lunes, 27 de abril de 2020

"Juliette Greco. La flor venenosa de Saint Germain" por Juan Pedro Quiñonero (Diario 16 [Disidencias], 9 de enero de 1983, pp. 26-27 [VIII-IX])



Ella podía codearse con los asesinos de Ben Barka, con Jacques Prevert o el mismísimo Camus. Sus amoríos con un fotógrafo de «Life» o varias generaciones de reporteros de «París Match» colocaron su nombre en las mejores revistas de la época, convirtiéndola en el mito, en «la musa del existencialismo», la «flor venenosa» de Saint-Germain-des-Prés, auténtica aldea cosmopolita del París dé entonces. Juliette Greco acaba de publicar «Jujube», un desmemoriado libro de memorias, en el que la «musa» sólo ofrece las chucherías de una época dorada.

Si mademoiselle Greco hubiese nacido en Tomelloso, sus días de gloria la habrían dirigido primero al viejo Pasapoga, al Chicote de la posguerra, para caer luego en Las Palmeras o el no menos desaparecido El Abra, hasta el descenso final en la calle de la Ballesta y los camioneros. Pero, hija de una burguesa más o menos ilustre, educada entre la rué de Seine y el distrito XVI, sus amores con sucesivas generaciones de fotógrafos de «Paris Match» la convertirían en «la flor venenosa de Saint-Germain-des-Prés», la «musa del existencialismo» …

Y su libro de memorias, «Jujube» (ed. Stock), es un excelente testimonio para rastrear las historias de cama, la evolución de un cierto París noctámbulo, y seguir el curso de las costumbres en los bares y clubs de moda de una aldea cosmopolita: Saint Germain des Pres, poco más que un barrio, menos que una ciudad. Para el consumo de masas, se trata de un barrio célebre pintarrajeado con todas las chucherías de la mitología de la posguerra: el existencialismo, las «caves» de jazz, los americanos en París, Sartre y la Beauvoir, Camus, los restos del surrealismo.

En ese momento, circulan por ese barrio una docena de genios: Antonin Artaud todavía no ha sido definitivamente encerrado en el manicomio. Sartre todavía es un amigo de Camus y Raymond Aron. Prevert está escribiendo la letra de la canción más inolvidable de la historia francesa y quizá europea, «Las hojas muertas», con música de un emigrante célebre, J. Kosma. Bretón todavía continúa pontificando. El general De Gaulle ya suena con la fuerza de disuasión francesa. Camus ha lanzado su ataque frontal contra las dictaduras comunistas. Edith Piaf colecciona jóvenes de talento, como Montand y Charles Aznavour.

Bataille y Lacan se disputan las prendas interiores de una misma mujer que confiere a ambos sus favores. Orson Welles y Darryl Zanuck se emborrachan con champagne en el Harry’s Bar. Hemingway, Tyrone Power prefieren los martinis del Cryllon, Cary Grant viene a París con Vicente Minnelli. Y Juliette Greco canta, mal que bien, en las tres o cuatro «boîtes de nuit», donde todo ese mundo toma una copa a las tantas de la madrugada, en el Tabou, el Montana, La Rose Rouge.

«Cover story»
Sin duda, la joven cantante que tomase el «rápido» Alicante-Madrid para desembarcar con su guitarra y su peineta en Pasapoga o Chicote no corría el riesgo más que de codearse con señoritos franquistas, legionarios y cuatro pelagatos en el Madrid de «La colmena». Mademoiselle Greco tuvo otra suerte: en el Deux Magots, tomando café, podía dar el coñazo a Sartre. Cruzando la acera, en Lipp o en el Flore, se podía codear con los asesinos de Ben Barka o con Jacques Prevert. Y tomando una copa en el Tabou podía ligar, desde el escenario, con los turistas americanos. Cuando uno de esos turistas se llama Cari Perutz y trabaja como fotógrafo en «Life Magazine», acostándose con él un par de semanas es posible aparecer en un gran reportaje mundial como la «musa» del existencialismo. Si. apenas dos años más tarde, el fotógrafo se llama Jean Manzon y es el corresponsal del «Paris Match», en Río de Janeiro, madeimoselle Greco volverá a ganarse una «cover story» en el célebre carnaval y tener un maravilloso recuerdo de aquellos días de Vino y rosas en la legendaria posguerra.

Pero mademoiselle Greco, por aquellos años (ha acabado la guerra y hay que ganarse la vida) también se preocupa por la vida del espíritu: Ingresa como «militante» (???) en las Juventudes Comunistas. Sin embargo, su ardor militante es muy moderado: el joven Jorge Semprún debe visitarla en su hotel para reclamarle sus cotizaciones al partido. Mademoiselle Greco, al mismo tiempo, no se pierde un «cocktail» en la mitológica Nouvelle Revue Française, de Gastón Gallimard. Y robando canapés se codea con gente ilustre: Maurice Merleau-Ponty (que trabaja en su «Humanismo y terror»), Raymond Queneau (que no se inspira en ella para escribir «Zazie dans le metro», evidentemente), Sartre (fervoroso prosoviético), Camus (que prefiere la soledad compartida en la redacción de «Combat»).

