En los semanarios que
aparecen en Polonia se publican en la actualidad largas discusiones sobre
poesía. La mayoría de los lectores de lengua polaca en el extranjero
probablemente no se dan cuenta de la importancia de estas querellas, que siguen
con indiferencia, lo que por otra parte es natural. Resulta difícil exigir a
las personas que residen en Occidente el que se desprendan de una antigua costumbre:
la de considerar la poesía y el «arte» como una inocente diversión estética, de
tan escasas consecuencias como el café después de la comida.
Sin embargo, para un
joven de Varsovia o de Łódź, la discusión sobre poesía es un asunto serio. En
todos los países de la Nueva Fe, las consideraciones ideológicas pesan más que
los puros ejercicios intelectuales: las decisiones personales dependen de ellas,
y lo que resulta determina el destino de cada uno y el de sus próximos.
La poesía es una cosa
seria
Fácil es adivinar el por
qué en los debates ideológicos ocupan el primer lugar los referentes a la
poesía, la pintura y la música. Ya no es posible enfrentarse con los problemas
de la filosofía, puesto que incluso los dialécticos más elevados tienen miedo.
En cambio, cuando se trata de la teoría de la poesía, de la pintura y de la
música, existe siempre la posibilidad de sostener prudentemente algunas opiniones;
no obstante los esfuerzos hechos, hasta el presente no se ha podido crear un
sistema cerrado de estética marxista, por lo que nadie sabe cómo acorralar al
delincuente. Es algo así como un gran jardín salvaje, que tiene sus guardias
pero que no se sienten muy seguros de sí mismos. Y la poesía, la pintura y la
música están de tal modo ligadas a toda la vida humana que quienquiera que
intente hablar de ellas se ve obligado a poner en tela de juicio sus nociones
más elementales sobre el mundo. Por esta razón, las querellas que tienen por
motivo el arte revisten la misma importancia que en los siglos pasados tuvieron
las disputas teológicas. Son seguidas con gran atención por tener un valor que
apenas puede subestimarse. Un error común y divertido cometido por muchos
occidentales consiste en separar ciertos fenómenos, definidos como puramente «culturales»,
de la totalidad ideológica que constituye la Nueva Fe; los intelectuales,
indignados por el espectáculo que supone la coacción aplicada a los artistas,
luchan por «la defensa de la cultura», mientras que la gente menos inclinada a
las especulaciones «para intelectuales» se limita a mirar al poeta que no
quiere aceptar el realismo socialista y que incluso prefiere emigrar como si
fuera un « esteta », en el peor sentido de la palabra. En realidad tanto unos
como otros no ven más allá de la superficie de las cosas. Lo que se juega no
son los «valores culturales», sino las creencias humanas más fundamentales. Del
resultado de luchas que puede estimarse completamente abstractas depende el
futuro de un cierto género de civilización; el destino de un obrero o de un campesino
depende tanto como el de un artista. En las luchas religiosas de los
antitrinitarios contra los católicos o los calvinistas, no se trataba solamente
de la triple persona de Dios. La cuestión de saber si Cristo es simplemente el
hijo de Dios, o bien si es al mismo tiempo una de las personas de la Trinidad,
servía de hecho de criterio a tendencias completamente opuestas que concernían
a la esencia de la civilización. Así, en los países de la Nueva Fe, los distingo
más sutiles en el dominio de la teoría artística adquieren un sentido muy
general, por lo que el lector de allí aprecia todo su valor.
La «crisis» en la vida
cultural de Polonia tuvo lugar en 1950. Hasta esta fecha no era obligatorio que
cada obra, antes de su publicación en los semanarios sostenidos por el
gobierno, pasara antes por la censura de los directores de acuerdo con las
normas impuestas por el Centro. Pero a partir de 1950 el que quiera expresarse
en las publicaciones gubernamentales tiene que demostrar que sigue fielmente la
línea del leninismo-estalinismo. Esto crea al comienzo no pocas dificultades,
puesto que sólo los mejor entrenados pueden arriesgarse en esa especie de
manigua en la que la herejía aparece amenazadora a cada paso. Incluso para los
más hábiles, tales excursiones resultan un ejercicio en la cuerda floja. Cierto
es que, además de la prensa ortodoxa desde el punto de vista marxista, existe
una prensa católica, en la que pueden escribir los que desean un poquito más de
libertad. Pero el precio que se pide por esta libertad es bastante elevado. Un
autor que quiera expresarse en la prensa católica acepta en consecuencia el que
se le cuelgue la insignia religiosa. Una vez clasificado, obtiene algo así como
el estatuto de los judíos en la fase más tolerante del hitlerismo. Es de
admirar la sabiduría de tal sistema: los artículos más inteligentes, por el
hecho de aparecer en la prensa católica, provocan una net? revulsión entre los
ciudadanos de primera clase; es la mercancía de una tienda señalada con un
signo enemigo.
