miércoles, 3 de agosto de 2022

"Ucrania, 1978" (ABC Dominical, noviembre-diciembre de 1978) por Guillermo DIAZ-PLAJA

 


KIEV, LA BIEN ARBOLADA

AUN cuando una presencia aborrascada de nubes de plomo amenaza ya los últimos días del verano moscovita, basta descender hacia Ucrania, para abrírsele una esperanza de luz.

Al romper el alba, el tren que me conduce a Kiev penetra un nuevo paisaje. Quedan atrás las manchas boscosas verde-húmedas de abetos y abedules, para ingresar en un panorama fértil y bien labrado. Pasamos de la fronda a la agricultura. Esta es la tierra negra, feraz, que empuja océanos de espigas, para este granero de todas las Rusias que es la tierra de Ucrania. Las dachas campesinas se levantan al borde de caminos bien trazados. El cielo es más claro, y un sol todavía febriscente abre girones de azul en el cielo anubarrado. Bate el viento las copas de los árboles. Nos acercamos al bucle inmenso del Dniéper, en cuyas dos orillas -separadas por un kilómetro de fuerza fluvial- se alza Kiev, cuna y primera capital de todas las Rusias, raíz originaria del alma eslava, como Bizancio es el origen de su espiritualidad religiosa, transmitida especialmente por la escritura cirílica, que inventaron los santos de la iglesia ortodoxa Cirilo y Metodio en el siglo X.

Cada vez que me asomo a este tema se remueve en mí el asombro ante la hazaña de este cristianismo oriental, fiel a sí mismo, primer traductor de los evangelios al griego y, finalmente, mantenedor intransigente del Credo de Nicea, en el quo dice que el Espíritu Santo procede del Padre por mediación del Hijo, mientras que los católicos proclaman que procede conjuntamente del Padre y del Hijo (filioque). He aquí, como una conjunción copulativa es capaz de desgarrar una creencia y dividir hasta hoy mismo los espíritus, a pesar de la presencia creciente de las ideas ecuménicas.

Rusia es, pues, desde su origen, fiel a la creencia ortodoxa y, desde la raíz meridional, precisamente en Kiev, inicia su singular andadura histórica.

En cualquier caso, yo guardo en mi corazón un inmenso respeto para esa Iglesia jerárquica y tenaz, que ha servido de bastión defensivo de Cristo ante las amenazas del Este asiático que, hoy mismo, bajo el poder ateo de los soviets, ha conseguido (gracias especialmente a la actitud de su Patriarca durante la invasión hitleriana) un consenso que la permite mantener seminarios que, como el de Zagorsk, es una muestra de continuidad cultural y religiosa que prosigue el culto y la espléndida liturgia bizantina en algunas iglesias. Y yo no he faltado, en este viaje -como en todos-, a la Catedral de la Transfiguración de Moscú, a la misa dominical oficiada por su Arzobispo, Monseñor Pimen, Patriarca de todas las Rusias, Patriarca de todas las Rusias, para embelesarme con la maravilla del oro y del incienso, con la solemne ceremonia, y con la prodigiosa armonía de los cantos litúrgicos del coro y de los fieles.

Partiendo de esta fidelidad milenaria, Kíev, adelantada en el tiempo-siglo X-, de la iglesia ortodoxa en Rusia, inicia su singular andadura histórica, que comienza por un itinerario que va de sur a norte: Kiev es la primera etapa; Moscú, la segunda; San Petersburgo, la tercera, como tres etapas de enlace de sus gentes con la tradición religiosa que procede la palabra de Pablo y de Juan Crisóstomo. Rusia es, pues, una emanación del cristianismo que impregna de ardores místicos el alma eslava, en esa bien llamada tercera Roma.

Así esta Ucrania de San Vladimir, padre de la patria, cuyo eco reverencial tenemos en la lavra o conjunto monástico que aparece en una montaña que se alza en el mismo corazón de Kiev, como un collar de cúpulas de oro, centrado por una torre bellísima con ecos del Bernini y de Brunelleschi.

Así la ciudad cabalga -como Roma- en una sucesión de colinas junto al Dniéper, en una situación que recuerda, de algún modo, la ubicación de Budapest sobre el Danubio. Sólo que esta es más rica de esplendor arborescente. Hasta dos mil hectáreas de parques y jardines exhiben orgullosamente los habitantes de la ciudad, que ofrece el ejemplo insólito de ciento veinte metros cuadrados de vegetación por cada habitante, llenando el setenta por ciento del recinto de la capital.

