Calendario
sin fechas
Por
José Pla
Ramón Gómez de la Serna en Buenos
Aires
ME
he encontrado con Ramón Gómez de la Serna en Buenos Aires, exactamente en el
vastísimo café que ocupa los bajos del Hotel Richmond, calle de Florida. Con el
escritor estaba su esposa, la escritora argentina de raza judía Luisa Sofovich.
La pareja estaba en un rincón un poco al reparo de la turbamulta que circulaba,
entraba y salía del establecimiento.
—¡Querido Pla, cuánto tiempo sin verle!
Siéntese. ¿Qué quiere usted tomar? Le sugiero mi bebida preferida: el coctel de
los negreros del sur de los Estados Unidos: whisky, champaña y esta hierba
puesta en remoto en el líquido, una hierba intensamente perfumada que parece
hierba-buena. La tomo con paja. Es muy bueno. ¿Y qué me dice usted? Yo vivo en
la nada, en la pura nada. Es la palabra que nos gusta más a los españoles Todo
es nada. Nada. Vivo solitario, recluido. A veces paso tres semanas sin salir de
casa. No quiero ver a nadie. He ido a ver al embajador, que ahora es Alfaro Polanco,
poeta que fue recibido en Pombo hace muchos años. Fui a ver al embajador para
pedirle permiso de no ir a la Embajada y relevarme de las obligaciones que tenemos
contraídas con Cristóbal Colón. Trabajo, por la noche como siempre Y de pie,
como siempre. En eso soy tradicionalista. Le diré que acabo de recibir una
carta de Camilo José Cela. Si, Cela me ha escrito. Me dice que debo entrar en
la Academia. Me ha sorprendido Yo no sé si debo entrar en la Academia. En la
Academia se muere mucho, se muere dentro, mucha gente. ¡Lagarto! No podría ocultarle
que en la docta corporación hay unos personajes de una enorme ancianidad verdaderos
lamas del Tíbet. Pero también hay personas más jóvenes. Y estos son los que
mueren en la Academia. Yo no sé dónde moriré. Probablemente aquí. Tengo la
absoluta convicción que no vendrá nadie a mi entierro. Lo que usted oye: nadie.
Es decir vendrá detrás del féretro uno de estos perros que asisten a los
entierros que no son concurridos, a los entierros solitarios. También barrunto
que Marañón, que está en todo, tiene el proyecto…
Ramón
Gómez de la Serna está sentado rígidamente en la silla, con un aire de muchacho
modosito. Lleva una corbatita de lazo y un traje gris. En otros momentos de su
vida estuvo, más gordo, más gordinflón. Ahora parece contener menos viento. El
pelo, lacio y sedoso, se le ha vuelto del color del cabello que tenía Ricardo
Calvo, un color de pelo de jamona, reiteradamente teñido de rubio azafrán. La
carne de la cara es fresca y sonrosada, carne de bebé un poco entrado en años.
De tarde en tarde sopla la cañita. La presencia del alcohol le aviva los ojos y
a veces parece que la lengua no le cabe totalmente en la boca. Está muy
animado, habla sin cesar y, sin embargo, se desprende de su figura un aire de
fatiga y de tristeza. Parece como si estuviera cansado de perseguir la agudeza.
¿Para qué? Todo es nada. La señora Sofovich, morena, pálida, de cabello negro,
admirable dentadura, come cacahuetes, almendras y avellanas y tiene delante un
jugo de tomate helado. Cuando Ramón dice uno cosa divertida, se ríe
estentóreamente.
—Querido Pla, he de comunicarle una noticia.