«Ganas de vivir»
En realidad, las «ganas de vivir» de mademoiselle Greco tienen un origen familiar: sus abuelas «amaban» la «fiesta de los toros». Su padre abandonó muy tempranamente a su madre, que decidió convertirse en enérgica oficial del Ministerio francés de la Marina. Y una coincidencia reciamente francesa: una de sus abuelas tuvo unos «adorables» criados que eran portugueses, y su madre (y la propia Greco) siempre recordó «con cariño» a una chacha española «sencillamente entrañable».

Huida
El fracaso de la vida matrimonial de sus padres no fue un drama para ella. Sin embargo, la joven Jujube (apelativo irrisorio para todos los libreros donde pedí la biografía de mademoiselle Greco, hasta encontrar su libro) antes de convertirse en Juliette Greco (nombre familiar y nombre de guerra, a un tiempo) siempre fue una niña triste. Y se escapó siempre de todos los colegios de religiosas donde su madre la internaba. Jujube, mademoiselle Greco, huía siempre a caballo, por supuesto. Y de ahí nacería un amor por las huida que bien conocieron, más tarde, la veintena larga de esposos, amantes, compañeros de viaje, amores de un par de noches y simples colegas que soportaron el «temperamento» de mademoiselle Greco.

Tras un viaje a Moscú (cosas de la época), Michel Picoli se descubriría solo y abandonado y con todas las facturas del piso por pagar. Paro mademoiselle Greco era ya una «gran señora» de la canción francesa. El existencialismo a palo seco, con jazz y ginebra de garrafa ha dejado paso a una sofisticación más urbana: champagne, por favor, trajes de seda y marcas de automóviles de prestigio (Maseratti, Jaguar, etcétera). «La náusea» ha dejado paso a la educación sentimental de una novela de éxito, «Buenos días, tristeza», de otra joven impertinente, Françoise Sagan.

Saint-Germain-des-Près ha sido ampliado hasta Saint Tropez, que es a Benidorm lo que Madrid es a París. Las grandes comedias sobre la Costa Azul, maravillosas cuando son fotografiadas por cineasta centroeuropeo afincado en California, evocarán con colores pastel ese mundo literalmente inexistente, pero reconstruido con pasión en los cuentos y novelas de Somerset Maugham. Y el personaje de mademoiselle Greco juega un papel: el Tirone Power de «El filo de la navaja» la visita en el Tabou, media docena de millonarios sudamericanos le llenan los zapatos de joyas. Jujube es ya definitivamente Juliette Greco.

Limites pueblerinos
Sin embargo, niña-adolescente-joven-mujer no ha salido jamás de esa aldea cosmopolita que se llama Saint Germain des Pres. Para mademoiselle Greco, los límites geográficos de su universo «internacional» son francamente pueblerinos. La plaza de La Sorbona y el Luxemburgo son una frontera que limita con lo desconocido y peligrosos arrabales. El restaurante Allard es la frontera con la plaza de Saint Michel: Mejor no llegar nunca. Por el sudeste, Chez Dominique se encuentra ya en una tierra de nadie. sólo frecuentable porque Sartre se deja allí buena parte de sus derechos de autor. Al oeste, las ediciones Gallimard marcan el límite de las tierras colonizadas por los amigos de mademoiselle Greco.

Quedan fuera de esa geografía «bon chic, bon genre» el París proletario y canalla de los bulevares inmortalizados por Yves Montand. Mademoiselle Greco no entiende nada, tampoco, del París eterno propio a la mitología de Marcel Proust y Marguerite Yourcenar. Los personajes del París canalla de Belleville, tan íntimamente ligado a la Piaf y Maurice Chevalier, son para mademoiselle Greco tipos excesiva y brutalmente proletarios. El París suburbano de la gran «banlieu» roja, el París frente-populista de Julien Duvivier o Rene Clair son para ella unos ilustres desconocidos. El París sonámbulo de Celine, el París elegante de Anouilh o Giraudoux, el París galante de Jacques Laurent, el París cosmopolita de Mac Orlan, son para ella ciudades desconocidas. Para mademoiselle Greco, París es una ciudad extraña y lejana que existe en las afueras de su aldea natal, Saint-Germain-des-Prés. Más allá de esa tierra local sólo existe lo desconocido y la barbarie.

Incluso dentro de su aldea más o menos cosmopolita, los límites de mademoiselle Greco son considerables. El suyo es un mundo de cuatro «boîtes de nuit» que tuvieron sus días de gloria durante treinta años, y que hoy son ya, apenas, pasto para las tropas turísticas, negros, emigrantes y provincianos que todavía no se han enterado que todas esas majaderías del existencialismo y las «caves» de jazz fueron un invento de los genios del periodismo de la época, manipulando la opinión a través de «France-Dimanche», el «France Soir», de Pierre Lezareff y «Paris Match».

