Claudio Magrís retratado por Antonio Ortuño |
Claudio Magrís: «Las utopías con receta para la felicidad son erróneas»
El
escritor italiano Claudio Magrís pública «Utopía
y desencanto», un volumen de ensayos que repasa las esperanzas y
desilusiones del mundo moderno. La literatura, la política o la condición
humana son algunos de los temas analizados por el que es uno de los más lúcidos
intelectuales europeos.
Javier
Rodríguez Marcos
Para
Claudio Magrís (Trieste. 1939), la risa es una de las mejores formas de compañía.
Así, para este hombro fronterizo que ha construido su propia obra en la
frontera de los géneros literarios, la ironía sólo tiene un límite: el dolor
ajeno. Tal vez por eso, en pocos escritores se cumple como en él la idea de que
la bondad es una variante de la verdad.
Después
de libros ya clásicos como Danubio o Microcosmos -a medio camino entre la
memoria, la historia, la novela y el libro de viajes- y de narraciones como Otro mar o Conjeturas sobre un sable (todos ellos publicados por Anagrama), Magrís
reúne en Utopía y desencanto
(Anagrama) una impagable colección de ensayos y artículos que, de la política a
la pura actualidad periodística, repasa temas como el nacionalismo, la
educación, la identidad, el papel de los intelectuales o la precaria pero
indestructible condición humana. Y, por supuesto, la literatura. Sin entrar en
los rigores de sus libros sobre el mito habsbúrgico en la literatura
centroeuropea o sobre el exilio judío pero siguiendo la estela de libros como El anillo de Clarisse (Península) o Ítaca y más allá (Huerga & Fierro),
el Magrís ensayista recorre la obra de Primo Levi, Borges, Jünger, Thomas Mann,
Goethe o Ivo Andric con una inteligencia que hace buena una frase de Nietzsche
que le gusta especialmente: «Somos
profundos, volvamos a ser claros».
También
a su mujer, la escritora Marisa Madieri, le gustaba esa frase. Su recuerdo es,
precisamente, el único tema que ensombrece el tono de la voz de este germanista
que afirma sentirse «amputado» desde
que ella falleció en 1996. De ese año es «La
canoa y la muerte», un artículo recogido en Utopía y desencanto que, sin nombrarla, parece no hablar de otra
persona, ni de otra cosa que de la Involuntaria pero cruel indiferencia de los
supervivientes.
Antes
de dictar una conferencia sobre el impensable futuro del hombre y de presentar
su último libro, Claudio Magrís, que acaba de escribir una breve pieza
dramática, ha recorrido la ruta de Don Quijote.
-¿En
La Mancha se ha sentido más cerca del utópico Don Quijote o del desencantado
Sancho?
-Antes
que nada hay que decir que un libro es sólo un libro. Es cierto que es
importante dar testimonio de la vida, pero sin olvidar nunca que lo
verdaderamente importante es esa vida. La verdad es que tal vez sea algo ridículo
-como de niños que quieren ver los campos de batalla- ir a conocer los
escenarios de la literatura, pero me gusta ver mundo y, en este caso, comparar
el paisaje con la novela. Ver la llanura y los colores, el blanco, el añil, la
maravillosa tierra roja al lado de la Cueva de Montesinos. Puede que la literatura
sea también parte del mundo del modo en que lo son, por ejemplo, las hojas.
-¿El
paisaje -y el pensamiento, como usted recuerda- está de parte de Sancho?
-Lo
del pensamiento es una idea de Adorno. Respecto al paisaje, éste se comprende
mejor yendo del lado de Sancho y de su forma de madurez. Desde que mi padre me
la dio a leer a los catorce años, siempre me ha gustado mucho la Vida de Don
Quijote y Sancho, de Unamuno. La he releído estos días y creo que él comprende muy
bien a Don Quijote, pero no tanto a Sancho. Llega a sugerir que Don Quijote
podría haber andado solo. Yo creo que no. Y eso que opino como Dostoievski, que
decía que si la humanidad al final no pudiese enseñar a Dios más que a Don
Quijote, diría con él basta. En cualquier caso, el final de la novela pertenece
completamente al escudero, que es en quien continúa la vida.