Kiev es, acaso, la ciudad más arbolada que yo he visto; la de más densa riqueza vegetal que preside capital alguna en Europa. Ya no son abetos y abedules. Son los grandes álamos, los inmensos castaños, las frescas acacias, las cuales tornean las grandes avenidas e informan los parques ondulados sobre las perspectivas en desnivel escenográfico y en un señorial trazado urbanístico de anchas avenidas flanqueadas por una arquitectura policroma.

Desde lo alto de esta hermosura vegetal el Dniéper inmenso, abraza una parte de la ciudad, antes de abandonarla camino del Mar Negro. Es un esplendor de fronda; un juego de esmeraldas que alegra el corazón y que, en estos días otoñales, alcanza un trémolo de oro.

Por la tarde, yo recomendarla el clásico paseo en uno de los barcos-mosca que recorren las orillas, para ver como las cúpulas de oro de la lavra, se enfrentan con el perfil limpísimo de la catedral de Santa Sofía.

La lavra, conjunto monástico desafectado de los servicios religiosos, adquiere una frialdad de museo, aun cuando la visita de las Catacumbas de los primeros cristianos ucranianos, no deja de sobrecoger el ánimo del visitante. El contorno arquitectónico está ceñido por un collar de cúpulas de oro centrado por una torre que es, como hemos dicho, como una síntesis del genio italiano del Renacimiento.

Descubrimos así, que el centro de la difusión que se instala entre Roma y Florencia, alcanza una fabulosa geografía que abarca no sólo los perfiles inmediatos de Liubliana, Viena, Praga o Múnich, sino que se encarama. Europa arriba, al círculo máximo, por obra del arquitecto Rastrelli (ya en el siglo XVIII), que se llama Varsovia, San Petersburgo y-acabamos de verlo- Kiev.

A esta luz de continuidad histórica intentaremos dibujar la línea de nuestras meditaciones.

5 de noviembre de 1979, ABC Dominical, pp. 5 y 7.

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LA LUCHA POR LA LIBERTAD

PERO Kiev no es solamente el ejemplo de una fidelidad religiosa, que recibe de Bizancio y que proyectará sobre todas las Rustas, sino una cuña histórica que alumbrará una conciencia nacional, llamada Ucrania.

Los historiadores señalan el esquema cronológico a partir del momento en que San Vladimiro (980-1015) lleva el Cristianismo a Kiev y crea un primer recinto fortificado, en un gesto fundacional que continúa la figura del rey Jaroslav «el Sabio» (1019-1054), que, con una nueva línea amurallada de 16 metros de alto, eleva las iglesias de Santa Irene y de Santa Sofía -bellísima en su restauración actual- y dibuja ya un contorno nacional que hoy se extiende sobre una extensión de 600.000 kilómetros cuadrados y que alberga a una población de 45.000 000 de habitantes, constituyendo hoy una de las Repúblicas Soviéticas (la otra es Bielorrusia) que tiene el privilegio de tener representación en el hemiciclo de las Naciones Unidas, El motivo político, se dice, es como compensación honorífica a los sufrimientos padecidos durante la invasión hitleriana Pero los sufrimientos no fueron, desgraciadamente, patrimonio único de estos pueblos. Y así hay que buscar una explicación más convincente para entender la excepcional dignidad otorgada a estas dos repúblicas que viven a la sombra de la estrella soviética.

Por lo que se refiere a Ucrania, ya hemos señalado su dimensión geográfica, su importancia demográfica, así como su entidad histórica a partir de los siglos X y XI, en los que surgen sucesivamente, como hemos visto, el fundador religioso y la realidad cultural. Uno y otro son los fundadores materiales del núcleo originario de la ciudad de Kiev, situado en la más alta de sus colinas. Signo bien representativo de que se acercan jornadas dramáticas: luchas internas y ataques del exterior; feroces contiendas feudales y la creciente amenaza de mongoles, tártaros turcos y polacos, que harán de Ucrania una tierra de heroísmo y de sangre. Sólo la incorporación de este territorio a la Rusia de Pedro el Grande -1654- proporcionará al país una cierta seguridad, aunque no falten los elementos de desasosiego para las gentes humildes, sometidas a servidumbre -prácticamente a esclavitud- por parte de los propios terratenientes ucranianos, que muchas veces estaban enlazados con la aristocracia polaca y teutona.

