viernes, 13 de diciembre de 2024

"El ángel y la máquina" por Thomas Merton ("Season" nº5, junio de 1967)


Nota del editor: Thomas Merton había sido amigo de William Everson, también conocido como Hermano Antoninus, el poeta dominico que colaboraba en la imprenta fina de la Casa de Estudios Dominicos en Berkeley. El hermano Antoninus visitó Getsemaní, donde dio un recital aquí, y en Louisville en los años sesenta. A través de esta amistad,  Everson le pidió a Merton que escribiera un artículo para el trimestral Season. El artículo apareció en el número 5, en el verano de 1967, tras el cual dejó de publicarse. William Shannon fue el primero en redescubrirlo y la envió a The Merton Seasonal con la esperanza de que pudiera aparecer en estas páginas, junto con un comentario propio sobre la vida contemplativa y la sociedad tecnológica. El mensaje es tan conmovedor hoy como cuando fue escrito por primera vez. [Enlace al texto original]

Los ángeles son nuestros hermanos y compañeros en un mundo de libertad y gracia. Como nosotros, ellos son salvados por Cristo Señor, y Rey de los Ángeles. Con Cristo, su Rey, son enviados con su mandato. Vienen a nosotros como mensajeros invisibles de su divina voluntad. Como misteriosos protectores y amigos en el orden espiritual. Su presencia que nos rodea, inimaginable, tierna, solícita y poderosa, terrible como dulce. Es cada vez más olvidada mientras que el horizonte personal de nuestra visión espiritual se encoge y se cierra sobre nosotros mismos.

La tan anunciada “muerte de Dios”, esa “ausencia” que es una de las características más significativas de nuestro mundo moderno, se debe sin duda en gran parte a nuestra incapacidad para escuchar las voces de los mensajeros celestiales. Hemos olvidado cómo confiar en estos extraños y, debido a nuestra desconfianza, hemos negado su existencia. La desconfianza hacia el Señor comienza, por tanto, con la desconfianza hacia sus mensajeros. Y qué fácil es desconfiar de aquellos invisibles que hablan más con silencios repentinos y significativos que con declaraciones claras y probatorias.

Porque los ángeles no “prueban” nada. Ni siquiera a sí mismos. Se borran por completo en sus mensajes. Sin embargo, es por su poder silencioso, por la claridad omnicomprensiva de sus mensajes por lo que los conocemos. Dios habla a nosotros en y a través de ellos, y al hacerlo también nos habla de su identidad, revelándonos, por medio de ellos, cosas extrañas y personalidades sagradas que dan testimonio de él en su total ocultamiento.

El ángel es un signo de exclamación que enfatiza una palabra divina, y es mediante esa exclamación como se capta la palabra. Pero los hombres empezaron por eliminar el signo de exclamación -demasiado dramático y mítico- y cuando el tono angelical y personal fue despojado de la palabra, la palabra misma perdió su pleno carácter de revelación y dejó de ser personalmente convincente. Entonces el hombre consideró necesario demostrar que la palabra era verdaderamente de Dios, y el razonamiento humano intentó tomar el lugar del tono y timbre de la voz personal que una vez habló con convicción angelical.

Después de todo, ¿no vienen los ángeles a nosotros desde lejos, desde el “allá afuera” para subrayar el hecho inexplicable de que quien los envió desde lejos ya está presente en nosotros? ¿No deben sus signos de exclamación hacernos conscientes simplemente de que lo que Dios nos dice sobre su voluntad es simplemente su propia visión y su propio amor obrando dentro de nosotros?

En última instancia, los ángeles nos están diciendo, por su presencia personal y repentina, que hay alguien más grande que ellos aquí, y que son enviados para informarnos que estamos arraigados en la misma Luz de la cual fueron enviados. Sin embargo, si no hubieran sido enviados, nuestros ojos nunca se abrirían. Nuestros corazones nunca saltarían de su pequeña limitación a la gran libertad de una respuesta perfecta y total. Pero si somos las “únicas personas” en el mundo creado, entonces inmediatamente el mundo de la personalidad, de la libertad, de la gracia, de la alegría se vuelve estrecho. Sus luces se apagan y las contraventanas se cierran. En palabras de Wordsworth. “Las sombras de la prisión comienzan a cerrarse”. La “visibilidad” del mundo espiritual se vuelve opaca y nuestro propio corazón se congela y se cierra a nosotros. Dios permanece tan sólo como una abstracción todopoderosa e infinitamente lejana cuando los ángeles ya no nos hablan de Él. Y cuando Él se vuelve abstracto, “muere”. Pero su “muerte”, lamentablemente, se produce en nosotros. Ya no sabemos quiénes somos, habiéndole perdido a Él.