Mis libros no se venden. No se venden nada, cero: lo que le digo, cero. Si
supiera usted el número irrisorio de ejemplares que se venden de mis libros,
tendría un disgusto y porque usted es un viejo amigo no se lo digo. Le decía
que barruntaba que Marañón, que está en todo, desearía que me dieran uno de estos
premios que ha instituido March ¿Pero cree usted que yo debo de tener uno de
estos premios? A mí, en realidad, no se me da el dinero. Es un hecho
incuestionable, axiomático, definitivo. Una vez me contrataron o dar unas
conferencias en Santiago de Chile, en la Universidad de Santiago. Para llegar
tuve que atravesar los Andes, ¿me entiende usted? ¡Digo los Andes! Yo he pasado
los Andes, sí señor, ni más ni menos. Doy las conferencias y resulta que la
consignación que había para ellas había sido invertida en la calefacción de la
Facultad de Farmacia. No. No se me da el dinero. Otra vez fui a Mendoza a dar
en la Universidad de allá otras conferencias. La primera versó sobre Edgar
Allan Poe. Cuando lo terminé, me llamó el rector y me dijo que mi peroración
había sido un elogio excesivo del alcoholismo y que convenía que me reportara…
La conferencia no había tenido nada de esto. ¿Pero cómo hablar de Poe sin hacer
una referencia al alcohol que el poeta ingirió en su vida? De aquí nacieron unas
diferencias, tuve que modificar mi plan y substituir el alcohol por el consomé
y el caldo de gallina. No. El dinero no se me acerca. Pasan los días, los años,
ha pasado lo vida y el dinero continúa siendo para mí un mero pretexto de
conversación. Me piden colaboración los diarios y revistas, mando los
artículos, ilusionado, voy al correo con mi señora a certificar la carta, los
artículos se publican y luego ni me mandan el dinero. Por fortuna mi amigo Ramos,
jefe de prensa de la Embajada me ha ayudado en estos asuntos tan complejos. ¡Qué
excelente persona es Ramos! ¡Cómo le quiero! ¡Cuántos favores me ha hecho! Y
aquí me tiene usted. Hecho un español de cuerpo entero: soy una mezcla de
prócer, de mendigo y de pícaro. Es lo que somos todos, en definitiva. Yo vivo
ahora, prácticamente, de América. Escribo para la cadena de periódicos de la
señora Maurin, de Nueva York, y coloco algún artículejo en Bogotá o donde se
tercia. Me mandan algunos dólares. Cuando el peso baja me dan más dinero, ¡Qué
curioso! Continúo siendo caprichoso: a veces me enamoro de alguna cosa absurda
y la compro a pesar de mis aprietos. Aquí tengo un piso lleno de cosas
fantasmales y divertidas. Viajo poco por la Argentina. En la Pampa hay
demasiado polvo, en verano hay mosquitos y a veces te le mete a uno un bicho
debajo de la piel, sin que uno se dé cuanta. Es cuando el bicho está dentro que
las cosas suceden. Me precio de tener vista. A veces paso con mi señora delante
de una vidriera y le digo: «Este objeto tiene valor». Al día siguiente,
volvemos a pasar: el objeto ha desaparecido. Los libros, la venta nula de los
libros es obsesionante. Y. sin embargo, tengo en Alcoy un amigo empeñado en
editar mis obras completas, cuatro volúmenes de más de mil páginas coda uno,
papel de biblia. Yo le digo: «¡Por Dios no lo haga. No publique mis obras
completas. Se arruinara de una manera total y definitiva. No publique mis
libros por los clavos de Cristo!» Y sin
embargo está dispuesto a ello. ¿No es extraño? Absolutamente indiscernible.
También parece existir el proyecto de sugerir a los escritores que escriban artículos
pidiendo mi regreso a España. Pero en España ¿cómo podremos defendernos? ¿Se
pretende someterme a la prueba de vivir del agua del Lozoya y del aire del
cielo? Se escriben artículos sobre mí, pero mis libros no se venden; están
siempre en depósito, sumidos en un sueño eterno. Por fortuna, pude ir a España
hace pocos años y esto lo debo al Generalísimo. Parece que en Consejo un
ministro preguntó si yo debía ir y que el Generalísimo contestó que sí. Fuimos
muy bien recibidos. Nos dieron los billetes y unas pesetas. Fuimos agasajados.
Fuimos a Barcelona y a Madrid. Barcelona es la rubia y Madrid la morena. Todo
magnifico. Estando en Madrid, considere indispensable ir a dar las gracias a
Franco. Se lo dije a Rocamora ¿Pero cómo hacer sin ropa protocolario decente?
Pasé por encima de todo, alquilé un chaqué, un chaleco, unos pantalones y un
sombrero y me presenté en El Pardo, decente. Comprenderá: tenía que hacerlo.
Era lo menos que podía hacer. E1 Generalísimo me dijo que pensaba fundar una
escuela para mandar gente culta a América. La idea me pareció bien. Fue una
entrevista memorable, de la que guardo un grato recuerdo. Pero los escritores,
¡qué pena! ¡Haber tenido que alquilar un trate para ver al Generalísimo!
Nuestra pobreza es excesiva. Sitges me gustó mucho. Creo que podría vivir en
aquella ciudad. Me encantó, además, el clima. Pero observe, en el curso de
nuestro viaje, que si los primeros días de nuestra estancia estuvimos rodeados
de gente, a medida que fueron pasando los días, el grupo se fue adelgazando y
disolviendo. El interés, sospecho, fue decreciendo. Cuando tomamos el barco de
Bilbao, para regresar aquí, nadie nos despidió. Nos marchamos en una soledad
total, completa. Todo es nada, amigo Pla. Vivo en la nada, en una nada de unas proporciones
inmensas.
Todavía
habla largo rato Ramón Gómez de la Serna en el café del Richmond. Se celebraba
una fiesta familiar en las mesas de al lado. El ruido era excesivo.
—Es —dijo Ramón— una despedida, je, je, de soltero...
Y
después me fui con un estado de ánimo lóbrego, de una pesadumbre difusa y vastísima.
Destino, 1958. Nº 1071, p. 12.
No hay comentarios:
Publicar un comentario