-La
utopía corregida por el desencanto.
-El
desencanto corrige, efectivamente, la utopía, templa su furia y refuerza su
parte de esperanza porque la protege de sus aspectos más débiles e inocentes.
-¿Después
de la experiencia del siglo XX no da miedo el carácter colectivo y total de las
utopías?
-Es
cierto que cuando uno piensa en la suerte o en la felicidad piensa en sí mismo,
pero la propia vida no es pensable como una hermosa flor en medio de un campo
de desperdicios. La salvación, por usar un término religioso, es siempre
individual, es cierto, y tenemos derecho a ser egoístas, pero esa salvación es
también, no colectiva, coral. Si se destruyera la ciudad en la que vivimos nos
afectaría, indudablemente. Lo mismo pasa con el mundo, si bien la distancia nos
vuelve indiferentes. La utopía de la que hablo no es una utopía social
colectiva como solución impuesta. To das las utopías que pretenden tener la
receta para la felicidad ajena son totalitarias e insensatas, erróneas. Es lo
que sucedió a todas las Ideologías que creyeron estar ya en la tierra prometida
y haber llegado al paraíso. Por eso la utopía necesita del desencanto.
Deberíamos
actuar como Moisés, que sabe que nunca llegará a la tierra prometida pero que
no renuncia a caminar hacia ella. La utopía nos recuerda que, aunque no haya
recetas milagrosas, el mundo no sólo debe ser administrado, sino cambiado, y
mejorado. Y esto no debería darnos miedo. De hecho, el final de las utopías
globales totalitarias es una especie de liberación, precisamente porque cuando
se sabe que no hay una solución definitiva se puede pensar libremente.
-Es
usted optimista.
-No
lo sé. Pero siempre me he sentido muy alejado de aquéllos que pretendieron que
el mundo se arreglara de hoy para mañana, de una vez por todas, y que surgiera
un nuevo hombre en el paraíso social, un nuevo Adán, y que, como no fue así, se
convirtieron inmediatamente en cínicos reaccionarios que escupen sobre
cualquier modesto sueño de mejorar la situación. Son como niños que un día
descubren que sus padres no son santos y los rechazan, cuando no debería ser
más que una nueva razón para quererlos. Me siento lejos del cortocircuito entre
la idolatría y el cinismo blasfemo. Trato de acercarme a las ideas sin
adorarlas y sin demonizarlas. Por eso creo que la relación entre utopía y
desencanto puede ser una forma de madurez y de consciencia.
-¿La
literatura es tal vez el último espacio inocente?
-Cualquiera
que haya leído a Kafka sabe cuánta culpa puede haber en la literatura. Kafka
sabía perfectamente que la literatura le alejaba del territorio de la muerte y
le permitía comprender la vida, pero dejándole fuera. Igual que le permitía
comprender la grandeza del padre judío, modelo de hombre, pero no le permitía,
precisamente, serlo. La literatura es una forma de la utopía porque es una
elaboración de un mundo posible que, además, nos avisa de que la manera en la
que existe ahora la realidad no tiene por qué ser la única posible. La
literatura habla en condicional: «Si...»
Habla no sólo de lo que puede ser sino de lo que pudo haber sido, de los
momentos en los que pudimos cambiar el curso de nuestra vida y de aquéllos en
los que todo existe potencialmente, como en la vida de un niño. Lo que la vida
y la Historia sofocan y olvidan lo recuerda a veces la literatura. Alguien ha
dicho que a mí me gustan los «futuros
abortados». En cierto modo es así, pero no porque me interesen las
infinitas posibilidades abstractas de ser, sino porque me interesa lo que,
concretamente, pudo haber sido si la Historia o la vida hubieran tomado otra
dirección. Así surge mi primer relato, Conjeturas
sobre un sable, en el que la literatura enmienda a la Historia. Por ese
juego le dije a Borges que escribiera algo sobre ello, y él me dijo que lo
hiciera yo. Así es que se perdió una obra maestra y no sé muy bien lo que se ha
ganado.
