martes, 26 de noviembre de 2019

"La crítica esférica ante la obra del visionario" por Luis Núñez Ladeveze (La Estafeta Literaria, 513, 20 de abril de 1973)


LA CRÍTICA ESFÉRICA ANTE LA OBRA DEL VISIONARIO

Por Luis NUÑEZ LADEVEZE



El intento de reducir la literatura a una expresión directa e inmediata en la que se traduce la estructura socioeconómica de la sociedad fracasó inevitablemente. La llamada crítica sociológica o se redujo a un muestrario simplista y sin oportunidades de reducciones economicistas o tuvo que hacer gala de un ingenio agudo y de una capacidad analítica monstruosa, como el propio esfuerzo de Lukács atestigua.

El fracaso de este tipo de crítica era lógico y los más intuitivos, sin que necesitaran ser expertos en la cuestión, lo vaticinaron de antemano. En el caso de Lukács, el crítico salió airoso de la prueba, pero a riesgo de ser infiel a sí mismo. Hizo de la crítica sociológica casi una ontología, y tuvo que desdecirse muchas veces durante el largo camino de su experiencia literaria. No obstante haber fraguado, sobre todo al final de su vida con la laboriosa maduración de la «Estética», un artilugio monumental en el que se pulieran las enormes arideces del sociologismo, Lukács quedó en demasiadas ocasiones prendido en su falso dogmatismo y, en otros muchas, si quedó libre de sus propias fronteras fue gracias a su estimativa y no a la dura ley del crítico.

Pero no se trata de convertir el artículo en un comentario a la obra de Lukács, aunque sin duda alguna ésta nos puede servir de punto de partida para lo que tenemos intención de subrayar. Es curioso, en efecto, constatar cómo el revolucionario pensador húngaro, sometido a la ortodoxia de su preceptiva más todavía que a la ortodoxia política, consiguió erigir un monumento de loa al clasicismo, a un clasicismo en el que el estilo propiamente revolucionario y el denominado realismo marxista brillan por su ausencia. En este punto el autor de Teoría de la novela permanece fiel a su estilo más juvenil de pensar, aquél en el que considera a la novela como una «búsqueda degradada» y que servirá de origen del pensamiento genetista de Goldmann, otro pensador dominado por la dialéctica y la tensión entre la ortodoxia y el espíritu, la disciplina y la inspiración. Recordemos el esfuerzo gigantesco que hace en sus ensayos sobre el realismo Lukács para convertir el legitimismo balzaciano en búsqueda revolucionaría malgré lui y el progresismo zoliano en caricatura literaria, no obstante, su contenido rebelde y antiburgués.

Para un lector suspicaz esta manipulación de extremos tan sencillamente contrapuestos y tergiversados basta para que comience a sospechar que las cosas son, en efecto, más complicadas y que el artilugio de la literatura no puede ser dominado con una mera transcripción de los planos afectivos e intelectuales en los planos estructurales y económicos. Hay algo más, sin duda. Pero ese algo más es también, para desgracia de la crítica sociológica, lo radicalmente distintivo. Donde el criterio de Lukács fallo con más estrépito es a la hora de aplicar la metodología que ha erigido en baluarte de su propio gusto. Porque cuando se manifiesta más impotente y más incapaz es a la hora de reducir o de maniatar el filón literario y caprichoso de la imaginación provocadora. Lukács emplearía aquí una frase irritante y sentenciadora: irracionalismo; pero ¿cómo, con coherencia, aplicar a la literatura el reproche de irracionalismo si en ningún momento se ha propuesto una coherencia racional? Racionalismo e irracionalismo puede ser que sean conceptos del pensamiento paralelos a los de realismo e irrealismo, categorías literarias. Pero en cualquier caso los esquemas han quedado desvirtuados. Ni siquiera en el plano del pensamiento todos los irracionalismos son reductibles, como no lo es Nietzsche a Donoso Cortés, mucho menos en el plano de la inspiración los irrealismos son reductibles como no lo es Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas y otras monstruosidades del estilo, a Collodi, autor de las Aventuras de Pinocho y otras análogas ingenuidades. Esta simplificación resultaba esquemática y sólo la fortaleza intelectual de Lukács podría realizar la magia prodigiosa de una composición de las diferencias, aunque, eso sí, a base de contradecirse en lo profundo y de obstinarse en ofrecer una coherencia superficial y engañosa, una urdimbre genérica y disciplinada.