Todos estos elementos se conjugan, en esta tierra abierta y generosa, que, al acicate de la opresión, no puede ofrecer otra cosa que la fidelidad a su lengua, a su religión, a su cultura. Pero el tiempo de los recobramientos nacionales está muy lejano, y no podrá apuntar hasta que, en el siglo XIX, la llama de los romanticismos prenda desde la raíz popular, de cada colectividad histórica.

Entre tanto el látigo de los zares azota el rostro de las gentes ucranianas, de natural pacífico y jovial, como se muestra en sus canciones y bailes populares; como lo hace pronosticar una naturaleza cuyo único defecto estriba en ser tan abierta, tan fácil al cuchillo del invasor. Fiel a ese destino, Ucrania se limita a ser una pieza más en la corona de oro de los zares, en cuyo derredor se asienta la sociedad aristocrática del país, instalándose en sus lujosos palacetes de Moscú.

En esta situación histórica se encuentra cuando se produce la Revolución de Octubre, que integra a Polonia Ucrania como una de las Repúblicas Socialistas que son el fruto del leninismo triunfante. Las consignas de la clase vencedora son de defensa de los valores culturales autóctonos y de autonomía de los poderes políticos específicamente ucranianos, habiendo fracasado, en cambio, el intento de un «soviet» ucraniano (1917) desgajado de Moscú, que se apresuró a aplastar el movimiento disidente (1920), incorporando el territorio ucraniano a la U.R.S.S., ya que el poder soviético decidió no ceder ni un ápice de los territorios incorporados por el insaciable imperialismo de la Rusia zarista. Y en esta política han permanecido impávidos.

En esta situación se produce la invasión hitleriana de 1941. Ucrania fue fiel a su vocación de tierra-victima. Sus llanuras -sin apenas obstáculos orográficos- se abrieron a la guerra-relámpago de las divisiones alemanas, y tras unos torpes intentos por parte de los invasores de aprovechar los sentimientos nacionalistas del país, Ucrania hubo de padecer una invasión terriblemente dura. Durante dos años -1941-1943- Kiev fue ocupado por las tropas alemanas. Doscientos mil patriotas ucranianos fueron pasados por las armas, como recuerda al caminante el sobrio y patético monumento que decora uno de los hermosos parques de la ciudad. En otro de los parques, otro monumento -al que dan guardia perpetua los muchachos uniformados de la juventud comunista, «Konsomol»-, recuerda a los demás sacrificados: a los que murieron en el campo de batalla.

Así selló Ucrania su fidelidad al mundo eslavo. Seis mil edificios destruidos fueron el balance de esos dos años trágicos. Ni siquiera el sonriente verdor de sus jardines ha logrado borrar el rastro de tanta tragedia.

12 de noviembre de 1979, ABC Dominical, pp. 35 y 77.

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LA VOZ DE LOS POETAS

EL documento identidad de los pueblos es su lengua. Ucrania posee ese elemento de autenticidad, sostenido por cuarenta y cinco millones de habitantes. Y, naturalmente, por una legión de poetas, dramaturgos y novelistas.

He tenido el honor de ser recibido, con los amigos que me acompañan, por el pleno directivo de la Unión de Escritores Soviéticos de Ucrania -que posee un millar de miembros- y he visto el orgullo con que nos muestran sus realizaciones que patentizan el predominio casi total del ucraniano sobre el ruso -en los libros y en los periódicos, uno de los cuales Becebit (Mundo)- es un alarde de información cultural y literaria.

Esta literatura surge espontánea a lo largo de los siglos difíciles -de opresión polaca, mongola y rusa- en forma de cantores populares que, al son de la bandurria típica ucraniana, llamada coksbar, evocan el dolor y la alegría del pueblo humilde, al modo como lo hacen los payadores de la lengua argentina. El Martin Fierro de estas gentes se llamó Tarass Schevetchenko, en cuyo honor se levanta, en Kiev, un museo monográfico, que yo podría proponer como ejemplo. La circunstancia de que el gran poeta lírico fuera, también, un excelente pintor, favorece el atractivo de la institución, que ha podido reunir sus mejores muestras, válidas tanto como ejemplos notables del pos-romanticismo y del realismo, como insuperables documentos de época.