Los semanarios católicos
arrastran una cola de lectores que son los sobrevivientes de una época ya pasada;
se tolera esas publicaciones per estimar que es preferible dar un exutorio
oficial a los sentimientos religiosos y nacionalistas, y, liquidarlos
gradualmente en lugar de empujarlos hacia las catacumbas. Es por razones
análogas que se creó en Alemania oriental un partido especial para uso de los
hitlerianos exmilitantes del N.S.D.A.P. Mas al público católico se junta
asimismo lo mejor de la juventud, es decir los no conformistas, si desde luego
se admite la tesis según la cual el no conformismo es una virtud del carácter,
y no un vicio. Resulta cómodo para las autoridades que, para manifestar su
oposición, los jóvenes tengan que colgarse una insignia, puesto que muchos de
los que practican una oposición. tácita tienen un miedo terrible de caer entre
los «beatos». El Estado gana pues tolerando las publicaciones católicas; la
censura, por otra parte, se cuida de mantenerlas a un nivel que no sea muy
elevado.
En tales circunstancias,
en las que no existe más que la prensa ortodoxa y la prensa destinada a servir
de «reserva» a los salvajes, la discusión abierta y franca es imposible. No
obstante trataré de aclarar, a través de lo que se presenta de manera
voluntariamente oscura y oculta, el punto central de los debates.
El proceso del
impresionismo
Una de las más
interesantes polémicas de estos últimos años se refería al impresionismo
francés, y había tenido sus orígenes en Moscú. A decir verdad, era más bien una
requisitoria que una polémica; o, para ser más exacto, se trataba de un acto de
acusación repartido entre diversos corifeos. Hacia 1949 existían en Moscú y en Leningrado
historiadores del arte que juzgaban que la pintura contemporánea rusa no valía
gran cosa, y que era necesario aprender a pintar como los impresionistas
franceses. Estos historiadores del arte, «cosmopolitas y sin patria», se convirtieron
a justo título en objeto de una ofensiva, aunque no eran el motivo exclusivo
puesto que el acusado principal resultaba el impresionismo francés. Una actitud
despectiva hacia el arte occidental no es cosa inaudita en Rusia. León Tolstoi
lanzó fuego y llamas contra los impresionistas, tratándoles de «degenerados»;
Por otra parte metió en el mismo saco y por idéntico motivo a Wagner y a Shakespeare.
Por lo demás, no se trata en este caso de la tendencia general, sino del género
de los argumentos empleados. Los que acusan al impresionismo ven en la pintura
francesa de finales del siglo XIX un producto de la misma «fase histórica» que dio
nacimiento a 1a teoría post-kantiana del conocimiento. Los pintores
interpretaban el mundo como un espléndido espectáculo de colores y de luz; en
consecuencia, fácil resultaba concluir que la actitud de eso pintores hacia el
mundo era puramente sensual, y que renunciaban a todo conocimiento racional de
los fenómenos. Su arte se fundaba pues en una filosofía errónea, que
representaba fielmente la decadencia de la burguesía francesa. Al contrario,
los pintores realistas rusos de la misma época se basaban en un análisis
racional de los fenómenos, es decir que veían en Rusia las contradicciones de
clase y consideraban como objetivo de la pintura el representar la vida del
pueblo. Conclusión: la pintura realista rusa del siglo XIX es superior al
impresionismo francés, por lo que esa misma pintura debe de ser la fuente de
inspiración para los pintores de hoy día.