Donde la dura disciplina del sociologista naufraga es, especialmente, a la hora de considerar la obra de un monstruo de la imaginación, extraño e irreductible, fantástico y pretencioso, individualista y ácido, caprichoso y corrosivo: el visionario. La fórmula, sin embargo, destacada por Goldmann y subrayada con fino instinto en su Para una sociología de la novela y en su prólogo a la Teoría de la novela, de Lukács, de considerar paradójicamente al relato como una «búsqueda degradada en una sociedad degradada», trata de aliviar las exclusividades lukacsianas de su extremado rigor. Para Goldmann, si el objetivismo francés cumple con su empeño literario es porque se inscribe de lleno en esta dimensión antitética que la novela de la hora occidental ha ido germinando a partir, sobre todo, de Sade: su conversión en búsqueda degradada. La novela contemporánea, viene a decirnos Goldmann con bastante olfato y gran intención, mucho más productiva y beneficiosa para el quehacer literario que la de su maestro húngaro, se ha convertido en una antítesis de la sociedad que la engendra. A partir de Lautréamont, a través del inhóspito viaje del surrealismo, recogiendo la obra de Sade, por un lado, y por otro, la de Barbusse y la del mismo Julles Valles, la literatura ha dado un giro con respecto a su origen, ha tratado de buscar lo que ya se presentía y presintió Lukács a propósito de la primera novela contemporánea, El Quijote, el negativo indisciplinado de la sociedad que la alimenta. En este camino. en este proceso de reivindicaciones, que Goldmann no utiliza para rescatar todo el panorama general de la novela, pero que por extensión podemos utilizar por nuestra cuenta para efectuar dicho rescate, por otro lado innecesario, la figura del visionario define un talante radical. En el proceso de una antítesis literaria, el visionario representa su culminación, su más elevado presentimiento William Blake sería, en este contexto, la figura arquetípica o, como gusta decirse ahora, recogiendo viejas figuras aristotélicas, el paradigma de la visión.

La visión es un anticipo radical de la antítesis, un mensaje al futuro envuelto en el aura del presentimiento; una sonda al pasado para recobrarlo en la punta de la voz: «¡Escuchad la voz del Bardo! —dice William Blake— El cual ve el Presente, el Pasado y el Porvenir; y sus oídos escucharon el Verbo Santo que discurría entre los troncos antiguos». 

Esta voz afilada y cruel, que huye de toda simetría, que rechaza toda pretensión, toda clasificación, toda rutina, que desborda cualquier planteamiento crítico, resulta, desde luego, indomable para una preceptiva sistemática, para cualquier empeño sistemático, cerrazón o circuito estético que, como el de Lukács, trate de devorar o deglutir el hecho mismo, insólito, pero no sagrado, de la poesía. Precisamente el visionario, en su profecía, rehúye cualquier sacralidad que no sea la contenida en su propia voz. El misticismo de la visión se repliega al cauce antinatural de la palabra es un misticismo contenido, reprimido, que se curva y tensa como la cuerda del arco para disparar su flecha hacia el futuro o para recoger la flecha disparada en el pasado.

El visionario segrega la cosa de su lugar natural. El crítico trata de dominar la visión y de devolverla a su lugar. He aquí cómo se produce un conflicto, una tensión incontenible entre dos momentos inalterables e igualmente ambiciosos del discurso: el momento liberador del visionario y el encarcelador del crítico.

¿Cuál es la norma que oprime al visionario? Por muchos caminos, sin duda, el vidente tropieza con las cosas, pero al hacerlo las traspasa, las transfigura, es decir, las concede una figura diversa de su norma obligada, las sitúa en un lugar inédito, al margen de la ley y del lugar.

¿Por qué caminos la visión puede tomar contacto con las cosas? Esta pregunta es inherente al hecho absoluto de la visión. Diríamos que la visión no es tanto un esfuerzo por conseguir un contacto pleno con la cosa, al margen de su situación y de su espacialidad una colocación absoluta de la cosa en la imagen que la predice Y este colocar, este situar la cosa fuera de su ubi histórico y. por tanto, relativo, relacional y aéreo, constituye el secreto instinto que dirige y califica la mirada visionaria

Hay, por tanto, una segregación y una colocación. El visionario segrega la cosa de su lugar natural y físico; más, sobre todo, de su lugar posicional e histórico. A partir de su mirada ardiente, el objeto pierde su geografía, sus propiedades y su opaca naturaleza interior. A partir de esta mirada, el objeto domina la temporalidad que le apresa, distingue los contornos y los funde, se vuelve traslúcido y fugaz.