Nos encontramos con los ángeles, los mensajeros de la ayuda divina, en las fronteras de nuestra propia libertad y de nuestra propio poder. Nos tocan cuando alcanzamos nuestros límites naturales. Por eso nos parecen “terribles” (Ein jeder Engel ist schrecklich, dijo Rilke) no sólo porque son mayores que nosotros. No sólo porque pertenecen a la creencia en el mundo “totalmente Otro”, sino porque no solemos encontrarnos con ellos excepto cuando nosotros mismos nos quedamos sin fuerzas, sin resistencia, o sin entendimiento. O sin nuestra capacidad de esperar y de creer. El ángel aparece cuando nosotros mismos somos reducidos al centro de nuestra necesidad más profunda. Precisamente porque el ángel viene como el consolador y nos dice “no temas” (Lucas 1:13) y “Tú oración ha sido escuchada” (Lucas id. cf., Daniel 7:23), el hombre prefiere cada vez más no verse reducido al extremo en el que necesita la ayuda angélica, una respuesta. En lugar de temer y luego que le digan que no tema más, preferiría evitar el miedo. Nuestra poca fe preferiría vivir sin una ayuda tan poderosa, ya que proviene del mundo invisible que está totalmente más allá de la observación y el control. En otras palabras, preferiríamos apañárnosla sin demandas hacia nuestra fe. Preferiríamos que no nos recordaran nuestra pobreza. Y además, los ángeles parecen complicar las cosas. Al parecer, en el mundo moderno de los viajes espaciales, los ángeles ya no gobiernan el sistema planetario. Entonces, quizás, pensemos que tampoco tengan nada que ver con nosotros. Nos hemos apoderado de sus planetas. ¡somos más ricos que ellos!

La civilización tecnológica es, tal y como es ahora, una civilización sin ángeles. Es una civilización en que hemos substituido al ángel por la máquina. Es decir, que hemos colocado a la máquina en el lugar donde solia estar el ángel: en el límite de nuestras propias fuerzas, en la frontera de nuestra capacidad natural. Pero ahora podemos ver nuestros límites sin miedo y sin necesidad de ayudantes invisibles. La máquina es completamente visible. Y aunque el mundo de las máquinas es en sí mismo una especie de tremendum misterioso (los ordenadores cada vez más y más se vuelven capaces de realizar en un instante operaciones mentales que el hombre nunca podría esperar realizar), ahora las máquinas son “nuestros” ángeles. Nosotros las hicimos, no ellas a sí mismas. Están, creemos, enteramente en nuestro propio poder. Se convierten, entonces, en extensiones de nuestra propia inteligencia, de nuestra propia fuerza. No tenemos que caminar hasta el borde de un vacío infinito para sentir el roce de sus impredecibles alas sobre nosotros a la luz de las estrellas. Forman parte de nuestro propio mundo cerrado y confortable. Se interponen entre nosotros y la naturaleza. Forman una especie de “habitación” en la que estamos aislados del resto de la creación material. Tanto más de los seres espirituales. Ellas crean un nuevo clima para nosotros. Incluso suprimen el día y la noche. Hacen el cielos innecesarios. Crean para nosotros un nuevo “tiempo” y un nuevo “espacio”. De hecho, han construido para nosotros un mundo mental completamente nuevo. También tienen una especie de vida propia. Viven de los espíritus de los hombres que ceden cada vez más y más a la máquina. Las hemos entregado cada vez más de lo humano y lo natural. Así el hombre habita rodeado de ángeles de cromo y acero. Seguro en el mundo de la técnica que lo rodea, el hombre se recrea según su propio placer. O eso cree y espera. Aquí los ángeles invisibles no puede alcanzarlo. ¿O sí pueden? ¿Existen otras inteligencias angelicales que construyan en secreto el brillante y prestigioso reino del poder mecánico que rodea al hombre, y que se lo quiten en secreto de sus manos mientras que él piensa que es su dueño? ¿Quién puede decirlo? No nos paramos a pensar en ello porque nos falta tiempo.

El “tiempo” creado para nosotros por las máquinas, nos “ahorra tiempo”. Es un tiempo de nuevas dimensiones, una nueva medida espiritual en la que, curiosamente, todo queda sin aliento y el pensamiento se encuentra extrañamente distraído y confuso.