-¿Sólo
en la literatura tiene la vida sentido pleno?
-En
la literatura habla una voz que nos dice que la vida no tiene sentido, pero en
esa misma voz hay al menos un eco de ese sentido que se niega.
-Para
introducir sus reflexiones sobre el futuro ha recurrido a una frase de un
personaje de Microcosmos: ¿A quién
representa usted?
-Para
ese personaje es una forma irónica de decir «usted no sabe quién soy yo». Una
pregunta así sólo tiene sentido precisamente si no hay respuesta. Por lo que
tiene que ver con el sentido de la vida, sólo tiene valor en cuanto que
búsqueda de ese sentido.
-¿Usted
representa a alguien?
-Uno
apenas puede representar a los seres que le son imprescindibles, aquéllos cuyos
destinos se han cruzado con el nuestro y ya forman parte de él, aquéllos ante
los que se avergüenza cuando hace alguna estupidez: la persona que ama los
hijos, los amigos... A mí al menos no se me pasa por la cabeza representar
ninguna idea por pequeña que sea, ni política ni de ningún tipo. Además, uno
vilmente querría no representar, sino ser siempre representado, porque entonces
no arriesga nada. Por eso recuerdo como una etapa de tranquilidad absoluta el
servicio militar, que hice ya viejo, bueno, a los veintisiete años: ya estaba
casado, mi padre había muerto, mis hijos habían nacido... Entonces uno pensaba:
«Me manda el coronel. Pierda o gane no
puede sucederme nada».
-Como
quien piensa en Dios.
-Sí.
Es algo sobre lo que reflexionaron grandes escritores centroeuropeos, como
Kafka o Walser, que sintieron de ese modo la inconsciente tranquilidad de
servir y obedecer.
-¿Tampoco
cuando fue senador sentía representar a nadie?
-Aquellos
años coincidieron, por cuestiones personales, con los más difíciles de mi
vida... pero dejemos esto aparte. Mi participación en la política se debió a un
sentido de deuda ética que siempre he tenido -por mi padre, la Resistencia...-
y que, al menos una vez en la vida, intenté pagar. Por otro lado, esa especie
de dolor moral me encaminó a algo que va completamente contra mi naturaleza. Ni
yo ni mis amigos habíamos puesto jamás los pies en la sede de un partido. A mí
me gusta más ir a la playa que a la Asamblea, pero todos pueden ir a la playa y
en un momento dado alguien tiene que ir a la Asamblea, contra todo principio de
placer.
-¿Se
siente desilusionado?
-No,
porque los problemas psicológicos de uno no deben tenerse en cuenta a ese
respecto. Por otro lado, es legítimo criticar unos u otros aspectos de la
política, por supuesto, pero me siento muy lejos de aquellos «profesionales del
pesimismo» que dicen sentirse desencantados de la política. La política no es
algo que uno ponga en relación con su sensible alma. La política es el
desempleo y las cuestiones de la vivienda. Yo quise pagar el tributo una vez en
la vida aunque fuese a disgusto, al menos por esa idea de responsabilidad
kantiana que lleva a hacer lo contrario de lo que a uno le apetece.
-¿Es
cierto que fue elegido sin hacer campaña?
-Si.
Eran años de gran cambio en Italia, con la aparición de Berlusconi. Mucha gente
no sabía qué votar. Mis amigos formaron un movimiento pero olvidaron inscribirse, con lo que yo resulté ser el único inscrito. Por eso fui elegido
sin campaña. Si no, habría perdido. En el Senado trabajé en distintas
comisiones, pero pertenecía al Grupo Mixto como Lista Magrís, lo que,
irónicamente, supone una interesante cuestión de identidad. Ni Trotski habría
soñado algo similar en términos de representación directa. De hecho, durante
las frecuentes crisis de gobierno acudí a las consultas del presidente de la
república porque nadie podía representarme.
-¿Cómo
recuerda aquellos años?