En la visión se resuelve el compromiso de la palabra. Volcada hacia la significación, pero frenada en su vuelo hacia la materia, la palabra no consigue vencer la muralla inquebrantable del signo: se desdobla, se multiplica, se reproduce, pero queda presa en la malla que desenvuelve. Es su dura ley, su frágil naturaleza. La visión no se propone desenmascarar a la cosa, desvelarla de la superficie que la encubre: pero consigue un efecto no menos inquietante: descolocar el objeto, sustraerlo a la red de sus significaciones obligadas, imponerlo sobre la ley que lo presenta: destruye, por tanto, la significación al liberarlo de la cárcel significativa: construye una cadena significativa sólo dominada por la ambigüedad. A partir de ese momento, el objeto se libera en su imagen, que desprende del diseño fabricado, se hace libre, recolocado en la imagen, descolocado no sólo de su lugar natural, inaccesible, sino también de su lugar artificial, de su significación.

El universo de las visiones no tiene, por tanto, lugar: carece de sentido definido. Tratar de definir su sentido es una empresa estéril y contradictoria. Los poemas proféticos bíblicos, los versos apocalípticos, carecen de sentido. ¿Quién insultó al Apocalipsis? Fue Nietzsche, sin duda, en la Genealogía de la moral. Acaso porque le resultaba demasiado próximo a su método, a su estilo, a su dicción. No hay sentido en el Apocalipsis. La palabra se transparentó en la imagen que pretende revelarla. Pero no hay tampoco revelación si por revelación hay que entender la corporeización significativa del objeto ausente. La revelación es visión y todo intento de dotarla de un sentido carece de sentido. El objeto permanece colocado en la imagen La imagen construye sus significaciones, las acepta, las baraja, las manipula, no se enquista en ellas, las utiliza, las gasta, las usa.

La idea concreta de revelación o de profecía no las ha entendido el crítico circular como actividades genuinamente visionarias, sino como actividades metafísicas y absolutas por las cuales el vidente no sólo construía el signo futuro del objeto, sino también el objeto material en su signo. Un prejuicio semejante lleva a Nietzsche, visionario por excelencia y temperamentalmente dispuesto a comprender el significado liberador de la visión, a reprochar el Apocalipsis. Pero es preciso subvertir este criterio ontológico de la visión, para aceptar un criterio problemático: la visión descoloca al objeto de la arqueología significativa que lo alojo, lo desproblematiza: en ello consiste el instante negativo de la visión. Pero positivamente el visionario sitúa al objeto, liberado de sus significaciones, en la imagen que lo libera.

Esta desproblematización del objeto, esta desligación del mirar de cualquier mirada, no puede extrañarnos que resulte inabordable para cualquier critica que trate de configurar, como la lukacsiana, un círculo cerrado, es decir, para una crítica esférica o circular. La crítica cristiana, por ejemplo, la que trató de imponer Maritain, dejó, en ese sentido, un margen para el artista a fin de encontrar un privilegio en la estética. Pero la corrosión producida por la mirada del visionario alcanza también su propia obra y los artilugios que traten de redimirla Es la suya una mirada inclemente y cruel, justiciera y vengativa, que debe verter primero toda su eficacia demoledora en la propia obra. Es esa búsqueda degradada que pronunciaba Goldmann, consciente de que lo degradado no es sólo el encuentro y el lugar, sino también la búsqueda y su origen.

De esta manera la literatura visionaria incoa un momento liberador de su propio objeto, un momento negativo, antitético, que reduce todas las significaciones posibles al sin sentido de la ambigüedad Es la literatura puramente degradada. la palabra incoherente del loco que halla su máxima eficacia en el terreno de un mundo degradado por sus coherencias. La tensión entre lo incoherente sin sentido y la coherencia con sentido se resuelve en una trastocación de los términos que únicamente el visionario puede operar: sólo la incoherencia de la visión tiene sentido en un mundo cuya coherencia carece de sentido.

La Estafeta Literaria, 513, 20 de abril de 1973, pp. 6-8.

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