He mencionado esta
argumentación, no porque fácilmente puede ser denominada absurda, sino porque
entra en las profundidades de la dialéctica [1]. La dialéctica, como es
sabido, es «la lógica de las contradicciones». La dialéctica materialista parte
del principio de que las contradicciones de nuestros conceptos —que son motivo
de que la lógica formal resulte insuficiente en bastantes casos— reflejan las
contradicciones de la materia en movimiento. Toda discusión sobre el arte no es
ni más ni menos que una discusión en tomo al método dialéctico, puesto que el
arte es una tentativa, la más directa, para comprender la materia. La deducción
es que el debate sobre el arte posee una importancia teológica de primer orden
en el país de la Nueva Fe.
El poeta o el pintor contemporáneo,
compartiendo con sus conciudadanos su destino, y sufriendo en su propia carne
los efectos de una aceleración histórica inaudita, siente el mundo como un
conjunto de fenómenos en continuo movimiento, estando en esto de acuerdo con el
dialéctico. Pero ya resulta cosa distinta cuanto es necesario aceptar la tesis
según la cual el método dialéctico, tal como es enseñado en las universidades
del espacio comprendido entre Shanghái y el Elba, explica fielmente el
movimiento de los fenómenos. Ante los hábiles artificios engañosos del
dialéctico, el artista no puede evitar una sospecha: la de que el dialéctico
juega con cartas que saca de las bocamangas. Como punto de partida el
dialéctico introduce conceptos, muestra estos conceptos a los espectadores
aturdidos y hace constatar sus contradicciones; después de todo esto, presenta
esas contradicciones de conceptos como si fuesen contradicciones de
fenómenos. En efecto, es sólo de esa manera que puede probarse que el
impresionismo francés vale menos que la pintura de los peredwnizniks
rusos. Si ce reduce algo tan complejo como el impresionismo francés a la teoría
del conocimiento elaborada por los burgueses, y si frente a ella se pone la
teoría del conocimiento de Lenin, aun asegurándonos que la primera es mi
fenómeno decadente y la segunda un fenómeno ascendente, no es difícil saber
quién obtendrá el triunfo. Y por si fuese poco — y esto es sin duda más
interesante — se constata que la teoría leninista del conocimiento existía ya
en potencia en los espíritus de la intelligentzia rusa de finales del
siglo último. Frente a esto, ¿qué se puede extraer de la constatación de que la
pintura de los grandes impresionistas franceses aparece plena de su
deslumbramiento ante la belleza del mundo, testimonia el orden interno de los
espíritus que la crearon y continúa siendo una contribución duradera en la
historia del arte mundial? Por lo demás, la maniobra de los críticos de Moscú
puede ser considerada como clásica. Puede ser aplicada en una multitud de dominios:
por ejemplo, gracias a ella se prueba de manera convincente que el hombre
verdaderamente libre es el ciudadano de la Unión Soviética y que son los
americanos quienes comenzaron la guerra de Corea. El poeta, o el pintor mismo,
no se halla al abrigo de las victorias de la dialéctica. O bien intentará discernir
el fenómeno en toda su complejidad, es decir expresar lo que ve y lo que
siente, o bien se encontrará sobre una pendiente resbaladiza: cuando en lugar
de una mesa— con la rugosidad de la madera, esa mancha de tinta, este pie roto
—introduce el concepto de mesa, se conduce lo mismo que quién pudiendo
comer pan y beber vino prefiere alimentarse artificialmente. Tras una dieta de
este género, perderá la costumbre de una alimentación normal.
Es por esto que
personalmente creo que existe una hostilidad entre el arte y la dialéctica.
Cada verdadera obra de arte, incluso cuando su autor jura que es partidario del
materialismo dialéctico, relega en la sombra la dialéctica; y, a su vez, la
dialéctica imposibilita el arte. Cada cual puede elegir lo que prefiere, pero
hay que elegir. Cada cual puede decir que el respeto exagerado por el arte es
característico de un solo período de la Historia y que no hay que ligar el
destino de la humanidad al destino del arte. Es una opinión. Otra distinta se
opone a la precedente y afirma que el arte de una determinada sociedad nos
permite juzgar hasta qué grado esa sociedad es sana, o, en otros términos, cuál
es el grado de equilibrio interior alcanzado por sus artistas. De este punto de
vista, los holandeses del siglo XVII alcanzaron una notable armonía; los países
de Occidente se hallan hoy peligrosamente enfermos; y la población de la Unión
Soviética ha alcanzado el estado casi perfecto de la muerte psíquica.