(Obsérvese que cuando uno vive en soledad dedicado a Dios, hay un cambio completo en la dimensión temporal de la vida. En primer lugar, la vida solitaria en el bosque es liberada del “tiempo de la máquina” y restaurada al tiempo natural. El amanecer, el mediodía y el atardecer regulan su trabajo y su día, y el invierno significa más horas de oscuridad, meditación y silencio. Con la llegada del invierno, la mente adquiere una nueva tranquilidad, una expectativa de advenimiento de un tono maravilloso y profundo, imperturbable a demasiadas cosas. Al pensamiento activo. Luego viene una dimensión temporal aún mayor: la del tiempo angelical, medida no por la expectativa del sol naciente ni por la planificación del trabajo práctico, sino por una sensación de barbecho, de letargo de vigilia, de pérdida y desorientación de uno, cuyas manos y corazón están vacíos, esperando sólo lo que nunca podrá ser planificado. En el tiempo de la máquina, todo está planificado, determinado. Cada instante tiene su propio afán. En el tiempo natural hay una lenta y armoniosa sucesión de lo cósmico y lo terrestre. Acontecimientos a los que la propia naturaleza del hombre tiene sus antiguas respuestas. En el tiempo angelical no hay planes, porque los planes son imposibles.

¡Ese es el tiempo en el que el hombre es totalmente libre; un tiempo de vacío, ausencia y felicidad! “Inútil” al mismo tiempo que “feriado”; en un estado de fiesta incomprensible, y “preparado” para la aproximación de cualquier “palabra” que puediera venir. En esos momentos no hay diferencia entre horas y minutos, ni minutos y horas.)

Al extender los horizontes del poder físico del hombre, la máquina ha cerrado completamente el horizonte de lo no-deliberado y de la “feriación”. Y, sin embargo, deja al hombre lleno de bullicio y acción en presencia de un vacío moral. Ya no puede comprenderse a sí mismo ni enfrentarse a lo sobrenatural que está más allá de lo concebible. Al prometerle poder ilimitado, las máquinas han permitido que el hombre se entregue tanto a ellas que, cuando de repente se encuentra sin su apoyo, se encuentra mucho más indefenso, mucho más limitado que antes.

Se puede construir un edificio sin ventanas, climatizarlo e iluminarlo artificialmente, pero cuando se corta la energía eléctrica, ya no se puede filtrar ni siquiera la luz del día a través de la niebla de la ciudad o del aire de la calle. Estáis aprisionados en una oscuridad sofocante. Ésa fue la “señal” angelical que golpeó al este de los Estados Unidos en el otoño de 1965 cuando no sólo una sección de una ciudad, no sólo una ciudad, sino cincuenta grandes ciudades y cientos de pueblos quedaron repentinamente privados de energía eléctrica. Los ascensores de los edificios de ochenta plantas se detuvieron, totalmente a oscuras en los huecos donde no había abertura en cientos de metros. Los pasajeros prisioneros tuvieron que ser rescatados a través de agujeros practicados en los pozos con taladros neumáticos. Las delicadas operaciones cardíacas en hospitales a oscuras (algunos de los cuales, curiosamente, no tenían energía auxiliar) debían completarse a la luz de linternas y con todo tipo de medios alternativos para reemplazar a la energía eléctrica. ¡Entonces, de repente, los ángeles tuvieron de nuevo mucho que hacer! ¿Será esto quizás una advertencia angelical y misericordiosa a la poderosa sociedad que ha decidido vivir completamente sin ayuda angelical, ya que, de todos modos, se ha olvidado de la existencia de los ángeles?

¿Debemos esperar desastres aún mayores y más aterradores en los próximos años? Y si vienen esos desastres, ¿podremos interpretarlos? Ciertamente, hubo cientos de personas en el apagón de Nueva York que pensaron que era una “señal”, un recordatorio de algo peor que pronto podría suceder. Muchos respondieron con gran caridad, paciencia y ayuda. Y al darse cuenta de que esto era algo misterioso y extraordinario, sacó a relucir la profunda bondad que había en ellos. Pero junto con esta vaga conciencia vino una profunda sensación de impotencia, de desorientación en una sociedad que se había vuelto radicalmente absurda. (Un alto funcionario de la compañía eléctrica, cuando se le pidió que explicara el apagón, pronunció una frase que era completamente ininteligible, y de pronto todos se dieron cuenta de que detrás del aparente “orden” y armonía del mundo tecnológico había una vasta irreflexión, fuera de ciertos límites restringidos accesibles a una mente propia de un administrador.)

