nacionalistas. No obstante, debería definirse si está a favor de los separatismos, como lo ha demostrado al oponerse a una reunificación alemana con el alegato de que se trata de dos estados distintos y desatar el nudo gordiano de los nacionalismos aún amarrado a la carroza bélica zarista.

Se da el triste contrasentido de que la URSS ha sido por antonomasia la principal productora y exportadora del terrorismo internacional que dirige su lucha a favor de la libertad de los pueblos oprimidos; otra paradoja poco conocida es que la propia Rusia debe su nombre ya que Rus fue el primitivo nombre de la actual Ucrania cuando hace un milenio configuraba el reino de Kiev.

Para que Europa pudiese surgir fue necesaria la devastación del Sacro Imperio Romano, y si la finalidad de la “perestroika” está en crear una casa común Europa no hay que postergar el desmantelamiento del imperio de la Santa Rusia, una ardua tarea muerto Sajarov, el último dinosaurio de la disidencia activa, y más cuando Moscú sabe que tiene a su disposición un aparato represivo intacto. Si en un pasado fueron Pedro el Grande y Catalina y más tarde el binomio Lenin-Stalin quienes sedujeron a Occidente, hoy Gorbachov y Raïssa despiertan pasiones iguales, por lo que habrá que estar preparados ante un eventual rapto de la hija de Agénor, pero esta vez no a lomo de un toro, sino en el del caballo de Troya. No en vano el escritor Gogol se preguntaba entre las melancólicas brumas de su atormentada alma eslava: “¿Hacia dónde vas tan de prisa, oh Rusia?”.

La Vanguardia, 19 de enero de 1990, p.17.

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El nacionalismo útil

En alemán, la palabra ruso (“russe”) puede asociarse fonéticamente a hollín (“russ”), lo cual podría dar lugar, parafraseando a Georg Groddeck, a la siniestra metáfora que debe de impregnar el espíritu de todas las naciones no rusas de la Unión Soviética cansadas de un opresivo mesianismo y que no ven la hora en que podrán despedirse “ad aeternum” de una tutela jamás requerida: Rusia, el país del hollín, el país negro, el de la muerte. Poco a poco el mundo toma conciencia de que las ideologías totalitarias siempre han empleado la más noble de las fraseologías para luego poner en marcha los más bajos y perversos instintos de dominación; sin embargo, esto no representa suficiente descargo como para olvidarnos de que, en su momento, pocos se comprometieron en defender aquello que hoy es curiosamente credo de muchos conversos.

Cuando hace veinticinco años Ivan Dziuba, mítico activista en pro de los derechos humanos, lo que le ha llevado a ser diputado por Ucrania, lanzaba en “samizdat” un revolucionario manifiesto en respuesta a los masivos arrestos de intelectuales en su país titulado “¿Internacionalismo o rusificación?”, en el cual por primera vez en la URSS se hablaba de “glasnost” y que logró publicarse en el extranjero en forma de libro, en el bloque libre nadie pareció enterarse; cuando en la misma época Kruschev promovía la descolonización de África mientras en casa fusilaba a nacionalistas bálticos, bielorrusos o ucranianos por atreverse a hablar de independencia, a nadie se le ocurrió pensar que esto constituía una salvaje contradicción. Y podríamos seguir enumerando casos semejantes hasta conseguir todo un archivo dedicado a compilar los métodos terroristas empleados por Moscú para acabar durante estos últimos setenta años con cualquier atisbo de nacionalismo; pero no hará falta extendemos tanto, ya que ahora mismo Lituania será el test que nos dará la pista sobre la actitud comunista a seguir en el futuro con la cuestión independentista. Es probable que en este trance también se revele el desconocimiento histórico y la falta de sensibilidad de los países libres con respecto a las justas reivindicaciones de las naciones sometidas a la ambición rusa, que ha originado verdaderas cazas de brujas como, por ejemplo, la emprendida en los últimos tiempos por la KGB contra dirigentes nacionalistas en el exilio bajo la falsa acusación de ser autores de atroces crímenes de guerra.