La cuestión del estilo «declarativo»
Las discusiones sobre
poesía giran en Polonia en torno a estos problemas. Se ha permitido criticar en
voz baja el estilo «declarativo» de toda una pléyade de jóvenes poetas
convertidos al realismo socialista; pero es necesario agregar que el estilo
«declarativo», es decir el manejo de frases que parecen recortadas de los
editoriales de la gran prensa, es una consecuencia directa de la hegemonía de
la dialéctica sobre la poesía.
Al pintar una manzana, el
pintor holandés no se esforzaba en crear una manzana típica, un concepto de
manzana. Por el contrario, un poeta ruso que describe un soljose no puede
presentarlo de una manera concreta, puesto que podría pecar de pesimismo. El
poeta ofrece imágenes idílicas del soljose o del koljose, en tanto que formas
superiores de la economía rural respecto a un dominio privado o a la finca de
un campesino. Así acontece que el poeta no puede emplear otro lenguaje que el
de la jerigonza de los editoriales, y la diferencia de la mediocridad en el
talento se expresa en que X escribe el mejor editorial, y Z... un editorial
menos bueno.
Los ataques contra el
estilo «declarativo» son a decir verdad ataques ocultes contra la dialéctica
materialista, por la razón de que nos dan a entender que existe una
incongruencia entre el movimiento de les conceptos y el movimiento de los
fenómenos, de manera que el arte es capaz de concebir mejor el movimiento de
los fenómenos que la propia dialéctica. Ahora bien, admitir esto es formular
una evidente herejía. Por otra parte, el estilo «declarativo» resulta del hecho
de que hallamos en la dialéctica materialista el mismo ascetismo nihilista que
tuvo sus santos y sus mártires en la Rusia del siglo último. Es evidente que la
«deleitación», considerada por los teóricos rusos de la gran época como la
esencia misma del pecado, es inseparable de todos los esfuerzos que se puede
hacer para alcanzar, en un poema o en una tela, las realidades del mundo
sensible. Moscú tiene razón al condenar el impresionismo francés, puesto que en
cada pintura de Manet o de Renoir existe esa deleitación.
La gran novela rusa no
dejaba de ofrecer esa áspera deleitación, más podía pasar a los ojos de los
nihilistas a causa de que presentaba la tenebrosa Rusia zarista. Pero hoy día
que con la ayuda de la dialéctica se realiza la felicidad del género humano, el
artista debe servir la dialéctica sin condiciones ni reservas; es preciso que
tipifique los fenómenos y ponga en manos del artista los conceptos ya
elaborados.
La novela de Ajaiev, Lejos
de Moscú, es considerada en Polonia como un modelo de realismo socialista.
Ofrece, sin la menor duda, el ejemplo más perfecto de ascetismo del escritor:
no obstante sus grandes esfuerzos, el lector no puede «visualizar» ni los
personajes ni el cuadro en que evolucionan. Es una ecuación matemática, con
factores ordinarios: un enemigo de clase, un miembro de la intelligentzia
que se equivoca y luego se convierte, una valiente muchacha del Komsomol, y,
finalmente, un traidor. El lector pregunta en vano: ¿Quiénes son esos obreros
que trabajan entre las nieves del noroeste siberiano? ¿Cómo es que se
encuentran allí? ¿Dónde se hallan sus pueblos de origen? ¿Qué piensan? ¿Qué sienten?
¿Cuánto tiempo deberán
permanecer allí?... Ninguna respuesta, no que es esencial es la construcción de
un pipe-line para el petróleo. La ecuación se compone de elementos que llevan
el signo «más» — lo que ayuda la construcción — y otros el signo «menos» — lo
que obstaculiza la construcción —. Y esto es todo. Pero el escenario de una
película titulada El canto de la tierra siberiana va aún más lejos en el
esquematismo. La masa de obreros que roturan los bosques asiáticos no aparece
más que en el momento de los ocios, en la cantina donde tocan el acordeón y cantan.
En el epílogo, el héroe contempla junto con su amada el resultado del trabajo
de esos obreros: el gran edificio de una fábrica ha surgido en el bosque virgen
y sobre su techo se despliega la bandera roja. Resultaría interesante comparar
todo esto con las novelas sobre los campos de trabajos forzados.