Seguramente los ángeles no envidian a nuestras máquinas, ni están excluidos por completo de un mundo en el que las máquinas complementan nuestros poderes físicos y mentales. Si en realidad el mundo tecnológico carece de ángeles, es por nuestra propia elección, no, después de todo, por la naturaleza misma de la tecnología. Que hizo que se utilizara maquinaria primitiva en la construcción de catedrales que, por su extraordinaria escultura y arquitectura, nos presentaban una cosmología visible y simbólica repleta de ángeles. ¿Serán parte de nuestro mundo moderno de máquinas? Obviamente, tendríamos que ver a los ángeles de manera diferente. Buscaríamos una nueva comprensión de ellos. Interpretaríamos su acción en nuestras vidas, tal vez según las líneas sugeridas por los arquetipos de la psicología profunda junguiana. Los ángeles son ante todo personas, pero su personalidad no debe concebirse en términos de materia individualizada. Menos aún debemos considerarlos como fuerzas suprafísicas que irrumpen en el mundo de la física terrestre. Como asteroides del espacio exterior. Si ahora tenemos barcos espaciales, entonces tal vez ya no sea necesario imaginar a los ángeles como hermanos mayores de las estrellas. Sin embargo, hoy no son menos reales ni menos personales, no están menos interesados ​​en nosotros y no los necesitamos menos. Después de todo, en la Edad Media no queríamos ángeles simplemente como médicos e ingenieros. Todavía quedan límites cuando nos enfrentamos al vacío desde el cual no es imaginable ningún rescate mecánico. Y esas fronteras nunca serán abolidas.

En estas fronteras, como siempre, nos esperan los ángeles. Si la sociedad tecnológica parece excluir a los ángeles, es porque busca hacernos olvidar esas otras fronteras (¡especialmente la muerte!). Y eso tampoco es culpa de la inocente máquina. Es nuestra propia elección. En nuestra locura hemos tratado de convencernos de que nuestra maquinaria es suficiente para todas nuestras necesidades y que no hay nada que la ciencia no pueda hacer por nosotros. Aquí está nuestro trágico error. Es nuestra ansiedad por hacer que nuestro mundo mecánico sea completamente autosuficiente y autónomo, lo que lo hace espiritualmente inhabitable para nosotros. Más que nunca necesitamos a los ángeles, no para reemplazar nuestras máquinas sino para enseñarnos a vivir con ellas. Porque los ángeles vienen a nosotros para enseñarnos a inclinarnos a descansar, a olvidar cuidados inútiles, a relajarnos en silencio, “soltarnos”, abandonarnos no a una diversión consciente sino en una fe olvidadiza en nosotros mismos. Necesitamos que los ángeles nos recuerden que podemos arreglárnoslas sin tantos bienes y satisfacciones superfluas que, en lugar de aligerar nuestra existencia, la abruman. ¡Que vuelvan a nuestro mundo y lo liberen de su enorme aburrimiento, de su fatiga metafísica! El teólogo ruso P. Evdokimov afirma, con notable perspicacia que el demonio actúa sobre el hombre como “una voluntad que le es ajena, que le atrae hacia sí mismo sin proporcionarle ningún encuentro. Sin duda, esto describe la situación real del hombre tecnológico.

No importa cómo imaginemos el mundo espiritual en el que vivimos (incluso si imaginamos que ha dejado de existir por completo). Sigue existiendo. Las fronteras de nuestro ser permanecen, la muerte permanece, el vacío permanece. Y cuando estamos al borde de él, estamos obligados a encontrarnos con ángeles: si no buenos (en un encuentro genuino), al menos malos (en las máscaras de la Nada). Ese es el problema. Y eso nos muestra la necesidad que tenemos de repensar toda nuestra posición antes de que se nos acabe el tiempo.

Una observación más: hay muchos moderados que están dispuestos a aceptar un mundo de “interioridad” y espiritualidad inmanente, pero no un mundo de religión marcado por la fe y la dependencia de un Dios trascendente y personal. En el mundo de la mera interioridad, el pensamiento del ángel puede convertirse en una ilusión y una tentación. Los ángeles mismos nos advierten contra la complacencia en nuestras relaciones espirituales con ellos (Apocalipsis 19:10). Nos recuerdan siempre que es a Dios a quien debemos adorar y servir. Nos enseñan cómo servirle. Buscan atraernos a su liturgia y hacer que todo nuestro mundo, con las máquinas y todo, forme parte de su gran comunidad de alabanza.

Seguramente, si vamos a reconstruir el orden temporal mediante la dedicación de nuestra propia libertad y nuestra Ciencia a la verdad y al amor, necesitamos que nuestros ángeles buenos nos ayuden y nos guíen. ¿Quién sabe? Tal vez nuestra tecnología misma requiera de guardianes angelicales que estén listos para venir si se lo permitimos. No debemos de temer que reaviven obsesiones que murieron con la Edad Media. No nos corresponde a nosotros imaginarlos, explicarlos, escribirlos corporalmente en los detalles de nuestros planos. Nos corresponde a nosotros confiar en ellos, sabiendo que más que nunca son invisibles para nosotros, desconocidos para nosotros, pero muy poderosos, muy propicios y siempre cercanos.

Reedición: Merton Seasonal 22 (primavera 1997)