-Hubo
momentos muy duros, pero ahora recuerdo aquello incluso con gratitud. Hablando
en términos generales, las cosas que se hacen por imperativo moral -sean
acertadas o erróneas, y no digo que yo actuara de forma acertada, simplemente
describo- se hacen siempre a disgusto. Yo preferiría no tener que ayudar a alguien
que ha sido, por ejemplo, agredido en plena calle. De entrada preferiría que no
lo hubiera sido. Después, aunque esperaría tener, por supuesto, el valor de
ayudarle, preferiría que lo ayudase otro. Uno debe estar preparado para hacer
ciertas cosas, pero es preferible no tener que hacerlas. Es un poco como la
salud. Cuando algo nos duele, nos preocupamos por ella, pero es mejor que no
nos duela. No hay que tener vocación de héroe. Algo falla cuando uno piensa
demasiado en la moral. Hay cosas a las que no conviene darles muchas vueltas.
-¿Como
a la identidad?
-Si.
La identidad sólo es productiva cuando no se piensa en ella. No hay cosa más
estéril, sea para una persona o para un país, que estar afirmándose
continuamente, porque uno siempre se afirma negando a otro. Además, la
identidad no es un dato inmutable, sino un proceso en el que uno se aleja
paulatinamente de los propios orígenes. No conviene confundir la identidad con
el narcisismo.
-¿Después
de su experiencia política cree que queda espacio para el
compromiso de los intelectuales?
-De
entrada, no creo que exista una categoría de sacerdotes laicos que administren
los sacramentos de la inteligencia y que comprendan las cosas mejor que los
demás.
Muchas
veces la gente de a pie aplica mejor el puro sentido común. De hecho, el siglo
XX ha demostrado que grandes escritores pueden ser al mismo tiempo nazis o
estalinistas. Ésa es una contradicción irresoluble. Lo que llamamos ciencias
humanas no siempre han hecho a los seres más humanos. Podemos amar a Céline
como escritor, pero no hay que dejar de reconocer que no sólo se equivocó, sino
que dijo verdaderas barbaridades y estupideces muy poco inteligentes. Lo mismo
cabría decir de Pirandello, que, por ejemplo, mandó un telegrama de
felicitación a Mussolini después del asesinato de Matteoti, el socialista. Y
qué decir de los que iban a Moscú a presenciar las ejecuciones.
-¿Qué
hacer entonces?
-Uno
no debe hacer las cosas pensando «soy un intelectual», sino sencillamente,
hacer lo que sabe lo mejor posible. Además, en cualquier cosa que hace uno pone
todo lo que es, lo que sabe y lo que le gusta: sea un tratado de filosofía, una
novela de aventuras o un western. Un
escritor no tiene por qué saber y opinar de todo. Debe ocuparse -sobre todo
cuando la crisis de la razón ha dado lugar a una especie de racionalismo
supersticioso- de colocar el verbo y los complementos en su lugar justo. Ya es
bastante, porque colocar el acusativo correctamente es una de las formas de que
no se confundan las víctimas y los verdugos.
-Usted
participó en política por una idea de responsabilidad, y este concepto, como el
de jerarquía de valores recorre Utopía y
desencanto. Utiliza sin empacho ideas por las que alguno podría tacharle
superficialmente de conservador.
-Es
cierto que atacar la ley tiene mejor prensa que defenderla, pero sólo las leyes
protegen a los débiles de los fuertes. Cuando todo vale ya se sabe quién será
el vencedor. Es la ley de la selva. En el fondo, en toda desacralización hay
algo de conformismo disfrazado. Por lo demás, la palabra conservador es muy
ambigua. Si hablamos de un programa político habría que especificar cuál. Todos
tendemos a ser conservadores porque lo primero que queremos es conservar, a
toda costa, la vida, aun cuando eso pueda costar algunas muertes. Conservar la
vida y conservarla como es. Y éste es el gran pecado: identificar las cosas que
existen con las únicas posibles, negando al mundo la posibilidad de cambio.
-Que
se da queramos o no.