El proceso del estilo «declarativo»
en poesía nada tiene que ver son la apreciación del nivel literario de los
poemas que publican los semanarios: no se trata aquí del nivel de cultura, sino
de sinceridad. O bien el poeta se limita a lo que ve y a lo que siente, o bien
hace una concesión al tipo y entonces no existe razón alguna para que se
detenga. Desde el punto de vista dialéctico, los pipe-lines, las carreteras,
las minas y las fábricas de Siberia son particularmente importantes para el
triunfo de la revolución, y el esfuerzo ruso en esa región es un hecho que debe
alegrar; justo es por lo tanto que el músico o el poeta cante la grandeza de
ese esfuerzo. El que escriba un poema «declarativo» está presto, por esa misma
razón, a escribir el escenario del Canto de la tierra siberiana. Sin
embargo, lo que merece un análisis es el comportamiento de Elinor Lipper, que
había pasado unos cuantos años en los campos de trabajo forzado de Siberia y
que, después de haber visto en París El canto de la tierra siberiana,
sólo pudo decir, con voz estrangulada, estas tres palabras: «¡Se han atrevido!»
El Ministerio de
Literatura
Cuando, procedente del
extranjero, llegué a Varsovia en diciembre de 1950 y comprendí lo que se
esperaba de mí, caí en una aversión sin límites por el papel del escritor que
se somete a las reglas elaboradas en los círculos dirigentes. Ignoro si todos
mis colegas comprendían la profundidad de esta aversión; ellos son
funcionarios. La Unión de Escritores es algo así como un ministerio. Los
escritores reciben instrucciones y se les indica como deben escribir. Su
colectivo, en las alturas, situado por encima de la vida cotidiana de las
masas, es algo insoportable. «¡Mira, he aquí como vive el escritor en
democracia popular!», me dijo uno de los poetas de Varsovia enseñándome sus
muebles y su biblioteca. Por la ventana se veía la plaza-decoración del barrio
de los privilegiados.
Esta calle es la de los
miembros del gobierno y la de los escritores. Este poeta no sabía lo que pasaba
en mí. Yo había vivido varios años en América en las mismas condiciones que mi
huésped, un electro-técnico en cuya vivienda había alquilado una habitación. Yo
no reprochaba a ese poeta de vivir mejor que un pequeño comerciante o un
obrero. Pero el quid era que pertenecía a una casta separada y que no se daba
cuenta de que esto podía antojársele contra natura a cualquiera. Comprendí que
solamente allí dónde el escritor se aloja así —de manera bien distinta a la de
un electro-técnico — y dónde hace todos los esfuerzos para no perder los
privilegios de la casta; solamente allí puede la dialéctica mantener su poder
sobre los espíritus. Solamente allí, en tales viviendas, nacen novelas como Lejos
de Moscú y escenarios como El canto de la tierra siberiana.
¿Qué concluir? Pienso que
se habla demasiado de lo que debe de ser la poesía y demasiado poco de lo que
es la poesía. Probablemente es la negación del nihilismo. De la misma manera
que existe la manzana en el cuadro de un holandés, así existe la estrofa de un
verdadero poeta' puesto que conserva lo que es particular. Un autor de
editoriales puede ser durante cierto tiempo un poeta pasadero, ya que se sirve
del almacén de sus percepciones, pero tiene que gritar cada vez más alto, pues
tal es la ley, tal es el precio para alejarse hacia el vacío de los conceptos.
Un árbol real, una verdadera gota de rocío matan al editorialista y le muestran
su nada.
Se puede uno encoger de
hombros ante las extravagancias de la poesía occidental, a condición de que se
conozcan esas extravagancias y que no se escupa sobre los poetas occidentales
sin comprender de qué se trata. Dos poetas occidentales son en general, gente
que no ha recibido un buen azote. Cuando reciban ese azote, tal vez algunos
lleguen a conclusiones saludables. Si se dejan imponer la conclusión que la
dialéctica es superior a la poesía el globo terráqueo será arreglado
racionalmente, y el único inconveniente que resultará será que no se podrá
soportar la vida Das deportaciones en masa hacia la luna no serán ya
consideradas como castigo especialmente grave; porque, al fin y al cabo, no
habrá diferencia.
Czesław Miłosz, Cuadernos
del Congreso por la Libertad de la Cultura, nº2, julio-agosto de 1953, pp.
75-80.
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