Cuando se comprenda el explícito e incondicional apoyo exterior de los gobiernos democráticos a la independencia de cualquier república soviética —como se hizo con Luxemburgo, Barbados o Namibia—, sin artimañas dialécticas por miedo a un enfrentamiento diplomático con Moscú, habremos ganado una batalla más a favor de la justicia natural, la cual se antepone por imperativo a cualquier cláusula de materialismo histórico, de ficticias ataduras geográficas o de compromisos bilaterales. Desconocer o no querer reconocer estas reivindicaciones es negar el sufrimiento físico y moral causado por sinuosas doctrinas en nombre de una supuesta cohesión nacional. Si bien es verdad que en Occidente el concepto nacionalista despierta rápidamente recelos y amargos recuerdos, tampoco debe olvidarse la diferencia que existe entre el nacionalismo de un estado opresor y el de una nación oprimida, entre la idea nacional y fundamentalista con sus inefables consignas y símbolos patrios enmarcados para la posteridad y la soberanía que garantiza el desarrollo de unas culturas oprimidas por la imposición de valores ajenos a su idiosincrasia.

El gran problema en la URSS radica en el sentimiento de superioridad ruso, en su confusa manera de considerar propio lo ajeno y su relación de dominio con el resto de las naciones soviéticas no rusas; mientras estas últimas sienten que han sido explotadas, los rusos creen que sus “sacrificios” no han sido debidamente considerados. De ahí que pongan como condición previa a cualquier negociación sobre el tema de la secesión el pago de indemnizaciones a Rusia por los bienes cedidos, pretensión bastante fantasiosa, ya que si se hicieran cuentas veraces, serían los rusos quienes deberían hacerse cargo, como en el caso de Alemania después de la II Guerra Mundial, por los estragos económicos, culturales, ecológicos, lingüísticos, morales, etcétera, que han ocasionado en todas aquellas tierras en las que asentaron su atenazadora garra ideológica. Allí, los nacionalismos son imprescindibles para la evolución de voces plurales que impidan el crecimiento del sistema totalitario; así lo acaban de confirmar el triunfo de independentistas y reformistas en las elecciones de los representantes a los Soviets Supremos locales. El primer paso para consolidar esto sería retirar de circulación la vigente Constitución soviética, permitiendo que cada República se federe con sus propias identidades colectivas y variantes constitucionales. Para un ruso será muy difícil digerir semejante propuesta, ya que supondría aceptar que Lituania, Georgia, Moldavia o Azerbaiyán dejan de formar parte de su huerto privado y campo de maniobras experimental; supondría para ellos la quiebra de su principal fuente de orgullo, la de ser superpotencia mundial.

Más que impulsor de reformas, Gorbachov es un retardador del gesto bruto militar, ya que la expresión popular ha sido el verdadero motor de los cambios. No olvidemos que el líder soviético es simplemente una pieza más en este resbaladizo tablero, no el inventor del juego, y con su nueva parcela de poder —y aquí uno vuelve a preguntarse a qué han renunciado realmente los dirigentes comunistas— Gorbachov está a punto de pasar de la categoría de héroe como guerrero a la de héroe como emperador, de su papel de redentor sólo queda una difusa estela de humo, mientras el PCUS, después de haber aplastado el movimiento disidente, intenta ocupar el papel de fuerza opositora que critica a la sociedad soviética. La duda que debe de estar inquietando a muchos, sin duda, radica en si en la URSS se están preparando para una verdadera democratización o si se tiene planeado una renovación de los viejos valores para evitar la desintegración. Una cosa está clara: mientras siga existiendo un régimen imperial, ningún simulacro de proceso igualitario puede hacemos creer lo contrario.

La Vanguardia, 27 de marzo de 1990, p.19.

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