De ahí la pureza final del testimonio de Juliette Greco: ella se creyó, en serio, aquellas historias que la inmortalizaban, y continúa creyendo que sus «potpurris» en el Tabou deben tener las proporciones de la «Crítica de la razón dialéctica» o el interminable «Flaubert», de Sartre. Y en sus memorias habla tuteando a Merteau-Ponty y esperando que el lector comprenda que el autor de «Humanismo y terror» estaba con ella tomando una copa la noche que decidió romper con Camus.

Para mademoiselle Greco el hecho de haber cantado «Las hojas muertas», mal que bien, tiene unas proporciones semejantes a la obra de Lacan o el mismo Prevert. Cruzarse en una esquina con Antonin Artaud (que, por supuesto, no tenía literalmente nada que hablar con mademoiselle Greco) cobra unas dimensiones históricas. Y acostarse con toda una saga de fotógrafos, periodistas, escritores, directores de cine, millonarios es sólo una cuestión de sensibilidad en la que ella no sabe descubrir las proporciones que tuvieron diez noches de cama en la conquista de una «cover» en el «Life» o en el «Match» de la época.

Soledad
Al fin, las memorias de mademoiselle Greco concluirán melancólicamente. En el origen, hubo una historia de amor descarriado, el de sus padres. En el principio. sólo hubo sucesivos desencuentros amorosos, cuerpos que se encuentran en la oscuridad de oscuros apartamentos copulando sin placer en demasiadas noches de soledad.

Al fin, sólo quedan recuerdos sin gloria, y un interminable rosario de fantasmas, nombres ilustres que tomaron una noche una copa en el Tabou para no volver nunca más, y la soledad interminable de quien contempla cómo su antigua aldea cosmopolita ha sido ocupada por las hordas de turistas, las manadas de emigrantes que buscan, sin encontrar, los memorables recuerdos que ella creyó protagonizar, dejándose fotografiar para las revistas de modas de la época que ya no se interesan ni por ella ni por su personaje, ni siquiera por su historia. Otras «boîtes de nuit» pueblan la fragancia de la noche parisiense, otros personajes engañan a las modistillas provincianas desde las revistas del corazón, otras historias de amor transcurren en otros hoteles. Pero Juliette Greco, ella, prosigue su inacabable peregrinar por su vieja aldea.

El Deux Magots y el Flore han sido tomados por asalto por lo más selecto de la homosexualidad del barrio. En el kiosko de enfrente ha sentado sus reales el viejo anarquista que viaja anualmente a las corridas de San Isidro. Al Tabou sólo van a bailar negros de La Martinica. La vida sigue igual.

Ilustres banalidades
Es difícil hilvanar un texto en el que hay tantos hombres ilustres como banalidades y trivialidades. Es difícil transitar y codearse con tantos monstruos sagrados para coleccionar una cantidad tan considerable de simplezas mentales.

«Jujube» (ed. Stock), de Juliette Greco, es el ejemplo ideal de la «literatura comprometida» y la «literatura testimonio». Desde su infancia a la decadencia popular de las modas «existencialistas» (please, please: un respeto para los viejos maestros), Juliette Greco se siente llamada a un destino singular, y su libro es una evocación detallada de cada una de sus citas fallidas con la eternidad.

Sartre es evocado en una cierta ocasión en que el autor de la «Crítica de la razón dialéctica» le dijo a Greco que pensaba escribir una letra de una canción. Camus aparece en el libro porque un amigo de mademoiselle Greco frecuentaba un café en el que el autor de «El extranjero» tomaba una copa de vez en cuando. Merleau-Ponty fue una vez al Tabou: pero allí estaba mademoiselle Greco para dejar testimonio. Artaud cruzó un día por la rue des Saint-Pères, y Greco lo recuerda en ese preciso instante.

Hubiera sido genial contar las manías alcohólicas, noctámbulas, sexuales o gastronómicas de esa pléyade de genios de muy diverso pelaje. Pero mademoiselle Greco, con los años, ha perdido la memoria para tales detalles nimios: sólo recuerda las chucherías insignificantes que a ella se le ocurrían en aquellos se le ocurrían en aquellos momentos.

Desgraciadamente, sus memorias no dejan constancia de las huellas que hubieran podido dejar en ellas tales devaneos.

Quedan, no obstante, en su obra, las huellas, los rastros, más bien, de un transitar tumultuoso de monstruos y celebridades por una aldea-barrio-cosmopolita de un momento importante para el arte y la cultura occidental. Y, en ese marco, las memorias de mademoiselle Greco ayudarán, un día, a los atribulados navegantes que decidan emprender la búsqueda de esos perdidos tesoros en el océano sin fondo del tiempo que se fue para no volver.

Juan Pedro Quiñonero, Diario 16, 9 de enero de 1983, pp. 26-27.

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