Pero es en el poeta, claro está, donde el análisis del alma ucraniana puede realizarse. Me he acercado, pues, a la poesía de Schevetchenko, partiendo de traducciones al español, debidas a la pluma de Rafael Estrela, uno de esos hombres a los que el viento de nuestra guerra civil llevó a estas tierras ucranianas y que, providencialmente, se ha convertido en el primer conductor del hispanismo en Ucrania.

Digamos que el poeta nació en 1814, de una familia de siervos. Su dueño apercibido de su talento le permitió dedicarse al dibujo y le costeó sus estudios, con idea de aprovecharse de su producción. Pero su rápida fama le llevó a que un grupo de patricios presididos por el mejor pintor ucraniano de todos los tiempos -Brulov-quien sorteó una de sus obras para reunir los doscientos rublos que el amo pedía para extender el documento de libertad que le permitió, por fin, ingresar en la Academia de Bellas Artes, de la que acabó siendo académico de honor.

Pero, paralelamente, Schevetchenko empezó a publicar poesías, que recogió en 1840, en un libro que publicó bajo el título de Kosbar el instrumento popular. En estas poesías late todo el dolor de los humildes -bajo el látigo de los terratenientes polacos, que dominaban el país-. Pero expresar este dolor no había de ser grato a la policía del Zar, quien lo desterró a una guarnición de la frontera del Cáucaso (1847) y después a la fortaleza de Orsk con orden estricta de que se le prohibiese escribir y pintar. En el museo que recuerda su obra pueden verse algunos bocetos dibujados a escondidas y el cuadernillo que ocultaba en las botas y en el que proseguía su lección de patriotismo. En 1850, obtuvo su libertad y, envejecido y triste, vivió en Nizhni Nóvgorod, Kos-Aral y San Petesburgo, escribiendo y pintando, en testimonio doble de amor a la tierra, a sus paisajes y a su historia, cantando las hazañas de los antiguos héroes ucranianos como Taras Fiodorovich, que se sublevó en 1630, o los gaidamaks o guerreros que, a lo largo del siglo XVIII, se rebelaron contra el poder polaco o creando historias sentimentales sobre el dolor del pueblo, como el de una muchacha humilde deshonrada por su amo, que sirvió después de tema a la famosa ópera de Mussorski La Kovantchina.

Así este Martín Fierro de la estepa ucraniana ha conquistado su categoría de héroe testimonial del dolor y de la gloria de su patria. Temas que se repiten a lo largo de la historia de este país, y que alcanzan una nueva cúspide con la figura de Ivan Frankó (1856-1916), una selección de cuya obra he podido leer al castellano gracias a la Editorial Progreso de Moscú. Considerado como el último clásico de la literatura ucraniana, que en sus relatos en prosa recoge el dolor de las gentes humildes con certero pincel de costumbrista, como en sus poemas, todo ello bajo un signo político de izquierda, que lo convierte en vocero de la Revolución de 1917. Todo ello sostenido por un amor continuo a la patria y a sus gentes, tal como él expresaba en su poema de 1880, traducido por A. Herraiz:

Tierra madre buena que todo lo engendras

dame generosa el vigor que encierras

para que en la lucha mejor me mantenga,

¡Dame, madre, la fuerza!

 

Dame el cálido afecto que ensancha el pecho

que la sangre limpia de sentimiento

colmado el corazón, ilimitadamente

de amor puro a las gentes.

 

Y dame también fuego que caldee palabras

poderío trueno que conmueva las almas,

Para defender la verdad con ardor

¡dame eterna pasión!


Desde nuestra ladera actual de críticos, tanto las realizaciones de T. Schevetchenko, como las de Ivan Frankó se nos antojan llenas de las limitaciones líricas de su época, de los prosaísmos inevitables. Es una retórica de lucha y de los condicionamientos de una estética sentimental al uso. Pero desde nuestra atalaya de observadores del pueblo, la voz de uno y otro se nos aparecen como documentos insuperables.

Guillermo DIAZ-PLAJA

3 de diciembre de 1979, ABC Dominical, pp. 27 y 29

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