-Siempre
cuento al respecto algo que pasó en noviembre de 1989 en París y que sirve
además para explicar la «clarividencia»
de los intelectuales. Durante un encuentro de pensadores, escritores y artistas
de la Europa del Este que se celebraba mientras tenían lugar las primeras
manifestaciones en las calles de Berlín un director de cine dijo en su
intervención: «Todo es posible. No
sabemos qué va a pasar, pero una cosa es segura: el Muro se mantendrá durante
años». Dos días después caía. Por otra parte, no creo que la
responsabilidad sea conservadora o revolucionaria. No es más que una forma de
hacer cuentas con la realidad y con los propios actos, porque algunos quieren
transgredir las leyes pero no pagar las consecuencias de esa transgresión, como
el que encuentra gran placer en tirar basura al suelo sólo porque lo prohíbe un
cartel pero se niega a pagar la multa.
-Dedica
usted algunos ensayos a la educación. ¿Con qué autoridad enseñar hoy?
-Creo
que sólo se puede enseñar indirectamente. Es ridículo decirle a nadie: «Id y sed buenos». La grandeza, de nuevo,
de la literatura está precisamente en que se aleja de los dogmas. Uno puede ser
más viejo que sus alumnos. haber leído algo más y saber algo más que ellos,
pero siento mucha antipatía por la figura del maestro que quiere crear en torno
a sí un grupo de secuaces, esa figura que es una parodia del maestro religioso.
El maestro no debe convertir a nadie a sus ideas. Debe ayudar al otro a
descubrir su propia verdad. Por eso me gusta esa fábula en la que un rabino,
hereje, camina cada sábado junto a un antiguo discípulo suyo, ortodoxo, y le
advierte de que van a sobrepasar el límite de pasos permitidos por la ley. Yo
conozco a Meshner, uno de los más grandes alpinistas actuales. Él no debe
pretender llevarme a ocho mil metros, porque me muero y él no sería un maestro,
sería un delincuente. Él conoce las montañas mejor que yo y debe indicarme qué
altura es buena para mí, pero no tratar de llevarme a la suya.
-Otra
de sus preocupaciones es que más que a la era del «superhombre» estamos llegando a la del «ultrahombre».
-Por
primera vez en la historia estamos frente a la posibilidad concreta de influir
sobre la evolución, sobre la naturaleza del hombre. Y a una velocidad
increíble. Esto puede crear dimensiones verdaderamente inquietantes. Clonar a
seis gemelos iguales a mi abuelo cambia el puesto de las generaciones, los
sentimientos, el sentido de la familia y sus representaciones artísticas (¿Cómo
escribir entonces Los Buddenbrooks?)
Aceptamos que nuestros antepasados fuesen monos, pero nos resistimos a aceptar
que nuestros descendientes puedan ser diferentes de nosotros hasta al punto de
que hoy mismo no podamos ni siquiera imaginarlos.
-Porque
ahora ya no depende todo de la naturaleza.
-La
ciencia siempre ha manipulado la naturaleza, pero lo que ahora se pone en cuestión
es el humanismo, la centralidad del hombre, aquello que Konrad Lorenz, el
naturalista, llamaba el «chovinismo de la
humanidad» frente a una naturaleza en la que no somos más que una especie
entre tantas. Puede que ése sea el único sentido en el que yo soy todavía
bastante chovinista. Por más que me gusten los animales. Siempre tengo presente
a Buffetto, mi conejo de Indias, que era un gran lector, literalmente, un
devorador de Nietzsche.
-¿Por
fin nihilistas?
-Estamos
es una situación análoga a la de la gran crisis del Mundo Antiguo. Entonces el
cambio radical encontró la fuerza de la centralidad del cristianismo, pero hoy
no tenemos algo parecido. Durante mucho tiempo se pensó que podía serlo el
socialismo, pero esto se reveló como falso. Con todo, el socialismo no fue
capaz de dar buenas respuestas, pero planteó preguntas que todavía nadie ha
respondido. No obstante, si algo hemos aprendido es que no hay recetas
milagrosas. ■
ABC
Cultural. 24 de febrero de 2001. pp 7-10.
No hay comentarios:
Publicar un comentario